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I
Que el diablo sea encerrado en el abismo durante mil años y que Cristo vuelva a reinar, no es tan raro como aquel verano sin moscas, ni como el curso de Ofimática impartido por el ayuntamiento de Fuentecilla de Arriba, y dirigido a todos los perdidos en el laberinto de las comunicaciones modernas con temor a ser tachados de antiguos o misántropos.
El padre Aurelio, párroco del pueblo, tuvo a bien de apuntarse pues siempre se consideró amante de los desafíos: dicen que pasó tres días pensando el misterio de la santísima trinidad, y que hubiera dado con él de no haberse desmallado por el hambre.
El día que comenzó el curso, el padre Aurelio entró en la clase, biblia en mano y lleno de entusiasmo; un entusiasmo que con el tiempo llegaría a ser una piedra en su zapato. En tan solo tres semanas de arduo aprendizaje, los ánimos del padre Aurelio flaquearon como los de Jesús de Nazaret, cruz a cuestas, llegando al monte del Calvario. Se sentía como un pez atrapado en esa red cibernética que intentaba discernir.
Y como no hay dos sin tres y a perro flaco todo son pulgas, estas cuestiones no eran las únicas que angustiaban la conciencia del sacerdote: la afluencia de gente en las misas había descendido; el sacramento de la comunión parecía una pasarela de moda; los bancos de atrás acumulaban polvo y para más inri, unos de los monaguillos había dimitido: He perdido la fe, dijo en su defensa. El padre Aurelio, con la mirada perdida trazó una cruz en el aire pensando que detrás de aquella excusa se encontraba el auténtico problema: La gente necesitaba creer en algo más real que la historia de un dios escrita en un libro.
II
Una mañana de Enero, mosén Aurelio tuvo una gran revelación:
En plena misa de doce, a la altura del “Señor ten piedad”, comenzó a sonar la canción de la Macarena. Una feligresa habitual enrojeció y se buscó en el bolso hasta que restableció el silencio. El padre Aurelio tras el reproche visual correspondiente, pidió a sus fieles que desconectaran sus móviles… y entonces sucedió: todos los que allí se encontraban, que no eran muchos, con cara de ignorantes apagaron sus teléfonos inteligentes, y esto fue la gran revelación:
“Dios se encuentra en cada uno de nosotros”.
Por la noche, el padre Aurelio no podía dormir: ¿Y si fuera una señal del Altísimo? ¿Y si las antiguas sinagogas fueran ahora las páginas web? ¿Y si …? Tanta pregunta sin respuesta le abrumó y como un licántropo con luna llena corrió hacia la iglesia a vaciarse, a buscar respuestas.
Unos dicen que fue por gracia divina, otros que por la cobertura, pero la verdad es que aquella noche, sentado en un banco de la fila de atrás, el padre Aurelio habló con Dios. Y aunque lo que es Dios no dijo ni palabra, el párroco le expresó su temor por las misas cada vez más vacías, le contó también el miedo que sentía por esas nuevas formas de comunicación y las atrocidades presenciadas en ese curso en el que rodeado de fariseos trataba de entender el inminente apocalipsis virtual.
Las disertaciones del cura que comenzaron en un susurro, pronto desembocaron en un grito desesperado. Una paloma que dormía en el techo de la iglesia se despertó y emprendió el vuelo por encima de la calva del sacerdote, luego recorrió la nave principal en dirección al altar mayor y acabó posándose en un extremo de la cruz. La cruz desde donde Jesús, a pesar de los clavos, la corona de espinas y la herida de lanza en el costado, pareció decirle con una sonrisa: ¡Ánimo, Aurelio, You can!
Y al igual que pasan las nubes por el cielo, el agua por el río y a la vez son la misma cosa, pasó el invierno y llegó la primavera. El padre Aurelio, obstinado por el desafío y alentado por el Altísimo, finalmente entendió lo que en principio tachó de instrumento diabólico y reconoció públicamente —en medio del bar— que ni las bibliotecas de Alejandría albergarían tantos conocimientos. El último día del curso, tras recibir un diploma y un aplauso, decidió que se pondría manos a la obra con su plan divino.
III
Eran las diez de la noche en la víspera de San Isidro. El padre Aurelio rezaba a oscuras tres padrenuestros y tres avemarías —con sus respectivos glorias— para que todos los mails y mensajes de texto enviados, incluidos los Spam, fueran acogidos en el seno de Dios o al menos en su piadosa bandeja de entrada.
A la mañana siguiente lo despertó la explosión de un cohete, se levantó y vio que brillaba el sol.
A medida que atravesaba el pueblo solamente pensaba en las esperanzas puestas en ese día. Cuando llegó a la iglesia abrió las grandes puertas, atravesó la nave principal y se encerró en la sacristía. Prefería ver el resultado de su plan cuando llegara el momento.
Las campanas dieron el último aviso y las puertas se cerraron. El padre Aurelio seguido del monaguillo salió de la sacristía y subiendo las escaleras del altar mayor con la mirada en el suelo, pensó en cómo se había servido de las redes sociales para extender la palabra de Dios, en las noches en vela confeccionando una aplicación para las ceremonias y en el milenarismo tecnológico que debíamos asumir.
Una vez callada la música celestial, el cura sacó su Smartphone, lo alzó lentamente con los brazos extendidos y envió un mensaje: Oremos. La vibración creada por todos los teléfonos de los asistentes hizo temblar los cimientos de la iglesia. El párroco miró al frente y no pudo más que aguantarse las lágrimas al ver que todo el pueblo, incluido el tonto del mismo, estaba allí congregado con el móvil en la mano levantándose a su señal y a la espera de otra para continuar con la liturgia.
A partir de ese día, el padre Aurelio por fin respiró tranquilo: Fuentecilla de Arriba volvía a ser cristiana, apostólica y romana; y en un mañana, sus paisanos, santos y pecadores, después de que todo fuera engullido por el mismo océano de unos y ceros en el que ahora chapoteaban, camparían a sus anchas en el reino de los cielos por los siglos de los siglos.
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