Angela se levantó de la cama y, como cada día, se dirigió a su tocador como una autómata para ponérselo. Estiró la mano, palpó a un lado y al otro pero no sintió el tacto de aquello que esperaba encontrar. Entonces abrió sus ojos que rápidamente escanearon el pequeño mueble; desorientada, su cabeza comenzó a procesar y entonces recordó.
Tenía 40 años y toda su experiencia afectiva había sido artificial. Su infancia trancurrió entre cuatro paredes.
Cuando apenas tenía dos años, su padre le regaló un ordenador Senisterra. Era este un mecanismo de realidad virtual por el que cualquiera hubiera matado. Era realista, enormemente sensible y sobre todo muy práctico. Cada vez que la niña quería ir al parque o jugar en equipo, allí estaba Senisterra siempre dispuesto a satisfacer sus requerimientos. Y cada vez que sus padres salían, allí estaba el canguro Senisterra que, conectado a la pequeña, hacía las delicias de esta.
Angela desarrolló unos afectos poco saludables hacia la máquina, así que un día sus padres decidieron quitársela, pero para entonces ya habían transcurrido 13 años. Durante todo ese tiempo, por Navidad, Senis, como cariñosamente lo llamaba, había ido incrementado sus funciones a partir de caros dispositivos que se iban implementando: su mejor amiga, su primer amor, su primera decepción, su primer crimen …Toda su experiencia era virtual.
Cierto es que acudía a un colegio con otros niños, pero ella se aislaba y contaba los minutos para volver a casa.
Así que, cuando la desconectaron, no sabía qué hacer; estaba triste y ausente. No tenía amigas porque nunca le parecieron necesarias, no sabía relacionarse con sus padres porque nunca lo había hecho. Enfermó y a punto hubiera estado de morirse si no le hubieran devuelto la esperanza de que, pasado algún tiempo, le restituirían a su amigo. Cuando se recuperó y entendió que nadie tenía intención de cumplir con lo prometido, vació un montón de cápsulas que su madre tenía en el armarito del baño y se las tomó. Estuvo en coma cerca de dos meses y, cuando despertó, estaba muy desorientada. Sufrió una amnesia parcial que le impedía recordar partes de su pasado.
Tras dos años de recuperación, Ángela parecía una joven diferente. Tenía ahora 18 años y mostraba una actitud más social; era capaz de estar presente en una reunión familiar durante horas o en una fiesta con los amigos de su prima, sin querer saltar por el balcón..
Su privilegiada inteligencia le permitió obtener los Grados en Filología Inglesa y Germana en 4 años. Podía haber concluido antes los estudios, pero sentía un incomprensible rechazo hacia los entornos virtuales. Opositó a educación y obtuvo, al primer intento, una plaza de profesora de inglés. No superó el año de prácticas, pues un día obligó a un alumno a permanecer en clase hasta que se orinó. Insensible a la humillación y a las reacciones de sus compañeros, aceptó el informe negativo de la directora del Centro y nunca más se dedicó a la docencia.
Cuando su madre murió, no manifestó dolor alguno. Si alguien la hubiera mirado a los ojos, habría visto que allí no había nadie, un desierto de hielo y sin alma. Pero nadie se atrevía. Su frialdad no invitaba al contacto, ni siquiera visual.
A pesar de su neurosis, sí detectaba que se perdía algo importante. Comprendía que la pérdida de una madre debía ser dolorosa y, sin embargo, a ella no le hacía brotar ni una lágrima. Ahora que lo pensaba, no recordaba haber llorado desde hacía mucho tiempo y qué decir de la risa: un rictus forzado era su máximo logro.
Después de aquello, todas las tardes iba a analizar cómo se comportaba y relacionaba la gente en el parque, en el campus universitario, en plazas, en iglesias…y no descubría en aquellas personas nada familiar.
Decidió cambiar y entonces concertó una entrevista en una modernísima clínica centrada en el estudio e investigación del comportamiento.
Cuando dio su nombre, descubrió que ya estaba registrada en el ordenador y que había estado ingresada varios meses allí, a consecuencia de una intervención invasiva para colocarle un inhibidor de la ansiedad que posibilitó, por lo que explicaba el informe, su desintoxicación de una fuerte adicción.
El inhibidor,continuaba el informe, provocaba de forma secundaria un leve trastorno afectivo que podía causar insensibilidad emocional, además de amnesia parcial.
Pidió explicaciones a su padre y el dinero para eliminar de su cerebro aquel dispositivo diabólico.
Tras un tiempo de recuperación, descubrió que las esperanzas que había depositado en la operación no habían cumplido sus expectativas. Miraba a su padre y no sentía afecto alguno, recordaba la muerte de su madre y ni un leve arruyo interior.
Un día en el parque había visto cómo una madre miraba a su bebé, con qué ternura y orgullo. Aquella imagen quedó grabada en su retina y ella había sido la que la había conducido hasta allí. Quería sentir.
Le propusieron llevar hasta 14 horas al día un revolucionario parche inalámbrico, emisor de impulsos eléctricos que elevaba el voltaje de las neuronas, propiciando así los sentimientos cálidos. Mientras lo llevara puesto, su comportamiento sería el de una mujer normal o casi, con la ventaja de que cuando se lo quitara dejaría de sentir emoción alguna.
Había vuelto a necesitar un mecanismo virtual para vivir la realidad. Todos los días se levantaba preguntándose quién era verdaderamente ella y qué ocurriría si eliminara aquel apéndice de su vida. Quizás, su cuerpo ya produciría de forma natural lo que durante más de 10 años llevaba administrándole aquel parche. Su deseo más ardiente era ahora intimar con alguien al que ya había puesto cara y nombre, pero tenía terror a ese momento, no porque fuera su primera vez, sino porque ¿Qué ocurriría cuando, estando con él, eliminara aquella droga?.
Una noche se armó de valor, lo tiró a la basura y se durmió.
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