Él era un hombre gris. Un hombre hecho de polvo, sin arterias, ni músculos, ni siquiera huesos. El humo era su sustancia. Tenía el súper poder de la invisibilidad, podía pasar inadvertido allí donde estuviera. Nadie reparaba en él, nadie le oía, nadie le veía… en definitiva, nadie le sentía.
Su infancia había sido un suspiro, siempre estaba solo, viendo la televisión. Encontraba más compañía en esa caja, preñada de un tubo catódico, que con cualquier otra cosa o ser vivo. Su adolescencia fue más intensa, ya que de la Telefunken pasó a un Spectrum, al que le fue perdiendo el interés. Posteriormente la juventud, en la que descubrió lo que podía hacer con un ordenador de mesa con acceso a internet. Se convirtió en un experto, el INVES 34 le abría la puerta del Universo, incluso más allá. En su madurez, sentía un desierto en su boca, no sabía qué era. Era la soledad.
Su obsesión era tal, que llegaba a pasar 48 horas seguidas frente al ordenador, llegaba incluso, a ser capaz de regular su metabolismo. No padecía ni hambre, ni sed, ni frío, ni calor. Tenía total dominio de su cuerpo, lo que le provocaba una sensación de inmortalidad. Se parecía a los ciborgs de los relatos que leía de Isaac Asimov, y eso realmente le reconfortaba.
Encontró un trabajo en una empresa que le permitían conectare desde su casa, sin necesitar su presencia, lo que le abría un mundo temporal lleno de posibilidades. Su trabajo era anodino, monótono y sin ningún aliciente. Nadie en su empresa podía tener una imagen mental de él, ni siquiera su jefe, que fue quien le contrató.
Fue invitado a la primera comida de Navidad, primera y última, nunca más se acordaron de avisarle. Su jefe al cabo de dos años se olvidó hasta de su nombre, recibía puntualmente su trabajo vía mail, y asociaba dicho trabajo a una cuenta de gmail.
Un día sintió el puño en su pecho. En primer lugar notó una presencia, para posteriormente evolucionar a un dolor agudo, que subía por el esófago hasta la tráquea. Era una angustia de color negro, como un magma, que en vez de descender, ascendía, acumulándose en la garganta.
No encontraba alivio, algún desajuste tenía, y no era capaz de encontrarlo en el manual del perfecto Terminator.
Un día, de manera casual y distraída, observó un banner en su cuenta de gmail. Era de una página de contactos. En un primer momento sintió desprecio, en un segundo momento ira, la ira fue transformándose en curiosidad, y la curiosidad en tentación.
Al día siguiente, tras terminar su trabajo, creó un perfil, por supuesto ficticio. Lo que ocurrió a continuación, podría asemejarse a una estampida de potros desbocados. Inmediatamente fue contactado por una mujer de semejante edad a la suya, con una foto impresionante, afición por los libros de Isaac Asimov y lo que le terminó de enganchar, por ser “Alien el Octavo Pasajero” su película favorita.
Ese día no fue capaz de responder al mensaje de ella, no sabía qué decir, ni cómo actuar a continuación. Por primera vez en su vida, alguien se había interesado por él, sin tener que tomar la iniciativa. Se había hecho visible.
Al segundo día la escribió un análisis sobre la película de Ridley Scott, que más de un crítico de cine hubiera querido firmar. No tardó en recibir respuesta, aunque no tenía nada que ver con ninguna referencia cinematográfica.
Al tercer día, se sentó en su Mac y no era capaz de encontrar en su cerebro biónico, ningún adjetivo que pudiera describir su manera de ser. No podía saber cómo era, giró la cabeza para mirarse en un espejo y no vio nada. Se le escapó una lágrima, a la que no dio importancia, no sabía lo que era.
Tomó la determinación de copiar su perfil de la revista digital masculina “Health and Mind”. Tras enviar su mensaje, no tardó ni cinco minutos en recibir respuesta. En ese momento empezó una relación que duró tres meses. La angustia de la garganta había ido descendiendo paulatinamente, hasta desparecer en el estómago. No sabía qué era, pero era feliz.
Le había costado, pero después de estos tres meses, sentía la necesidad de conocerla físicamente, a lo que ella accedió. Sin embargo, no se presentó a la cita. Volvió a casa dando mil vueltas a lo que podía haber pasado, no era el día, no era la hora, no era el lugar… había tenido un contratiempo?… eso, había tenido un contratiempo.
Como arte de magia ella desapareció. No contestaba a sus mensajes, a pesar de comprobar que siempre estaba “on line”. Llegó mandarla en un solo día 100 mensajes en una hora. Realmente estaba desesperado, y volvió a aparecer el puño, que empezaba a emerger desde las tinieblas de sus órganos, donde se había alojado todo este tiempo.
No sabía qué ocurría, pasaban los días y no conseguía ninguna respuesta, ni una señal… nada, y el puño, convertido en una espiral de espinas, continuaba ascendiendo, ya no era una presión, empezaba a parecerse a un desgarro.
Pasaron 5 días sin comer, sin beber, pero ya no era un ciborg, todas las miserias humanas se reunían a su alrededor y se sedimentaban en su cuerpo, formando un revoltijo de carne maloliente.
Tomó la determinación de hackear su cuenta. Maldita decisión. En un primer momento no entendía lo que sucedía, posteriormente lo comprendió todo, había estado hablando con un programa informático que respondía a todo lo que le planteaba, con frases almacenadas en una base de datos con un trillón de combinaciones.
La decepción se convirtió en un hacha que le partió por la mitad. La espiral de espinas ya se encontraba en la boca y sangraba. Un hilo carmesí empezaba a descender por los labios, al igual que por los oídos y por la nariz, al girarse y ver su rostro sanguinolento en el espejo, no pudo con la angustia que le corrompía y no le dejaba respirar, con las manos tiznadas de rojo, y con la determinación del relámpago saltó por la ventana, estrellándose en el suelo, con el estruendo del trueno.
Su Mac se quedó encendido, conectado a la red eléctrica, esperando.
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