Arrojó el cincel con desprecio en un repentino ataque de rabia. El pequeño trozo de metal rodó con estrépito sobre el polvoriento suelo, como queriendo huir ante la furia del escultor. Pronto le siguieron otras herramientas, que volaron sin control por el pequeño taller, rompiendo alguna antigua obra inacabada y asustando al gato callejero que solía merodear por allí. Al fin, frustrado y agotado, el viejo artista se sentó pesadamente sobre su pequeño taburete, derrotado por el frío bloque de mármol que se erguía ante él. Sin fuerzas siquiera para mirarlo, sacó un arrugado paquete de tabaco. El humo del cigarrillo, consumido en una rápida sucesión de profundas caladas, alejó al fin su oscuro desánimo.

El sol de la mañana se filtraba a través de los altos tragaluces, haciendo brillar las motas de polvo suspendidas en el aire. Las miró durante un rato, perdido en la extraña danza que ejecutaban junto con las volutas de humo de su cigarro. Con un suspiro, se irguió de nuevo y se acercó hasta el bloque de piedra. Era como si el mármol se negara tenazmente a desvelar sus secretos, mofándose de él. Rodeó la piedra, como lo había hecho tantas otras veces, tratando de ser alcanzado por la inspiración. Al fin y al cabo, no dejaba de repetirse, David surgió de un bloque tan pueril como éste.

Varias horas más tarde, perdida ya toda esperanza, hizo al fin la llamada que había jurado no hacer jamás.

– Giacomo…- Dijo al fin.- Háblame otra vez de tu proyecto…- La boca le sabía a cenizas. Podía imaginar la ancha sonrisa dibujada en el rostro del hombre al otro lado de la línea.

– ¡Pero Biagio! ¡Al fin entras en razón!- Contestó una alegre voz al otro lado.- Si quieres, esta misma tarde podemos dejarlo todo preparado.

– Sí…sí, está bien. Esta tarde estará bien.- Biagio colgó el teléfono y mirando de reojo al frío bloque de mármol, salió de su pequeño taller. Iba cabizbajo, avergonzado, sin poder evitar el sentirse culpable, como si acabara de vender su alma al diablo.

– Bueno, ¡ya está! ¿No es maravilloso?- Giacomo dejó su llave inglesa sobre la mesa, apartándose un poco del extraño aparato que había instalado.

– No sé…- Biagio miraba ceñudo el revoltijo de cables y vigas metálicas que acababan de invadir la mayor parte de su taller.- Es como uno de esos chismes que fabrican coches…

– ¡Pero Biagio! ¡Debes mirarlo con más perspectiva!- Dijo el alegre Giacomo, posando su mano en los abatidos hombros del escultor.- Este brazo mecánico es sólo un apéndice. Un duro trozo de metal sin valor. Lo verdaderamente importante está aquí dentro.- Dijo mientras golpeaba suavemente un pequeño portátil, precariamente apoyado el borde de la mesa. El escultor no pudo evitar un escalofrío mientras clavaba su mirada en el aparato, donde un único punto luminoso brillaba maliciosamente.

– No sé si esto es buena idea…- El escultor se rascó el cogote, sintiendo de nuevo un amargo sabor a ceniza en la boca.

– ¡Vamos, vamos! Anima esa cara. Tienes que verlo como una herramienta más. Como el martillo y esas otras cosas que usas.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Eh?

– Que si tiene nombre.- Biagio rodeó el extraño aparato. Un brazo mecánico de aspecto siniestro rodeado por una miríada de cables y tubos rezumantes.

– Se llama Musa 3.0.- Giacomo volvió a golpear con cariño el pequeño portátil.

– Bueno, ¿me vas a decir cómo funciona? Ya sabes que yo con estas cosas…

– ¡Si eso es lo mejor de todo! Casi no tienes que hacer nada. Mira, ¿ves esto de aquí?- Giacomo señaló un pequeño aparato adosado al enorme brazo mecánico.- Esto escanea el material que quieras trabajar. ¡No sólo la superficie! También escarba en el interior y manda los datos a Musa.

– ¿Qué datos?

– Densidades, vetas escondidas, cosas así. Todos los parámetros de la materia prima necesarios para optimizar el resultado final.

– ¿Y luego?

– ¿Luego? Musa analiza todos esos datos, general la mejor obra que se pueda obtener y le manda las órdenes al brazo mecánico para que esculpa rápida y eficazmente. Y tú sólo tienes que observar. Fácil, ¿no?

– De acuerdo.- Dijo al fin Biagio, tras un incómodo silencio. Seguía mirando receloso al extraño aparato y al fastidioso puntito de luz del ordenador.- Le daremos una oportunidad. ¿Puede trabajar el mármol?

– ¡Pues claro! ¡El mármol es su especialidad!

Al día siguiente, el escultor situó el bloque de piedra al lado del horrendo aparato. Con un suspiro, activó a su particular musa tal y como le había indicado Giacomo. Luego se sentó en su pequeño taburete y observó pacientemente, entre una miríada de cigarros mal apagados y copas de ginebra barata, el pequeño milagro que surgía ante sus ojos.

Era ya de noche cuando el brazo mecánico descansó al fin y el taller volvió de nuevo a la calma. El ambiente apestaba con el pesado aroma del aceite industrial y lo que por la mañana no era más que un trozo muerto de piedra, se había convertido en la más arrebatadora escultura que sus viejos ojos habían contemplado nunca. El mármol refulgía con una insólita fuerza interior, cobrando vida propia. Una figura bailaba y se retorcía mostrando toda la pasión que el escultor había sido incapaz de transmitir a ningua de sus obras. Biagio estaba atónito, incapaz de articular palabra.

En completo silencio, con una colilla flácida asomada en la comisura de los labios, Biagio grabó en su mente hasta el más mínimo detalle de la escultura. Luego la ocultó en el fondo de su taller y sin hacer ruido, casi con reverencia, abandonó aquél lugar para siempre. Antes de desaparecer, Biagio llamó al inventor, quejándose de la inutilidad de su máquina. En cierta manera, a Giacomo no le sorprendieron las vehementes palabras del escultor, ni tampoco le desanimaron demasiado pues su mente ya trabajaba en un nuevo y ambicioso proyecto.

Años más tarde, rebuscando entre los olvidados restos de su antiguo taller, los herederos del escultor descubrieron su obra póstuma. Aquella inédita escultura de extraña fuerza interior que originó la arrolladora revolución artística conocida como Paradigma.

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