El freaky de la informática llevaba tanto tiempo con la vista clavada en la pantalla de su ordenador que la cara se le había quedado aplastada y con una cierta forma de trapecio, de tal manera que sus compañeros de oficina le apoyaban muchas veces su café encima cuando hacían un descanso. Sus colegas le llamaban plasma, por aquello de la forma de su cabeza y también porque metía unas chapas tan indescifrables como un binary digit code. En efecto, sus peroratas estaban tan influidas por el lenguaje técnico de lo que conformaba su pasión desde los seis años, que ya prácticamente nadie le entendía, excepto su interfaz. Era capaz de pasar largas horas introduciendo datos en el ordenador de la oficina, lo cual resultaba en una melodía que ciertamente los otros empleados echaban de menos cuando se ausentaba del trabajo, generando un vacío inquietante. A pesar de todo, su dedicación no terminaba ahí, por cuanto satisfacía su voraz apetito tecnológico de camino a casa navegando con su smartphone. Sin duda que esta costumbre colmaba de calamidades al vecindario, porque caminaba sin apartar los ojos de la pantalla de su terminal, de tal manera que se conducía a empellones, embistiendo a otras personas también distraídas, cayendo en las zanjas de las obras públicas, haciendo chocar a los coches en los cruces cuando se saltaba algún semáforo o derribando andamios a causa de su cándida negligencia, dando con todos los obreros en el suelo o dejándolos suspendidos en el aire, colgando de algún cable. Sin dejar de teclear, y más aún, sin mirar en ningún momento hacia delante, era capaz de sacar las llaves de su bolsillo, acertar con la cerradura, abrir la puerta de su domicilio y cerrarla de una coz rutinaria. Una vez dentro saludaba con indolencia a su tía abuela y se dirigía, no sin cierta ansiedad, hacia el cuarto del ordenador, el cual esperaba presto, en estado de reposo, su dulce mano para resucitarlo. Ya lo habían advertido sus padres, como siempre decía su tía abuela en el corro de vecinos, y que en paz descansen, que el chaval apuntaba maneras cuando con sólo cuatro años podía pasar semanas enteras pegado a la pantalla del televisor sin abrir la boca, soportando estoicamente el fétido olor de sus pañales impertérritos. Se quedaba tan embobado contemplando estos aparatos, vástagos predilectos del progreso humano, que las papillas terminaban formando una escombrera sobre sus jubones y la alfombra. Entonces sus padres lo amenazaban con llevarse la televisión de casa y él, pataleando y gritando como un mono enjaulado, comenzaba a esparcir los restos de las papas y otros remanentes cual un ventilador por toda la casa. No era para menos. En cuanto hubo completado los estudios básicos, después de haber fundido, literalmente, todos los pc de su centro de enseñanza secundaria, se matriculó en el ciclo de informática. Desde los primeros cursos destacó como un alumno aventajado, especialmente por su capacidad para dedicarle horas a las clases prácticas. Así, era frecuente en esa época verlo en la enfermería del instituto, en la que se presentaba con su mano derecha en forma de garra, un efecto secundario muy común en aquellas personas que sujetan, empuñan, manipulan y/o utilizan el ratón durante más de sesenta horas seguidas. Aquello no le importaba lo más mínimo, es más, ni siquiera reparaba en ello. A quiénes le acusaban de que no tenía amigos, él respondía que tenía muchos, y repartidos por todo el globo, desde Tokio hasta Cañaveral, con los que departía a menudo por el messenger, intercambiaba imágenes, archivos y algunas confesiones, habiendo sido bautizado oficialmente, incluso, como cibercolega. Gente, en fin, le decían los otros, que no había visto en su vida, a lo que él replicaba enseñándoles las fotos de perfil de sus contactos, sus comentarios posteados e incluso ingeniosos montajes hechos con photoshop en los que aparecía en los más curiosos lugares del planeta con sus amigos virtuales, todos posando como pegotes delante de fondos exóticos. El caso es que, según cuentan las voces más autorizadas de la escalera, y derivado de todo ello, comenzó a desarrollar una extraña complicación perceptiva que le dificultaba reconocer los patrones naturales de las caras en tres dimensiones que veía por la calle, las cuales le parecían demasiado angulosas, llenas de contornos y sombras. Se le antojaban más naturales esos personajes hiperreales que desfilaban, como duendecillos en un cuento cibernético, por la pantalla de su portátil, como las sombras de una computerizada caverna de Platón. Le sobrevino de pronto un día, mucho después de surcar océanos de web sites sin descanso, batirse en interminables batallas en los juegos de tres dimensiones y haber abierto millones de cuentas con perfiles diferentes, que no era ya capaz de distinguir la realidad y la ficción, que confundía incluso ambas, y pensaba que lo virtual era el mundo, y que el mundo no era más que una construcción absurda, una quimera llena de sombras sin alma que se conducían siguiendo las leyes de algún extraño algoritmo que nadie conseguía descifrar. Le ocurrió que quiso meterse dentro de su ordenador para acceder al arcano del misterio informático y poder entrar en contacto con los circuitos que le revelerían, a buen seguro, los entresijos de aquella fe que profesaba clandestinamente. Y en efecto, quiso llegar tan lejos que así fue como lo encontraron cuando llegaron los servicios de urgencias al domicilio, chamuscado como una castaña en un magosto, en un escorzo inverosímil, con su cuerpo atravesando la placa madre de la torre, un brazo incrustado en el teclado y su cara de plasma, aplastada y trapezoidal, asomando por el monitor reventado, como una cruel paradoja de Escher, una pantalla saliendo de otra. Y aunque esto no está confirmado, muchos vecinos dicen que los técnicos sanitarios, al llegar, vieron que su dedo índice aún se movía en escuálidos espasmos, buscando desesperadamente la tecla escape por el teclado.
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