Permanece pensativo mirando por la ventana, extasiado ante las gotas que golpean el cristal.   Una letanía hipnótica que le mantiene fijo, con la mente paralizada, seco de sensaciones.

Apagó el móvil al arrancar el motor, cuando inició el trayecto. Quería mantenerse en el momento presente, fuera de las  distracciones que le sustraerían de su realidad.  Quería sufrir ese instante, no perderlo,  como todo lo demás. Era su momento real. Triste, pero suyo. Quería desconectar de mil planes, mil chistes, mil fotos. Fuera twitter, fuera WhatsApp. –Quiero estar solo.

Ha llegado a la casa  hace escasas horas, buscando soledad. No sabe si será bueno o malo, pero las huídas tienen esa naturaleza extraña. No las podemos elegir. Simplemente se muestran como única salida y, las tomamos.

La casa. Un chamizo evolucionado  de mediados del siglo veinte. Vestigio de un tiempo mejor, en los que una segunda residencia, pagadera a diez años no era tan impensable. Veranos con mamá,  de pandilla y Vespino. Primeros besos con sabor a calimocho. 

Aquéllos maravillosos veranos en los que el tiempo dejaba de serlo. No había horas, ni minutos. Un momento seguía a otro, sin más. El sol salía, y volvía a desaparecer, cediendo el paso amablemente a la luna.

Qué distinto todo. Cuando  joven, deseas ser mayor. Cuando mayor, deseas volver a la infancia, con sus bocatas de chorizo y sus tebeos.  Veinticinco pelas de chucherías en el kiosko de la plaza.  Barra libre de libertad y carreras con la BMX por las calles sin asfaltar.

Una sensación de nostalgia profunda le invade. Se siente traicionado. Nadie le dijo  “eres feliz ahora”.

Observa al final del pasillo la vieja mesa de la cocina. Azul, con las dos sillas a juego y dos cajones cuberteros, desconchada, dando testimonio de su antigüedad. Cola-cao, magdalenas. Mamá joven, sonriente y bella.

-Así que era esto-, pensó mientras sacudía el cabello rizado. Qué decepción la vida adulta, cuántas cosas escogidas con ilusión te acaban dañando. Esa carrera elegida, pensando en la verdadera vocación, se transforma una vez terminada, en un trabajo  absorbente, estresante. El tiempo se hace presente, ¿quién decidió fragmentar la vida?,  con sus horas, minutos, días, semanas. Años que transcurren demasiado rápido, planes pospuestos para más adelante que nunca concluimos.  

Marta conciliaba bien las exigencias de la vida. Lograba llegar a todo, con su sonrisa impecable y su talante dispuesto. Habían conseguido una pareja sin demasiadas exigencias del uno para el otro. Cómoda, fácil, en la que aparentemente, ambos se sentían bien.

Pero ella quiso avanzar, quiso estropearlo todo, quiso crecer. Hijos, hipoteca, obligaciones.

Esa tarde lo llamó; -Julio, tenemos que hablar-. Fue el fin.

No supo qué decir. Tanto, que no dijo nada. Simplemente quedó donde estaba, sin pensar, sin reaccionar durante treinta largos minutos frente a una taza de café en aquella cafetería cutre, de aquél barrio marginal.

Por eso había decidido su huída, quería asumir, sufrir por el amor que había decidido irse. Plantarse en su realidad con crudeza.  Varias horas deambulando por la casa, mirando por la ventana, tumbado en el viejo catre de su infancia y juventud, tratando de llorar por la mujer perfecta, con el teléfono desconectado intentando concentrarse en sus treinta y siete años y la oportunidad perdida.

No todo lo triste que le gustaría, enciende el teléfono. 670 mensajes de 15 contactos.

El progreso nos empuja a huir hacia adelante. Dije huir.

Mónica Rocha.

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