Pasaba los minutos impávido, ausente, sobrecogido, además de exhausto, derramándose gota a gota sobre el absorbente aparato que consumía su vida entera, mientras las horas rebosaban tras de sí su propia existencia, ya de lado por la apremiante rapidez de los hechos. 

Ahora, el único que se atrevía a convivir con un “zombie” era su valiente padre, quien se preguntaba de tanto en tanto qué encontraría tan interesante su hijo en la pantalla recalentada e igualmente agotada a él , privándole por completo de entablar más de dos palabras, de ir al baño e incluso de comer.

En breve, no dormía…

Anhelaba regresar el tiempo. Volver a los momentos en que su hijo devoraba los libros del estante (ahora abandonado en un rincón del polvoriento estudio), debatiendo todo punto de vista, de opinión y reflexionando para sí, el porqué  de sus porqués. Cuando paseaba con gusto al perro y tomaba el sol en el patio, cuando tenía amigos de carne y hueso, o alguna linda señorita en el teléfono preguntándose, si se encontraría por casualidad al intrépido muchachito. Eso era parte del ayer.

El hoy, le mostraba a un indiferente caballero de tez pálida, enormes lentes y postura desgarbada, que permanecía semanas enteras sentado en el escritorio realizando irritantes sonidos con las teclas, con el ratón que arrastraba frenéticamente de un lado a otro, y si por desgracia algo no complacía su capricho, los fuertes golpes al pobre desvencijado parecían toda una orquesta. 

No lograba recordar cuándo había utilizado al innombrable por última vez.

Solo esperaba la más mínima oportunidad para lanzar por la ventana al despreciable equipo que le arrebataba instantes en verdad primordiales; pero dicha tarea resultaba imposible con el aguerrido guardián que no perdía detalle alguno de lo que se movía en las redes.

– Claro está que eran redes -; redes llenas de información, información falsa, falsa seguridad, necesidad ridícula de ser tenido en cuenta. Cuentas innumerables de pérdida de tiempo.

Si bien en un comienzo, el artefacto había sido de gran utilidad, en el presente no era más que una puta pesadilla: el ávido internauta  fue tratado por todas las aflicciones originadas en su adorado vicio. Su padecimiento era latente, le dolía la cabeza, casi no parpadeaba, del cuello a la espalda le destemplaba un calambre hasta el alma, y su médico comenzaba a hartarse de tener que resolver el mismo asunto en todas las consultas. 

– Le he repetido -…

-Debe manejar con cuidado el uso abusivo del computador, no me complace tener que decirle una vez más que su síndrome del túnel carpiano aún no se logra resolver -.

Las palabras pasaban a formar parte de la suela bajo el zapato cuando llegaba de nuevo al feliz encuentro con su amante.

No necesitaba nada más, no importaba si le iba la vida en ello, pues así como estaba, ya poseía todo lo que deseaba. No le hacía falta crear pláticas aburridas con su padre, ni novias quejándose por todo, ni supuestos amigos invitándole a nada, ni perros defecando en la acera, ni salidas a ninguna parte.

Ni siquiera el sexo le hizo moverse de su silla.  

Su mundo se había situado justo allí. El computador se encontraba ubicado estratégicamente frente al baño para no perder noticia, si por necesidad debía entrar. Un refrigerador pequeño estaba junto a la cama y ahí se guardaban los alimentos que tomaba alguna vez, cuando sus intestinos exigían a gruñidos algo de comer. Todo a su alrededor era caos absoluto; desperdicios, papeles, latas, cáscaras, comestibles; todo lo asqueroso que podría imaginarse se encontraba ahí. No salió de su habitación cuando murió su abuela, le importó poco el funeral de su padrino y cuando su gran amigo de infancia con quien creció sacándose los mocos, cayó vencido por el cáncer de hígado, sólo mandó a regañadientes una tarjeta que no decía mucho. 

No era un ingeniero de sistemas. Su trabajo no consistía en hackear páginas de Internet. La verdad sabía demasiado poco sobre el mundo de la tecnología, y de hecho, no contaba ni con una docena de contactos para justificar su compulsiva actitud. 

No se percató de la ausencia de don Augusto, hasta que comenzó a sentir un olor fétido y nauseabundo que se filtraba por la rendija de su puerta. Finalmente se preguntó qué pasaba fuera de ese cuarto lleno de basura. Al salir, una ráfaga de indecisión le golpeó; un mal presentimiento se reflejó en su rostro. En el patio su perro trataba incansablemente de romper el bulto de concentrado, denotaba no haber comido en días. Atravesó el comedor y abrió de una patada la puerta que llevaba a la habitación de su padre. Descubrió trágicamente que el aroma provenía de la cama en donde yacía Augusto Ramírez Gallo; un inerte que comenzaba a descomponerse. Entrado en pánico,  se lanzó de rodillas a la orilla del triste lecho y dijo todo lo que pudo decir. Ya no importaban las tardías palabras, ahora debía resolver fuera de la red.

De: Relatos Malvivientes

Maira Alejandra Parra Rodríguez 

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