Encontrar un lápiz fue toda una odisea. Quería estar seguro de lo que hacía y decidí recorrer todos los establecimientos de antigüedades que localicé en Madrid. En todos encontraba las mismas nefastas respuestas. Cierto es que hace muchos años que no se usan, salvo por algún escribiente bohemio que se obceca en impedir que la escritura manual desaparezca definitivamente y que su fabricación haya cesado al no ser por los mismos que los usan, que han adquirido la habilidad de realizarlos artesanalmente, con un resultado, eso si, algo tosco. Pero de ahí, a que no haya sido objeto de culto para los anticuarios, me parece hiriente. Me hubiera gustado tocar alguno, sentirlo, calibrarlo entre mis dedos. Pero ante la imposibilidad de encontrarlo, sólo me quedaba recurrir a la Red.
Leí mucho en Internet sobre este extinto instrumento. ¡Me apasiona! Localicé y visualicé tutoriales de caligrafía en 2D. Aprendí a mover los dedos como mostraban las imágenes. Una maestría que en aquella época no era debidamente valorada. Estudié ortografía hasta dominarla, pues lo escrito manualmente, no se autocorrige. Mientras tanto, mis padres me reprochaban que me ocupara en aprender cosas que no servían para nada. Con el tiempo sus miradas y sus comentarios, se volvieron más hostiles, pero cada discusión servía para alentar más mi afición y dedicarle más tiempo, encerrado en mi cuarto.
En la soledad de aquellas paredes solía recordar el origen de tan turbadora idea. Tenía 14 años y asistí a mi primer campamento de verano. A la mayoría de mis compañeros del aula virtual no los había visto nunca en persona. Hasta que no estuve delante de ellos, no me percaté de ciertos rasgos, como la altura, anchura o incluso, el olor. Recuerdo lo grande que tenía las manos 5q410, o la forma tan graciosa de andar de Punish11, como dando saltitos. La palidez que daba a Rebek4 cierto aspecto siniestro, o las explosivas formas que Ania lucía orgullosa ante el resto de compañeras. Tantos detalles que nos definen y que sólo se desvelan con el contacto cercano y personal. Ese primer encuentro resultó embriagador, y todos nos sorprendimos mirándonos y descubriéndonos, con nerviosas sonrisas y sin saber qué decir. Nos besamos y chocamos las manos tratando de charlar de banalidades con la intención de romper ese incómodo silencio. Convenciéndonos a nosotros mismos de lo bien que nos conocíamos. Aquella fue mi primera gran reunión y los sentimientos y emociones que afloraron, quedaron grabados en mi mente.
Durante el campamento sufrí un accidente tratando de cruzar un río con un par de compañeros. Me escurrí, caí y la fuerte corriente me arrastró un par de kilómetros. Quedé inconsciente y al despertar había anochecido. Tenía el cuerpo lleno de contusiones, el tobillo del pie derecho inflamado, mi reloj y mi terminal habían sufrido sendas roturas por los golpes. Tampoco pude precisar la distancia recorrida.
Fue una noche eterna. Me encontré aislado, solo, perdido. No pude consular mi localizador. Sin conexión, no supe qué hacer. Sólo se me ocurrió tratar de seguir el cauce del río, pero sin caminos, y con la vegetación tan frondosa, no podría avanzar sin apartarme de la orilla.
Decidí esperar a que amaneciera para no perderme. No pude dormir y mi mente se llenaba de preguntas, tratando de imaginar el mundo antes de la Revolución Informativa. ¿Qué hacían cuando tenían que consultar algo? ¿Tendrían que memorizar toda la información de aquellos libros? ¿Cómo pudieron crear una tecnología como la actual sin tener esa tecnología para acceder a la información para crearla? Cada pregunta conducía a otra. Y aunque me parecía incomprensible la vida sin un terminal, hubo una época en la que la humanidad sobrevivió y mejoró su condición sin estar “on-line”. ¿Podríamos mejorar nosotros si desapareciera Internet?
Me debí quedar dormido con las primeras luces del alba. Soñé que estaba a mediados el siglo XX. En un edificio repleto de libros de papel. Encontré allí gente sentada en largas mesas leyendo. Al acercarme pude observar cómo los estudiaban. Otros escribían en láminas de papel blando. Había un niño que tenía un lápiz. Realizaba trazos en un cuaderno que tenía las páginas rayadas. Lo hacía muy despacio, y se mordía la lengua en un gesto de esfuerzo y concentración. Levantó la cabeza y me miró. Iba a decirme algo, pero antes de poder oírle, empezó a alejarse. Todos se hicieron más pequeños. Una luz brillante lo inundó todo y entonces apareció ante mí la cara de mi profesor de ciencias con los ojos abiertos como platos. Sólo cuando noté el rancio olor a café que acompañaba a su aliento, pude comprender que su imagen era real. Me habían encontrado. Me tranquilizó sentirme nuevamente acompañado.
Aquella experiencia marcó una impronta que el tiempo no borró, e hizo despertar en mí ciertas inquietudes que de otra forma no hubiera tenido. La culminación de todo aquello es este placentero momento. Tratando de emular al niño del sueño, aprendí a escribir de forma manual. Lo hice con ayuda de una tableta digital que reparé y unos cuadernos de caligrafía que compré en una de las pocas librerías que todavía venden por Internet material impreso. Lo difícil fue encontrar ese lápiz… Oh, si, difícil, pero ¡Reto superado! A falta de uno, conseguí dos. Y ahora, mientras deslizo su punta de grafito por la página de este bloc, fabricado con papel reciclado, puedo oír sus susurrantes palabras. De cada trazo, un gemido, y con él, una palabra. No puedo discernir si soy yo el que lo dirige o si es él quien gobierna mi mano y la mueve a su antojo para dibujar el siguiente signo. Sólo puedo ver su magia. Cómo en un suspiro, páginas en blanco se llenan de símbolos irregulares, imperfectos, que dotan a la vista de un sublime espectáculo en forma de palabras. Palabras que, transmitan lo que transmitan, nunca podrán enseñar a nadie, más que a aquél que las dibujó, el auténtico y embriagador placer de escribir.
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