Nos gustaba cenar juntos. A veces salíamos a las calles a caminar sin rumbo fijo. A mí me gustaba notar cómo el sol moría en cada edificio; a ella le fascinaban los autos muy limpios. «Aún si no lo crees, tienen colores que no se parecen a otra cosa en el mundo», decía, mientras seguíamos caminando, mirando cada uno sus propios placeres. 

Nunca noté el momento ecxacto en el que llegó facebook. Ni me importó. «Es una maravilla, una verdadera maravilla», me dijo . Y abrimos juntos un par de cuentas, -sólo para complacerla , amaba complacerla, sentir que aunque nuestras miradas se posaran en lugares completamente deistintos, yo podía hacerla feliz. Después de todo estabamos sólos en el mundo. Las heridas por la muerte de su madre -de mi esposa-, eran como una gran cicatríz que se extendía de un cuerpo a otro. Poco nos quedaba de ella. A mí apenas su voz y su olor: un olor como a libro viejo, como a madera arrumbada. Y es precisamente eso lo que me enamoró. A ella le había heredado su inteligencia, su extraño gusto por la tecnología. 

«¿Qué pongo de contraseña», preguntó. Y estuvimos pensando en la contraseña para cada cuenta. Luego de un par de horas yo puse en su cuenta Loscoloresdelosautos y ella puso en la mía Mamanosextraña. Y aunque no pude reprimir cierto sobresalto, lo acepté.

Por semanas mi única amiga de Face fue mi hija. Y el único amigo de ella era yo. Pero eso no le importaba. Le gustaba buscar aplicaciones para saber Qué personje de caricatura eres ó Cómo serán tus hijos. Sin embargo lo que más me fascinaba eran sus estados, que más bien parecían un diario que de ninguna manera me dedicaba a mí: «Hoy vi un choche muy bonito, de seguro te hubiera encantado verlo», «Él es un buen padre, sí, pero tú cocinabas más rico», «Mañana iremos a cenar, te hice una carta. Pero hasta mañana que es tu cumpleaños», «No me gustó que papá se vistiera otra vez de negro en tu cumpleaños», «Nunca me escribe. Y no tengo más amigos. En la escuela no les caigo bien», «Hoy me dolió un poco la cabeza».

Nunca me atreví a hablar de ello. 

Poco tiempo una compañera que había cambiado de casa la agrecó a Face. Y poco a poco comenzó a tener más amigos. Y aunque nadie más que yo entendía sus estados, siempre tenía muchos Me gusta. A mí también me empezaron a llegar invitaciones de amistad. Pero nunca las acepté, si soy sincero debo decir que en realidad no sé por qué. 

El día de su cumpleaños salimos a cenar hamburguesas. Ella estaba feliz aunque se le notaba consternada. Después de un rato de meditarlo con cuidado me dijo: «La mamá de mi amiga Martha murió… ¿Nunca te has preguntado, qué pasa  en facebook con la gente que muere? Su cuenta se queda abierta. Regularme la muerte no tiene la decencia de avisar, como a mamá. Es como si murieramos pero no pudieramos morir al mismo tiempo.» A pesar de todo, era una pregunta que no buscaba respuesta. Ella siguió comiendo, pensativa. 

Olvidado el asunto yo encontré en Facebook un lugar en dónde me sentía un poco obligado a escribir. Y eso me agradaba. Cada semana escribía un poema. No, no eran buenos. Pero me hacían sentir bien. 

Y luego, ua mañana, vino la noticia. Mi hija había ido a una excursión a Teotihuacán por parte de su colegio. LLegaba por la tarde. Yo le preparé un pay de manzanas. Entonces sonó e teléfono. «El autobús se ha volcado de camino acá. Hubo un par de muertos. Su hija está grave». 

Fui al hospital den donde la tenían. Tenía un tubo que le atravesaba un pulmón. El médico dijo que estaba agonizando, y que el tubo habúa perforado varios órganos vitales. Estaba por irse. Me acerqué y antes de morir me dijo entre lágrimas: «No me quiero morir. ¿Qué hago?». Pero su respiración la abandonó y murió antes de oír cuando le dije: «No, hija, no te vas a morir, te lo prometo.»

En el funeral hubo poca gente. Pocos lloraron. Yo no lo hice. No podía, y no sé por qué. Cuando regrsé a casa di vueltas como un animal enjaulado. Luego sali a caminar y desde un puente me puse a mirar los colores de los autos. Los coloresde los autos. Loscoloresde losautos: Loscoloresdelosautos. Entonces corrí a casa, abrí su Facebook y la vi, sonriendo un una foto de perfíl mal tomada con su celular. Amigos había puesto: «Te extrañaremos siempre», «Te quiero mucho», «Qué pasó amiga, ¿estás bien?». Y entonces me pregunté ¿qué pasa con los que mueren? Intenté cerrar su cuenta. Pero por lo que entendí, la cuenta se queda ahí, eternamente, dormida. Así que le dejé como estaba.

Después de todo, es como si la tecnología nos estuviera volviendo de algún modo inmortales. Es aterrador. 

Ahora ya no publico poesía barata en Facebook, ahora le publico en su muro cualquier cosa que pase por mi mente. Lo último que publiqué en su muro fue: 

«Estoy empezando a ver tu rostro en el color de los autos». 

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