En el principio todo era silencio, nada se movía sobre la faz de mi mesa, nada se escuchaba y nada venia a mi mente, me pregunté si podría lograrlo, si podría aguantar mis lagrimas, si saldría de ese vacío y saltaría a la aventura, a la magia, a engancharme al sonido del blanco teclado, o si preferiría sentirla con el tacto de mis arrugados y cansados dedos.
La distancia entre su orilla y la mía, esa era la difícil cuestión, once mil kilómetros, todo un océano lleno de olas, sones y delfines, pegados a su manada y a sus madres, enviándoles mensajes a sus amigos con sus característicos cánticos y versos. ¿Como hacer ante el esperado encuentro?, que decir cuando mi noche anuncia su medio día, tantas alegrías y tantas penas. En cada parte de mi viaje estaba escrito su nombre, recordándome que ella siempre estaría conmigo, a mi lado, en mi misma mesa, entre mis cuatro paredes, pues su ausencia solo era física, su vos estuvo siempre en mi cansada mochila, de aquí para allá y de allá, para otro lado.
Y al fin a llegado el momento, la hora señalada, la garganta se aprieta y el corazón se agita, como el trotar de bucéfalo llevando triunfante sobre sus hombros a su amado Alejandro… muevo con delicadeza el Mouse, hago clic en “responder con video llamada” y veo de repente el dulce rostro de mi adorada hija, al otro lado del océano, se hace la luz, corren las lagrimas y fluyen las palabras…
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