Las yemas de mis dedos fríos son torpes para marcar las teclas. Cuando quiero escribir un TQM, sale un TEM. Aunque, pensándolo bien, probablemente es ese otro yo que me habita el que escribe, o intenta hacerlo.
Todas las mañanas, cuando la alarma suena, desconecto el celular y reviso si en alguna de mis tres cuentas de correo, en el chat o en otras aplicaciones, hay un mensaje suyo, una sola línea al menos, que me haga sonreír. A veces tengo suerte. Cuando no hay señales, me concentro en la vida afuera del aparato, la que dicen que es real. Me miro más en el espejo y pongo esmero en la combinación de líneas o colores en mi ropa, me aplico correctores en el rostro y una capa sutil de maquillaje para tapar la tristeza. Irónicamente en más de alguna ocasión he recibido piropos de mis compañeros de oficina, justo en esos días en los que por dentro soy una cosa muy diferente a la de afuera.
De los siete días que tiene la semana, de las 24 horas del día, paso un 70% de ese tiempo revisando el teléfono. Me sé de memoria la pantalla, sus cuatro esquinas, la forma de sus íconos y la velocidad con la que responde a mis dedos. Últimamente me pone de mal humor un diminuto cuadrado negro que interrumpe mis visitas. Simula un reloj que me avisa que hay problemas. Nunca me dice cuáles, sólo desaparece cuando le da la gana y hasta entonces puedo continuar mi búsqueda. Me provoca tirarlo al piso con tanta fuerza como para que rebote hacia el techo, somatarlo contra el escritorio hasta que se haga pedazos o sumergirlo en el agua del inodoro y tirar de la palanca. Y pensar que me pagan para ser amiga de la tecnología. La verdad es que solo he podido alimentar odio contra él.
Pero no he sucumbido a esos oscuros deseos porque no quiero terminar mal con la empresa. Se supone que por ser jefa me hice acreedora al aparato más avanzado, el que está de moda, el más caro. Quiero ser el ejemplo de los muchachos del departamento. Ellos todavía creen en esta ilusión de éxito y yo no quiero arrebatárselas… o tal vez es esa manía de hermana mayor que no se me quita con nada.
A quién engaño. No destrozo el aparato porque no quiero perderme esos esporádicos mensajes. A veces, no importa si no he sabido nada de él durante días, con solo recibir esa combinación de dos puntos y paréntesis, mi corazón taquicárdico me hace respirar con dificultad. Para mí, son atisbos de que piensa en esta ridícula vieja con vicios de joven: me estoy haciendo adicta a la luz led, a los timbres de alerta y al sexting.
Yo lo comprendo, soy insufrible. Quién querría dormir conmigo cuando la espontaneidad se ha transformado en largas sesiones de aplicación de cremas, y constantes quejas porque aun no existe el remedio contra la flacidez.
Tal vez sea mejor que se salve de estos hábitos inútiles. Al fin y al cabo he sobrevivido todos estos años sin necesidad del antihigiénico intercambio de fluidos (de todos modos ya estoy seca como un desierto) ni del abrazo apretado (porque luego es complicado zafarse sin herir susceptibilidades).
Voy a solicitarle un videochat. Ojalá responda pronto a mi sms.
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