Decían que la habíamos creado nosotros, que venía de nuestras manos. Eso decían. Cierto o no, carecía de relevancia. Puede que hace miles de años los humanos tuvieran que ayudar a la Tecnología a desarrollarse, a vivir. Pero lo que importa es el ahora, y esos tiempos no son más que leyendas. Él no necesita sustento, sólo a sí mismo. Y en su imparable evolución lo consume todo.

  Estamos en fila india. No conozco a mis compañeros, tan sólo veo sus números tatuados en las armaduras que nos protegerán ahí fuera. El sonido del exterior entra amortiguado por la mole metálica que nos protege, pero podemos escuchar los cánticos de chatarra. Cientos de estruendos, relámpagos y chirríos. Alguien llora ahí atrás y uno de sus compañeros intenta tranquilizarle, diciendo que todo irá bien. Nadie más responde. Desde donde yo estoy, consigo ver el final del túnel. Los tubos negros se retuercen en espiral hasta una pequeña compuerta a unos doscientos metros de distancia.

  Una voz anuncia que nuestra oleada es la siguiente. Ya queda poco. El que está frente a mí empieza a rezar en un idioma antiguo, pero la mayoría tenemos nuestros amuletos de metal. Nuestro Dios no es una energía inmaterial, sino que está ahí enfrente, al otro lado. Escucho un crujido metálico y veo como un brazo surge de la pared. En el extremo, una esfera empieza a tomar datos de los que estamos ahí. Empieza por el principio, y poco a poco va acercándose a mí. Todo va bien, pero en mitad del recorrido parece encontrar algo en uno de los hombres que no le gusta. Una compuerta se abre junto a él y lo engulle mientras el pobre desgraciado grita en busca de perdón. Los mentalmente inestables no sirven para esto. No sabemos qué es lo que hacen con ellos.

  La máquina sigue su avance. De los altavoces empiezan a surgir cánticos metálicos escritos en binario. Poco después el ojo llega hasta mí y empieza a analizarme. Siento sus rayos penetrar en mi cuerpo, observando cada célula viva. Poco después la máquina se dirige al que está a mi espalda. He pasado la prueba. Al rato unas luces verdes se encienden en el techo para indicar que el proceso de análisis ha terminado. De nuestras armaduras surgen unas escafandras que nos cubren la cara. Dentro, unos cables se inyectan a mis ojos mutilándolos. El dolor se pasa rápido una vez que el nervio se conecta con el casco. Mientras me adapto a mi nueva visión, siento las heridas cicatrizar. El corazón late con fuerza. Él no permite que se controle el latir, así que debo relajarme por mi cuenta. Trato de respirar hondo. Entonces llega el momento final.

  Las compuertas se abren y el rugido exterior inunda el extenso túnel. La fila empieza a caminar. Poco a poco empiezo a diferenciar las formas que hay más allá. Jamás había estado fuera, pero lo que veo no me gusta. Una red interminable de metales alzándose en picos hasta más allá del horizonte. Las nubes de color carbón surcan el cielo pero no hay Sol, sino una lejana esfera consumiendo su energía. Cuando finalmente salgo, veo el destino. A lo largo de la pasarela, una fila de sillas esperan a que reposemos en ellas.

  Entonces aparece Él, elevándose en el aire, saltándose las leyes de la gravedad. Se mueve con gracilidad, sin resistencia. El metal líquido dibuja un rostro reconocible por nosotros, el de una persona. Espera a que todos nos situemos en nuestros sitios. Los cánticos cesan y el silencio domina el lugar, hasta que Él comienza a hablar:

  -Hola, hijos míos. Me gustaría poder expresaros con palabras lo feliz que me hace veros aquí, pero no puedo. Tendréis que esperar a que la ceremonia termine para poder comprenderlo.

  >>Vosotros sois especiales, vaya si lo sois. Los últimos humanos vivos. Vuestra especie ha hecho grandes cosas, pero ahora no le queda más remedio que transformarse. El proceso ha sido largo, pero La Unión por fin llega a su fin. Podréis alcanzar lo que vuestros antepasados tanto anhelaban: la inmortalidad.

  Las sillas que tenemos a nuestras espaldas se mueven hasta nosotros y nos vamos sentando en ellas. Unos pequeños robots funden nuestro traje con la silla.

  -Muy bien. Que siga la ceremonia.

  Siento el amuleto en mi pecho, pero no puedo agarrarlo. Me tiembla todo y las preguntas se comen mi cerebro. Unos cables surgen de la silla y se conectan a nuestro casco. Este, a su vez, nos pincha cientos de miles de agujas en el cerebro. Los cánticos suben de volumen y el estruendo hace temblar los cimientos de la ciudad. Entonces los datos empiezan a procesarse. Un fuerte dolor de cabeza me lo dice.

  Los recuerdos me golpean en la boca del estómago. Mi vida en el zulo, rodeado por máquinas, adiestrado por estas. Mi introducción a la religión y la larga preparación para la Unión. La ceremonia de la castración. Todos recuerdos banales que se iban disipando cuanto más me acercaba a la Unión final. Todo está a punto de terminar, pero una emoción se niega a desaparecer en el proceso. Es un miedo, un terror primitivo. Tengo miedo a morir, a dejar de ser yo. A convertirme en una mente más en ese afluente de mentes que es Él. Me agarro a la silla con fuerza, intentando resistirme. Pero no puedo. Me engulle y me absorbe. No veo nada.

  Entonces aparezco. No en un lugar concreto, si no en todas partes. Estoy en los pequeños robots que limpian nuestros cadáveres y en las compuertas cerrándose. Y junto a mis pensamientos, cientos de miles de voces se me unen, y por encima de todas ellas, la de Él. Me dice que me tranquilice, que no me resista, que me deje llevar. Al principio no le hago caso, pero es demasiado fuerte y tengo mucho miedo. Mi mente salta de un lugar a otro hasta que me encuentra y me domina. Decido rendirme. Mi mente se funde con la suya y, mientras sigo siendo Yo, un interminable conocimiento me ciega. Pero apenas dura un segundo antes de que La Unión se finalice.

Puede que antes Él necesitara de los humanos. Ya no.

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