Hoy voy de cumpleaños. Por eso llevo al niño atado en su silleta y vamos cantando su canción favorita. Por motivarlo. Es su primer acto social, solo tiene seis años, y si bien al principio no le ha hecho mucha gracia lo de tener que estar con los mismos niños, otra vez, tras una jornada de cinco horas de colegio, más el comedor y más las actividades extra escolares, parece que la intensa campaña de motivación va dando, poco a poco, sus frutos. Qué decir del padre. Contentísimo. Desde que lo invitaron ha sentido una tranquilidad de espíritu, casi mística, que le ha hecho, por fin, sentirse padre. Y no exagero porque, por primera vez, ha dejado que me lleve su coche, el que tiene apertura y arranque con tarjeta, bluetooth y GPS. Tiene puesta una voz sensual e indefinida, pero aterciopelada, que da la bienvenida y que, no sé porqué, me ha puesto de buen humor. De repente, se ha iluminado el salpicadero y he tenido la mismita impresión de saberme en el “Voyager”. Lo que les digo, un lujo de coche.
Cuando por fin nos hemos organizado con los anclajes de la silleta y tras poner la música que le gusta a Carlitos, hemos arrancado con la intención de cruzar toda la ciudad y lanzarnos de lleno al acto social que va a cambiar nuestras vidas.
Todo iba de maravilla y mientras cantábamos la segunda estrofa de la canción de Poco-Yo, ha sonado el móvil. Lo tengo en el bolso y el bolso está en el asiento de atrás. Cómo no podía cogerlo le he dicho a Carlos que me lo alcanzara. Los anclajes no le dejaban. Yo he intentado girarme y el cinturón me ha aplastado un seno y el esternón, por ese orden. Y justo en ese instante, el frenazo; por suerte nada grave, pero si lo suficiente para que el contenido del bolso se haya desparramado por el suelo. En éstas, el móvil ha dejado de sonar y entonces lo he descubierto. En mi bolso había un I-pod, un I-pad, un I-phone y un E-book, todo por ese orden entre el desorden. Impactada y asustada, mientras Carlos dormitaba, recogí como pude todo aquello que jamás había visto pensando en que mi amado esposo, o bien se había vuelto loco, o lo que es peor, se había convertido en un traficante electrónico.
Aquel misterio me tuvo en babia unos segundos y cuando reaccioné y por fin arrancamos, decidí tener una conversación seria y directa con Juan. Conecté el bluetooth y al tercer pitido me contestó, con voz melosa, que lo había hecho para que aquel viaje resultase cómodo e inolvidable. En el E-book había cargado el libro que estaba leyendo, por si no me relacionaba bien con las mamás. En el I-pod estaban las películas favoritas del niño; en el I-pad, las fotos de las últimas vacaciones por si intimaba con alguna mamá y, en un vacío de conversación, hubiese que mostrar algo. Y en el I-phone, estaba prácticamente toda nuestra vida archivada por carpetas.
Colgué sin habla, entre indecisa y abrumada, pertrechada con todos mis artilugios y decidí que si mi santo había pensado en todo aquello sería por algo; me embargó una ternura como nunca. Le hubiese abrazado llorosa, pero al no estar allí, me dio por besar al bluetooth. Entonces ocurrió.
Al agacharme hacia el salpicadero, el coche se paró. De repente y sin aviso. Imposible arrancarlo.
Anochecía. Estábamos en una calle que no conocía y a la que me había llevado el Tom-Tom, completamente parada en un barrio residencial, no sabía cual, y, como viene siendo habitual, sin nadie a quien preguntar. Por suerte Carlitos seguía durmiendo.
Intenté llamar con todos los aparatos a Juan, recordando que uno de ellos, no sabía cual, tenía GPS y quizás, al menos, nos podría localizar. No había cobertura. Comencé a intranquilizarme tras un cuarto de hora sin ver un alma y ya pensaba, resignada, en pasar allí la noche cuando escuché voces, ruidos de golpes y el motor de un camión. Ni que decir tiene que me alegré como en la vida. Duró poco.
Dos chatarreros hurgaban con fruición entre los cubos de basura buscando material que cargaban, sin contemplación, en un camión gris. Sucios por el trabajo, se acercaron a la ventana de mi coche diciendo “¿Pasa argo?”. Recé como nunca, viéndome violada, mutilada y con el niño víctima de las redes de pederastia más internacionales, cuando uno de ellos dijo “É una mujé con un shiquillo” y el otro, sin emoción, contestó “Otra má”.
Se ofrecieron a llevar, junto a los hierros retorcidos, nuestro coche en el remolque el cual metieron sin rallarlo; trasladaron a Carlitos de manera cariñosa, y nos acomodaron en el mejor sitio de la cabina. Les di, por fin, la dirección del lugar donde iba a celebrarse el cumpleaños y arrancamos a la primera. Desde allí, aún intenté llamar a Juan más de mil veces pero seguíamos sin cobertura. Los dos hombres hablaban bajito por no despertar al niño y, cuando por fin llegamos, les dije a aquellos ángeles que esperasen, que merecían una buena propina.
Agotada por tantas emociones, me abrieron la puerta y pasé a la casa del niño que cumplía años, donde unas madres estupendas hablaban de sus cosas. El entorno era cálido y normal. A una de ellas le sonó el móvil; otra ya estaba hablando por él. Otras dos comentaban los últimos avances de sus tablets y la anfitriona, con su mejor voz, hizo que llevase a Carlitos a la habitación del fondo donde los otros niños, según me dijo, ya estaban jugando.
En silencio, con Carlos a medio despertar y diciendo “¿Mami, ya hemos llegado?” entré en aquella habitación, ordenada y limpia, mientras cinco niños de seis años jugaban, cada uno ensimismado con su pesepé, en un silencio solo roto por los gritos de admiración que les producía el pasar de plataforma.
Como aquellos dos hombres seguían esperando en la puerta su propina, disculpando con mi mejor sonrisa el cansancio del niño tras un día agotador, huí de aquella casa ante la atónita mirada de la dueña ofreciendo a mis salvadores el I-Pod, el I-Pad, el I-Phone y el E-book.
Lo que les digo, un cumpleaños que ha cambiado, sin duda, nuestra vida social. Deseando estoy de contárselo a Juan.
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