—¡Apaga la luz!

Federico está emocionado. Ha entrado corriendo en la destartalada habitación hecha con tablas sueltas colocadas con sus propias manos. Su hermana Casilda se asusta y a la vez se alegra al ver a Federico entrar tan de repente y con una enorme sonrisa en su cara.

—¡¿Qué pasa, hermanito?! —pregunta la niña alterada. Una linterna de gas que encontraron en un contenedor ilumina la estancia. Casilda está sentada en el suelo sobre un cojín desgastado y acompañada por Mumo, el peluche que le regaló su madre poco antes de morir.  Tiene las manos cerca de la linterna para templarlas. Es invierno y hace frío. La llama de la linterna es la única fuente de calor que tienen, y ahora su hermano va y le pide que la apague.

—¡Hazme caso Casi! —le apremia Federico. El chico es el hermano mayor. Tiene doce años, y Casilda hoy cumple seis. En el mes que llevan viviendo solos en la calle, es él quien la cuida.

Al final Federico se sienta en el suelo junto a Casilda, aparta a Mumo de un manotazo, pega un sonoro resoplido sobre la llama y cierra la llave del gas, todo en un santiamén. La estancia se queda a oscuras. Ya es de noche y Casilda resopla pensando que hoy su hermanito le traería algo de comer. El agua de lluvia era lo único que pudieron llevarse a la boca en los dos últimos días.  Sin embargo, en lugar de calentar comida en la llama, coge y la apaga. Ahora no se ve nada, y Casilda comienza a asustarse.

—Hermanito, tengo miedo —balbucea Casilda muy bajito. Sus diminutos brazos comienzan a temblar levemente así que los cruza para que no se note.

—No te preocupes, Casi. Hoy te he traído el mejor regalo del mundo —dice Federico orgulloso—. Me ha costado mucho conseguirlo, ¿sabes?

Los ojos de Casilda comienzan a acostumbrase a la oscuridad y la escasa luz de la luna, que se cuela de entre las tablas, hace que atisbe cómo Federico se saca algo del bolsillo.  

—¿Qué es eso? —pregunta, muerta de curiosidad.

Federico no dice nada y posa el objeto sobre el suelo con cuidado.

—¡Apártate un poco, anda! —le ordena Federico, al tiempo que tira de ella y arrastra el culo hacia atrás para alejarse. Casilda hace lo propio, empujando el desvencijado cojín sobre el que está sentada. Al retroceder, Casilda se encuentra con el pobre Mumo, así que lo agarra y se lo pone en su regazo para que le dé calor.

—¿Es una pelota? —pregunta Casilda, al ver tenuemente la forma redondeada del objeto que Federico había dejado en el suelo.

—¡No, calla, cagaprisas! —le reprende Federico. Casilda se lleva la cabeza de Mumo a la boca. El peluche es un Beagle de ojos tristes al que le falta una oreja y que huele a babas.

De pronto, la esfera comienza a abrirse por el ecuador y a emitir unos destellos intermitentes por todo el cuarto. Ambos se quedan mirando embobados. Las luces son rayos multicolores que se mueven de un lado a otro y van poco a poco rellenando el aire con puntitos de luz sólida. Las luces cambian de posición, creándose cada vez más y más motas de luz que se van juntando unas con otras, hasta formar en el centro de la habitación una figura que pronto se le hace a Casilda reconocible.

—¡Mamá! —grita la niña totalmente alucinada al ver cómo aparecía su madre de la nada. Se levanta de un brinco tirando a Mumo sobre el cojín y salta a abrazar a su madre. Mientras, de los ojos de Federico comienzan a saltar lagrimones como puños, y sabe que ya no podrá parar.

—¡Hija mía, cuánto tiempo! —dice su madre al recibir el abrazo de su hija— siento tanto haberos dejado solos.

—Mamaíta, mamaíta. Quédate con nosotros. Tengo hambre y frío. Quiero volver a casa contigo y con Fe —suplica Casilda entre sollozos—. Prometo ser buena, no volveré a llorar en alto, lo prometo, de verdad de la buena. No te vayas otra vez. Esta vez estaré en silencio cuando lleguen los vigilantes, me esconderé y no me moveré. Fe me ha enseñado bien.  Ya sé aguantar la respiración, mira. —Casilda deja de abrazar un instante a su madre para pellizcarse la nariz e inflar los mofletes.

—No temas, hija. He venido para llevarte conmigo. Jamás nos volveremos a separar.

—¿Y Fe? —pregunta Casilda extrañada.

—Federico no puede venir con nosotras —responde la madre con pesar.

—¿Por qué? —insiste Casilda.

—¿Recuerdas por qué tenías que esconderte de los vigilantes?

—Sí —responde la niña—, porque yo no podía haber nacido. Sólo se puede un niño por mamá.

—Eso es, pues Federico ha hecho un trato con los vigilantes: su vida por la tuya.

Casilda se vuelve para mirar a su hermano. Las lágrimas brotan sin cesar de los ojos de Federico.

—Nnn, nno, nnnoo —refunfuña Casilda, entre aspavientos. Federico se acerca a la niña medio a gatas y le acaricia la cara.

—He conseguido un buen trato, Casi. Me han prometido al menos cien años sin desconectaros, ni a ti ni a mamá. Podréis vivir una vida virtual totalmente normal. Es el sueño de cualquier humano no mejorado.

—Ppp, ppero tuu…

—Yo estaré bien, formaré parte del procesador de sueños. Cada vez que duermas, podremos vernos y jugar juntos. ¡Verás qué bien!

Casilda abraza fuerte a su hermano y le mancha de mocos el hombro. Los puntos de luz que forman la imagen sólida de la madre comienzan a esparcirse de nuevo por la habitación. Casilda se vuelve y descubre que su madre ya no está. Mira a la esfera partida del suelo y siente cómo su cuerpo es atraído hacia ella. Quiere darse la vuelta de nuevo para coger a Mumo pero no tiene tiempo. Madre e hija son absorbidas en un instante por la esfera, que a continuación se cierra de golpe.

Ella olvidará que tuvo un hermano, comerá todos los días y vivirá ciento seis años en su cápsula de realidad virtual. Federico recoge a Mumo y se lo lleva a la cara para oler por última vez a su hermana, mientras espera a que los vigilantes de los mejorados se lleven su alma: un precio justo para que Casilda, por fin, sea feliz.

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