El jardín de los pozos secos

El jardín de los pozos secos

Gustavo Martínez

19/02/2013

Una vez más no pudo dormir. Sólo después de las cuatro de la madrugada pudo descansar algo. Cada día era más difícil levantarse y fingir que todo estaba bien y, aunque evitaba pensar en ello, entendía que estaba peligrosamente cerca de su límite.

Al mediodía, cuando doña Amparo salió del apartamento rumbo al trabajo, María Paula se sintió agradecida de al fin estar sola. Apagó el celular y lo dejó sobre la mesa de estudio de la sala y se dirigió a su habitación.

Era pleno verano, y aunque una brisa fuera de temporada agitaba las cortinas verde limón, el calor era intenso y los rayos de sol se clavaban como lanzas sobre la cama. En cualquier otra situación no habría siquiera imaginado en dormir. No importaba. Necesitaba descansar. Su cabeza era como un panal de abejas, todas zumbando al mismo tiempo. No quería pensar más.

Asumió una posición fetal, abrazando con brazos y piernas la almohada, y deseó que el nudo en la garganta desapareciera.

A los pocos minutos cayó presa de un sueño profundo.

Se despertó envuelta en el bochorno de la tarde, con el cabello húmedo pegado al rostro y una capa de sudor extendida sobre el cuerpo. La sensación era desagradable, sentía la piel pegajosa, la blusa y el pantalón de la piyama estaban tan empapados que parecían más una segunda piel. Sin embargo, no era lo peor.

Lo peor había sido el sueño.

Trató de recordarlo sin éxito. Las emociones y las imágenes se habían mezclado hasta el punto de transformar el sueño en algo irreconocible. Sólo algunas sensaciones permanecían de manera vaga y difusa en su memoria. Durante la pesadilla se había sentido preocupada por una tormenta eléctrica. Había intentado comunicarse con Juan por celular, pero el suyo era viejo y obsoleto. Además, había mucho ruido y no podía escuchar bien. Recordaba haber enviado también mensajes de texto sin resultados.

Permaneció sentada en la cama varios minutos. Se dio cuenta de lo tonto que parecía el sueño una vez estuvo despierta. Sin embargo, durante la pesadilla sus emociones fueron reales; tan reales que aún le dolían. Buscó alguna interpretación del sueño y sólo obtuvo un dolor punzante en la sien y una recriminación más.

La ducha no fue de ayuda. Se sentía terrible, y los pequeños bultos debajo de sus ojos, la piel tirante y los labios resecos sólo reforzaban esa idea. Examinó su rostro frente al espejo con atención y de su garganta salió una voz apagada y rota que apenas reconoció como suya:

–Soy horrible.

Luego de vestirse con unos pantalones cortos y una blusa de amarre falso, caminó descalza hasta la sala y sus ojos débiles se posaron sobre el celular. Recordó su promesa de no encenderlo. Aún así, y estando segura de que era una estupidez, permitió que sus pies la arrastraran hasta la mesa. Hizo un último esfuerzo, se mordió la comisura de los labios y se aferró el brazo izquierdo justo por encima del codo con la mano contraria.

Recuperado parte del control sobre sí misma, se sentó frente al computador e inició sesión. Sobre la pantalla estaban el conteo de notificaciones y mensajes sin leer:

“Hola, cómo estás? Te he estado llamando al cel, salimos hoy?Hola, llámame cuando puedas. Por qué no me llamas, vamos a un café?Estás molesta?, contesta porfavor; Voy a estar en la casa, me llamas, bye

Sus manos temblaban. De pronto, como siempre que estaba nerviosa, tomó el celular para calmarse sin darse.

Cuando percibió lo que estaba haciendo era demasiado tarde. En esos pocos segundos de inconsciencia, sus dedos ansiosos habían manipulados con destreza el celular y lo habían encendido.

Dejo el celular de nuevo en la mesa y bajo el bochorno de la tarde se golpeó el muslo con el puño. Qué tonta era. Siempre era lo mismo. Sus labios se curvaron hacia abajo en una mueca y levanto el rostro al cielo preguntándose porqué no podía cambiar; aunque lo intentó, no pudo evitar que dos lágrimas descendieran por sus mejillas.

Aún estaba tratando de calmarse cuando un sonido la hizo saltar: Taratatan tan tan tan tantann… Había olvidado apagar el celular, y no hacía falta ver la pantalla para saber de quién se trataba. 

Taratatan tan tan tan tantannn…

María Paula observó el celular con los ojos abiertos sin atreverse a mover un dedo. Sin embargo, el celular era implacable con ella: Taratatan tan tan tan tantannn…

Por un momento pareció que iba a tomar el celular en sus manos. Y, al instante siguiente, el aparato se estrelló contra el suelo con un ruido sordo y la tapa posterior se soltó, dejando al descubierto su interior.

María Paula contuvo la respiración.

Taratatan tan tan tan tantannn… entonó el aparato negándose a morir.

Lo miró con horror. Cada tono era un puñal en las entrañas.

El cuarto timbre llegó, y con él el aullido de una bestia.

El quinto timbre no llegó a escucharse.

Cuando doña Amparo entró al apartamento, le bastó una mirada (en realidad menos) para entender que algo en su hija la había cambiado. El rostro y la postura corporal de María Paula transmitían una tranquilidad que doña Amparo no supo definir como buena o mala.

Cenaron en silencio: Doña Amparo temerosa de hablar y provocar una reacción negativa; María Paula organizando sus pensamientos y emociones.

Más tarde en el baño, después de lavarse el rostro, María Paula observó su reflejo en el espejo e intentó recordar. ¿Había sido ella? Ver los restos del celular la habían hecho sentirse confundida, pero tenía la vaga impresión de ser la responsable; después de todo, era ella quien sostenía la estatua de mármol gris en sus manos.

Como hubiese sido, era mejor que nada. Se sonrió en el espejo y, por primera vez en más de una semana, esa noche pudo dormir bien.

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