I
Las noches no se hicieron para pasarlas solos. No se hicieron para la tristeza ni el abandono, ni tampoco para vivirlas fuera de casa, con el frío azotando sin piedad las caras, helando las orejas, congelando la columna vertebral hasta convertirte en un pedazo de hielo andante, si es que aún quedaban fuerzas para andar. No, las noches seguro que no se hicieron para eso, pensaba Samid mientras caminaba luchando contra aquel viento gélido que le cortaba la cara. Ante él y sobre su cabeza, un inmenso cielo negro azulado aparecía sembrado de estrellas. Había tantas que parecía que no había sitio para otra más, y que si de hecho una nueva aparecía haciéndose un hueco a empujones allá arriba, otras pocas caerían a la tierra. Contemplando aquella belleza, Samid pensó que las noches fueron inventadas para el consuelo, para la compañía deseada y buscada, para el cobijo, la calma, el sueño que alimenta la esperanza y el descanso.
– Parece que las estrellas se van a derramar – murmuró muy bajito, abrumado ante tanta belleza, como si tuviera miedo a interrumpirla.
– ¿Dices algo, Samid? – preguntó el viejo Calev, que caminaba encorvado delante de él, ayudado por aquel bastón largo de madera que tenía casi tantos años como él. Ya se notaba débil, achacoso, y estaba ese dolor en el pecho…
– Decía que parece que las estrellas se van a derramar – repitió Samid, elevando el tono de voz.
Calev se detuvo y alzó los ojos. Ciertamente el cielo aparecía precioso. Brillaba como un mar de diamantes y piedras preciosas sobre un fondo de terciopelo azul.
– Qué bonita noche, Samid. Quizás la más bonita que he visto en la vida. Presiento que Yahvé nos va a regalar algo bueno.
– Espero que sea comida, porque tengo el estómago que no para de protestar.
– Será lo que Yahvé disponga – contestó Calev, reanudando el paso.
Samid bajó la cabeza suspirando y reanudó el paso tras él. En los siete años que llevaba junto a Calev habían pasado muchas penalidades, mucha hambre, mucho frío, mucha soledad, pero Calev nunca había perdido la fe en el Señor. Nunca le había oído blasfemar contra Él, ni dejar de acudir a las sinagogas que encontraban para hacer sus oraciones, ni de hacer ofrendas con la poca comida que podían conseguir. Recordó una vez que una generosa familia de pastores nómadas les había regalado un par de pichones. Samid imaginó mil maneras de guisarlos y la boca se le llenaba de saliva con tan sólo imaginar todos los sabores que iba a poder degustar. Iba a ser el banquete más sabroso de su vida. ¿Cómo el más sabroso? ¡Iba a ser el único banquete que se había dado en su vida! Pero Calev no tenía los mismos planes que él. Tomó agradecido las aves y también las uvas, el pedazo de queso y el trozo de pan que el patriarca de aquella tribu les brindó, y se marcharon. A medio camino, en un claro al borde del camino, Calev paró junto a una roca enorme que estaba junto a unos olivos. Le indicó a Samid que soltara el bulto que cargaba, tomó los pichones y los puso sobre la roca. Sacó el cuchillo y Samid ya empezó a saborear la extraordinaria carne que iban a poder disfrutar ese día. Pero no fueron esos los planes de Calev.
– Samid, arrodíllate. Vamos a hacer un sacrificio al Señor.
– ¿No va usted a preparar los pájaros para comérnoslo? – preguntó Samid con cierta angustia en la voz.
– Hay que alimentar antes el alma que el cuerpo, Samid. De nada sirve un cuerpo bien alimentado si el alma está vacía del Señor.
Y dicho esto, ante la frustración de Samid, Calev cortó los cuellos de los pichones y pronunció las oraciones a Yaveh. En silencio, de rodillas, Samid lloraba desconsolado, y aunque su voz acompañó las oraciones de Calev, su corazón estaba lleno de rabia y de incomprensión hacia aquel viejo judío temeroso de Dios. Pero él era su única familia, el único que se preocupó por él y le acogió cuando sus padres murieron, dándole todo el amor y la protección que su pobreza le permitía, y era tanto el agradecimiento que sentía hacia él que ningún enfado le duraba mucho. Después de las oraciones y del sacrificio, se sentaron y comieron las uvas, el queso y el pan, y en cada bocado Samid imaginaba que saboreaba aquellos tiernos pichones que ahora yacían en la hoguera que humeaba sobre la roca.
En estos recuerdos andaba Samid cuando sus tripas volvieron a rugir de tal manera que hasta él mismo se asustó.
– ¿Tienes hambre, eh? – preguntó Calev.
– Un poco, sólo un poquito.
– No mientas, Samid – le reprendió Calev con ternura -. A pesar del viento oigo tus tripas desde aquí. Mira allí delante.
Samid levantó la vista y a lo lejos vio humo.
– Una hoguera. Allí tiene que haber gente. Vamos a acercarnos y pediremos que nos dejen sentarnos con ellos un poco. Aún nos queda algo de pan y unas cuantas manzanas. Nos sentaremos allí a comer.
Aligeraron un poco el paso en dirección al fuego. El camino transcurría por una llanura y no había muchas piedras que dificultaran el paso, pero Samid sentía como si caminara por un desierto en el que sus pies se hundían hasta los tobillos. Sobre la espalda llevaba un pobre zurrón que sólo contenía su manta y dos de las manzanas que tenían, y a Samid le parecía que llevaba a cuestas un camello. La debilidad se apoderaba de él. Además, estaba el frío. Sentía cómo éste se le colaba por el cuello y le enfriaba toda la columna.
– Ánimo, Samid, ya estamos llegando.
Conforme iban acercándose a la hoguera, las voces que la rodeaban eran más audibles. Sonaban alegres. Alguien hablaba en voz alta, como si narrara alguna historia, y de vez en cuando era interrumpido por risas. Hacía mucho que Samid no oía unas risas así. Calev era un buen hombre y hacía todo lo posible para que él fuera feliz, pero nunca se habían reído de la manera que oía reír a los de la hoguera, con esa alegría desbordante, con ese estrépito de energía. Pasar tanta necesidad de alguna manera te ensombrece el alma y uno termina por creer que la vida es así, una especie de estado de conformidad, de felicidad contenida por miedo a gastar la poca que de vez en cuando se experimenta.
Las voces dieron paso a las personas. Eran cinco hombres, dos mayores, dos jóvenes y un niño, sentados alrededor de una hoguera. Se pusieron en pie en cuanto les vieron acercarse.
– Paz, amigos – saludó Calev, jadeando-. Mi nombre es Calev y éste joven es Samid, mi hijo.
Samid bajó la cabeza a modo de saludo. Calev se permitía decir pocas mentiras, y presentarse a los demás como padre e hijo era de las pocas que se permitía. Era menos complicado que explicar que Samid era su compañero de viaje, su única familia, alguien a quien recogió en mitad de un camino, tumbado al lado de unos padres muertos por el ataque de unos maleantes que le dejaron sin comida y sin el poco dinero que los verdaderos padres de Samid llevaban encima. Ésta era una historia larga que Calev intentaba evitarle escuchar a Samid una y otra vez a pesar de que el chico la conservaba muy bien en su memoria.
– Paz también para ti, amigo – contestó el más mayor de todos, un hombre de edad aproximada a la de Calev. Tenía unas largas barbas blancas y bajo el manto que le cubría la cabeza se asomaban unos rizos del color de la barba-. Mi nombre es Ranel, bienvenidos seáis. Estos tres son mis hijos: Lavi, Tumiel y este más pequeño es Pele, el hijo de mi ancianidad. Y él es mi hermano, Carmiel. Somos pastores, como podréis ver.
Señaló a un enorme rebaño de ovejas que descansaban más allá de la hoguera. Calev inclinó la cabeza y habló con voz suave:
– Os suplicamos un poco de hospitalidad. Samid y yo venimos desde lejos, estamos cansados y tenemos hambre y frío. No tenemos mucho que compartir con vosotros, tan sólo un trozo de pan y unas manzanas, pero sí os aseguramos que somos buenas personas y no os haremos ningún daño.
– Hermano, aquí podéis sentaros y recibir un poco de calor. No hace falta que compartáis vuestra comida con nosotros. Guardadla para noches en las que tengáis menos suerte. Ahora, cenad con nosotros. ¡Tenemos comida de sobra!
Ranel les indicó el sitio donde sentarse. Luego se volvió a sus hijos y les pidió que les ayudara con las comidas. Lavi, Tumiel y Pele trajeron dátiles, un guiso de lentejas, miel, leche, alcaparras, bayas y pan de higo.
– Para el joven tenemos agua, pero para nosotros, Calev, está este buen vino que junto con el fuego nos ayudará a vencer el frío – dijo Ranel, levantando alegremente el vaso en el que había servido un buen trago de alcohol.
– ¿Ves, Samid? Te dije que Yahvé tenía algo bueno para nosotros esta noche – susurró Calev a Samid, que andaba como petrificado ante aquel desfile de manjares.
– El joven Samid parece no haber visto tanta comida junta desde hace mucho, ¿no? – bromeó Carmiel, el hermano de Ranel.
Samid sonrió pero no dijo nada. Ciertamente, aquel era un desfile de manjares que no estaba acostumbrado a ver, ni mucho menos a participar en él. De hecho, Samid nunca creyó que tanta comida podría servirse a la vez, y por un instante temió que Calev, haciendo honor a su sentido de la austeridad y de la discreción, y a ese afán suyo de no querer nunca ser molestia para los demás, rechazara tan buenas viandas alegando que con estar sentados a la hoguera era suficiente. Samid miró a Calev y éste le guiñó, divertido. No, hoy Calev no pondría impedimento a llenar el estómago hasta arriba.
Viendo a Samid indeciso por qué plato empezar, Tumiel cogió un cucharón y en un plato de barro le sirvió lentejas.
– Mira, empieza por ésto. No es porque las haya hecho mi madre, pero están buenísimas. En tu vida habrás probado algo igual.
Samid cogió el plato y en cuanto las probó creyó que el cielo se había refugiado en su boca.
– ¡Están exquisitas, padre, pruébelas! – exclamó entusiasmado.
Samid solía llamar a Calev “padre” siempre. Al fin y al cabo era el único padre que recordaba y lo quería como tal. Era un hombre tan bueno…Al principio sólo le llamaba padre cuando estaban delante de otras personas y Calev había tenido que soltar esa mentirijilla piadosa de que eran padre e hijo, pero, con el tiempo, se acostumbró a llamarle padre incluso cuando estaban a solas.
– De verdad, de verdad que nunca he comido algo tan bueno. Es lo que usted dijo, padre, que Yahvé nos tenía preparado algo bueno: ¡estas lentejas! – Samid hablaba con la boca llena y los ojos brillantes, no podía disimular su entusiasmo.
– Ciertamente, voy a tener que presentarte a Jana, mi esposa. Le encantará oir tus elogios. Ella siempre nos dice que nunca alabamos sus comidas – rió Ranel.
Todos rieron. Tumiel le sirvió más lentejas a Samid.
– Gracias…
– Tumiel, yo soy Tumiel.
Tumiel, el mediano de los tres hijos de Ranel, era un chico de 16 años, uno menos que Samid. Más o menos tenía su misma estatura, aunque se le veía más robusto que el pobre Samid, cuyo delgado cuerpo había sufrido los estragos del hambre y la vida errante. Era afable y cariñoso, generoso con los extranjeros y muy servicial con su padre. Fue el primero que les sirvió de comer, y estaba en todo momento atento a que sus vasos no quedaran vacíos. Lavi, el mayor, era un joven apuesto y fuerte. Durante la cena contó que trabajaba de pastor con su padre.
– Un día será el dueño de mis ovejas, y será él quien lleve el negocio familiar. Lavi se está preparando para ello desde pequeño, bueno, para ello y para buscar esposa, porque tiene a todas las jóvenes del pueblo loquitas por él.
Todos rieron. Lavi se sonrojó, aunque no pudo disimular su satisfacción.
– Bueno, padre, será así, pero usted sabe que yo sólo tengo ojitos para una.
– Sí, para Lilaj – dijo Pele, el pequeño, que tenía siete años.
– ¡Enano, sí que estás enterado tú de todo! – exclamó Lavi, dándole un suave tortazo en la cabeza mientras todos reían a carcajadas.
– Lilaj es la chica más guapa del pueblo y mi hermano ha pedido su mano a la familia – susurró Tumiel a Samid, que andaba ahora ocupado con el pan de higo.
– ¿Y cuándo será la boda?- preguntó Samid, más por cortesía que por curiosidad.
– Bueno, es complicado – explicó Lavi. – Ella se ha marchado con sus padres por dos años, a Egipto, por temas de trabajo del padre.
– Es comerciante de telas – interrumpió Tumiel.
– Sí, y un hombre un poco difícil. Podríamos habernos casado ya, pero no quiso. Dijo que quería poner a prueba lo que yo sentía, ver si mi amor podía aguantar la distancia y el tiempo. Yo estoy deseando que regrese y nos casemos… – terminó de contar Lavi sin poder disimular la tristeza.
– Ay, estos enamorados, que todo les parece un mundo…Lavi, hijo, yo tuve que luchar mucho para que el padre de Jana aceptara que me casara con su hija, y en ningún momento me achiqué. Cuanto más reparos ponía mi suegro, más ganas le echaba yo al asunto, hasta que llegué a convencerlo de que yo era el único hombre que haría feliz a su hija Jana. En el amor hace falta mucha paciencia, ¡y todavía más en el matrimonio!
Todos rieron con el comentario de Ranel, que al menos consiguió arrancar una sonrisa a su hijo Lavi.
– Dos años pasan pronto, Lavi, ya verás – le animó Carmiel, dándole unas palmaditas en el hombro.
– Mi madre es la que más entusiasmada está con la boda- intervino Tumiel, dirigiéndose a Samid-. Ella dice que Lilaj será una buena esposa y la hija que ella nunca tuvo. Así que imagínate lo ilusionada que está de tener a otra mujer en su casa, acostumbrada que está a bregar sola con todos nosotros.
– Se os ve una familia muy alegre – Samid no pudo disimular un poquito de pena en sus palabras.
– No somos ricos, pero somos afortunados. Yahvé nos ha bendecido.
– ¿Sois de por aquí cerca?
– Sí, sí, somos de Belén, el pueblo donde nació el gran rey David.
– Calev y yo nunca hemos estado en Belén. ¿Es ese pueblo que se ve ahí cerca, no?
– Sí, ése es. ¿De dónde venís vosotros? – preguntó Tumiel, llenando el vaso de Calev con vino y acercándole los dátiles a Samid, que los devoró antes con la vista que con la boca.
– Bueno, somos de todos sitios y de ninguno – respondió, sin saber muy bien qué decir, porque, ¿de dónde eran realmente? Calev nació al norte, en Naín, pero no vivió mucho tiempo allí, y él, él no recordaba de dónde era, sólo que Calev lo recogió en el camino de Samaria.
– Somos de Naín – interrumpió Calev, que, aunque conversaba con Ranel, estaba al quite de la conversación de Samid y Tumiel, – aunque estamos yendo de acá para allá. Yo era carpintero, tenía un buen trabajo, pero la voluntad del Señor quiso que me marchara de allí, bueno, que nos marcháramos de allí, y desde entonces hemos vivido en tantos sitios… Yo me he acostumbrado a esta vida, pero entiendo que Samid tiene ganas ya de asentarse en algún lugar – dijo, acariciando el pelo de Samid.
– ¿Y por qué os tuvisteis que ir de Naín? – preguntó Tumiel, intrigado.
– ¡Tumiel, hijo, no seas indiscreto!
– No, no pasa nada – dijo Calev-. Es que es una historia de la que no me gusta hablar mucho.
Y era verdad. Samid le había preguntado muchas veces por aquello, pero Calev siempre le contestaba que era muy pequeño para entender muchas cosas, y que algún día se lo contaría. Lo cierto es que cada vez que el nombre de Naín salía en una conversación, a Calev se le entristecían los ojos y se quedaba en silencio por un buen rato.
– Bueno, ¿y hacia dónde vais? – preguntó Ranel, queriendo pasar página.
– No lo sabemos muy bien, pensábamos ir a Jerusalén, pero no lo tenemos claro todavía.
– ¿Por qué no os quedáis unos días en mi casa, en Belén? Os coge de camino. ¡A Jana le encantará tener un comensal tan agradecido como Samid!
– No sé, no queremos abusar…- dudó Calev.
Samid dejó de masticar el pan con miel que tenía en la boca y miró suplicante a Calev. Quería quedarse con aquella familia tan agradable y probar todos los platos deliciosos que aquella bendita Jana hacía.
– ¡Sí, sí, quedaos! ¡Será muy divertido! Por favor, por favor, por favor…– suplicó Tumiel con verdadero entusiasmo.
– Ja ja ja…¡Tumiel estaría encantado de quedarse! El pobre echa en falta a alguien de su edad con quien divertirse y compartir sus cosillas. Al ser el del medio anda un poco descolocado…Lavi, por ser el mayor, ha estado siempre muy implicado en el trabajo familiar, siempre ha asumido esa responsabilidad, y luego Pele es muy pequeño, son diez años de diferencia. ¡Quedaos unos días, y luego, si queréis, partid hacia donde os apetezca!
Calev miró a Samid. No le apetecía mucho quedarse, quería seguir su camino hacia no sabía muy bien donde. Llevaba demasiado tiempo en marcha hacia una meta que aún no conocía cuál era exactamente, deseando alejarse cada vez más de su pasado. Pero no vivía solo. Llevaba siete años con Samid, y éste nunca había puesto objeción a ese tipo de vida errante. Sin embargo, ahora tenía quince años y se hacía preguntas, y añoraba estabilidad, y necesitaba sentirse parte de un lugar. Quizás era el momento de parar y pensar qué hacer por fin con su vida, o más bien, con la vida de Samid. Además, últimamente Calev no se encontraba tan fuerte como antaño. Los dolores en las piernas le machacaban y aquella punzada en el pecho cada vez le preocupaba más.
– Está bien, aceptamos tu hospitalidad. Nos quedaremos un par de días – aceptó Calev, ante los aplausos de Tumiel y Samid.
– ¡Alabado sea el Señor!
Samid se levantó y abrazó a Calev, lleno de alegría. <<Gracias, padre>>, le susurró al oído, y luego le besó en la mejilla. Tumiel también estaba contento. Un par de días para tener un compañero de juegos y conversaciones eran un buen regalo, y sonreía sin parar a su padre, a Ranel, agradecido. Éste también sonrió viendo la alegría de Tumiel. Ciertamente, se sentía muy solo siendo el hermano del medio. No tenía edad para tener una relación estrecha ni con el mayor ni con el pequeño. Aunque tenía amigos, pasaba largas temporadas en el monte aprendiendo el oficio de pastor, y no terminaba de encontrar su lugar en la familia. Ranel siempre le veía como si le faltase una mitad, como un pozo a medio llenar, y eso le rodeaba siempre de cierto halo de melancolía. Quizás por eso era así, tan dependiente del cariño de su madre y del suyo, tan entregado y servicial, siempre buscando agradar, siempre haciendo ver que él también existía y que necesitaba que los demás lo supieran.
– Estupendo, entonces – dijo, poniéndose de pie-. Ahora creo que deberíamos dormir. Hacemos turnos para cuidar de las ovejas. Carmiel tiene el primer turno, Lavi el segundo y yo hago el último turno.
– En efecto, así es como ha tocado hoy. ¡Aunque creo, hermano, que siempre haces trampas para ser tú el que hagas el último turno y dormir casi toda la noche, jaja! – bromeó Carmiel, que aunque había estado en silencio durante la cena, no había dejado de sonreír y de ofrecer comida y bebida a los visitantes.
– Bien. Samid y yo nos echaremos donde dispongáis. Y, por favor, permitidme que yo os sustituya a alguno en uno de los turnos. Es lo más que puedo hacer para agradecer tan agradable cena – dijo Calev, poniéndose de pie también.
– De eso nada. Sois nuestros invitados y no nuestros huéspedes. No pensamos cobraros el trato. Podéis tumbaros donde queráis, el fuego estará encendido toda la noche. Y si necesitáis mantas, tenemos algunas más.
– Gracias, Ranel. Eres un hombre de Dios – contestó Calev, inclinando su cabeza.
Entre todos recogieron los restos de la cena. Carmiel se preparó un poco de pan de higo, miel y agua y se despidió de la familia. Samid los miraba despedirse. Carmiel apenas se alejaría unos metros para estar cerca de las ovejas, y parecía que iba a marcharse a un país lejano y sin saber cuándo iba a volver. Observaba los abrazos que se daban, las bromas y risas que gastaban entre ellos, y no puedo evitar sentir ese pellizco que se siente en el corazón y que dicen que se llama envidia. Calev siempre le había dicho que sentir envidia no era sano, que era un sentimiento que te cegaba la vista y la razón, y te impedía ver las bendiciones que había en tu vida para ver sólo las de los demás y desear que no las tuvieran. <<Es un sentimiento que busca serenar el alma a base de desear el mal ajeno. Todo el mundo cree que lo contrario del amor es el odio, pero yo no lo creo así. Lo contrario al amor es la envidia, porque es tan fuerte como él, pero hace todo lo contrario. Mientras el amor engendra bondades, la envidia es la madre del odio, de la rabia, de la violencia y del dolor. Debes ser capaz de dominar a ese poderoso caballo, porque de lo contrario, acabará contigo>>, le había dicho alguna vez Calev. Sin embargo, esa envidia que sentía no generaba en él malos sentimientos, sino sólo la tristeza de no haber podido tener lo que Ranel, Tumiel y los demás sí tenían. Quizás la tristeza sería otro mal hijo de la envidia.
Calev echó una de las mantas cerca de la hoguera, justo al lado de Ranel, que yacía pegado a Pele, el pequeño.
– Demos gracias a Yahvé por el regalo de vuestra presencia- dijo Ranel.
– Si me permitís, haré en voz alta una oración al Señor – dijo Calev, arrodillado, con Samid a su lado. A su derecha, Tumiel se sentaba y adoptaba una pose de oración, a la espera de las palabras de Calev.
– Adelante, amigo- le invitó Ranel, y todos se incorporaron para rezar.
Calev carraspeó, cerró los ojos y elevó las manos al cielo.
– Te doy gracias, Señor, porque sabes cuidar de tus hijos, no dejándoles desprotegidos ni ante el frío, ni ante la noche, ni ante el hambre. Gracias, Señor, por salir a nuestro encuentro a través de la bondad de otros hombres, y gracias por ayudarnos a mantenernos lejos de aquellos que cometen infamias. Concédenos sabiduría para aprender tus lecciones, memoria para no olvidar tus bondades y voluntad para no desfallecer en la fe.
Después Calev entonó un salmo. A pesar de su aspecto andrajoso, él era un hombre muy sabio y conocía bien las oraciones más antiguas y la historia de los patriarcas y todos los antepasados judíos. Samid se quedaba maravillado escuchándole porque sus palabras le llenaban de paz y le hacían viajar a lugares donde siempre las historias terminaban bien. Escuchar a Calev era el mejor alimento para no perder nunca ni la fe ni la esperanza.
Una vez terminaron, se dieron las buenas noches y se tumbaron. Samid sentía la tensión de las paredes de su estómago, que nunca se había estirado tanto para llenarse con toda aquella comida. Era una sensación agradable acostarse sin nada de hambre. Miró el cielo, tan hermoso aquella noche, con tantas estrellas, tantos puntitos llenos de una luz suave, con aquella luna tan llena como su barriga. De fondo se escuchaba de vez en cuando el balido de alguna oveja. También escuchaba el aire soplando por encima de sus cabezas y azotando su rostro, pero ya no tenía el frío de antes. Ahora sentía el corazón encendido de agradecimiento y de ilusión porque estaría un par de días con aquella bonita familia. Ahora tendría la oportunidad de saber qué se sentía no siendo sólo dos en la vida. No sabía muy bien por qué Calev había aceptado el generoso ofrecimiento de Ranel, por qué había decidido parar por unos días su deambular por la vida para alojarse bajo el techo de aquella familia. Samid agarró el brazo de Calev, que ya roncaba, y se acurrucó en él. Si ya le quería como no había querido a nadie en su vida, esta noche le quería aún más.
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