1

  Cuando me despedí de mi profesor pensé que tenía aspecto de ángel de la guarda con su camisa y sus pantalones de lino blanco, alguien que te salva de los profundos charcos de la vida y te propone retos. Con melancolía y admiración le vi marchar pensando que sería la última vez que le viera. Abrió el maletero de su coche, metió un par de carpetas, dos cajas que parecían muy pesadas y su maletín quejumbroso. Luego el tubo de escape vibró escupiendo una humeante nube negra. El coche se fue calle arriba. Pude sentir cómo el profesor Recaredo alzaba la mirada para observar por el espejo retrovisor cómo se iba alejando de su pasado con un nudo en la garganta. Levanté mis manos, despidiéndome, y él desenvainó su mano izquierda por la ventanilla y en un leve gestó de izquierda a derecha, pareció decirme adiós.

  Aquél fue uno de los últimos momentos que viví en la facultad de ciencias de la información, en la Universidad Complutense de Madrid. Había terminado mi licenciatura de Periodismo y me situaba en ese abismo oscuro que toda persona con ambición desea iluminar. Pero las circunstancias del mundo y del periodismo parecían haberse empeñado en darnos leves y constantes empujones hacia el vacío. La incertidumbre desde entonces se convirtió para mi y para muchos compañeros de carrera en una losa terrible que deberíamos soportar hasta que la suerte acabase sonriéndonos. Por lo pronto, aquél 6 de Junio del año 2012 supuso la ruptura de una etapa hermosa e irresponsable. Nacía la vida adulta. Y yo no podía dejar de añorar la voz y la mirada de mi profesor. Parecía un niño desguarnecido a las puertas de una guardería mientras contemplaba la marcha de mi mentor.

  Por esa razón anduve durante algunas horas más por la hierba de los alrededores de la facultad, por los pasillos de sus dos edificios, por las aulas y su cafetería. Quizás por esa razón no quise levantarme del asiento que había estado ocupando aquél último año, con la clase vacía y oteando con tristeza el silencio que resbalaba por las paredes. Recordé muchas de las clases del profesor y suspiré de alivio. Sentí que Recaredo era el profesor con el que siempre había soñado, un viejo sabio, intrépido, que nos hablaba de la verdad mirándonos a los ojos, que profundizaba en nuestros deseos, que nos preguntaba qué queríamos y qué esperábamos, y más tarde, nos enseñaba lo que podíamos encontrar ahí fuera. No sabía si sus ideas tenían validez por aquél entonces. Lo que sí sabía era que tenían ética.

  Aquél día terminé mi particular último paseo, arañando con mi soledad el famoso campo de rugby de la facultad donde horas antes había tenido lugar su última clase. Antes de eso, el profesor entró en el aula y dejó su viejo maletín sobre la mesa con gran delicadeza. Se quedó de pie y aguardó callado mientras sus ojos se paseaban por nuestras miradas perplejas y entusiasmadas.

-No duden señores- comenzó a decir Recaredo- no duden de lo que llevan dentro, no duden de la verdad, no duden de la mentira, no duden de su siguiente palabra, no duden de la honestidad, no duden del corrupto ni del malvado, no duden ni del bien ni del mal, no duden de sus códigos humanos, no duden de lo que son… vacíense de prejuicios y estereotipos y escriban, escriban afirmando lo que necesariamente es real y no puede ser de otra manera, escriban sin afirmar lo que podría ser de otra manera, sean serviciales con el lector, no le impongan nada y sírvanles las piezas de la realidad- respiró y añadió-. Pero si por algún casual dudan, maravíllense de ese milagro, porque cerca, muy cerca de sus destinos, andará la respuesta y la felicidad. Gocen con ellas muchachos.

Supuse que sería justo en ese instante cuando daría comienzo la clase. Sin embargo, abrió la puerta y se largó. Dudosos, terminamos por seguir sus pasos. Al salir del edificio, atisbamos al profesor encaminándose hacia el campo de rugby. Le seguimos como una procesión mayoritariamente silenciosa pero con un leve rumor cuchicheando por alguna parte.

El profesor había dispuesto sobre la hierba numerosas sillas. Estaban de cara al sol, enfrentadas a un horizonte azul y limpio, a unos árboles altísimos que se agitaban bravíos con el viento y a un viejo puente. Cerca de la silla más retirada, había una nevera portátil azul. El profesor se aproximó a ella y comenzó a repartir latas de cerveza. Cuando hubo terminado, se sentó en su silla y se sirvió en vaso de plástico un zumo de naranja que llevaba en un recipiente metálico. Todos permanecimos atónitos. Ante el silencio del profesor, que había cerrado los ojos y se encontraba tomando el sol, los demás decidimos sentarnos en corrillos y comenzar a charlar.

  No pude dejar de pensar por qué estábamos ahí. Así que acudí a su lado, colocando torpemente la silla, y me senté. Recaredo se percató de mi presencia sin abrir los ojos.

  -¿Algo te inquieta Adrián?- preguntó.

-No profesor- respondí secamente-. Bueno, a decir verdad si que hay algo que quisiera preguntarle- terminé confesando.

  -Soy todo oídos.

  -Quería saber qué hacemos aquí.

  El profesor se removió sobre su silla, abrió los ojos y pareció molestarle la intensa luz que caía a chorro sobre su rostro. Cuando se acostumbró, me observó y sonrió. Sus dientes los imaginé tras su tupida barba blanca.

  -Os he traído aquí para que el último momento que viváis como alumnos de periodismo sea muy distinto a todos los demás momentos que han ido llenando vuestras carreras. Este momento persigue distinguirse del resto de la vida. Este es el último instante en el que el sol brillará en el día de hoy, justo como lo hace ahora. Y por eso, este momento resulta tan maravilloso que inevitablemente caerá en los pegajosos pozos de la nostalgia- dijo con los ojos muy abiertos, como si le resultase evidente por qué nos encontrábamos ahí.

  – Es una manera original de cerrar nuestra etapa universitaria- comenté.

  -Quizás no sólo termine vuestra etapa- murmuró.

  -¿Cómo? ¿Deja usted de dar clase?- pregunté sorprendido.

  Recaredo cayó en una intensa tos de la que se fue recuperando dando pequeños sorbos a su zumo de naranja.

  -Por cierto, no te he ofrecido- dijo con el rostro colorado y una respiración algo fatigosa-. ¿Quieres un poco de zumo de naranja?

  -Oh, claro. Muchas gracias- dije mientras me tendía un vaso de plástico lleno de aquél espumoso zumo.

  -¿Has estado en el norte de España?- preguntó.

  -No.

  -Pues a mi, no sé por qué, este lugar me recuerda a los vastos acantilados de por allí, más concretamente al que hay justo cerca de mi casa.

  -¿Tiene casa en el norte?

  -En en un pueblo de Asturias.

  -Siempre he querido ir allí- admití. 

  -Deberías. Es un lugar propicio para inventar.

  Le miré con un interrogante colgando de mi expresión.

  -¿Para inventar?- repetí.

  -Para escribir- aclaró.

  Reí y desvié la mirada hacía las copas de los árboles.

  -Vas a ser un gran escritor Adrián, sólo necesitas ordenar tus ingeniosas y espontáneas ideas, y el sonido de las teclas marcará los designios de tu vida.

  Sus palabras sonaron con tal seguridad que abrió todos los poros de mi piel.

  -No lo sé la verdad. No sé si la literatura de hoy día es compatible con la mía- dije ligeramente apesadumbrado.

  -Compruébalo.

  -Y lo haré, no sé cuando, pero lo haré. No sé bien si lo que me falta es una historia que contar o un camión de inspiración.

  -¿Una historia que contar? No digas tonterías. Las historias salen de cualquier parte, están allí tras esos árboles, o aquí tras nosotros, en las palabras y las miradas de tus compañeros. No seas bravucón, y abre bien los ojos. A veces un escritor lleva en sus bolsillos una historia maravillosa y no se da cuenta porque el muy imbécil no ha sido capaz de sacar las manos para escribir. A veces son las propias manos de un escritor las que contienen y ahogan su propia historia.

  -No sé profesor, no sé si realmente quiero ser escritor- confesé.

  -Si que lo sabes. Solo tienes miedo a que el mundo te rechace.

  -¿Y qué puedo hacer?

  -Rechazarlo tú primero.

  Entre nosotros se alojó el silencio. El viento gimió y los estudiantes comenzaron a inundar los alrededores de los edificios. La clase había terminado y el profesor se mantuvo sentado, con los ojos cerrados pero esta vez su rostro estaba iluminado por una intensa sombra.

  Recogiendo las sillas y marchándonos del campo de rugby, Recaredo me asió del hombro y me dijo que la única manera que tiene un escritor de vivir dignamente era escribiendo.

  -Escribe Adrián. ¡Vive dignamente!

  Esas fueron las últimas palabras que le escuché decir antes de verle marchar en el interior de su coche. Aquella fue la que creí sería la última clase que el profesor impartiría en mi vida.

  Sentado en el centro del campo de rugby, atendiendo cómo la luz del día se iba desvaneciendo, recordé esos últimos momentos. Arranqué la cálida hierba y jugué con ella entre las manos. Era curioso cómo la satisfacción y la tristeza se mezclaban por la sola razón de haber terminado mis estudios. Y entre esas sensaciones dulces y amargas, había una pregunta que comenzó desde entonces a inquietarme: ¿Qué sería de mi?

2

  Esperé a mi abuela en el patio interior de la residencia durante media hora. Al fin, por el final del pasillo adiviné su titubeante caminar y de un respingo me levanté de mi silla para ayudarla.

  -Uyyyy- exclamó- pero que alegría. ¿Qué vienes a por mi dinero? Pues te diré que no tengo nada, nada, nada. Porque qué se yo, quizás pon que sean las cuidadoras o quizás la Juliana, mi compañera de habitación que debe ser que no anda airosa con sus ahorros, el caso es que no tengo un solo duro Adrián, o bien me lo quitan todo. ¿Te lo puedes creer?- dijo a regañadientes mientras acomodaba un cojín sobre una silla.

  Era 18 de Junio del año 2013. Hacía más de seis meses que mi abuela había abandonado su hogar por aquella residencia. Las dificultades que con el tiempo se fueron gestando en su cabeza le impedían mantener un nivel de vida confortable. Desde que dejara su casa, siempre que iba a visitarla no hacía más que preguntar por el estado del piso, si ya lo habitaba alguien o no, si estaba limpio o no… Y por más que respondía a sus preguntas, ella tarde o temprano acababa por repetirlas.

  -Pues es un piso bien majo, o me dirás que no. Yo, si tu quieres, te dejo que te marches ahí con tu chica, ¿Julia verdad? Porque mira que para tenerlo vacío, pues al menos todo quedaría en familia. Porque tu hermano David no parece muy por la labor de mudarse a un piso de esos, él es más…- decía dubitativa- qué sé yo, como más señorito, más elegante, más exigente ¿no es así? Pero mira que tú no eres así, con esos pelos y esas barbas que me llevas, por no hablar de las camisetas que parece que… y los zapatos siempre sucios, siempre sucios Adrián. Ayyy, yo no sé como la Julia aún te quiere. Porque te quiere ¿no es así?

  Normalmente tenía que responder a alguna de sus muchas preguntas para dejar de escucharla. Era el modo más eficaz aunque con ella nunca había final, ni tan siquiera para aquellas preguntas a las que ya había dado respuesta. Su memoria reciente era un verdadero coladero.

  -Vamos por partes abuela que si no veo que no salgo de aquí. Por lo del piso tú no te preocupes. Papa, tu hijo, está poniendo anuncios y tarde o temprano saldrá alguien. Yo no puedo irme a vivir ahí porque no tengo trabajo. David no se muda a ese piso no porque sea un “finolis” sino porque ya tenía desde hace varios meses un piso comprado para ponerlo en alquiler. Además, aún no quiere independizarse. Prefiere ahorrar un poco más.

  -Pero ¿que tu hermano trabaja?- preguntó con los ojos muy abiertos.

  -Claro abuela. Desde hace tres años. ¿No te acuerdas?

  -Ayyy chico, pero si es que a mi nadie me dice nada- dijo lamentándose y llevándose las manos a la cabeza.

  -Cómo qué nadie te dice nada, lo que pasa es que se te olvida. Pero bueno, tú por eso no te preocupes, que las cosas irán saliendo cuando tengan que salir.

  -¿Y tú trabajas?

  -No- respondí con cierto punto de desesperación en mi voz- Te he dicho que no, que estoy buscando trabajo.

  -¿Y qué leches haces mientras tanto?

  -Escribo. O lo intento.

  -¿Uno de esos libros como los que me leo yo?

  -Intento que sean libros más intelectuales. Los que lees tú son de letra muy grande, con dibujos y frases muy cortas.

  -Pues bien entretenidos que son. Y para qué complicarse tanto la vida si el escribir es como el hablar.

  -Eso es cierto. Pero cada escritor tiene su estilo propio abuela. El mío es algo más enrevesado, más liosos, y aunque a ti no te guste, a otras muchas personas si les gusta.

  En ocasiones, cuando terminaba de hablar, se quedaba meditabunda observando cualquier punto, latiendo en la vida presente y viviendo más allá de su pasado, en sus recuerdos. En esos momentos, acercaba mis manos a las suyas y ella parecía despertar de súbito, como si su mente hubiese desconectado un segundo, y al contemplarme de nuevo el latido de su corazón aplacase sus recuerdos, para centrarse únicamente en lo que sucedía ante sí.  Era común en ella que tras ese receso, sus palabras iniciaran otra conversación, o mejor dicho, continuaran otra que nunca habíamos comenzado.

-Y te podrás creer cómo ha pasado la vida. ¿Te das cuenta Adrián?- me preguntó.

  -Sé a que te refieres abuela. Pero aún te quedan muchos años, por lo menos hasta los cien- dije yo dedicándole una sonrisa y acariciando sus manos.

  Ella me observó con los ojos caídos en una profunda oscuridad.

  -¿Cómo te sientes abuela? ¿Ocurre algo?- pregunté llamando su atención.

  -Uy nada, nada, nada. Me siento bien, mis huesos estas estupendos, estupendos- decía de modo compulsivo- y la cabeza… bueno, aunque haya momentos en los que no ande muy bien, desde luego no se puede decir que sea una tonta que ya no sirve ni para jugar unas cartas. Ayyyy- exhaló un suspiro- ¿Y quien me lo iba a decir a mi? Pero si es que aquí el que no es ciego es sordo, y claro, ya con los sordos no se puede hablar porque no te oyen nada, nada, nada, y con los ciegos nunca llegas a ser familiar ni amigo, pues pasan a tu lado y no te ven nada, nada, nada- decía elevando los brazos por encima de su cabeza- Aunque claro, luego están la Vene y la Ilumi, que ellas si que discuten mucho de la guerra y de Franco. Mira que una es de los rojos y la otra de los nacionales. Pero claro, la que es de los nacionales admite que se equivocaron en las formas, aunque yo les digo siempre que en las guerras no hay formas, sólo bombas, disparos y malas decisiones.

  En una de mis visitas me senté con mi abuela y la Vene. En esa conversación, siendo un mero oyente y maravillándome por la calidad narrativa de mi abuela y su amiga, se me ocurrió escribir un libro basado en los breves relatos que aún yacían en sus memorias. Eran relatos en su mayoría alegres, y los que no lo eran, parecían serlo por el modo en que contaban las historias. Momentos donde las bombas de la guerra civil sonaban más allá de la lejanía y mi abuela se regocijaba bañándose en el agua de un río junto a otras niñas, o cuando la Vene le tiró una piedra desde un monte a uno de los soldados nacionales que hacía guardia en medio de un camino, y cómo escondiéndose de aquél soldado tras ser buscada, acabó por dormirse a los pies de un árbol lleno de ardillas.

3

  Me dirigí al Retiro acompañado de un libro de Fernando Sánchez Dragó. Comencé a leerlo sentado sobre el césped con un olor exquisito a humedad. El sol se diluía por el horizonte, tiñendo de naranja el cielo, y el cántico de los pájaros en los árboles y de los niños a mi alrededor rezumaban vida y serenidad.

  De pronto, un toque por duplicado en mi espalda levantó mis nervios y aplacó mi tranquilidad. Cerré el libro y en un gesto eléctrico me gire para ver quién era. Ante mi un hombre vestido con americana de lino blanco y un sombrero de similar color. Mantuvo su rostro oculto tras la sombra que desplegaba el sombrero.

  -¿Sabrías decir quien soy?- preguntó.

  -Lo cierto es que no- respondí con la voz turbada por el temor a pesar de que su voz fuera tranquilizadora.

  -Hace más o menos un año, un hombre al que atendiste durante el curso que aquél día terminó, se despidió de ti sacando una de sus manos por la ventanilla de un coche en marcha.

  -¿Profesor? ¿Profesor?- pregunté sabiendo que era él, levantándome para darle un abrazo y reconocerle por fin.

  Se deshizo de su sombrero y dejó a la luz su prominente cabeza.

  -Buenas tardes Adrián.

  -¿Le incomodaría que le diera un abrazo?- propuse algo nervioso.

  Él sonrió y sin responder dio dos pasos hacia mi y me abrazó. Sentí la fuerza de sus brazos, como si verdaderamente se alegrara de verme.

  -¿Puedo sentarme contigo?

  -Claro profesor.

  La espera que transcurrió una vez se hubo sentando a mi lado fue tensa. Sin embargo, de soslayo le observé de vez en cuando y su rostro inspiraba calma, paz absoluta, como si llevara tiempo necesitando un silencio compartido, un silencio no manado de la soledad.

  -Cuéntame Adrián, ¿qué hace un tipo joven aquí solo, leyendo un libro de Jesús de Galilea?

  -¿Es de Jesús de Galilea? ¡Vaya! Primera noticia. Lo acabo de empezar. Supongo que no he llegado a esa parte- respondí sorprendido-. Me gusta venir aquí a leer. Porque no sólo consigo leer, también consigo respirar de un modo que no consigo en casa. ¿Usted qué hace por aquí?

  -Vivo cerca y aprovecho las últimas horas de luz para pasear, porque el parque se empieza a vaciar, el silencio se alarga y uno es capaz de escuchar sus propios pasos, y hasta sus propios latidos.

  Su voz parecía provenir de una recóndita cueva, como si estuviera dotada de eco. Sus labios estaban ocultos bajo la frondosa capa blanca de pelo que los rodeaba. Su mirada volaba por todas partes, en movimientos oculares lentos, y sus palabras parecían tristes pero sonaban placenteramente.

  -Me alegro de verle profesor- le dije entrando en contacto con su mirada.

  Él me observó detenidamente.

  -Hay algo que hace más de un año tenías pintado en los ojos. 

  -¿El qué?

  -Quizás ilusión.

  Respiré profundamente, desvié la mirada y solté el aire cuando supe qué decir.

  -No te quitaré la razón. De momento no hay nada en el mundo del periodismo que despierte mis impulsos de vida. Lo único en lo que encuentro algo de sentido es en la escritura, pero hasta ella se ha tornado una empresa compleja y alejada de mis posibilidades.

  -¿Por qué dices eso? Yo sé cómo escribes, y créeme, no debes sentirte así.

  -No Recaredo. Usted sabe cómo escribo pequeños textos ensayísticos, pero no se imagina las dificultades que tengo para escribir algo un poco más largo, menos ensayístico y más popular.

  -Siempre he creído que eras un alumno prolífico con la pluma.

  -Y lo soy profesor. Pero aquellos temas que me hacen ser prolífico no terminan por suscitar simpatía entre el público. Un público por cierto que se reduce a mi familia, mi novia y algunos amigos.

  -Dicen que eres demasiado complejo, como si lo estuviera viendo.

  -Eso es.

  -Y es cierto Adrián, es totalmente cierto.

  -¿Cómo?- pregunté con una mueca de sorpresa dibujada en mi cara.

  -No te sorprendas. Escribes bien, y tus ideas son buenas. Simplemente necesitas pasar la pulidora por esas ideas, para quitarle asperezas, elementos de tu escritura que entorpecen la lectura y la comprensión. La escritura no está reñida con la complejidad. Mira Borges o Cortázar, o ése mismo que tienes entre las manos. Todos ellos tienen circuitos laberínticos en sus mentes, pero con los años han conseguido adquirir una voz propia y peculiar, y ello les ha llevado a estar entre los grandes.

  -Pues ya me dirá cómo lo han hecho si no es porque tengan un don.

  -Lo tienen, pero los dones también se entrenan. Su virtud más primorosa ha sido la de contar su mundo interior de una forma tan extraordinaria que el mundo se ha quedado prendado de sus palabras.

  -Si, pero sigues sin responderme. ¿Cómo lo han hecho?

  -Ya te lo he dicho, adquiriendo una voz propia, escuchándose.

  -Pues no debo tener afinados mis oídos, porque no escucho nada proveniente de dentro.

  -Cuestiónate las cosas. Hazte preguntas sobre el mundo, sobre ti mismo, sobre aspectos de tu presente, sobre lo que esperas del futuro. Pregúntalo todo. Sé periodista y vacía tus bolsillos de todas esas preguntas que tienes. La vida y tus pasos ya se irán haciendo cargo de las respuestas.

  Le dediqué una sonrisa amplia y emocionada. Sin que me viera, abrí los ojos todo lo que pude para que se filtraran las lágrimas que habían nacido producto de sus palabras. Era hermoso escuchar a un hombre sabio. Pero tanto él como yo sabíamos que las palabras rara vez resultaban ser óbice de ninguna realidad. A lo sumo podrían llegar a ser trozos de ideas bellas, pedazos de sueños sin cimientos. Las palabras no indicaban nada, sólo la sospecha de una posibilidad, como bien nos enseñó Recaredo en sus clases.

  -¿Intentaste buscar trabajo Adrián?

  -Lo intenté. Comencé por los grandes periódicos. Esperé. Luego lo intenté con las grandes emisoras de radio. Esperé. Después continué con periódicos de pequeña tirada y emisoras de radio desconocidas. Esperé. Y ahí me quedé.

  -¿Y qué has estado haciendo este año?

  -Esperar, ya le digo. Esperé tanto que adquirí cierta aversión a mi mismo, a mi hogar, a mis amigos, a esta sociedad y estas calles. Necesitaba cambiar de aires y emprendí una aventurilla en Londres. Me marché a principios del otoño pasado y regresé casi concluyendo el invierno.

  -¡No me digas! ¿Y cómo te fue?

  -Aprendí bastante aunque menos de lo que imaginaba. Los ingleses son muy suyos, y también hay demasiado español y europeo intentando aprender ingles y trabajar. Es difícil hacerse con una mínima estabilidad. Los sueldos no están mal, pero los precios son altos por lo que uno acaba adelgazando lo indecible, sometiéndose a una fuerza de voluntad grande para no comprarse caprichos, reconociendo por fin qué necesita y dándose cuenta de lo que es madurar y hacerse cargo de uno mismo.

  -Decisiones morales en definitiva- añadió el profesor. 

  -Justo eso. No se…- respiré mientras retorcía una ramita que había encontrado entre la hierba- supongo que es una buena experiencia, pero no creo que aprender un idioma merezca pasar ciertas penalidades, no lo creo.

  -Nada merece que uno pase por ninguna penalidad, excepto, aquello con lo que uno sueñe. ¿A qué estas dispuesto tú por conseguir lo que ansías?- preguntó.

  Y noté cómo sus ojos se clavaban en mi perfil. Contuve la respiración y me enfrenté a mis dudas.

  -No lo sé profesor. Dígamelo usted por favor.

  -¡Uy! No. Estoy incapacitado para satisfacerte. Cuestiones como estas, de tal importancia, sólo uno las puede resolver. Te podría dar una lista de respuestas, pero ninguna sería equiparable a aquella que el tiempo hará nacer en tu interior.

  Un denso silencio se intercaló entre nuestros cuerpos. La gente en el parque había desaparecido de repente. Las sombras ya no existían y los suelos eran realidades oscuras. 

  -Está anocheciendo Adrián. Te tengo que dejar- dijo el profesor.

  -Yo me iré en un rato.

  -Está bien. Me ha alegrado verte y saber que estás ahí, en la brecha de tus sueños.

  -Lo mismo digo profesor- respondí.

4

  Llegué a casa pasadas las doce de la noche. El interior estaba inundado por ríos de oscuridad y no tenía ningún punto de luz que me sirviera de faro para no tropezar con nada. Arrastré los pies hasta el salón. Una bocanada de aire fresco abrazó mi cuerpo al entrar. Más allá vi cómo las cortinas bailaban al son del viento y dibujaban hermosas sombras sobre la pared. Pero olvidé cerrar la puerta y avanzado unos pasos, ésta emitió un estruendoso golpe, cerrada de sopetón por la fuerza del aire. Rápidamente alguien caminó por el pasillo. Se asomó por los cristales de la puerta, como una sombra maléfica. Me inquietó ciertamente su lentitud a la hora de entrar en el salón. Yo guardé silencio, agazapado sobre el sofá pero con una extraña sonrisa que a medida que iba pasando el tiempo se fue difuminando.

  De pronto, penetró encendiendo la luz de súbito y lo encontré con el rostro plagado de pánico y un paraguas alzado y sujetado por una de sus manos, dispuesto a asestarme un paraguazo mortal. Yo dibujé el susto en mis ojos y mis labios. Pero pronto relajé mis nervios, destensé mi cuerpo y reí hasta la extenuación por el alivio que parecía descansar en el lenguaje corporal de mi padre al observarme.

  -¡Joder!- exclamó en pleno desahogo-. Chaval, la próxima vez ten más cuidado- me advirtió.

  Continué riendo mientras él intentaba hacerme ver que lo sucedido era más grave de lo que parecía. Pero mi risa no conocía obstáculo ni desaceleración, por lo que a mi padre se le ocurrió la ingeniosa idea de preguntarme si estaba borracho.

  Aquello aceleró aún más el impulso de mi risa. De modo que minutos después, ante aquél escándalo, mi madre y mi hermano también se encontraban en el salón, despeinados o peinados, según se mire, con los ojos entreabiertos y una protesta en sus bocas lanzada con indignación hacia mi persona, que el único error que había cometido había sido el de descuidar una puerta abierta.

  -¡Coño, no haber dejado la ventana abierta!- les recriminé entre la risa.

  -¡Pero serás imbécil!- exclamó mi hermano-.Tú no madrugas mañana capullo, nosotros sí. Anda que el día que tú madrugues ya te habrás jubilado, cacho de perro.

  Los tres se perdieron en sus habitaciones recuperando el sueño interrumpido. Yo encendí una lámpara en el salón. Tras de mi estaba el ordenador. Lo rescaté de aquél efímero abandono y lo encendí. Abrí una página en blanco. El puntero parpadeaba sin descanso. Parecía avisarme del goteo de los segundos, del paso de la vida. Recordé las palabras de mi abuela, “cómo ha pasado la vida”, he intenté por un instante vivir dentro de sus ojos, latir con su corazón, recordar con su memoria. La risa de hacía unos minutos se había diluido y perdido definitivamente por algún hueco de mi ánimo. Estaba sufriendo esa maravillosa metamorfosis que sufre el escritor cuando la emoción le invade y sus manos se convierten en la prolongación de sus palabras.

  Palpé con la yema de los dedos el relieve de las teclas, las letras pintadas de blanco. Contemplé con asombro cómo en aquél teclado se encontraban los objetos finitos que podían crear lo infinito. Supuse que habría una posibilidad, al menos una, de que yo algún día tecleara en un orden tan preciso y constante, que lo que surgiera de ello fuera majestuoso. Pero mis dedos, aquella noche nunca llegaron a apretar tecla alguna. El parpadeo del puntero en el ordenador seguía atormentándome, cuando el sueño acudió a mi rescate. Mis ojos se deshicieron en imágenes borrosas, las palabras fueron cayendo lánguidamente por los acantilados de mi inconsciente, y mis párpados vistieron finalmente de oscuridad mi realidad. Mientras tanto, el puntero pasaría toda la noche esperando, paciente y constante.

  Un taladro trabajando en la calle me despertó cerca de las nueve de la mañana. Mi madre hacía una hora que se había levantado y ya escuchaba la radio al otro lado de la pared, donde se encontraba la cocina. Oí sus pasos ágiles y vitales, con el sonido seco de la parte del talón de sus zuecos atormentar al pobre vecino del piso de abajo. Por debajo de la puerta del salón se coló un aroma a café exquisito, y sentí la necesidad imperiosa de servirme un buen lingotazo de café con hielo.

  Me dolía la cabeza. Con los ojos aún borrosos por el sueño y una mueca de cansancio en mi rostro observé con cierto humor la postura en la que me había quedado dormido, una postura fetal impropia de un hombre de pelo en pecho y de 24 años.

  Respecto a mi padre y mi hermano, solían salir de casa entre las siete y media y las ocho, según el día. Ellos apenas desayunaban y eran sumamente silenciosos. Parecían máquinas que despertaran con el firme propósito de hacer su deber y regresar a casa para descansar y alimentar su cuerpo, una especie de robotización y animalización que me llevó un día, aún lo recuerdo, a desestimar la dogmática idea de que el trabajo dignificaba la vida de un ser humano. En todo caso la alienaba, como diría Marx. Pero incluso esta ridícula idea tenía algo de contradictorio, pues Marx sopesaba que el trabajo era el motor de la historia, y la alienación venía a ser la ceguera que el hombre proletario sufría al aceptar y legitimizar el sometimiento derivado de su relación con el capitalista, el jefe en definitiva. Extrapolado a la época actual, pensé que el gran jefe era un sistema perfectamente coordinado y coherente con la idea de producir y producir y producir. Y si sobra… se sigue produciendo. No recuerdo dónde leí aquello que un hombre, un filósofo supuse, dijo un día; que las sociedades se distinguían no por sus mecanismos de producción sino más bien por el modo en que se deshacen o emplean la sobreproducción, sus excedentes. Freud diría que esos excedentes acaban siendo psiquismos neuróticos que se traducen en actitudes de sublimación y búsqueda constante de satisfacción de las necesidades, pulsiones sexuales. ¡Cómo le gustaba el sexo a Freud! ¡A ése si que habría que psicoanalizarle! ¡Tanta bobada determinista que pareciera como si las causas de una persona siempre fueran las mismas, y lo que es peor, causas básicas, propias de los instintos! Esto nos llevaría a distinguirnos muy poquito de los animales. Para algunos ello supondría un alivio extraordinario, el de  desquitarse de toda presión por sostener un rictus rígido, disimulando y velando lo que de verdad anda escrito en sus deseos. ¡Bah! No son más que estupideces. Y de nada sirve pensarlo y mucho menos escribirlo.

  Nunca les dije a mis padres y a mi hermano que trabajar era una cuestión menor. Cierto era que la vida había que pagarla, no solo con el dolor y el sufrimiento que las circunstancias pudieran verter sobre uno, también había que pagar una rutina; esos zuecos que atormentaban a mi vecino de abajo, el aroma a café recién hecho, la sabiduría de los libros que estaban vigilando el salón posados sobre una polvorienta estantería, un televisor que nos informara de lo que parecía ser siempre igual, una educación, un título universitario, un calcetín y todos los demás… en fin. ¿Qué podía ser de mí sin trabajo? ¿Qué Yo iba a estar más cerca de lo que soy? ¿Aquél que se iniciara en el mundo laboral o aquél que emprendiera la huida definitiva del mundo hacia cualquier parte?

  Por el momento, donde me encontraba más cómodo era en el sofá, acariciando su aterciopelada superficie, descolgando uno de mis brazos al aire, lamiendo el frío suelo de madera, elevando una pierna por encima del respaldo y notando como poco a poco iba quedándose dormida por la poca circulación que hasta esa parte de mi cuerpo llegaba. Tenía hambre, pero era tan dulce ese despertar que me permitía escuchar la vida rugir ahí afuera, que finalmente me volví a dormir.

  Esta vez solo fueron treinta minutos. El segundo despertar fue menos feliz. De pronto reparé en la presencia del ordenador que había escoltado mi descanso todo aquél tiempo. El blanco del papel en la pantalla seguía refulgiendo, pero algo en mi se rompía cuando esos papeles no se encontraban, segundos después, repletos de peripecias e ideas alocadas. El puntero continuaba su derroche de tiempo, marcando su caminar militar, sin ruido. Se habían convertido en los ojos de una especie de Dios que siempre andaba diciéndole a uno lo que debía hacer. Y qué deber mejor que el de continuar, continuar por la línea que se ha empezado, continuar por la recta que está siendo creada, continuar deviniendo en lo que hay en uno de potencia y ser al fin lo que un día fue horizonte. Continuar escribiendo la vida llena de mentiras, continuar mintiendo al mundo para contarles la verdad a las personas. Continuar latiendo en esos ríos de tinta virtuales y nunca morir hasta que no muera el puntero, hasta que no muera tu Dios, hasta que no muera el dichoso tiempo. Hacerse eterno en las palabras. Alargar lo que se quiera expresar hasta dotar a esa expresión de un movimiento tan sublime como la gravedad infinita.

  Cerré el ordenador y el tic tac del tiempo enmudeció. Mi madre abrió la puerta del salón con una alargada sonrisa.

  -Ya es hora ¿no?- dijo en un tono que yo creí demasiado elevado. 

  -Bueno, ya sabes, la vida, que me pesa un poco- respondí con ironía.

  -Ya claro… ¡Anda gandul, levanta ya!- ordenó golpeando con cariño mis piernas.

  -Si mama. ¿Qué hay de comer?- pregunté sin intención de ofenderla.

  -Pero bueno… te levantas tarde y lo primero que preguntas es qué hay de comer. Primero arregla tu cuarto que desde ayer por la mañana esta hecho un guiñapo, haz la cama, desmonta el himalaya ese que tienes hecho con ropa de hace no sé cuantos días encima del baúl y luego ya te digo lo que hay de comer. Pero primero tendrás que desayunar imagino ¿no?

  -Si mama, te prometo que hoy busco trabajo.

  -¡Pero serás cenutrio! Quién te está hablando a ti de trabajo, te estoy diciendo que…

  -Pues como no sea que ordene mi habitación no se qué otra cosa puede ser mama- dije interrumpiéndola-. A ver si te crees que todas las mañanas dices algo nuevo y original.

  -Pues si lo hicieras no tendría que decirlo.

  -Si mama, pero ¿y lo que disfruto yo escuchándote todas las mañanas?. En estos, en estos momentos está la verdadera felicidad- añadí con sorna, amagando con propinarle un abrazo. 

  -¡Pero serás…!- dijo haciendo ademán de darme una bofetada con una sonrisa sincera en sus labios.

  Recogí parte de ese “Himalaya”, hice la cama, desayuné, me lavé los dientes, abrí el ordenador y me quedé perplejo ante la belleza encontrada otra vez en el blanco virtual de la pantalla, pero mis dedos no se movieron. Esperé a la hora de comer. Comí, me quedé frito en el sofá con la televisión a medio volumen, volví a despertarme con una sensación de cansancio insoportable, bebí café, llamé a mi novia y estuve hablando con ella durante veinte minutos. A eso de las seis y media de la tarde recibí su visita. Ella trabajaba en una televisión pública. Era una gran periodista, de esas periodistas que tienen instinto, que no se rebajan, que son fieles a la verdad y al código deontológico de su profesión. Amaba el periodismo, yo diría que tanto como me amaba a mi, y no me importaba. Cuando abrí la ventana, su perfume se adueñó de mis manos. Abracé su cuerpo con los ojos cerrados mientras ella besaba mi cuello. Luego me observó con esos ojos brillantes. Contuve el aliento y escuché los golpes de mi corazón. Ella abrió sus labios y posó una de sus manos en mi pecho. Besó mi boca y los golpes de mi corazón fueron callando. Poco a poca una paz súbita y relajada se introdujo en mi sangre, apaciguando la marea de mi vida, deshaciendo remolinos y abriendo los cielos a la luz. Me sentía bien. No necesitaba nada.

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