Igual que a veces le ocurría que, con la oscuridad, su imaginación inventaba inconvenientes que perdían su consistencia a la luz de la mañana, en ocasiones, la noche se aliaba con él y resolvía las disputas, o bien le mostraba amenazas que, durante el día, le habían pasado desapercibidas. En estos casos, las imágenes construidas por su fantasía le ayudaban a solventar esa incongruencia, esa contradicción que no admitía resolución más que mediante una intervención que se le aparecía entonces clara e ineludible. Por ello, aquella madrugada, entre los paneles metálicos del barracón sobre el que caía una lluvia que se intensificaba o se interrumpía con los cambios de dirección de las ráfagas de aire, tras haber pasado toda la noche dando vueltas entre la ropa del camastro, advirtió dónde se encontraba la solución a los problemas que el día anterior no había podido resolver.
Fue la comprensión fugaz de un desvarío nocturno, un desvelo del que también formaba parte el enfrentamiento directo entre la arquitecta y el jardinero, que mostraban su resentimiento mutuo mediante un constante desafío de miradas y palabras. De estas últimas, únicamente podía recordar su intención y su sentido, pero no la precisión específica de su forma.
Esa iluminación nocturna había llevado aparejada una alteración de su interior, que sentía como una cuestión de temperatura: la reacción sensorial que habitualmente le provocaba la vergüenza de su propio comportamiento. Lo percibió en sí mismo como resultado de su inesperado silencio ante la iniquidad, al que el jardinero había respondido nada más que con una mirada de desconcierto.
A efectos de la resolución del problema, la cuestión práctica, desde el nuevo punto de vista que el insomnio le había proporcionado, quedaba reducida a una modificación en la cota de las terrazas del norte que, de no llevarse a cabo, habrían de imposibilitar el funcionamiento de su propio diseño de tuberías.
Sabía que era una cuestión que el jardinero no podía conocer, atento como debía de estarlo a otros aspectos más relacionados con esa estética de índole práctico a la que se ven sometidos los diseños de los jardines: los parterres y los cenadores, las florestas y los pequeños parques independientes, las sucintas lagunas artificiales que rodeaban al laberinto, anclándolo en una realidad que lo hacía, definitivamente, reconocible, y los invernaderos. Todos esos elementos, distribuidos con profusión, convertían el problema de su organización en algo muy complejo, sobre todo cuando había que tener en cuenta la altimetría de la zona, la variable temporal que se añadía al considerar el transcurrir del día y el paso de las estaciones y las características biológicas mismas de las plantas (germinación de las semillas, floración, caída de la hoja, …).
Aquello le hubiera pasado desapercibido de no ser por las largas conversaciones que había mantenido con el jardinero, en las que ambos, en muchas ocasiones, habían tenido ocasión de mostrarse mutuamente sus respectivas habilidades, y, por ello, no pudo atribuir las circunstancias del caso a ninguna clase de negligencia del jardinero o de incapacidad para la realización correcta de su tarea, sino a lo ingobernable de aquella red de pequeños ingredientes (el laberinto, los jardines, las estatuas, las terrazas..) que, al final, debían quedar reunidos en un todo orgánico al que habría que dotar de algo así (le gustaba imaginarlo como una especie de autómata metálico recubierto de material flexible) como un esqueleto al que no podía denominar de otra manera que “técnico”.
Respecto de todo el conjunto, el panorama que el jardinero le había dibujado mostraba a las claras que el problema no era sencillo, y nadie que le hubiese escuchado con atención, como él lo había hecho, hubiese podido llegar a la conclusión de que las soluciones que había aportado no eran razonables. Era verdad que muchas de las premisas de las que partía para la elaboración de sus diseños eran de difícil justificación, y eso ponía en cuestión el resto de sus afirmaciones, pero, a él, ¡le resultaban tan evidentes…! Le parecía que habían en ellas ¡tanta verdad…!, que no tenía más remedio que suscribirlas en su pensamiento, una razón más de por qué no podía explicarse a sí mismo su propia reacción.
Cuando todas las circunstancias dieron la espalda al jardinero ¿cómo le fue posible haber guardado aquel silencio ominoso? ¿Cómo no le justificó, ni explicó que, en su intimidad, estaba convencido de que sus advertencias, de que sus conclusiones aparentemente antieconómicas, eran las correctas, y que había que confiar en la veracidad de sus premoniciones?
Si sólo hubiese sido él, la cosa no hubiera tenido importancia, pero ocurrió que ningún otro le apoyó y el jardinero se quedó solo. La impasibilidad de los rostros de todos, su uniformidad pulimentada y peñascosa, sin resquicios, lo había dejado a merced de la ferocidad en que se habían formalizado los actos y las palabras del alcalde y de la arquitecta. Ésta había mostrado, más segura de sí misma que nunca, sus dientes brillantes en una mezcla de sonrisa y amenaza a la que el jardinero no había podido resistirse, ofreciendo sus ternuras desfallecidas a los atroces colmillos de la fiera.
El jardinero buscó algún apoyo entre todos ellos y se detuvo especialmente en él. Pero no obtuvo ninguna respuesta.
Ahora, las tornas habían cambiado. Era él quien debía solicitar la ayuda del jardinero, explicarle lo que había encontrado en la reflexión semiinconsciente de su duermevela para que rehiciese sus diseños y alterase todo lo que estaba equivocado, enfrentarse al juicio del desprecio que debía de sentir por su pusilanimidad. Porque no era que hubiese sentido temor alguno a la fuerza de la arquitecta, era más bien una cuestión de desapego o de cansancio, como consecuencia de su propio retiro espiritual ante toda posible confrontación que tuviese como objeto la prevalencia profesional, algo que él apenas estimaba ya en nada.
No le extrañó el que le dijeran que no había sido posible encontrarlo por ninguna parte (“Hemos mirado en las terrazas, en la orilla del lago. Hemos ido a la biblioteca, pero el guarda nos ha dicho que allí no había nadie. No aparece por ningún lado”).
Le pareció admirable, si es que había ocurrido de esa forma, la manera en que el jardinero había decidido que se produjese el reencuentro; en su propio barracón. En el fondo, le agradecía su retiro, porque le permitía abrir un espacio para la expiación de su propio acto de inhibición. Se vería obligado a dirigirse a él, humilde, sin argumentos de defensa. Tan sólo, como única justificación, podía ofrecer las debilidades asociadas a una naturaleza, la suya, de la que sólo se sentía responsable a medias. Y acudiría a él, y permanecería mirándolo a los ojos hasta que le diese la señal indicativa. Ésa era la única esperanza que tenía de que el sentido que había construido, que entre los dos habían construido, no acabase, una vez más, por desmoronarse; de que podía cruzar de nuevo la línea hasta ese espacio que, quizás, habían dejado de compartir debido a su negligencia o a su dejadez.
Decidió, por ello, no enviar de nuevo un mensajero en su busca, sino dirigirse él en persona hacia su barracón, como si fuese ése un acuerdo antiguo que entre los dos hubiesen pactado en cuanto a la única manera en que pudieran reencontrarse, pues ese, seguramente, era el lugar en el que el jardinero debía de haber hecho su atalaya inexpugnable, en la que se habría refugiado después de que su dignidad hubiese sido lesionada.
A pesar de que golpeó sobre el portón llamándolo a voces desde el exterior y arriesgándose a ser oído por todos, el jardinero no respondió, pero él persistió en su actitud y continuó llamando. No se resignaba a una ausencia ni, mucho menos, prolongada, pues, ¿quién, sino el jardinero, era el único que podía juzgar lo proporcionado de su reacción? ¿Quién, sino él, podía decidir cuándo la reparación había sido suficiente? Y, sin embargo, debía de haber un límite racional más allá del cual habría de considerarse que su ofrecimiento no había sido suficiente, que el jardinero lo había abandonado a su ventura y, entonces, dar por perdido el resultado de todos sus esfuerzos.
Era necesario, sin embargo, certificar esa nueva posibilidad que le intranquilizaba. Tal vez, el jardinero, en lugar de haber decidido no continuar en el camino que ambos habían emprendido juntos apartándose por algún desvío por el que debía de serle imposible seguirle, simplemente no se encontrase en el barracón de manera circunstancial o, estando dentro, por alguna razón desconocida para él de la que no podía descartarse un accidente, o una enfermedad, no pudiese contestarle. Por ello, tomó la decisión de abrir la puerta, aún sin haber sido invitado (no solía permitirse esas trasgresiones), apoyándose en la confianza que entre los dos se habían tenido hasta aquel momento.
Debido a que, a veces, fenómenos diversos provocan sensaciones semejantes entre sí, que nos trasladan de experiencia en experiencia sin que se perciba cambio alguno, le ocurrió que el acceso al interior del barracón le hizo representarse, simultáneamente, el momento en que hizo su primera visita a la finca (¡Hacía ya tanto tiempo…!) y detuvo su automóvil frente a la puerta de hierro que le daba acceso. Junto a ella vio, por primera vez, al guarda bajo un paraguas, cubriéndose la cara para protegerse de los focos; la oscuridad del amanecer y después, una vez el guarda se hubo subido para acompañarle, el barro de los caminos por los que el hombre le iba dirigiendo con escuetas instrucciones (“El siguiente desvío a la izquierda”). Aquel era otro inicio, una nueva exploración de unos términos que pensaba que reconocería de inmediato en cuanto hiciesen su aparición tres o cuatro sencillos elementos comunes que le permitiesen construir un contexto, pero que se revelaron tan sorpresivos como lo había sido el pequeño bosque a su derecha, que, de acuerdo con lo que el guarda le había dicho, no era lo que parecía ser (“En otro tiempo fue un laberinto. Cosa de los señores. Ahora atrapo allí algún conejo.”), sino que se había protegido, ocultándose a la vista de todos, mediante un revestimiento vegetal con el que había intentado camuflar su geometría, como confiando su futuro, siempre, a la memoria de alguien cuya sabiduría diese lugar a su reconstrucción y uso correcto. El guarda le había hecho un buen servicio como correo, como puente en el tiempo por el que se había trasladado una sola palabra (“Era un laberinto”).
Todo el tiempo transcurrido desde entonces, desde un punto de vista que se aclaraba en el interior del barracón ajeno, se caracterizaba por el diálogo dislocado entre el jardinero y la arquitecta que, debido a la falta de correspondencia, había conformado dos monólogos, la exposición de dos visiones diferentes. Mientras que la arquitecta pretendía hacer ver la novedad de una concepción que hacía mucho tiempo que él mantenía apartada en el rincón de ideales de su pasado, el jardinero parecía pulsar mecanismos para él desconocidos, abiertos, tras los cuales su imaginación se mostraba incapaz de adivinar el próximo paso, el siguiente advenimiento, el hallazgo que se produciría tras un nuevo avance. Era como si la finca, el guarda, su escopeta, el pequeño bosquecillo y el otro, más grande y de extensión inabarcable, hubieran estado esperando la aparición de aquel factor fundamental que habría de producir, sobre movimientos incipientes (tensiones nada más), la catálisis capaz de activar los fenómenos que reclamaba todo aquello que tenían ante sí.
En el barracón, paseó su mirada por aquellos cuadernos repletos de caminos nada más que proyectados, en los pequeños frascos de cristal, vacíos ahora pero que, en su momento, debieron estar rellenos de semillas que, quizás, el jardinero se habría llevado hacia una nueva tierra. Lo imaginaba serio, observando las nuevas plantas y seleccionando el lugar, buscando el arroyo que debía de empapar el suelo que a él le interesaba, y admirándose en el vuelo de abejas y mariposas salvajes como sólo podría hacerlo alguien que hubiera roto muchos vínculos, alguien que, una vez recorridos todos los caminos, fuese capaz, como lo era el jardinero, de construir otros nuevos para la vista, para la memoria, para la imaginación, de la misma manera que se reproducían los caminos de la confusión. Él mismo hubiera deseado participar de ese laberinto, de su recorrido, de su construcción, aunque todo lo demás quedase atrás, en el interior de un barracón tan vacío como había quedado el barracón del jardinero.
Se sentó en la estrecha cama aún desecha y trató de recuperar la presencia del jardinero mediante el expediente de sentir con las manos la forma de su cabeza en la almohada, deseando percibir un cambio de temperatura, tal vez una indicación de adónde debía dirigirse, pero no halló nada; ni allí, ni en el armario donde aún estaba colgada su ropa (faltaban cosas, sin embargo, que indicaban que había tomado precauciones para afrontar vientos y tormentas, pues no vio las botas de montaña ni el tosco tabardo que empleaba en cualquier clima). Pasó los dedos por los dibujos que se encontraban todavía encima de su mesa de trabajo, y apreció las geometrías de armoniosas desigualdades en las que la razón encontraba ese espacio abierto que quedaba cerrado en lo infinito de sus límites.
Cuando le preguntó a la arquitecta, ésta pareció separarse a una distancia tan lejana, que apenas podía distinguir sus rasgos ni su figura. Ni siquiera contestó antes de cambiar de postura. Sus ojos se dirigieron hacia un horizonte en el que se amontonaban tuberías y ladrillos, maquinaria de excavación. Le pareció que ella se complacía en esa visión en la que no debían de tener cabida las veleidades de alguien que había cuestionado las visiones elevadas que había plasmado en sus diseños. Algo le pareció escuchar, sin embargo, o algunas palabras le pareció que ella pronunciaba (“Que ese loco no vuelva a ponerse ante mi vista”), respecto de las que él no tenía nada que decir y que desaparecieron inmediatamente de su memoria, si bien le impulsaron a intentar entender el motivo de la aversión que sentía por el jardinero. Era verdad que éste había impugnado algunas de las propuestas de la arquitecta. Cuando ella sostenía una racionalidad que, desde unos fundamentos elementales, daba lugar a determinadas visiones futuras irrefutables, al final, el resultado, considerado en sí mismo, adolecía de algunas carencias que el jardinero no se turbaba en señalar (“A pesar de que el razonamiento es correcto, las conclusiones son erróneas. Deben fallar los fundamentos”). Al rechazar el origen de todo ello, la arquitecta debía de sentir que el orden global en el que se asentaban sus convicciones se diluía, pues reaccionaba con una virulencia que no se suavizaba con el empleo de unos eufemismos incapaces de ocultar el tono de unas proferencias (“Este hombre vive en la luna”) que, sin embargo, no tenían el efecto deseado de menoscabar la libertad con la que el jardinero no dejaba de expresarse.
Sabía que, en parte, era esta especificidad del carácter del jardinero, en realidad, la que había dado lugar a que, cuando lo había necesitado, no hubiese encontrado apoyo alguno. Su rechazo continuo hacia todo y su dedicación absoluta a lo que realmente le interesaba sólo podían ser entendidos como una consagración a sí mismo, o a algo que, sin ser él mismo, servía, exclusivamente, a unos intereses todavía inespecíficos, pero, respecto de los cuales, más adelante se conocería la precisión de lo que significaban.
Recordaba cómo el Alcalde, en la recepción inicial, le había hecho una solicitud (“Sobre todo, que quede bonito. Muy colorido”) que a nadie le habría parecido descortés u ofensiva, pero que al jardinero debió de parecerle así, pues le amonestó severamente, por más que con ello ponía en entredicho su autoridad (“Deje usted a los que saben que se encarguen de lo que tienen que hacer y dedíquese usted a lo suyo, que es proporcionarnos los medios para hacerlo”).
Le parecía admirable el tesón con el que el jardinero defendía sus posiciones con todos los argumentos de que disponía y no dudaba en colocar en situaciones difíciles a cualquiera que se le opusiese, y ni siquiera el responsable de las operaciones se había librado de sus denuncias cuando habían tratado sobre aspectos que tenía que ver con la jardinería. Sin embargo, le llamaba la atención el que, en lo que a él concernía, nunca se había sentido agredido. Lo único que tal vez había mostrado era una actitud pedagógica que, en algunos casos, se había deslizado casi hacia la humillación, pero sin encontrarse, en ningún caso con ella. De esa manera se sentía privilegiado por un interés especial hacia él, por, quizás, una condescendencia con alguien que, sin estar completamente de su lado, sin comprender la precisión de todos los detalles, si parecía entrever algo diferente a lo que nunca sería sensible la arquitecta (“¡Con estos líos que se trae el jardinero, no vamos a acabar nunca!”).
Le resultaba difícil entender las razones que le hacían simpatizar con el jardinero e incluso, en muchas ocasiones, participar de sus opiniones y de sus arriesgadas propuestas respecto de las que a veces, a fin de que se llevasen a efecto, aportaba algún apoyo de su especialidad que sin embargo no lograba calmar las intemperancias que la arquitecta (“Sólo falta que el fontanero se ponga de su parte”) dirigía a todo aquel que se oponía a sus deseos. Ahí veía, por otro lado, otra de las razones por las que, siempre que podía, apoyaba las ideas del jardinero, por el simple hecho de ofrecer una oposición nueva, más firme, a la arquitecta.
El responsable de las operaciones le dijo que cesase en la búsqueda del jardinero. Era necesario que la obra no sufriese más retrasos (“Ya me encargo yo de buscarlo. Tú sigue con lo tuyo. Cuando se le pase, ya aparecerá”). Pero lo suyo era el descenso a aquellas profundidades en las que se los planos y los dibujos se iban introduciendo en un detalle cada vez mayor, en un sistema amplificador que parecía no tener fin y que, en cada nueva magnificación expandía un nuevo conjunto de problemas de, cada vez, mayor complejidad. Encontraba que la solución nocturna a sus problemas de diseño exigía, si no la rectificación de algunas de las decisiones del jardinero, sí, al menos, una explicación para mantener cerrada esa vía de solución y buscar las razones de las incongruencias que había detectado, por otros caminos.
A pesar de que la arquitecta le había ofrecido su ayuda, no sabía cómo ella, tan ajena a las dificultades en las que con tanta facilidad se movía el jardinero, podría ayudarle (“Si necesitas algo, fontanero, ya sabes dónde me tienes”) con la única herramienta de la racionalidad del cálculo en la que tanta confianza tenía depositada, y en la que él, según pasaba el tiempo, apreciaba un mayor número de inconsistencias.
A pesar de ello, y debido al cambio que había experimentado la actitud de ella (“Ahora, las cosas van a ir mejor entre nosotros”) desde que el jardinero había sido desprovisto de su autoridad anterior, tuvo la tentación de solicitar su consejo. Mas, ¿qué le diría?¿Cómo podría ella ayudarle si era incapaz de reconocer nada más allá del mundo que trataba de limitar mediante la superposición de su cuadrícula de rectas regularmente espaciadas, dentro de la cual quería situar un mundo móvil, cambiante (variable de aromas y sabores) y multidimensional en el que jugaban un papel importante la imaginación y la memoria, el sueño y la obsesión?¿Qué diría respecto de los problemas hidráulicos que había encontrado debido a una mera cuestión de estética? Puesto que en ella, en la estética, era donde el jardinero había colocado el acento de su arte y a la que todo lo demás debía de quedar subordinado, sin que nunca quedase bien aclarado este punto sino mediante alusiones oscuras (“La luz se alcanza a rozar mediante el descendimiento que estas imágenes provocan, y entonces, todo esto cobra sentido, y aquella parte de allí, ahora tan oscura, se muestra como una invitación a continuar avanzando. Y eso es todo, la capacidad de llamada de cada espacio”) a fenómenos difusos.
Veía cómo la arquitecta los escuchaba como disimulando su atención, y los infamaba después, como si tratase de ocultar una preocupación, la misma que a todos debía de inquietar, que parecía provenir de que algo oculto en su interior, olvidado y muy sensible, había sido rozado con el borde leve de una pluma, y se había removido en un recuerdo, en una reacción casi automática de desasosegado placer, con la que les sobrevenía algo así como una obligación, la presencia de una deuda pendiente que nunca pudiera ser olvidada del todo.
Todo ello se encontraba en la precisión de aquellos dibujos que, según iban haciéndose más concretos, más pormenorizados, se internaban más en la abstracción. Cuando se los había mostrado el jardinero, tenían algún sentido, pues una sola palabra, una detención, la inspiración en un momento dado y las vueltas atrás para confrontar un estudio de detalle con otro boceto más general, le proporcionaba pistas sobre su importancia, sobre su interrelación y, de alguna forma, se iba conformando en él una intelección experimental, un conocimiento inexacto, nada más que por analogía, que se desarrolló hasta permitirle intuir la coherencia de algunos conjuntos de áreas dibujadas, y la necesidad de espacios intermedios de armonización, necesarios para una transición suave, repleta de simetrías, entre ellos.
Ahora, en cambio, en la soledad de su barracón (“¡Ah!¡Dónde estaría aquel hombre!”) hallaba que todas las partes, todos los dibujos, cuyo número había crecido grandemente desde la última vez que el jardinero se los mostró, y había requerido su acumulación en cuadernos sucesivos que atestaban la pequeña estantería que había dispuesto para ello, carecían de la misma profundidad significativa. Ya no había elementos prioritarios, no se distinguían las piezas clave, no se evidenciaban esas relaciones entre los diversos dibujos que daban en los casi musicales acentos que habrían de tener su refrendo sobre la finca.
Su preocupación por la desaparición del jardinero, que al principio se fundaba nada más que en conjeturas, se fue incrementando según transcurría el tiempo y el jefe de las operaciones no daba muestras de haberlo encontrado.
A la hora de la comida, con las nubes cubriendo completamente el cielo, trató de divisarlo en la mesa que acostumbraba a ocupar. Tampoco se encontraba en su lugar en el momento de la cena, con la lluvia y el viento sacudiendo los leves ventanucos.
Además, añadida a estas ausencias, estaba la circunstancia de que el barracón no mostraba ningún indicio de que hubiese ocurrido nada raro, aspecto este que también debió de percibir la arquitecta y que despachó con la displicencia que estaba acostumbrada a emplear cuando se refería a él (“No puede estar muy lejos. Están todas sus cosas. Ni siquiera tiene la cama hecha. Estará por ahí, volando en algún ensueño”).
Pero eso no era lo que indicaba el caso. Después de todo un día sin aparecer, por mucho que la opinión generalizada fuese la de que el jardinero aparecería por entre la vegetación salvaje del laberinto o después de haber pasado el día en alguna de las habitaciones del palacio, él tenía sus dudas.
Volvió al barracón y observó con mayor atención los aspectos generales y los detalles minúsculos: todo lo que pudiera darle alguna otra información. A la luz de la lamparita del techo se dedicó, en primer lugar, a observar detalladamente la mesa plegable que debía ser la de trabajo, observó al tacto los efectos de las rugosidades de los papeles, y le llamaron poderosamente la atención los exquisitos adornos metálicos de los plumines con los que rotulaba las etiquetas de las semillas, pues, de alguna manera, en sus espirales casi microscópicas halló la resonancia, no podía hablarse de semejanza, de los dibujos que, después, se reproducían en los cuadernos para conformar esa enorme cantidad de estudios que culminarían más adelante (lo último que le dijo el jardinero era que estaba en los inicios de su investigación) en el laberinto. Esa era, al menos, la pretensión admitida por él, si bien, a veces la matizaba con alguna incertidumbre de esas que provocaban la ira de la arquitecta (“Tal vez, me encuentre al principio de algo más amplio. Quizás la dilatación de un laberinto que no deja de ser un símbolo. Una parábola que resume un todo cuyos elementos no se encuentran en el símbolo mismo, sino en el interior de quien es capaz de comprenderlo”).
En el barracón, se detuvo, también, en su armario, en la ropa, que permanecía colocada en sus estantes sin que se advirtiese señal alguna de más desorden que el habitual para quien ha aprendido a navegar entre sueños, una desorganización mínima que delataba lo que él ya sabía, el poco interés que el jardinero prestaba al orden de lo práctico. Un abandono natural para quien se encuentra ascendiendo por el muro, la mirada en la oscuridad de un cielo en el que sólo él debía de apreciar una disposición inteligible, y no puede atender a quienes, desde abajo, reclaman el cumplimiento de sus responsabilidades, la atención a las obligaciones que han surgido de la mera compartición del mismo suelo, durante el mínimo espacio de tiempo que se necesita para construir un plan, para trazar un destino y para colmar una mochila.
La cuestión era si ese recorrido que el jardinero había estado llevando a cabo desde que todo aquello empezó, y que pudiera ser que no fuese más que la expresión intelectual de una insatisfacción, había pasado al plano de los hechos. Y, por las evidencias elementales que había en el barracón, parecía que no había sido así, que todo permanecía dispuesto para la continuidad, por más que ésta se viese refutada por esa ausencia inexplicada.
El barracón mostraba todos los signos de la normalidad, pero, eso mismo, tanta regularidad, le procuraba una intranquilidad más profunda, de un nivel más recóndito, cuyos principios, por la levedad de su fuerza, le hubieran llevado a ignorarla de no ser porque se encontraban grabados, él lo entendía así, en el material sumergido que lo conformaba, quizás en la esfera dura que constituía su intimidad más honda. En definitiva, estaba convencido de que algo había ocurrido, algo que no era inmediatamente apreciable, que no podía serlo, tal vez, porque se tratase de invisibilidad intencionada. Encontraba semejanzas entre la comprensión que había alcanzado de ese hecho concreto y el otro conocimiento, también de carácter casi inexpresable, que había logrado desde el torreón del palacio, en su primera llegada lluviosa a la finca, pues también, en su desorden, se apreciaba algo que se evidenciaba nada más que como presente, pero que no mostraba sus características, que parecía querer ocultarlas igual que se hacía con la tramoya de un juego de magia o con el mecanismo interior de un autómata. Solo se advertía la emergencia de un propósito que era, así mismo, una incógnita.
En el barracón de la cantina, no le dieron ninguna novedad sobre la localización del jardinero (“Es raro. No ha venido hoy por aquí. Ni siquiera para comer algo”), y llamó su atención el poco efecto que tenía su ausencia sobre el ánimo de todos los que hablaban y bebían en aquel ambiente desatento en el que sólo se pagaban tributos a la presencia. Lo demás era pasado, nada de lo que preocuparse, un espacio que no existía más que como efeméride, como la luz con la que se alumbra el caminante nocturno, mostrando tan sólo el espacio para el próximo paso, el inmediato.
Tampoco supieron decirle nada ninguno de aquellos a los que, por la noche, detuvo en su camino y les preguntó por si tenían alguna noticia del jardinero. Nadie lo había visto durante todo el día. Y en los planos horizontales de los semilleros en los que se advertía la presencia de pequeños brotes que apenas se asomaban a la luz de la vida, tampoco descubrió nada especial, ningún signo de la preparación de un viaje, de un movimiento que indicase que todas aquellas ideas, las imaginaciones plasmadas en las carpetas repletas de dibujos, no habrían de encontrar acomodo en esa tierra en la que él había ya dispuesto los cimientos de su consistencia.
Porque, al final, todos los conceptos, todos los guarismos geométricos, las figuras de cuya representación coordinada habría de emerger la dinámica prevista por el jardinero, se sustentaban en el esqueleto que él había dispuesto, sobre los kilómetros de tuberías y empalmes, sobre los sifones y los motores, las bombas, las válvulas de desagüe y de alivio, sobre sus llaves de paso y su geometría. Toda aquella estructura rígida, concebida para dar respuesta a los esquemas y diagramas, tenía, como único sentido, esos pensamientos que debía de haber modelado el jardinero en el interior de la biblioteca, tras la mucha lectura de los diversos volúmenes. Y, a pesar de que el diseño, tras las iniciales vacilaciones, se había ido estabilizando, había muchas cuestiones pendientes, además de los problemas que a él mismo se le representaban en sus noches de insomnio y que requerían la intervención directa, la solución inspirada, del jardinero. Sin él, no podía seguir adelante.
Pero no era eso sólo por lo que le necesitaba. Tenía un sentimiento de urgencia y la alarma de una amenaza, pues percibía que se encontraba en los inicios del acceso al conocimiento de algo para lo que necesitaba igualmente su concurrencia, las respuestas estéticas que daba a las dificultades topográficas e hidráulicas, y de las que él iba adquiriendo el conocimiento de esa ley que transformaba cada eventualidad externa en un nuevo parterre, en la forzosa necesidad de una fuente o un pequeño estanque, en lo imperioso de un determinado color a fin de lograr esa vibración de conjunto que, sin el cumplimiento de esas exigencias, habría de ser imposible. Notaba, igualmente, que según el modelo se iba afianzando mediante los retoques del jardinero, esa resonancia que distinguía todo aquello en lo que había puesto su mano iba aumentando su elongación y su intensidad, y le provocaba, mediante su consideración atenta con actitud profundamente reflexiva, como un eco de afinidad con algo inmaterial que debía de emerger de todo un conjunto de aspectos que aún no podía definir.
El jardinero no le había enseñado a aislarlo (“No es posible explicarlo. Sólo se llega por aproximación, por una intrusión externa. Es necesario estar muy atento a las presencias y dejarse invadir por ellas. Es la única forma de comprenderlo”), y por ello, su desaparición se le revelaba como una desventura que se fundaba sobre el sentido egoísta del temor a no poder recibir las últimas lecciones, las más preciadas, las que, tal vez, le abrirían las puertas de ese lugar del que el jardinero debía de estar ya disfrutando. Continuó durante toda la noche hablando con quien encontraba a su paso, dirigiéndose ya hacia su barracón o en su coche hacia el pueblo, preguntándoles si acaso le habían visto, si recordaban de alguien que pudiese darle alguna noticia de su último paradero y, por fin, cuando ya estaba completamente vacío el campamento, se sentó en los escalones mínimos de su barracón y así permaneció, protegido de la lluvia por el mínimo alero, hasta haber decidido lo que haría al día siguiente. Luego, se quedó dormido, la cabeza apoyada en el quicio de la puerta.
Él día se abrió con un sol que dibujaba telarañas brillantes en sus ojos, y el drama que constituía para él la ausencia del jardinero pareció no afectar en nada los primeros movimientos de las personas que pasaban junto a él, mirándolo con extrañeza. Tal vez, el jardinero hubiera ya vuelto de su escapada, quizás se lo encontraría tumbado en su camastro, observando con minuciosa atención, a través de su microscopio de campo, determinadas semillas recién adquiridas, necesarias para el proyecto. Con esa ilusión se dirigió de nuevo al barracón del jardinero; con esa misma ilusión, aunque también con cierto temor, subió los tres escalones de acceso, y, con la misma esperanza puso la mano sobre el pomo de entrada y la hizo girar. No había nadie. Todo estaba igual que como lo había dejado el día anterior. La quietud era la misma.
El encargado de las operaciones se encontraba ocupado en la gestión de unos camiones con material que no acababa de llegar. Además, en algunas de las fases se habían encontrado con problemas inesperados con la estructura de los suelos y con las capas del terreno (“¡No entiendo qué ha estado haciendo el geólogo!¡Tengo que hacerlo yo todo!”) y no podía estar preocupado, al mismo tiempo, por la desaparición de un hombre al que, prácticamente, ya había sustituido (“¡Habla con la arquitecta!¡Que se encargue ella!¡Ya se lo he dicho!”) en las tareas que tenía que realizar sin haber comprendido que su presencia era imprescindible para resolver el galimatías de aquel terreno, de aquella configuración de planos y aristas, y del diálogo que existía entre los pequeños bosques y las nimias lagunas. Pero ¿cómo explicar al jefe algo que ni siquiera él mismo comprendía (no había tenido tiempo) en su totalidad?¿Cómo hacerle comprender que, por mucho que la arquitecta lo intentase, de sus esfuerzos no habría de obtenerse otra cosa que una tergiversación, un alabeo tenso y contrario a todo lo que subyacía en la finca?
Demasiado ocupado como para atender la desaparición del jardinero (“Se habrá marchado, después de haberle apartado de sus responsabilidades. Ya verás como viene a por el finiquito”) no había comprendido que lo que allí se ventilaba era mucho más importante que los incidentes entre ellos; que de lo que allí se trataba era de la posibilidad de una desaparición definitiva, física, material; y de que no había otra posibilidad, pues el jardinero, en el avanzado estado de sus investigaciones, no habría dejado sin terminar lo que tenía entre manos de no ser por algo que superase sus fuerzas, o de alguna llamada perteneciente a una esfera que no consideraba accesible para ninguno de ellos.
De las explicaciones del jardinero, él deducía que había descubierto, en el bosque junto a la laguna que le había mostrado en su último paseo y en el laberinto abandonado, y convertido, por lo mismo, en otro bosque más modesto, determinados hilos de un argumento al que parecía intentaba contestar con la obra de sus manos (“Mira, nos están hablando. Nos están diciendo que en ellos está inscrito un mensaje que nos interesa a todos, y nos piden una respuesta, nos exigen que les digamos algo. Pero su lenguaje es muy difícil”), o, al menos, era eso lo que, de entre sus palabras, podía reconstruir con algún sentido. Y, después, estaba la posibilidad de lo metafórico, pues no se podía dilucidar sin dificultades la manera febril con la que solía pronunciar la palabra “diálogo”, que podía cambiar todo el sentido de lo que el jardinero se expresaba.
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