CAPITULO 1

 

EN LA RUTA DEL ROMÁNICO

 

 

Martes 5 de diciembre de 2017. Departamento de psiquiatría del hospital La Paz (Madrid).

 

Aquella mañana, víspera de fiesta, y además puente, la actividad en la consulta de psiquiatría era frenética. Parecía que todos los pacientes se habían puesto de acuerdo para ponerse mal a la vez. Unos minutos antes de la hora de salida, Nora miró con preocupación su reloj de pulsera. Esa mañana, mientras desayunaba, le había prometido a su marido salir puntual del hospital. Pero había tantos pacientes en la sala de espera, necesitando ser atendidos, que le tuvo que llamar para decirle que se iba a retrasar.

         ―No te preocupes ―dijo él quitándole importancia―. Recojo a los niños, cargo las maletas en el coche y a las tres y media te esperamos en la puerta principal del hospital.

         Una hora más tarde de lo previsto, Nora y su familia comenzaron el viaje. Habían quedado con unos amigos para ir a pasar el puente de la Inmaculada a un hotel rural en el norte de Palencia. La salida de Madrid les llevó un buen rato. Los viernes al mediodía, la Nacional Uno se llenaba enseguida de coches. Nora giró la cabeza hacia atrás y miró a los niños, que jugaban ensimismados con sus Nintendos.

            ―¡Qué generación! No deberíamos dejarles jugar tanto tiempo con esas máquinas ―comentó molesta―. Fíjate, salimos de viaje y en vez de estar disfrutando del paisaje, lo único que les importa es jugar con esos videojuegos.

            Nora no estaba de acuerdo con que sus hijos estuviesen tan absorbidos por la tecnología. Le parecía excesiva la dependencia que tenían de ella, pero sabía que tenía la batalla perdida de antemano. Jaime siempre se tomaba su queja a broma y salía en defensa de sus hijos.

            ― ¡Bah!, Nora, déjales. No seas anticuada ―intercedió sonriendo―. Toda esta generación juega a lo mismo.

            ―Pero a mí eso no me vale. No sé qué va a ser de ellos. Están idiotizados.

            ―Bueno, bueno, relájate.

            Nora desistió de seguir discutiendo con su marido y encendió el aparato de música del coche. En unos segundos se empezó a relajar. Había tenido una semana complicada en el hospital y se encontraba tensa.

            Según se acercaron al puerto de Somosierra, el cielo se fue poniendo más oscuro. Esa tarde tenía un color gris especial y Jaime comentó que se presentía la nieve. Los niños no se inmutaron. Les parecía mucho más interesante lo que veían en las pantallas de sus consolas.

            Alrededor de las ocho de la tarde llegaron a Aguilar de Campoo. La temperatura exterior era muy baja y la nieve empezaba a caer con fuerza. Jaime le dijo a Nora que iba a parar a repostar. Mientras se llenaba el depósito de combustible, Nora sacó del bolso el plano que les había enviado Fernando por email. El hotel rural se encontraba a unos diez kilómetros de Aguilar.

            De nuevo en la carretera general, Jaime tomó una desviación que les condujo a una carretera de montaña. La carretera era muy estrecha y empinada lo que le obligó a aminorar mucho la velocidad. Además, la visibilidad era muy baja debido a que prácticamente no había luna y a la intensa niebla que envolvía la montaña. Apenas siete casas, a ambos lados de la estrecha carretera, formaban el pueblo. Jaime aparcó el coche a un lado de la puerta exterior del hotel y, muy deprisa, porque hacía muchísimo frío, sacó las maletas del portamaletas. Borja, el pequeño de los niños, pidió a su padre que le aupase para tocar la campana que había a uno de los lados de la puerta de entrada. En unos segundos, apareció una mujer bajita y escuchimizada que con una cara antipática les invitó a pasar. Nora y Jaime le saludaron sonrientes y la siguieron a través de un patio, iluminado por dos farolillos, en el que había varios montículos de nieve y de leños apilados en sus esquinas. Una vez en el interior de la casa, la mujer se colocó detrás de un mostrador pequeño, de madera labrada, y con una cara poco amable les pidió los carnets de identidad. Cuando acabó de inscribirles cerró con brusquedad el libro de registro y dijo;

            ―Acompáñenme. Son los primeros en llegar.

            Javi y Borja le miraron asustados. Su brusquedad les daba mucho miedo. Jaime les cogió de la mano y les dijo al oído que no pasaba nada, mientras la encargada empezaba a subir a toda prisa por la escalera. Los cuatro se miraron en silencio y le siguieron hasta la primera planta.

            ―En esta planta hay tres dormitorios y es donde voy a alojar a los adultos. Entren y elijan el que más les guste ―dijo con voz hosca.

            Nora entró en uno al azar y dejó en una esquina la maleta.

            ―Si ya han elegido cuarto, vamos a la planta de arriba ―les apremió nerviosa.

            La encargada era un manojo de nervios y los cuatro le siguieron obedientes hasta la planta superior que era una sala abuhardillada, bastante grande, a la que daban otras dos habitaciones. La sala tenía una televisión panorámica, dos sofás, y una mesa con lápices para dibujar o jugar a las cartas. Javi y Borja entraron corriendo en una de las dos habitaciones y se pusieron a saltar entre las camas.

            ―Tranquilos, chicos. Portaos bien ―les gritó Jaime.

            ―Eso chicos. Portarse bien y enredar poco. Majos los chavales, ¿qué años tienen? ―preguntó seca la encargada.

            ―Javi siete y Borja cinco ―contestó Nora intentando ser simpática―. ¿Usted cómo se llama?

            ―Ludi, me llaman Ludi ―dijo dándose bruscamente la vuelta y empezando a bajar por las escaleras.

            Los niños se quedaron arriba, jugando, mientras Nora y Jaime se instalaron en el salón de la planta baja a esperar la llegada de las otras dos familias. Jaime se sentó enfrente de la chimenea, en la que prendía un buen fuego, y encendió el televisor. Nora se sentó en un butacón, al lado de la chimenea, y empezó a jugar con los leños. Un dolor profundo le embargó el corazón al sentir la tensión que había entre ellos dos, sin los niños delante para poderla disimular, y decidió mantenerse en silencio. Le hubiese gustado sentarse junto a él, agarrarle de la mano, hablarle como cuando se habían conocido, pero la distancia que había entre ambos parecía infranqueable. No sabía dónde se había quedado el amor; quizá el trabajo excesivo, los niños, el poco tiempo que tenían para estar los dos juntos. Triste, abrió el bolso y cogió el móvil.

            ―Voy a llamar a Lucia ―dijo marcando el número de teléfono―. ¿Acabáis de pasar Aguilar? ¿Y Diego y Marina? Vale, pues venid con cuidado, hay mucha nieve en la carretera de montaña.

            Nada más colgar a Lucia, llamó a Marina y se pasó un buen rato hablando con ella. Le resultaba difícil estar con su marido esperando en silencio.

            A Jaime le pasaba algo parecido y jugaba nervioso con el mando de la televisión. Estaba loco de amor por Nora, pero pensaba que ella le había dejado de querer. No sabía cuándo ni cómo se había formado ese vacío entre ellos dos, ni tampoco sabía qué hacer para llenarlo. Llevaba meses queriendo hablar con ella, de lo que pensaba les estaba sucediendo, pero siempre lo dejaba para otro día. Le daba miedo que ella aprovechase la oportunidad para poner fin a la relación.

            Nora colgó el teléfono y le dijo a Jaime que iba a la cocina a pedir a Ludi algo para beber. Al fondo del salón estaba el comedor, que tenía tres mesas cubiertas con un mantel de cuadros rojos y blancos y, más al fondo, la cocina desde la que les llegaba un olor muy rico a comida y el ruido de las cacerolas que Ludi movía sin cesar.

Al cabo de un rato llegaron sus amigos. Primero Fernando y Lucia; con su hija Celia y después Diego y Marina; con sus hijos Álvaro y Leticia. Los niños estaban entusiasmados y corrían electrizados por toda la casa. Ludi recibió a las dos familias con la misma antipatía que a Nora y Jaime y todo el grupo se intercambió miradas y muecas de sorna. La encargada les parecía surrealista. Sin embargo, les sorprendió con una cena estupenda. Entre la comida, la bebida y el ruido del fuego, ardiendo incesante en la chimenea, todos se empezaron a relajar. Alejados del ruido y de la prisa de la ciudad, del stress de sus respectivos trabajos, las tres parejas no paraban de hablar y de reír felices.

            ―Bueno, Fernando, ¿qué nos has preparado para visitar mañana? ―le preguntó Diego dando una calada enorme a su cigarrillo.

            Fernando era profesor y daba clase de historia del arte en la universidad complutense de Madrid. Estaba especializado en arte románico y llevaba varios meses preparando la excursión.

            ―Espero que veamos algo más que piedras ―le suplicó Marina sonriendo.

            ―Tranquila, tranquila, que también he preparado una visita al pantano de Aguilar ―contestó también sonriendo, mientras ponía encima de la mesa varios folletos con información sobre los lugares que iban a visitar.

            Nora miró a Lucia y la vio apagada. Tenía la cara pálida y se le cerraban los ojos.

            ― ¿Qué te pasa? ―le preguntó― ¿Te encuentras mal?

            ―Estoy agotada. He tenido una semana terrible en la oficina. No os podéis imaginar la cantidad de altas que he tenido que cursar.

            ―Eso es buenísimo ―le interrumpió Jaime eufórico―. Parece que por fin estamos saliendo de la crisis. De los datos que manejo en la oficina, también se ve que está aumentando el consumo de electricidad.

            ―Pues brindemos por ello ―dijo Diego que era aparejador y llevaba varios años con poco trabajo―. Espero que la construcción se reactive pronto, porque llevamos unos años terribles.

            Fernando acarició la mano de Lucia y los dos se miraron a los ojos. A Nora le gustaba la buena pareja que hacían. Parecía que nada en el mundo tenía fuerza suficiente para alterar su relación. Triste bajó la mirada y pensó en su vida actual con Jaime, en lo felices que habían sido en un principio. Jaime la miró y percibió con dolor su pensamiento. Él tampoco sabía cómo arreglar la situación.

            ―Bueno, chicos, son las doce y media y me voy a dormir. Nora ¿vienes? ―y dirigiéndose al grupo preguntó― ¿A qué hora bajamos a desayunar?

            ―Creo que a las nueve está bien ―contestó Fernando―. La primera visita es a las cuevas de los franceses y están muy cerca de aquí.

 

SEIS DE LA MAÑANA

Borja se despertó sobresaltado por un frio intenso que le recorría todo el cuerpo. Asustado se sentó en la cama e intentó encender la luz de su mesilla, pero no se encendió. A oscuras se acercó a la cama de su hermano, que dormía profundamente, y trató de despertarle. Javi se dio la media vuelta y le dijo que le dejase en paz.

Muerto de miedo y tiritando de frío salió de la habitación. Trató de encender la luz de la sala de estar, pero tampoco se encendió. A tientas, intentando no chocar con ningún mueble, llegó a las escaleras. Gracias a la luz de la pobre luna, que penetraba por la claraboya del techo de la sala y por un ventanuco que había en el rellano de las escaleras, consiguió llegar hasta la primera planta. Una vez en el cuarto de sus padres se tiró de un salto al centro de la cama y se metió entre los dos.

            ―Borja, ¿qué te pasa? ―le preguntó su padre adormilado, mientras le acariciaba la cabeza―. Tienes la cara helada.

            ―Arriba hace mucho frío, papi ―dijo el niño gimoteando y sorbiéndose con ruido los mocos. Borja tenía tanto frío que no podía parar de tiritar.

            ―¿Qué pasa? ¿Qué hora es? ―preguntó Nora girándose hacia ellos. Luego abrazó a Borja y le empezó a frotar los brazos en un intento de que el niño entrase en calor.

            ―Parece que no hay calefacción ―contestó Jaime alargando la mano al interruptor de luz de su mesilla.

            Jaime pulsó el interruptor unas cuantas veces, pero la lámpara no se encendió.

            ―Nora, enciende la luz de tu mesilla. La mía no funciona.

            Nora pulsó el interruptor de su lámpara, pero tampoco funcionaba.

            ―Papi, mami, arriba tampoco hay luz ―les interrumpió Borja atragantado por el llanto―. He pasado mucho miedo bajando las escaleras a oscuras.

            ―Tranquilo, Borja, no pasa nada ―dijo Jaime, mientras encendía la linterna de su teléfono móvil y salía de la cama en busca del interruptor de la luz del techo y del cuarto de baño. Nada. Tampoco se encendían las luces. Se acercó al radiador de la habitación y comprobó que estaba frío.

            ―Voy a bajar a despertar a Ludi. Seguro que ha saltado el diferencial general.

            ―¿Le vas a molestar a estas horas? ―preguntó Nora preocupada―. Con lo antipática que es, le va a sentar fatal que le despiertes.

            ―Me da igual. Hace un frío insoportable.

            Jaime se puso el anorak encima del pijama y se alumbró el paso con la luz de la linterna de su teléfono móvil. Luego bajó a la planta de abajo. La habitación de Ludi se encontraba en el vestíbulo, justo enfrente del mostrador de recepción, y con los nudillos tocó suavemente a su puerta.

            ― ¿Quién es? ¿Qué pasa? ―preguntó una voz ronca y rasposa desde el interior de la habitación.

            ―Ludi, por favor, perdóneme por molestarle a estas horas, pero la casa está sin luz y sin calefacción y tenemos mucho frío. Me imagino que habrá saltado el diferencial general. Si me indica dónde está el cuadro eléctrico, yo mismo me ofrezco a averiguar qué es lo que sucede.

            ―Un momento. Ahora voy ―contestó malhumorada desde el otro lado de la puerta.

            Pasaron unos segundos y Ludi salió de la habitación con todo el pelo revuelto y con un jersey de campo, maltrecho, encima del pijama. Sin mirar a Jaime, ni decir nada, se dirigió a la cocina arrastrando con ruido las zapatillas de casa. Jaime la siguió en silencio, para no enfadarla más, iluminando el camino hasta el lugar donde se encontraba el cuadro eléctrico. Entre los dos estudiaron con detenimiento la posición de los diferenciales, pero para su sorpresa todos estaban en la posición correcta.

            ―Qué raro ―dijo Ludi algo más cordial―. Voy a llamar a Pedro para preguntarle si tienen luz en su casa.

            ―¿Quién es?

            ―Un vecino del pueblo. Vive dos casas más allá. Alúmbreme aquí, por favor.

            Ludi cogió una linterna, de un cajón de la cocina, y se acercó a paso rápido hasta el mostrador de recepción. Luego descolgó el teléfono.

            ―Vaya. Tampoco hay línea.

            ―Llame con mi teléfono.

            ―No me da señal. Márqueme usted, que yo soy un poco torpe.

            Jaime cogió el móvil y marcó el número de teléfono de Pedro. ¡Nada! No había conexión con la red.

            ―Ludi, mientras vuelve la luz, ¿qué le parece si encendemos la chimenea? Hace mucho frio.

            Ludi miró la estación meteorológica, que colgaba de la pared del vestíbulo, y vio que en el exterior marcaba once grados bajo cero.

            ―¡Así que estamos helados! ―dijo ella refunfuñando―. Voy al patio a por leños.

            ―Le acompaño.

            Jaime la siguió hasta el patio y entre los dos metieron varios leños en la casa.

            ―Ludi, me vuelvo un rato a la cama. Espero que para cuando nos levantemos haya vuelto la luz.

            ―Vaya tranquilo.

Mientras Jaime subía por las escaleras, Ludi se quedó un rato más, junto a la chimenea, vigilando el fuego.

            Una vez en la habitación, Nora y Borja le abordaron impacientes.

            ― ¿Qué pasa? ―preguntaron los dos.

            ―No lo sé. Debe haber un problema en el exterior, porque el cuadro eléctrico de la casa está bien. Todos los interruptores están en la posición correcta.

            ―¿Habéis llamado a emergencias? ―preguntó Nora preocupada.

            ―No hemos podido. No hay línea en el teléfono del hotel y mi móvil tampoco se conecta a ninguna red.

            ― ¡Qué miedo! ―lloriqueó el niño.

            ―Tranquilo, Borja, voy a probar con el mío. Jaime, por favor, ilumina la butaca. Creo que anoche dejé mi bolso allí.

            Nora salió de la cama y se acercó a tientas a la butaca. Después, cogió el bolso, sacó el móvil y trató de comunicar con el 112.

            ―Mi móvil tampoco encuentra red. ¡Esto es rarísimo! Ayer hemos hablado todos desde aquí. No entiendo nada. Una cosa es que haya un problema en la línea eléctrica, pero en el móvil, no me parece normal.

            ―Pues no sé, pero vamos a tratar de no alarmarnos. Alguna explicación habrá. Quizá la nieve, yo que sé. Vamos a intentar aguantar un rato más en la cama y cuando amanezca, bajamos. Igual para entonces se ha solucionado todo.

            ― Papi, seguro que en tu oficina lo arreglan.

            ―Claro ―dijo Jaime acariciándole la cabeza.

            Borja le había dicho esto a su padre, porque Jaime era ingeniero industrial y trabajaba en una empresa de electricidad. Después se había acurrucado en los brazos de su madre y se había quedado dormido. Estaba seguro de que en la oficina de su padre lo iban a arreglar rápido.

            ―¡Qué faena! ―se lamentó Nora―. Para una vez que nos decidimos a viajar con los niños, me veo que nos tenemos que volver a casa.

            ―¡No seas exagerada! Seguro que para cuando nos levantamos ha vuelto la luz.

            ―Jo, a casa no ―protestó Borja entre sueños.

            ―Tranquilo, tranquilo ―dijo Jaime, mientras se volvía a poner las zapatillas―. Voy a subir a dormir con Javi. Igual se despierta y se asusta.

            ―Estaba pensando lo mismo. Mira también como está el resto de los niños.

            ―Claro.

            Jaime subió a la planta de arriba, mientras Borja y Nora se quedaban durmiendo acurrucados. Primero entró en la habitación de Javi y vio que dormía plácidamente. Luego entró en la de los otros niños y comprobó que también dormían tranquilos. Entonces se tumbó en el sofá de la sala y se tapó con el edredón de la cama de Borja. En la planta de arriba hacía mucho más frio que en la de abajo.

            A las ocho y media de la mañana sonó la alarma del móvil de Nora. Sobresaltada, intentó encender la luz de la mesilla, pero la avería continuaba. Con cuidado de no despertar a Borja, salió de la cama y se dirigió al cuarto de baño a darse una ducha. Para su disgusto comprobó que no salía ni una gota de agua por los grifos. Molesta empezó a vestirse, mientras escuchaba a Jaime explicarles a Fernando y a Diego lo que pasaba.

            Antes de la hora acordada, todo el grupo se encontró en el comedor. Gracias a la luz de la mañana habían podido bajar sin problemas por la escalera. Todos tenían mucho frío y estaban molestos por no haberse podido duchar. Además de la falta de luz, y de calefacción, no salía ni una gota de agua por los grifos de los cuartos de baño, ni tampoco se rellenaban las cisternas de los retretes.

            ―A ver, a ver, chicos, tranquilizaos ―gritó Jaime que no era capaz de hacerse oír entre las voces de sus amigos―. Si no hay corriente eléctrica es normal que no haya agua. Sin corriente, la bomba que sube el agua a los edificios no puede funcionar.

            ―Pues como sea una avería grave lo tenemos claro ―dijo Diego nervioso―, ya podemos hacer las maletas y volver a casa.

            ―Hombre, no exageres ―dijo Nora apurada de ver la mala cara que se le estaba poniendo a Fernando. Tantos meses preparando la excursión y ahora todo estaba a punto de irse al garete. Pero Nora sabía que Diego tenía razón. Si el problema persistía, y afectaba a toda la zona, se verían obligados a regresar.

            Ludi terminó de preparar el desayuno. Había colocado una parrilla con un cazo encima del fuego de la chimenea y estaba haciendo un chocolate caliente. Mientras removía el chocolate, con una cuchara de madera, los niños revoloteaban a su alrededor. Ajenos a la gravedad del problema, los cinco disfrutaban con la situación. Ninguno había vivido una aventura semejante.

            No habían acabado de desayunar cuando Pedro, el vecino de al lado, tocó a la puerta.

            ―¿Tenéis luz? ―le preguntó Ludi desde la cocina.

            ―Qué va. Todo el pueblo está sin luz y sin teléfono.

             ―¿Se sabe qué ha pasado? ―le preguntó Jaime preocupado.

            ―No tengo ni idea. Alguna vez nos hemos quedado varias horas sin luz, pero no sin teléfono.

            ―Aquí tampoco funciona. Creo que debemos bajar de inmediato a Aguilar a enterarnos qué pasa ―les dijo Jaime a Fernando y a Diego.

            ―Claro, vamos ―contestaron los dos al momento.

            Nada más llegar a Aguilar, los tres se dieron cuenta de que allí tampoco había luz. Los semáforos no funcionaban y tampoco se veía ninguna casa iluminada. Jaime aparcó el coche en la plaza central y los tres empezaron a caminar por los soportales de la plaza.

            ―Vamos a preguntar aquí ―dijo Jaime entrando en un bar que se encontraba prácticamente a oscuras.

            En el bar, iluminados por un par de velas, había un grupo de personas hablando con los camareros. Diego preguntó si sabían qué pasaba, pero nadie sabía nada. Fernando le preguntó a uno de los camareros por la comisaría de policía y varias personas se sumaron a acompañarles.

            De camino a la comisaria pasaron por la puerta de una farmacia que estaba abierta, aunque sin luz y sin internet tampoco podía trabajar.

            ―Espérenme que cierro y les acompaño.

            En la puerta de la comisaria les recibieron un par de agentes de policía. El agente más joven estaba muy nervioso y le costaba explicarse.

            ―No podemos informarles con exactitud sobre lo que está pasando. Nuestro superior ha salido hace un par de horas hacia la comisaría central de Palencia. Según le han comunicado, parece que hay un problema en el tendido eléctrico y en las comunicaciones.

            La gente no se quedó conforme con esta respuesta y empezó a increpar a los agentes.

            ―¿Y no saben a qué se debe? ¿Es general? ¿Cuánto tiempo puede durar? ―les preguntaron cada vez más nerviosos―. Es incomprensible que no sepan nada.

            ―Bueno, desde la comisaria de Palencia nos han comunicado que la central de Madrid ha informado sobre una tormenta solar ―dijo el otro agente―, pero, insisto, por el momento no se sabe el alcance ni la repercusión que ha podido tener. Váyanse a sus casas y esperen. De momento es todo lo que les podemos decir.

            ―¿Una tormenta solar? ¿Está seguro? ―preguntó Jaime alarmado.

            ―Señor, le repito, no les podemos decir nada más. No tenemos información.

            ―¿Es grave? ―le preguntó Fernando a Jaime por lo bajo.

            ―Luego hablamos.

            Un murmullo de inquietud se formó entre la gente. Lo que en un principio había parecido una simple avería eléctrica, sin importancia, se estaba convirtiendo en un problema grave.

            ―Por favor, vayan a sus casas. No sabemos cuánto tiempo puede tardar en volver la luz. Nos imaginamos que unas horas, pero…

            ―Volvamos al hotel ―dijo Fernando preocupado―. Las chicas deben estar impacientes por saber qué sucede.

            Los tres se despidieron de los agentes de policía, y del resto del grupo, y regresaron al coche. Durante el viaje de vuelta al hotel, Fernando y Diego le preguntaron a Jaime qué sabía de tormentas solares.

            ―Espero que no sea verdad ―contestó esquivo.

            Una vez en el hotel; Jaime, Fernando y Diego les contaron a las mujeres lo que les acababan de decir los agentes de policía.

            ―¿Te parece grave? ―le preguntó Nora a su marido. Nora conocía muy bien a Jaime y presentía, por su mirada, que el problema podía ser mucho más importante de lo que él intentaba transmitir.

            ―Ya veremos. Cada cosa a su tiempo ―le cortó Jaime, mientras le suplicaba con la mirada que no le siguiera preguntando. 

            ―¿Y qué hacemos? ―preguntó Lucia angustiada―. Quedarnos aquí, con este frío, y sin poder visitar nada, no tiene ningún sentido. Pienso que lo mejor es que regresemos a casa. Quizá en Madrid no ha pasado nada.

            ―Estoy de acuerdo contigo ―se sumó Fernando de inmediato―. Me parece absurdo quedarnos en estas condiciones. Además, tengo la intuición de que no se va a resolver de inmediato. He visto muy preocupados a los agentes.

            ―No nos asustes ―le pidió Marina temblando, mientras Diego se acercaba y la abrazaba.

            Todos se miraron preocupados y decidieron por unanimidad que lo más prudente era cancelar la excursión y regresar cuanto antes a Madrid.

            ―¿Qué tal estáis de gasolina? ―preguntó Jaime a Fernando y a Diego―. Yo llené el depósito ayer, al llegar a Aguilar. Os lo pregunto, porque entiendo que sin corriente los surtidores no funcionan.

            ―Yo también puse gasolina ayer ―contestó Fernando.

            ―Pues yo creo que fatal ―dijo Diego agobiado, mientras Marina le miraba asustada. A los dos les había dado pereza parar en la gasolinera y habían decidido dejarlo para el día siguiente. Marina se levantó de un salto, para ir a verificarlo, pero Diego le cortó el paso.

            ―Deja, Marina, ya voy yo.

            Al cabo de unos minutos, Diego regresó cabizbajo al hotel. El depositó estaba bajo mínimos.

            ―Voy a bajar a Aguilar. Igual tengo suerte.

            Pero Jaime tenía razón. Sin electricidad los surtidores no funcionaban. Muy irritado regresó al hotel.

            ―No os va a quedar más remedio que dejar el coche aquí. Bueno, así tenemos una excusa para volver otro fin de semana a recogerlo y visitar todo lo que teníamos programado ―dijo Jaime intentando rebajar la tensión.

            ―Está claro que no tenemos otra opción ―contestó Diego enfadado, mientras a Marina le empezaban a caer unas lágrimas amargas por la cara. Marina era muy asustadiza y nerviosa y estaba entrando en una situación de pánico. Nora se acercó a ella y trató de tranquilizarle.

            ―Pues venga, chicos, no se hable más. Hacemos las maletas y nos ponemos en marcha. Es casi la una y me gustaría llegar a Madrid de día ―concluyó Jaime poniéndose de pie.

            Nora también estaba nerviosa y quería llegar a su casa cuanto antes. Conocía muy bien a su marido y sabía que estaba francamente preocupado lo que aumentaba en ella la preocupación.

            Antes de subir a la habitación, a recoger las maletas, Jaime distribuyó los dos coches.

            ―Diego, Álvaro venid con nosotros y que Marina y Leti vayan con Fernando.  Ludi, ¿quiere que le bajemos a Aguilar?

            ―No, gracias. No se preocupen por mí. Ya bajare luego con Pedro. Tengo que dejar la casa arreglada. Si le parece bien, les hago la nota a mano y me la abonan en metálico. No puedo cobrarles con tarjeta.

            ―Lo siento, Ludi ―contestó Jaime―, prefiero que cuando vuelva la luz nos cargue la factura en la tarjeta de crédito. En la situación en la que estamos, no me parece prudente quedarnos sin dinero en efectivo. No sabemos qué nos vamos a encontrar durante el viaje, ni cuando lleguemos a Madrid, así que es mejor que seamos precavidos.

            ―Por mí, no hay problema ―contestó ella con voz sombría, mientras se acercaba a la cocina a lavar las tazas del desayuno en un balde que había llenado con nieve del patio y que acababa de derretir al calor de la chimenea.

            ―Chicos, otra cosa ―dijo Jaime antes de empezar a subir por las escaleras―, creo que debemos apagar los móviles. Es importante que nos dure lo máximo la batería. Aunque solo nos sirvan como linterna, pueden resultarnos muy útiles.

            ―De acuerdo ―contestaron todos apagando el teléfono.

 

 

 

 

 

CAPITULO 2

 

PRIMER CONTACTO CON LA OSCURIDAD

 

 

El viaje de regreso a Madrid lo realizaron las tres familias sin problemas. Un poco incómodos, al tener que ir en los coches más pasajeros que plazas y por el espacio que ocupaba el equipaje de Diego y su familia, que acomodaron entre los dos coches como mejor pudieron. Los kilómetros que recorrieron por la carretera general hasta llegar a la autovía fueron prácticamente solos. Apenas se cruzaron con un par de coches durante el trayecto. Por el contrario, las estaciones de servicio, que dejaban a su paso, se encontraban repletas de vehículos haciendo cola para intentar repostar. Jaime y  Fernando conducían más despacio de lo habitual en un intento de economizar al máximo el consumo de combustible.

            Comenzaba a caer la tarde cuando llegaron a la provincia de Madrid. En medio de la oscuridad, los focos de los coches, que viajaban con ellos por la carretera, parecían dibujar la figura de una gran serpiente eléctrica. Atravesaron el túnel de Somosierra y a su salida solo pudieron ver lo poco que iluminaba la luz de la tarde, la luna y los faros de los coches. A ambos lados de la carretera iban dejando poblaciones apagadas. Después se hizo de noche. Gracias a los faros del coche pudieron ver las señales de la carretera indicando que se encontraban a pocos kilómetros de la ciudad. Estaban muy cerca y, sin embargo, no eran capaces de verla. Jaime, Nora y Diego viajaban en silencio. Cada uno, en su interior, había esperado que la avería no hubiese afectado a Madrid y la realidad les estaba dejando consternados. No hablaban entre ellos de lo que estaban viendo, o más bien no viendo, para no asustar a los niños, que viajaban enfadados por tener que regresar.       

            Unos kilómetros antes de la salida de Arturo Soria, vieron varios coches parados en el arcén y también hileras de personas andando por la carretera en dirección a la ciudad. Nora se empezó a poner nerviosa y le pidió a Jaime que parase para preguntar qué pasaba.

            ―No podemos hacer nada por ellos. Seguro que se han quedado sin gasolina.

Los tres niños también se empezaron a asustar, aunque no se atrevieron a preguntar nada.

            Unos kilómetros más adelante, los dos coches dejaron la M30 y se dirigieron, envueltos por una profunda oscuridad, a la urbanización en la que residían Diego y Fernando. De hecho, las tres parejas se habían conocido allí. En ese momento, sin embargo, Nora y Jaime vivían en un piso de la calle Velázquez donde se habían trasladado hacía un año.

            Jaime aparcó el coche cerca de una de las entradas de la urbanización y Fernando lo hizo tres coches más atrás. Estaba todo tan oscuro que les costaba mucho orientarse. Jaime pidió a Nora y a los niños que le esperasen dentro del coche y salió con Diego al exterior. En la acera se encontraron con Fernando que les dijo:

            ―Si queréis vamos a mi casa y averiguamos entre los vecinos qué ha pasado.

            ―Por mi perfecto ―dijo Diego y Jaime al instante se sumó.

            ―Nora, chicos, salid con cuidado ―dijo alumbrándoles con una linterna que acababa de coger del portamaletas del coche―. Vamos a ponernos en fila.

            ―Papi, ¡qué miedo! ―gritó Borja asustado, mientras apretaba con fuerza la mano de su madre.

            ―Tranquilo, no te va a pasar nada. Javi, Álvaro, venid.

            Casi a ciegas, porque la oscuridad era aplastante y la luz de la linterna poco potente para todo lo que tenía que iluminar, avanzaron uno detrás de otro, agarrados de la mano, por el camino que les conducía hasta la vivienda de Fernando y de Lucia. Una vez allí, entraron en el portal y con gran dificultad subieron por la escalera. Subían uno detrás de otro, muy juntos, agarrándose con fuerza a la barandilla,  acompañándose los unos de los otros para no perder el paso y no tropezar. La caída de uno de ellos podía provocar un accidente muy grave en el resto.

            Una vez en el piso, pasaron a la sala de estar. Los niños, impacientes, pidieron ir al cuarto de baño. Lucia cogió un par de velas de olor, que tenía en la biblioteca, y dejó una sobre la mesa de la sala y se llevó la otra al lavabo. Nora y Marina  acompañaron a los niños, mientras Lucia volvía al salón en busca de más velas.

            ― ¿Nos acercamos a hablar con los vecinos? ―preguntó Jaime impaciente.

            ―Vamos ―contestó Fernando cogiendo una vela―. Los vecinos de al lado son muy mayores, pero espero que se hayan enterado de algo. Si no, subimos a hablar con los de arriba.

            ―Toc, toc, toc ―llamó con los nudillos a la puerta del piso de al lado.

            Pasaron unos minutos y el vecino, detrás de la puerta, preguntó quién le llamaba.

            ―Hola Luis, soy Fernando.

            El vecino abrió la puerta y Fernando se acercó la vela a la cara para facilitar que Luis le reconociese.

            ―Acabamos de llegar de viaje. ¿Sabes qué ha pasado?

            ―¡Qué alegría que hayáis vuelto! ―dijo con voz temblorosa, mientras sujetaba con fuerza la vela. A los pocos segundos apareció su mujer, arrastrando con fuerza las zapatillas por el parqué―. Pues sí, algo sabemos. Esta mañana, al encontrarnos sin luz, Pepi y yo hemos bajado al jardín para enterarnos qué pasaba. Abajo había varios vecinos de nuestro portal y también de otros portales.  Nadie sabía nada. Al cabo de un rato ha venido el administrador de la comunidad y nos ha dicho que el cuadro eléctrico general estaba bien y que todos los diferenciales se encontraban en la posición correcta. De pronto, han llegado un par de agentes de policía en moto y nos han dicho que una tormenta solar ha afectado a la tierra. Además, nos han recomendado que nos quedemos en casa y que tengamos cuidado de cerrar bien las puertas para evitar robos y actos violentos.

            ―¿Les han indicado dónde nos podemos informar? ―preguntó Jaime inquieto.

            ―Sí ―contestó Pepi, la vecina―. Uno de los agentes ha dicho que mañana por la mañana habrá varios puntos de información en los lugares más céntricos de la ciudad.

            ― ¡Qué locura! ―exclamó Lucia acercándose a la puerta de los vecinos―. No puedo creer que esto esté ocurriendo en realidad.

            ―Pues mucho me temo que es real ―contestó angustiado el vecino.

            ―¿Necesitáis algo? ―les preguntó Lucia preocupada―. Voy a preparar algo para cenar, si queréis pasad a acompañarnos.

            ―Gracias, Lucia, pero ya hemos cenado ―contestó Pepi agradecida―. Nos volvemos a la cama. Hemos decidido que hasta que no vuelva la luz, vamos a pasar las horas de oscuridad en la habitación. Nos da miedo caernos y además en la casa hace mucho frío. No te imaginas lo contenta que estoy de que hayáis vuelto.

            ―Ya sabes que estamos para lo que queráis ―contestó Lucia.

            ―Muchas gracias, estaremos bien. ¿Y tus padres? ¿Sabes algo de ellos?

            ―Que va ―contestó ella con lágrimas en los ojos―, espero que estén bien. Mañana nos acercaremos a Majadahonda. Tanto mis padres como los de Fernando viven allí. ¿Y vuestros hijos? ¿Sabéis algo de ellos?

            ―Tampoco sabemos nada. Sin teléfono es imposible comunicarnos con ellos. Viven tan lejos.

            ―Perdonad que os interrumpa ―intervino Fernando queriendo cambiar de conversación, porque sabía que Lucia estaba muy angustiada por su familia―, ¿tenéis velas suficientes? Nosotros tenemos un montón.

            ―Por el momento no necesitamos, gracias ―contestó el vecino―, si mañana seguimos sin luz os pediremos una.

            Lucia regresó a su piso angustiada. Ver a sus vecinos, le recordaba a sus padres y se desesperaba pensando en ellos.

            ―Tranquila, Lucia ―le dijo Nora al verla entrar lloriqueando en la sala―. A todos nos pasa lo mismo. Vamos a pensar que nuestras familias están bien. Vosotros dentro de lo que cabe los tenéis cerca pero yo…

            ―Lo siento, Nora. Que poco delicada he sido contigo. Yo quejándome y mi familia vive a las afueras de Madrid y tú, sin embargo, los tienes tan lejos. Perdóname, no quería preocuparte.

            ―Tranquila, no pasa nada.

            Mientras las mujeres hablaban, Jaime no paraba de frotarse con fuerza los dedos de las manos. Estaba muy inquieto, porque era el único del grupo que conocía la gravedad que podía tener la tormenta y no sabía cómo contárselo al resto. Diego le miró preocupado y le preguntó sin rodeos;

            ―¿Qué sabes de tormentas solares? El hecho de que todavía no nos hayas contado nada me está empezando a preocupar.

            Jaime carraspeó varias veces. Parecía que tenía algo pegado en la garganta, pero lo cierto era que desde el desayuno no había comido nada.

            ―Creo que los niños deberían ir a otro cuarto ―contestó.

            ―Claro ―dijo Fernando cogiendo un par de velas―. Chicos, vamos al cuarto de Celia y pensamos a que podéis jugar.

            Fernando colocó las velas encima de la mesa de estudio de Celia y pidió a los niños que se sentasen en el suelo.

―Papa, ¿a qué podemos jugar si no vemos casi nada? ―preguntó Celia― Yo tengo mucho miedo.

―Tranquila, no pasa nada. ¿Por qué no jugáis a las adivinanzas?

            ―¿Cómo se juega a eso? ―preguntó Javi mirándole con los ojos muy abiertos.

Fernando regresó preocupado a la sala. Si la situación se alargaba, entretener a los niños sin luz iba a ser un problema. Se sentó en uno de los sofás del salón y miró con atención a Jaime, que iba a empezar a hablar.

            ―No quiero asustaros, pero la situación puede ser muy grave. Todo depende de la intensidad de la tormenta.

 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus