PRIMERA PARTE.

El acecho de los parques. Domingo.

Tengo la sensación de que mi vida empezó mucho antes que yo. Los días me 

resultan interminables; y las noches. 

Hoy es mi cumpleaños y aunque no tengo ninguna intención de celebrarlo, lo 

haré porque está escrito en el destino de una mujer y contra eso cualquier 

oposición está condenada al fracaso. 

Siempre he odiado lo predecible. A veces, siento la necesidad de desconocer, 

me refiero a ser incapaz de prever, el futuro más inmediato hasta el punto de 

no poder asegurar si podré pronunciar, libre de toda condición, la 

siguiente palabra. Entiendo que la exigencia de este pensamiento no 

parece soportable para una mente que quiera seguir permaneciendo cuerda; 

por eso debemos concedernos, sin pensarlo dos veces, el derecho a predecir 

al menos unos cuantos segundos, o tal vez días, confiando en que nada 

ni nadie va a poder cambiar lo que deseamos que ocurra durante ese tiempo; 

y aunque esto no sea cierto, al menos seguiremos adelante sin la presión que 

haría imposible cualquier intento de continuar con nuestras vidas. 

Sin embargo lo que no puedo admitir bajo ningún argumento, es aceptar que 

mi futuro -me refiero a aquellos instantes cruciales que harán que mi vida sea 

sólo mía y no de cualquiera que pudiera apropiarse de ella fingiendo ser yo 

mismo – está determinado y que cualquier adorador de la esfera de luz pueda 

leerlo y quedar impune. He de decirle, y lo siento mucho pero la bola habla 

por sí misma, que con seguridad morirá joven, tal vez a los treinta y tres, a 

causa de su mala cabeza. Al oírlo, soy capaz de comprarme una pelota nueva, 

por supuesto buena, y reemplazarla por la mía tras una decapitación asistida. 

Y todo esto, por darme el placer de demostrar que la adivina se equivoca y 

que soy yo el que acierta. 

Claro que, no suelen ser tan precisos: usted tendrá momentos buenos y 

también malos o al revés, que la bola lo dice muy claro. Y entonces, asumes 

que la bruja tiene razón y cierras la boca no sea que, conociéndote, pierdas 

los modales que tanto les costó a tus padres inculcarte; así que, por respeto a 

ellos, pagas y te vas sin opción de poder hacer nada por cambiar tu vida, 

sabiendo que todo debe ser como te está reservado, resignándote a vivir lo 

bueno y también lo malo o al revés. 

He de reconocer que la poesía de rima en la que soy capaz de adivinar la 

última palabra del verso siguiente, basándome en los finales de versos 

anteriores, me resulta indigna. Escuchen el inicio del siguiente poema. 

La extraña dama 

Desvestida de su mejor traje 

Dormía sobre su… 

Si empleo mi tiempo en prestarle atención, lo considero perdido al oír ‘cama’ 

y entonces me invade un sentimiento de vergüenza que, durante unos 

segundos, me hace perder la confianza en mí mismo porque aunque sé 

que en esta ocasión no soy el culpable de tal atrocidad, en otra tal vez 

sí. A cualquiera de nosotros se le puede ocurrir alguna palabra que sirva 

con dignidad a esta rima, sin embargo sólo una o dos tienen el poder de 

estremecerme y cuando me sorprenden pienso que aún queda alguien con 

derecho a merecer un sitio en el cielo, cada vez más vacío, de los que aciertan 

de lleno. Por todo esto, lo habitual, lo rutinario y lo predecible se convierte 

en detestable. Las personas, en su mayor parte, basan su propia 

seguridad en lo que pueden tener bajo control y así, lo que quieren es oír la 

palabra ‘cama’ y al oír ‘rama’, salen corriendo a hacer un seguro contra las 

palabras no esperadas que les hacen perder el sueño. Y después, pueden 

dormir tranquilos y aunque siguen sufriendo ataques de nerviosismo 

por lo poco que queda de impredecible en este pequeño mundo, la rama ya 

no les amenaza ya que en el caso de que les golpee de improviso, podrán 

ejecutar su póliza y volver al redil de las palabras colocadas en el sitio que les 

corresponde y no en ése que algún, según ellos, desalmado violador de la 

armonía decide que es el único válido. Por eso admiro a los 

transgresores de la disciplina, la norma y la regla, sobre todo si están tan 

bien trazadas que no dejan posibilidad de escapar de ellas para seguir vivo. 

La consecuencia es que los valientes se ven empujados hacia lo prohibido y 

a renegar de lo convencional. Cuando hacemos algo arriesgado, es fácil 

confundir el peligro con la vida porque el uno y la otra empiezan, por 

necesidad, a ser lo mismo. 

Atracar un tren lleno de monedas de oro montado en un caballo negro 

mientras disparas contra alguien sin llegar a darle y luego salir al galope, 

huyendo de la ley, a la vez que te giras para ver si la nube de polvo te sigue 

cerca del horizonte. Acampar de noche sin encender fuego y no poder dormir 

pensando en la nube que viene. Salir antes del amanecer con el único objetivo 

de escapar, para volver tan pronto como el horizonte a tu espalda esté 

despejado. 

Todo esto es incómodo y nada tranquilizador, pero hay que vivir sintiéndose 

vivo. La tensión hace que el cerebro reaccione, te predispone para lo peor y 

casi te rompe; por eso, el asalto al tren y la huída, tienen éxito. Sabes que 

hay poco tiempo y estás decidido a hacer lo que debes, porque si hay que 

morir prefieres saber que te tienen que matar y no que ya estás muerto. 

Confío en que no tomen al pie de la letra todo lo que digo porque en la 

mayor parte de los casos mis argumentos son tan rebatibles, que yo mismo 

siento la necesidad de suplicarles que lo olviden todo. Sin embargo, pueden 

utilizarlos para condenarme a vivir eternamente sin posibilidad de soñar; y 

aquí les estoy revelando la máxima tortura que me pueden imponer para 

pagar por todos mis pecados, ya que mi alma está convencida de que el 

único modo de ser feliz es que se haga realidad el sueño en el que siento 

que no pertenezco a esta raza infame que nos mira desde el estrado, con

desdén y muy bien representada, mientras nos condena tan sólo por no acatar 

la rutina y el orden, que se han convertido en un insaciable saco donde 

cabe toda la desesperación que hemos sido capaces de generar, desde el día 

en que el primero de nosotros pensó que había que controlar este maldito 

mundo lleno ya de infiernos y en el que aún sobreviven un puñado de 

benditos cielos, que nadie ha podido aún desterrar. 

Al pensar que he de salir a comer con la jefa, algo se revienta dentro de mí. 

La jefa; así llamo a la hija de la mujer que, si tengo el valor suficiente, nunca 

será mi suegra; es que… la palabra ‘novia’ me deprime. La relaciono con 

esas parejas que pasean, muy despacio y cogidas de la mano, por esos 

parques que han de soportar la estupidez del inicio del amor. Y les juro que 

me hundo. 

Yo, de momento he conseguido evitar con éxito que los parques se acerquen 

a mí, aunque estoy en alerta permanente y además me mantengo vacunado 

contra los paseos, incluso aunque no se trate de un parque y sí de una calle de 

ciudad, que también tienen su peligro porque sin querer llegas a la puerta de 

alguna iglesia y notas como la mano de ella tira de la tuya y te arrastra hasta 

que hueles la cera de las velas; entonces te das cuenta y empiezas a correr 

saltando vallas y cruzando calles, sin que haya nacido todavía el semáforo 

con un color tan rojo como para poder pararte. Así que, por precaución, 

nunca cojo la mano de la jefa ni dejo que ella coja la mía, ya que es sabido 

que dos manos unidas creen que tienen el derecho a decidir el futuro de los 

cuerpos a los que pertenecen y aunque nunca ha sido así, muchas veces así 

ha sido. Acude a mi mente la expresión ‘pedir la mano’; tiene su origen en la 

historia de amor del jardinero y la corista. Cuenta que aquél, armado con un 

ramo de claveles, se presentó en casa del padre de ella y apuntándole con una 

flor directamente al corazón le relató que su hija jamás había permitido que 

le tomara la mano y que así, el casamiento es imposible. Por tanto, sin 

dejar de apuntar, dijo: he venido a pedirle su mano. El padre, al que el 

aroma de las flores le recordaba a su difunta señora, asustado y con voz 

trémula, llamó a la corista por su nombre y al no obtener respuesta, hubo de 

gritar: ¡corista!; ante lo cual, ella apareció de inmediato y además cantando. 

Entonces, el anciano padre cogió la mano de su hija cuando, tras buscarla 

durante un buen rato, la pudo encontrar metida en un bolsillo de la falda de 

ella y la entregó al jardinero que, para tomarla, se vio obligado a desprenderse 

del ramo, quedando éste a cargo del padre que aún temblaba y también 

hubo de llorar, de pena por perder a su hija y sobre todo por miedo al 

recuperar el recuerdo de su esposa. 

Quiero señalar, por si alguien se encuentra desesperado y para que le sirva 

de consuelo, que se puede conseguir pasear con una mujer teniendo las 

manos libres de todo compromiso; ahora bien, al principio, cuesta un 

aluvión de reproches y disgustos; sin embargo, con el tiempo se 

acostumbran, aunque me temo que no se les olvida y por eso recomiendo a 

los presuntos paseantes, sin querer alarmarlos, que sean precavidos ya que la 

confianza los puede llevar a descuidar la atención, algo que las manos de 

ellas sienten en forma de impulso irrefrenable; entonces, al primer descuido, 

se lanzan y si no se dispone de unos reflejos sobrenaturales para poder 

reaccionar, te cazan y, si la suerte no está de tu lado, pueden acabar contigo. 

Voy a reconocer, en este mismo momento, que no siento amor por la jefa. No 

la quiero. Y digo esto, aun corriendo el riesgo de que piensen que soy un 

cobarde y que lo honesto sería hacérselo saber. Sin embargo, para que no 

queden dudas sobre mi honestidad, sabiendo que tampoco quedarán sobre 

mi poca persistencia, he de declarar bajo juramento que el día que 

tomamos un bocadillo, en el bar que hay detrás aunque en lucha 

permanente por estar delante, justo al final y con la boca aún llena, por lo 

que seguramente no me entendió ya que siguió como si nada, le dije que lo 

mejor era irse cada uno por su lado; ella por su camino y yo por mi 

autopista, pensando en lo deprisa que de este modo me podría alejar sin 

levantar sospechas, ya que en vías rápidas acelerar a fondo, es algo que 

siempre está bien visto. Pero como decía, ni ella se inmutó ni yo volví a 

insistir y por eso, desde entonces, hace ya cinco meses, sigo con ella como si 

el bocadillo que me comí aquel día, en que hice un intento por salvar mi vida, 

se lo hubiese comido otro, más decidido y con más hambre por acabar con 

todo. Antes de reconocer, no sin cierta vergüenza, que no la quiero, tenía 

previsto decir que la jefa no es mi tipo, como justificación a mis deseos de 

no volver a verla; pues bien, ahora lo digo: no es mi tipo; y lo hago 

sabiendo que no es verdad, porque es imposible que lo sea. No sé si esto se 

puede llegar a entender. Si no es así, es porque debería haberlo expresado de 

otro modo. Bien, la jefa no es mi tipo; esto es lo que acabo de afirmar o ¿ha 

sido negar?; no, lo que he hecho ha sido afirmar una negación y por lo tanto 

reafirmo y no reniego. Bueno, para no alejarme de mi argumentación, repito 

que la jefa no es mi tipo y seguidamente digo que lo que he dicho es 

imposible que sea verdad. Esto, ¿significa que es posible que sea mentira? 

Creo que no; más bien, es que lo que he dicho es mentira, lo cual me 

presenta como un mentiroso. No obstante para asegurar que no hay un 

pronto malentendido entre ustedes y yo, trataré de explicarlo y si así queda 

claro, por favor, olviden lo anterior. 

¿Por qué es imposible que sea verdad mi afirmación? He oído muchas 

veces algo que, con distintos formatos, se podría resumir así: mi tipo de mujer 

es inteligente, sincera, fiel y divertida y además rubia y de medidas bla, bla, 

bla. Bien; en esta forma genérica de definir el tipo, que no me atrevo a 

asegurar si ha sido formulada por un hombre o una mujer, a veces sobra la 

parte física y otras la espiritual. 

Y siempre me pregunto: ¿es que acaso no podrías enamorarte de una 

morena, delgadita, que no fuese ningún genio, que te mintiera de vez en 

cuando o siempre y que además se viese a escondidas con el vecino del 

quinto? Y la respuesta, si alguna vez hubiese hecho la pregunta, siempre es 

afirmativa porque lo cierto es que no sabemos de qué nos enamoramos. Si a 

la señora, feliz por estar casada con el señor, le preguntamos qué vio en su 

amado hasta el punto de unirse a él con la intención de que fuese para 

siempre, nos dirá que su sentido del humor y su sinceridad. Pues muy bien, 

¡perros!, olfatead a la busca del más gracioso y sincero. Una vez 

encontrado, lo aseamos, lo peinamos, le compramos un buen traje, le 

decimos que sonría y se lo presentamos a la señora; querida dama, aquí tiene 

a alguien más sincero y más divertido que su marido, se lo cambiamos por él, 

¿qué nos dice? No, no, de ningún modo; es que también me gusta el brillo 

de sus ojos verdes y lo fuerte que es, lo pronto que vuelve a casa teniendo 

en cuenta lo mucho que trabaja, lo bien que pronuncia la palabra ‘examen’ 

aunque nunca la aprobó y como no, el bien que me hace cuando me hace el 

bien. Podríamos sacar otra vez a los perros y con la lista de la compra que 

nos ha dado la señora, iríamos al mejor supermercado y en la sección de 

‘hombres a la venta’ podríamos encontrar todos los componentes, por 

supuesto mejorados, en un solo cuerpo que llevaríamos bien empaquetado 

y envuelto con papel de regalo y cintas de colores; y a la señora no le 

gustaría, ¿por qué? Respuesta inmediata: la señora siente que quiere a su 

marido, pero no sabe porqué; desconoce que el amor no se puede 

descomponer en partes y que por eso es incapaz de diseccionarlo. 

Conclusión: sólo sabemos lo que queremos una vez que lo hemos 

encontrado y por tanto es imposible hallarlo si no sabemos qué buscar. Esto 

no significa que no exista alguien que tenga a la mejor pareja de 

entre todas las posibles; es muy improbable pero puede ocurrir y 

entonces esa persona podría decir, pensando que dice la verdad, esta señora 

o este señor es mi tipo; algo que es cierto porque no hay nadie mejor que él 

o ella. Sin embargo el error es, que no sabe por qué. Entonces, tal vez debido 

a esta casualidad, mi argumento se podría pensar que es rebatible cuando es 

imposible hacerlo y por tanto queda confirmado como regla universal, de éxito 

global en su aceptación y además sin excepciones. Por todo esto, no creo en 

los tipos y doy gracias al cielo porque si hubiese creído en ellos, es posible 

que me llegase a casar con la jefa sin llegar a entender nunca porqué. 

Una calle y un retrato.

Llevo tres horas esperando que suene el teléfono para saber qué tengo que 

hacer, si hay que salir ya o hay que esperar, si debo ponerme una maldita 

corbata o puedo ir con pantalones cortos. Tres horas sentado en un sillón que 

debe tener más años que yo. Mientras tanto mis ojos, que por aburrimiento no 

dejan de mirar con total independencia, se fijan en el cuadro que hay en la 

pared de la izquierda. Es de un señor mayor con expresión resignada y gesto 

implorante, a causa de un final que no ha sido el que esperaba. Está sentado, 

con los brazos descolgados sobre sus muslos, las manos abiertas y las 

palmas hacia arriba representando la fuerza que un día tuvo y que ha huido 

de forma desesperada bajo las pinceladas de color gris, que consiguen que 

la tristeza en su mirada sea cada vez más lenta; hasta el punto de que no lo 

puede soportar y una lágrima lucha por deslizarse, saltando sobre la mejilla 

arrugada, pero se mantiene inmóvil para hacer que el dolor permanezca y se 

haga eterno. El título viene a mi mente y tengo que detenerme un instante, y 

tomar fuerzas, para poder pensarlo: ‘Anciano desolado por la muerte de 

su único nieto. Autorretrato’. Al imaginar el dolor del pintor tratando de 

recoger en trazos y colores el sentimiento al haber perdido lo mejor de 

su vida, se me encoge la piel de todo el cuerpo. He intentado muchas veces 

darle la vuelta, porque me duele verlo, pero no lo he conseguido ya que no 

me atrevo a ignorar su llamada a la compasión. 

Un grito en la calle me recuerda que estoy pendiente de una llamada y la 

desilusión vuelve a mí de forma natural. Después de unos minutos voy 

hacia el balcón, abro las puertas y me apoyo en la barandilla confiando en 

que el aire de invierno entre en mí por donde pueda y me dé esperanzas. 

Aunque no me gusta el frío, tener esperanza es algo que necesito todos los 

días. Miro hacia abajo y veo, a una distancia de tres pisos, a personas que 

parecen decididas a llegar. Seguro que algunas no saben dónde y otras 

muchas creen que sí. Todas quieren, aunque no sepan si pueden. 

Aparentan caminar convencidas y determinadas. Pero esto es una ilusión 

que sólo se puede vivir mirando desde arriba. Cuando la gente camina hacia 

delante la mayoría de las caras ponen gestos de querer ir hacia atrás. La 

determinación es esencial para alcanzar el deseo y la convicción para que 

no desistamos. Alguien convencido y determinado nacerá aunque quieran 

abortarlo y seguirá viviendo hasta que decida que haya sido suficiente y 

entonces, porque tiene valor para ello, morirá por decisión propia. Y así, 

alcanzará su destino aunque no esté predestinado. Yo estoy convencido de 

que hoy no quiero salir, pero me falta determinación para oponerme. La jefa 

está determinada y por eso saldremos. Creo que ella no sabe dónde, sin 

embargo quiere ir y por eso va. 

Sigo observando el bullicio de mi calle que empieza donde está la fuente 

de la rotonda, a la que nunca he visto verter ni una gota, y acaba más allá 

de las acacias donde hace unos años se encadenó el soldado que pedía más 

galones para poder conquistar a la mujer de su vida. Yo no tendría valor 

para hacer algo parecido aunque daría mil vidas porque así fuese. No creo 

que le concedieran esos galones porque, según los rumores, una mujer 

descalza que pasaba por allí, lo desató y al día siguiente se casó con él. 

También cuentan que el cura, conocedor de la historia, se negó en principio 

con el pretexto de preservarlos de un desenlace fatal y temprano. 

Pero un soldado tiene el aplomo suficiente para sobreponerse al miedo que da el 

color negro. Tomó su fusil con la lentitud que requería la ceremonia y 

mucho antes de apuntar al alzacuellos ya estaban unidos y con la 

bendición del Señor, lo que dio paso al beso y después a enfundar el arma, 

algo que costó un buen rato ya que ésta aún quería expresar su opinión ante 

el sacerdote, el cual se apresuró a sujetar la funda con mucho más interés 

del que mostró para aprobar el enlace. 

En la acera de enfrente, donde estaba el mercado que se quemó cuando los 

bomberos que llegaron con muy buenas intenciones no encontraron las 

bocas de riego, construyeron unos almacenes en los que entran y salen las 

mismas personas que iban al mercado. He oído que el incendio lo provocó 

uno de los tres carniceros que tenían allí su negocio. Debido a las burlas 

del resto de comerciantes en relación con la baja calidad de su mercancía, 

en lo que al parecer había algo de verdad ya que era el último en la 

lista de ventas, decidió un día proveerse de un pequeño rebaño de veinte o 

veintiuna ovejas –aquí nadie se ha puesto de acuerdo- que muy sabiamente 

estaban sin esquilar. Las roció con gasolina, de la que utilizan los 

incendiarios para casos especiales, y mediante engaños, que al parecer no 

eran propios de él, les prendió fuego indicándoles los sitios claves donde 

debían parar de modo que la aventura fuese un éxito rotundo. Una de las 

ovejas no cumplió su cometido y fue rescatada malherida, o bien herida que 

viene a ser lo mismo, y por tanto todavía apenas viva, aunque con el corazón 

chamuscado por el remordimiento que siempre acompaña a la traición. Fue 

retirada del lugar de los hechos por los bomberos, que no tenían nada mejor 

que hacer al no poder encontrar donde enchufar las mangueras, y trasladada 

de inmediato al hospital al comprobar que su vida pendía de un finísimo hilo 

de pura lana. Aunque en otras circunstancias seguramente hubiese muerto 

antes de recibir atención médica, debido a su condición de presunta 

testigo no fue así; de hecho, la diligencia, en forma de ambulancia tirada por 

más de cien caballos, hizo honor una vez más a su acertado nombre. 

El parte médico anunció que el estado en que se encontraba la paciente era en 

extremo delicado y así se hizo saber al inspector de guardia al que asignaron 

el caso; una interrogación prematura podría hacer peligrar su vida y por 

tanto la recomendación, por parte del cuerpo médico, fue expresada así: 

señor agente, debe esperar; las quemaduras son tantas que todavía no 

hemos terminado de contarlas; ni una gota de lana, no le digo más. A la 

espera del testimonio y para no perder más tiempo, la policía comenzó a 

interrogar a toda persona con aspecto de sospechosa, eso sí, ocultando el 

verdadero estado de la hospitalizada y pregonando la buena disposición de 

ésta a colaborar con la justicia; todo ello con la esperanza de que un 

movimiento en falso del delincuente lo pusiera al descubierto.

El carnicero, que era un hombre temeroso, no pudo aguantar la presión de su 

conciencia, ni el hecho de que había una testigo de cargo que, tarde o 

temprano, balaría la verdad toda la verdad y tal vez alguna que otra mentira 

como se suele hacer en los casos en que uno no está totalmente libre de 

sospecha por complicidad. Y vistiendo su mejor traje, se acercó a la 

comisaría donde, mientras se declaraba culpable del siniestro, no dejaba de 

preguntar por la oveja prófuga con el pretexto de pedirle perdón. Como por 

aquí la ley es rigurosa y en la medida de lo posible también justa, le 

comunicaron que una confesión no es suficiente para que uno pueda ser 

inculpado, puesto que hacen falta pruebas que así lo demuestren. Sin 

embargo como esa misma ley no es inflexible, le ofrecieron la posibilidad de 

aparecer como presunto culpable aunque no hubiera indicios de que así fuese. 

El carnicero aceptó la propuesta, confiando en que su buena disposición 

sirviera para que el juez lo condenara sin demora. 

Tras el alta médica de la testigo principal y también única, se inició el juicio 

durante el cual no se pudo demostrar el nexo entre el carnicero, la oveja 

sobreviviente y los diecinueve o veinte cadáveres –algo que después de las 

investigaciones no se llegó a concretar- situados por todo el mercado de un 

modo tan preciso y efectivo que todo apuntaba a un trabajo hecho por 

profesionales. El testimonio de la oveja fue desestimado ya que había dudas 

razonables de una venganza urdida contra el enjuiciado, debida a que, al 

parecer, un hijo de la testigo fue despojado de su atuendo y colocado tras una 

vidriera refrigerada, puesto a la venta por el acusado y más tarde 

comprado por algún desalmado ávido de celebrar un cumpleaños; y por todo 

esto, el tribunal consideró el despecho como inductor de lo que allí se dijo. 

Al verse el reo, que por esa vez y sin que sirviera de agravante era carnicero, 

libre de toda sospecha de acusaciones mayores, admitió su culpabilidad en lo 

referente a la venta ilegal del, más que seguro deglutido, hijo de la señora 

balante e incluso se reservó el nombre del comprador al considerar que 

no compartir la culpabilidad le aseguraría una pena mayor y por 

consiguiente más duradera. Sin embargo tan sólo recibió por parte de su 

señoría una reprimenda al considerar que su comportamiento como carnicero, 

dejaba al descubierto su falta de decencia; y por ello fue condenado de por 

vida a considerar la posibilidad de nunca más tener ocasión de poner en 

situación tan peligrosa a un hijo de cualquier madre, cuya especie fuese 

susceptible de ser adquirida para saciar la voracidad innata de los que 

celebran los cumpleaños de una manera tan alejada de la moral decente, 

que debía imperar según la ley del tribunal que juzgaba el caso. Y no se 

hable más. Con estas palabras el juez dio por cerrada la sesión y abandonó 

la sala hambriento, según confesó un tanto avergonzado el ujier ya que al 

parecer conocía el menú de su señoría. 

Todo esto ocurrió hace nueve años. Sin embargo la policía, a la que hay que 

reconocer su tesón, sigue interrogando al vecindario en busca del 

culpable, aunque asumiendo poco a poco que el delito perfecto por fin se 

había llevado a cabo, lo cual justificaba la falta de resultados y no ponía en 

entredicho la valía profesional del cuerpo. 

Un poco más allá de los almacenes, está la panadería donde sólo te venden 

pan si eres socio del equipo al que le cuesta ganar, tanto como poco a mí 

perder. 

Al lado hay una sala de billares que cerró sus puertas hace unos meses porque 

el dueño después de treinta y dos años en el negocio, se dio cuenta de que se 

había cansado de ver como se fallaban carambolas que estaban cantadas. 

Lo que más gusta es la tienda de lencería que está en la esquina de la calle 

que lleva al parque, aquél que fue noticia por la concentración de madres 

solteras que reclamaban licencias de armas para disparar contra quien les 

pidiera matrimonio. Bueno, la tienda. En el escaparate se paran caballeros 

y damas, por igual. Todos miran con el mismo interés. 

A la izquierda, el bar donde entran los que han ido de visita al escaparate de 

la derecha. Es un buen sitio para alejar los buenos pensamientos. El 

dueño, cuando la señora de la lencería se va de vacaciones, siempre está 

de mala leche; hasta el punto de que nadie se arriesga a pedirle un cortado por 

no darle motivos o ideas que a su vez le sirvan de excusa para echar sobre el 

café, su estruendoso estado de ánimo; esto que en principio puede parecer una 

contradicción, no lo es y lo explicaré para demostrarlo. Es bien conocido que 

el mejor cortado se obtiene haciéndolo con mala leche puesto que así, con 

total seguridad, logramos que el café se corte; y ahora la pregunta: ¿por qué 

entonces nadie se lo pide al señor del bar cuando la señora de la lencería 

está de vacaciones?; respuesta: porque además de verter la mala leche donde 

debe, también lo hace sobre el cliente; y como éste señor cuando se pone, 

saca su cuchillo y da más miedo que la bruja mala, sólo algún inconsciente 

es capaz de pedir que le corte el café al no saber que lo más probable es que 

el cortado acabe siendo él. Y no sólo el dueño se ve afectado; también 

los clientes se comportan de un modo que, al salir del bar, les empuja a 

confesarse con el primer transeúnte con cara de sacerdote. El verano pasado, 

dos amigos se pelearon por pagar la última ronda. Habían perdido la cuenta 

de a quien le tocaba y aunque intervinieron algunos de los que estaban allí, 

no lograron ponerlos de acuerdo. Incluso el dueño se ofreció a invitarlos con 

el cuchillo en la mano, pero ni aun así. Al final sólo uno quedó en pie y 

cuando quiso saldar la deuda vio que no tenía suficiente para hacerlo y tuvo 

que pedirle prestado al que seguía tumbado en el suelo. Esto ocurrió en 

agosto. Y todo porque en la puerta de la lencería colgaba un cartel que 

decía así: ‘Cerrado por vacaciones’. 

Enfrente del bar hay un quiosco de prensa y dentro un hombre con bigote. 

Uno de los días en que me acerqué a comprar el periódico, me contó su 

hazaña para compensarme porque no tenía lo que fui a buscar. Se dejó el 

mostacho para asustar a los chavales que le robaban las revistas de putas. El 

invento fue un éxito, aunque también daba miedo al resto de los clientes y por 

eso las ventas bajaron. Sin embargo él estaba muy orgulloso y al final me 

dijo, estirando y afilándose la pelambrera más famosa del barrio: ya no vendo 

tanto, pero por mis cojones que de mí no se ríe nadie. Estuvo a punto de 

casarse, pero un desacuerdo con su futura esposa en el titular que debía 

aparecer en la invitación de boda, condenó una unión que, según los más 

entendidos, estaba destinada a aparecer en la primera página de todos los 

periódicos. 

Justo en medio de la calle, está el cine. No sé si en lugar de decir está 

debiera haber dicho estaba ya que estar está, pero cerrado. He oído que en 

él, siempre se proyectaban películas que después de vistas eran olvidadas 

de inmediato. Esto permitió al dueño mantener en cartel durante muchos 

años el mismo título. Sin embargo, poco antes de que la jubilación lo 

alcanzase, reconoció ante unos amigos que ni una sola vez consiguió llenar 

la sala y por eso nunca pudo colgar el cartel de ‘No hay localidades’; al 

parecer, en ese momento se detuvo emocionado y dijo: aunque hubiese dado 

la mitad de la recaudación por haber podido. Esto fue valorado en su justa 

medida dada la fama que ostentaba el señor, por un lado de tacaño 

profesional y por otro de sincero diplomado. Estas dos cualidades, 

acreditadas ante notario y por tanto auténticas sin duda, junto a la 

intención de entregar la mitad de la taquilla, provocó una gran conmoción 

entre el vecindario, que se tradujo al día siguiente en una marcha colectiva 

hacia el cine con la intención de comprar todas las entradas sea cual fuese su 

precio. Al hombre del bigote le tocó el honor de adquirir la última y por 

tanto el taquillero se vio obligado a encontrar el cartel anhelado y a tener que 

reconocer nervioso y triste que, como nunca había servido para nada, no 

sabía ni donde buscarlo. Cuando por fin fue hallado estaba sucio y roto 

pero según los presentes, resplandecía con la pasión propia del amor 

de juventud. En ese momento y sabiendo que se había cumplido el 

sueño de un hombre, los que todavía estaban en la cola se retiraron 

orgullosos, unos a sus casas, otros al bar y algunos a una distancia prudencial 

esperaron que acabase la sesión, para felicitar a la persona que había 

luchado toda la vida por alcanzar una meta y al final la había conseguido. 

Cuentan que esa misma noche, y en mitad de la sesión, el dueño murió de 

felicidad; en su rostro persistía una firme expresión de triunfo achacada a 

que, sin dejar de haber cumplido su promesa, la muerte lo liberaba del 

compromiso de devolver, no importa a quien, la mitad del dinero que esa 

noche rebosaba de la caja por primera vez. 

Muy cerca, en la misma acera, hay un restaurante del que nunca sale tanta 

gente como entra y eso ha dado que pensar. Aún así no pierde clientela 

porque la carne siempre está tierna y bien sazonada. Además, el dueño es un 

hombre afable y del cocinero nada se sabe ya que al parecer todo aquel que 

lo ha visto nunca ha tenido ocasión de describirlo. 

Y luego el banco, con un portalón de hierro que es el orgullo de las puertas 

del barrio. Recostado junto a él murió un hombre, al que nadie conocía, 

ya que al parecer no fue capaz de decidir si debía ingresar su dinero o 

esperar a que subiese el interés. Desde entonces, cualquier persona que 

pasa por delante, abre una cuenta sin pensarlo dos veces. El del bigote, me 

dijo ayer mismo que abrió una hace tres días y que de momento le va muy 

bien. 

Y dos números más allá, la zapatería. Si tienen intención de comprar un buen 

par de zapatillas no se la recomiendo porque en ella no se vende calzado, 

sólo se arregla. Es un pequeño agujero que está a rebosar de zapatos, botas 

y sandalias de todas las tallas. Se amontonan llenas de polvo y sin orden 

porque la gente lleva su carga esté rota o no, paga por adelantado y nunca 

vuelve a recogerla. Y todo por un sentimiento de caridad, que tuvo su origen 

cuando el zapatero, en la cúspide de su carrera, fue abandonado por su futura 

esposa. En señal de duelo, todos sus clientes anduvieron descalzos una 

semana entera. Sólo la mujer de sus desvelos se resistió con la excusa de que 

tenía los pies planos. Esto hizo que se ganara la enemistad de toda gente de 

bien. Él no pudo resistir el rechazo a que se vio sometido el amor de su vida y 

no volvió a poder hacer bien su trabajo. Entonces perdió muchos clientes y 

debido a eso su mujer, en gesto de buena voluntad y esperando así conseguir 

el perdón, se descalzó y salió a dar un paseo por la calle que empieza donde 

está la fuente de la rotonda y acaba después de las acacias. Más tarde se supo 

que lo de los pies planos no era cierto, aunque podía muy bien haberlo sido. 

Hoy el sol deja caer un poco de alegría que se contagia entre las personas 

que sufren adicción a la tristeza. Se nota en los movimientos de 

los que entran, salen, se detienen ante el escaparte de la lencería o pasan de largo. 

En el parque donde se celebró la manifestación de madres solteras, está la 

oficina de correos y encima de ella vive el cartero. Él nunca llama dos veces, 

algo poco habitual entre los de su gremio. Cuando le preguntan porqué, 

responde que si lo hiciera, y ya puestos, tendría que seguir intentándolo 

indefinidamente y que no dispone de tanto tiempo. Al pensar en la cantidad 

de malas y buenas noticias que debe haber en su valija, me imagino la alegría 

y la tristeza que serán repartidas sin que el portador de ellas sepa si entrega la 

primera o la segunda. Lo que sí sabe es que en su saco hay más penas que 

otra cosa, ya que para lo bueno cogemos el teléfono y marcamos 

precipitadamente, ansiosos por escuchar el llanto de alegría al otro lado. 

Para lo malo resulta más conveniente escribir, meter en un sobre lo 

escrito, y eludir la responsabilidad de oír en persona la explosión de tristeza 

cuando la carta es entregada y el papel se escapa de unas manos que ya no lo 

pueden sujetar. Mientras tanto el cartero, camino ya de la siguiente casa, 

siente como su valija pesa menos y llora un poco más. 

Una mosca me aparta de mis pensamientos y tras alcanzarla y asegurarme de 

que no nos volveremos a ver, comienzo a recuperar la normalidad; entro a la 

cocina a coger una cerveza, vuelvo a mi balcón y doy un trago mientras deseo 

que no se acabe nunca y si se acaba, que tenga la honestidad suficiente para 

admitir que me bebería una caja y pasaría el día solo, antes que salir con la 

jefa a celebrar un cumpleaños de un año que no quiero cumplir y a brindar 

por la felicidad que maldita la falta que me hace. 

El teléfono me sobresalta mientras me fijaba en la señora que pasea los 

perros teniendo cuidado de que siempre vayan en el mismo orden. 

La perra y el sajón.

Suelo esperar que suene cinco veces, porque así es muy probable que 

corten la llamada antes de que yo descuelgue. Ésta vez la probabilidad de que 

sea la jefa es alta y la de que deje de insistir baja; de modo que inspiro con 

fuerza y al tercer timbrazo, exhalo y contesto. 

Dentro de un rato llega, pero antes tiene que pasar por la peluquería. 

¡Cómo no! ¿A cuánto tiempo equivaldrá un rato? Yo, no lo sé y ella no me lo 

va a decir. 

Voy a establecer un símil fácil. La sensación que tengo es la de estar en el 

comedor de la muerte. Reclamo la atención de todos ustedes para asegurar 

que no he cometido un error al decir comedor en lugar de corredor; por dos 

razones: la primera es que me encuentro en el salón de mi casa, al que 

también puedo llamar comedor ya que aquí se encuentra la gran mesa; y la 

segunda, que lo de correr nunca me ha gustado, hasta el punto de que prefiero 

que un perro de ataque me alcance y me devore, antes que parecer un 

cobarde, haciendo los cien metros en el tiempo en que haría menos de 

diez. 

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