Se le ocurrió en Kachikally.  Quería verlo muerto.  De repente olvidó su propósito inicial y, mientras el marido caía a los cocodrilos y el rasta –descendiente de la musukebba fundadora de la charca sagrada– la miraba con ojos indescifrables tratando de sacarlo de allí, sólo pensó:  «¿Embarazo?  Muerto.  Muerto.  Muerto.  Quiero verlo muerto».  «¿Embarazo?  Muerto.  Muerto.  Muerto».  Estaba como alelada y se le mezclaban las imágenes en la cabeza.  Ella mirándose la barriga al espejo, los pechos.  El folleto.  Él que viene hacia ella y la besa.  Gambia mágica.  Internet.  Embarazo.  Él, cuando la lanzaba contra el sillón dejándola sentada de una bofetada.  El viaje.  ¿Un error?  El perdón.  Un beso.  Sólo allí, bajo el cielo africano del atardecer, lo vio como un monstruo y quiso que se lo tragaran los cocodrilos.

Y ahora, alelada otra vez, respondía las preguntas de la policía en su bonito ático de la capital grancanaria.  Ella ya se lo había preguntado y respondido mil veces mientras llegaba la ambulancia.  ¿Cómo fue que metió la cabeza en el agua?  Vino borracho.  ¿Cómo no se dio cuenta?  Estaba dormida.  ¿Quién puso el agua en la tina?  Ella.

«Quería quedarme embarazada».  «Quería quedarme embarazada».  La ambulancia no pudo llevárselo, ya estaba muerto.  La policía.  Había que esperar al forense.  Los vecinos.  La tila que le ofrecen mientras la acomodan temblorosa en el sofá.  Su mente vuela a Kachikally, a la tarde en que deseó que se lo tragaran los cocodrilos. 

Llegaron a Gambia casi por casualidad.  O por aquella bofetada.  Cierto es que ella había leído el folleto, y que buscó información en Internet sobre aquel diminuto país africano del que hasta entonces nada sabía, y cierto que leyó sobre la charca sagrada y la magia de la fertilidad, pero no menos cierto que a él no le apetecía nada y que jamás habría consentido en ir si no llega a ser por aquella pelea. 

Había llegado borracho otra vez.  Tal vez fue culpa de ella; en realidad salieron juntos de la consulta y los dos bebieron bastante, pero no, ella se vino a casa cuando él empezó a perder los papeles y a ponerse sardónico, como tantas veces últimamente.  Ya en la consulta se burló abiertamente cuando ella volvió a sugerirle un viaje de conciliación, de reencuentro, una segunda luna de miel que les devolviera la pasión dormida.  No tenía que ser a Gambia, eso era sólo una idea que nació de aquel folleto casual, podían ir a cualquier parte, a cualquier sitio los dos solos.  Él se rió, qué chiquilla, a quién se le ocurre hablar de pasión a esas alturas, después de trece años sabía que la quería, no necesitaban esa clase de chorradas, y mucho menos a Gambia, un país tercermundista donde todos los considerarían monederos con patas, ya se sabe lo que pasa en esos países pobres que dependen de los turistas…  Sí, ya le había echado un vistazo al folleto.  Sí, había visto la web.  Ah, pero eso de la charca sagrada sí que era gracioso, a él, que era ginecólogo, se lo iba a decir, ja, parece mentira, tantos años trabajando conmigo en la consulta y todavía me vienes con esas, no te quedas embarazada por el estrés, pasa muchas veces, querida, estás obsesionada.  Además, no necesitamos más hijos, tenemos a los míos, no sé por qué no dejas de darle vueltas…

Ella había encontrado el folleto en la sala de espera donde alguien lo había dejado olvidado, y al principio sólo buscó en Internet por curiosidad.  Y por aburrimiento.  Y por rabia.  Las mujeres, muchas con sus estúpidas barrigas enormes, hablaban como cotorras mientras esperaban a ser recibidas por su marido, tocólogo privado de gran renombre, de familia bien de Vegueta, de ilustre apellido, y todas presumiendo de lo bien que las trataba, de lo amable que era, y don Ramón para arriba, don Ramón para abajo.  Y presumiendo de sus diferentes embarazos y partos, de sus niños mayores, de las pataditas en sus vientres que a veces incluso se tocaban unas a otras, ¿lo ves?, mira, mira cómo se mueve, este va para futbolista, esta para bailarina.  Y ella, Manuela, después de tantos años de recibirlas y atenderlas, más como una confidente que como una secretaria, ya estaba harta de sus preocupaciones y sentimentalismos, de sus miedos y felicidades.  Y sobre todo de sus barrigas.

Se aburría.  Y buscando sobre Gambia, el viaje de diez días, el hotel al borde la playa, la posibilidad de ir solos los dos ahora que discutían tanto, se encontró con que existía allí una charca de cocodrilos sagrados adonde acudían las gentes del lugar a pedir sus deseos, especialmente las mujeres con problemas para concebir.  Claro que no lo tomó en serio, pero podía ser divertido: tumbarse al sol en la playa, disfrutar de la comida y el folclore, tan exóticos, pasear, y, ¿por qué no?, visitar a los cocodrilos sagrados…

Ramón casi no le hizo caso aquella tarde.  Y luego, cuando insistió, sólo logró arrancarle la promesa de que lo pensaría y le echaría un ojo a la información.

El día de la pelea se burló abiertamente mientras lo hablaban entre consulta y consulta.  Vale, puede que pudieran realizar una escapadita los dos solos, pero a Gambia…  Lo discutirían más tarde en el bar.

Y en el bar, a medio camino entre el despacho en el barrio histórico de Vegueta y su ático de la Avenida Marítima, no sólo trató de escudarse en conversaciones superfluas con los amigos y conocidos para postergar el asunto del viaje, sino que al final, y ya con unas cuantas cervezas de más, terminó bromeando sobre la absurda idea de su mujer de viajar a un lugar desde el que los propios negritos escapan en patera…  Al principio hasta ella rió y trató de tomarlo con el humor que el ambiente relajado y las copas requerían, pero, cuando él comenzó a hablar sobre la charca de los deseos y las mujeres infértiles que se bañaban en sus aguas en lugar de acudir a un buen ginecólogo, ya no le hizo tanta gracia.  Sabía que ese asunto le dolía, la conocía bien, y cuando la miró a la cara ya no pudo seguir.  La besó, le prometió que hablarían del viaje en otro momento, más tranquilos, y, desplegando su hermosa y contagiosa sonrisa, pidió la «última» ronda.  Y después otra.  Y otra.

Quizás fue culpa de ella.  No estaba de humor, y también bebió demasiado.  Y cuando él siguió pidiendo la «última» se fue a casa sola. 

No podía dormir.  Lo esperó sentada en el sofá fumando un cigarrillo tras otro. 

–¿Ya estás fumando compulsivamente? –la espetó él cuando llegó de madrugada.  No le gustaba.  Cuando ella fumaba así significaba conversación seria.  No le gustaba.

–Ya tienes ganas de discutir.  Te conozco.  Te veo venir…

–Yo no he abierto la boca. 

Y empezaron como tantas otras veces.  Ironías, desplantes, reproches.  Sabía que no tenía que haberlo provocado, pero cuando empezó ya no pudo parar y lo puso contra las cuerdas.  Lloró.  Lloró por el viaje y por la propia discusión.  ¿Qué les pasaba?  Sabía que la quería, pero ¿es que ya no podían hablar sin discutir?  No empieces.  No empieces con tus lagrimitas y tus chantajes emocionales.  Y entonces se secó las lágrimas de un manotazo y acercó su rostro al de él, de pie,  frente a frente, nariz con nariz, mirándole con dureza:  «¿Qué nos pasa?» «¿Qué nos pasa, Ramón?»  Y no pudo evitar que las lágrimas brotaran de nuevo.  Y él la abofeteó dejándola sentada en el sillón del golpe.

Ya no hablaron más.  Manuela corrió a su dormitorio y él se quedó gimoteando en el salón.  El silencio de días, como siempre después de una pelea. 

Pasaron casi una semana intercambiando las palabras imprescindibles en la consulta.  Después él se fue tornando más amable, cariñoso.  Le dedicaba cumplidos y trataba de bromear con esa gracia gentil que le caracterizaba y que cautivaba y admiraba a todos los conocidos, amigos, pacientes.  Manuela  no reaccionaba, no respondía.  Esta vez no.  No podía.  Se sentía confusa, triste; sobre todo triste.  No por la bofetada, no; tal vez hasta la mereció…, lo presionó demasiado, lo sabía, lo provocó con reproches del pasado, con interrogatorios, con lágrimas.  No era eso lo que le dolía, era el desencuentro, la impotencia, la imposibilidad de hablar.  Él la rehuía, llevaba meses haciéndolo, se escudaba en el trabajo, en los amigos, en la bebida, siempre posponiendo esa conversación que ella tanto necesitaba…  Se sentía confusa, no podía pensar.  Desde luego que le dolía verlo serio, triste, tratando de acercarse a ella mediante galanterías y mimos, pero no podía responder a sus intentos; no podía.

Entonces Ramón apareció un sábado por la mañana con la más radiante de sus sonrisas y las reservas para Gambia.  Tenías razón, cariño, necesitamos un viajecito los dos solos.  Allí nos relajaremos y podremos hablar, te lo prometo.

Manuela lo miró atónita.  De repente vio en él al hombre que la había enamorado.  Ése era su Ramón, el que ella conocía, el que la sacó de su barrio gris y le ofreció un mundo nuevo cuando se casaron trece años atrás.  Esa era su maravillosa sonrisa, su mirada dulce de color miel…

*****

La llegada a Gambia fue impactante.  El olor espeso y húmedo del país nada más bajar del avión, el personal aeroportuario y los policías negros alrededor de los pasajeros, el control de aduanas y el descontrol de maletas, mozos, guías, taxistas, peleándose por asistir a los recién llegados.  Su guía, que les esperaba con un cartel con el nombre del hotel al que se dirigían, les hizo sentir más seguros, aunque todavía tuvieron que esperar en medio de aquel caos de olores, sonidos, colores, a que consiguiera un transporte y negociara el precio.  Luego, por el camino, aquella retahíla de árboles frondosos al borde de tierra roja de la carretera, y las casitas de una planta en las que a esas horas del amanecer se desplegaba ya una sorprende actividad a la luz tenue de velas, candiles, hornillos o lamparitas y bombillos eléctricos; los sastres cosiendo, los hombres tomando attaya –el té local– alrededor de una bandejita de metal, las mujeres preparando sus enseres antes de salir para el mercado, los muchachos conduciendo los rebaños de cabras, ovejas o ndaama cows, la llamada al rezo de las mezquitas…

Ya era de día cuando llegaron al hotel, que sí, no era París, pero estaba bien, dijo Ramón.  Más tarde le puso de mal humor la poca variedad y calidad del menú.  Ella no se acordaba de París; bueno, sí, pero sólo por la sensación de estar otra vez de luna de miel y por la novedad; aquella vez, con apenas veintidós años y sin haber salido nunca de su isla, primero de su barrio y después de la zona turística donde cantaba para los extranjeros –eso fue lo más cerca que estuvo nunca del extranjero–, todo le resultaba grandioso, limpio, excesivo, y ésta ya se sentía como en otro planeta por lo diferente que era todo.  Pero estaba con él, eso era lo importante, podía recuperarle, podían recuperarse.  Los dos primeros días apenas se movieron del hotel y sus alrededores, bajaban a la playa, a la piscina, y hacían el amor como locos a todas horas.  Eso, el sexo, nunca les falló y a veces terminaban de arreglar sus cada vez más numerosos desencuentros en el circo en que solían convertir su cama desde que se conocieron; con sus posturas imposibles y las largas horas de chupeteos y juegos escandalosos. 

Manuela se sentía feliz, pero estaba tan asustada de que todo se estropease, de estropearlo…, de que algo hiciese «click» en la cabeza de Ramón y le cambiara el humor de pronto…  A veces lo miraba con el rabillo del ojo y lo veía nervioso, incómodo, empezando por la larga lista de medicamentos que trajo y que colocó en perfecto orden en la cómoda de la habitación y terminando por las múltiples manías que ella no se atrevía a contradecirle:  no dejes que te pongan hielo en la bebida y no te comas las ensaladas ni nada en crudo; el agua que la abran delante de nosotros y úsala también para lavarte los dientes;  ¿cómo se te ocurre tocar a ese gato mugriento, estás loca?, ya sabes lo que te dije de los parásitos; cuidado al coger todos esos billetes, jamás he visto nada más jediondo, corre y lávate las manos; ayer te olvidaste fuera toda la noche las bragas que pusiste a secar, será mejor que las laves otra vez, quién sabe si la rozaron las ratas o los murciélagos; no sé si será seguro bañarse en esta zona de playa, al fin y al cabo es la desembocadura del río y cualquiera sabe la porquería que arrastran las aguas desde el interior del país; no te vayas tan adentro y cuidado donde pisas no vaya a haber rayas en el fondo…  Trataba de mostrarse alegre, sobre todo por las noches cuando se relajaban en el bar de la enorme terraza del hotel con unas cervecitas y el espectáculo para turistas; el hombre que echa fuego por la boca, el acróbata de la bicicleta, las muchachas con faldas de paja y minúsculos sostenes que se contorsionaban al endiablado ritmo de los tambores, todos tan negros y con esas sonrisas inmaculadas; pero no podía evitar sentirse incómodo, ¿te pusiste el repelente para los mosquitos? 

Ella, en cambio, sintió que la alegría del país y de sus gentes se le metía en el cuerpo a las pocas horas de llegar, y comenzó a embargarla una sensación de seguridad y libertad que hacía muchos años no experimentaba.  En la playa se tumbaba al sol dejando que su piel, ya por naturaleza de un bonito color tostado, se bronceara libre y rápidamente con una cremita de protección ligera y no las de factor 50 o pantalla total que había traído su marido, ahí sí que no, su piel siempre había sido fuerte y agradecida y apenas pasaban una hora en las hamacas, no seas maniático, Ramón…  Se sabía atractiva, aunque él siempre le recordaba que no era tan alta y le sobraban un par de kilitos, y después de sólo un par de días de sol y relax, sentía resplandecer el verde de sus ojos y las mechas doradas de su media melena lisa.  Se sentía viva y radiante, y con esa extraña impresión de que nada podía perturbar su paz interna.  Incluso cuando salían del hotel a pasear por los alrededores y Ramón se quejaba de lo pesados que eran los machangos esos que querían hacerles de guías, «estos tipos no entienden que un no es un no, joder, son unos plastas, y lo único que quieren es dinero, te piden propinas hasta por el aire que respiras…», ella se reía inalterable.  Pero lo miraba con el rabillo del ojo.  Comenzaba a agobiarse.

A la tercera noche, y en vista de que no había llovido sino la primera madrugada, decidieron salir a un bar cercano al hotel.  Estaban en septiembre y todavía hacía mucho calor, por lo que Manuela eligió un bonito vestido blanco muy veraniego.  Caminaron a paso firme y rápido, y, aunque los chicos que se arremolinaban a las puertas del hotel en busca de turistas los saludaron –Hello, How are you?, Welcome back, Going for a walk?, Need help?, Nice couple, Need guide?, Gambia no problem, No pasa nada, Todos amigo, Muy feliz– y persiguieron, Ramón fue tajante, «Queremos estar solos, ¿okay?, S-O-L-O-S.  No necesitamos nada, gracias».  Quizás demasiado duro, pensó Manuela mientras se sentaban a las mesas de la terraza, después de todo no estaría mal invitar a uno de esos muchachos a tomar algo y charlar y conocer algo más sobre su forma de vida, sobre el país, y tal vez organizar ya alguna excursión, que es que no se habían movido de allí…  Por otro lado –suspiró–, estando los dos solos quizás por fin podrían mantener una conversación tranquila acerca de su relación, de los cambios de humor de Ramón; quizás estaba demasiado estresado, tenía que saber lo que le estaba pasando, tenía que preguntarle, y llevaba varios días posponiéndolo por miedo a su reacción, a estropearlo todo.  Estaba muy guapo Ramón.  Manuela lo miró con ternura.  Él, ajeno, pidió una botella de vino blanco; ella se decidió por la cerveza.  Lo miraba.  Llevaba un Lacoste verde caqui y un pantalón de lino color crudo.  El pelo castaño ya le empezaba a canear por las sienes, lo que a su gusto le hacía parecer más interesante, y la barriguita incipiente apenas se vislumbraba en su figura alta y proporcionada.  Los ojos grandes color miel, la nariz recta y fina, la tez blanca y su maravillosa sonrisa de dientes grandes pero perfectamente alineados, siempre le habían dado un aspecto entrañable y muy atractivo.  Formaban una buena pareja; en realidad siempre habían sido la envidia de conocidos y familiares, la pareja perfecta.  Trabajan juntos, tenían un magnífico ático en la capital y un bungaló en el sur de la isla, tenían dinero, el Mégane descapotable capricho de Ramón, azul metalizado, el RAV4 de Manuela, rojo vivo, buenas ropas y buenos colegios para los chicos.  Trabajaban mucho, eso sí, y no es que hubieran viajado tanto; París de luna de miel; la Península: Madrid, Salamanca, Galicia, Barcelona, Sevilla; una vez a Venecia y otra a Turquía; pero siempre acompañados; el hermano de Ramón y su mujer con todos los niños, o algunos compañeros y amigos de Ramón también con sus mujeres y a veces niños; nunca los dos solos.  Ramón sí; Ramón viajaba mucho a congresos médicos, y todos los agostos se iba pescar dos semanas a La Graciosa, un viaje de hombres solos, cinco o seis camaradas en el fin del mundo.  A ella no le importaba, se quedaba muy a gusto con sus hijos, los de él, y los llevaba al cine, a la playa, o al Sur cuando eran pequeños y les tocaba.  Los chicos, Miguel Ángel de diecisiete años y Berta de dieciséis, aunque algo pijos y sabiondos, eran fáciles de manejar, se llevaban bien con Manuela, que siempre tuvo tiempo para ellos y sabía divertirse como una niña también, y, aunque ahora andaban más alejados, «a su bola», aún contaban con ella para que los llevara y trajera en el coche, para que les tapara algunas de sus fechorías adolescentes, o para que intercediera ante sus padres cuando se les ocurrían ideas descabelladas, sobre todo para Ramón; el piercing en la lengua de Bi, y sus collares de perro y pantys agujereados; el tupé rubio platino de Míchel o su estrecha y confusa amistad con el profesor particular de informática, que sólo le confesó a ella, porque «a su padre sólo le faltaba un hijo mariquita pa rayarse del todo y su madre pasaba».  La madre, la primera mujer de Ramón, andaba constantemente ocupada y en el fondo siempre le agradeció a Manuela su dedicación y que fuera una mujer «tan simple y sin muchas aspiraciones».  Aunque sólo hablaban de vez en cuando por teléfono, se llevaban bien ellas dos.  Ramón decía que si Berta madre no llega a ser tan ambiciosa su primer matrimonio no se hubiera ido al carajo, pero no, ella, directora de ventas de una importante empresa de seguridad laboral, no quería renunciar a sus viajes, ferias, conferencias, ascensos, y él, que entonces trabaja en una clínica privada, estaba demasiado ocupado como para encargarse de todo.  Se divorciaron civilizadamente y, puesto que los dos disfrutaban de una buena posición económica, nunca tuvieron demasiados problemas a la hora de repartir o discutir los gastos de los hijos, aunque era evidente que no se profesaban ningún aprecio.  Las pocas veces que habían coincidido los tres, en comuniones, bautizos o encuentros familiares por el estilo, Berta no podía evitar mirar a Manuela con cierta conmiseración y dirigirse a él con solapada ironía; a escondidas le llamaba el altivo.  Y él a ella la trepa-doña-perfecta; y presumía, en cuanto tenía ocasión, de las cualidades de su segunda mujer, honrada, sencilla y entregada –ah, y muy femenina–.  La había conocido en Semana Santa en el Sur, en sus primeras vacaciones de soltero solo con sus hijos, cuando Bertita tenía tres años y Miguel Ángel cuatro, y, aunque ella cantaba para los turistas en aquellas terrazas cutres de los centros comerciales, desde que entablaron amistad y la vio jugar con los niños supo que era diferente, la mujer que le convenía, la mujer de su vida, guapa, lista pero sin aspavientos, y sobre todo buena.  La hizo su mujer en cuatro meses sin importarle el barrio y la familia humildes de los que procedía; ella tenía esa clase honesta y digna –y hasta un poco ridícula– que a veces sólo tienen las gentes modestas.  Y lo de cantar ya lo manejarían, tal vez un coro o una rondalla, algo más serio.

Cantar.  Eso fue lo que le apeteció de pronto a Manuela cuando vio a los turistas dispersos por las mesas cercanas.  No eran muchos todavía; la temporada alta aún no llegaría hasta noviembre.  Pero el ambiente era distendido y vacacional.  Algunos chicos negros, los más afortunados, acompañaban a los extranjeros que los invitaban a tomar un refresco o a cenar, y otros, la mayoría con indumentaria y estilo rasta, simplemente esperaban su oportunidad dando reiterados paseos por las cercanías.  Los camareros, tan negros como ellos, cuidaban de que no se acercaran demasiado si no eran expresamente convidados, aunque también aprovechaban para describirlos como very good boy a la mínima que algún blanco desconfiado preguntara sobre alguno de ellos.

 Había oscurecido ya y de cuando en cuando una suave brisa meneaba levemente las copas de los árboles y palmeras cercanos.  Manuela, radiante, miraba alrededor y no podía dejar de sorprenderse por lo diferente que le resultaba todo, la negrura azulada del cielo, la tierra roja de las aceras, la música senegalesa que sonaba, las sonrisas de dientes grandes y blanquísimos en las caras negras…  Cantar.  Hacía mucho que no pensaba en ello.  Pero esa sensación de libertad que respiraba allí, la transportó por un momento al año en que vivió en el Sur cantando para los turistas, quizás la única vez que fue libre de verdad…  Miró a Ramón, y, aunque estaba de buen humor, se le antojó algo muerto, falto de vida.  Tenía razones suficientes para ser feliz, pero era como si últimamente nada consiguiera alegrarlo y simplemente dejara pasar los días, la vida.  La consulta y los hijos –con los que ya casi no encontraba un tema de conversación– no le despertaban la ilusión de antaño.  Todas las cuestiones domésticas las dejaba en manos de Manuela sin mostrar el más mínimo interés.  Y sólo cuando se reunían con los amigos en el bar  tres o cuatro veces en semana, parecía relajarse y recuperar la alegría.  Iban juntos, pero por lo general terminaban los hombres sentados por un lado y las mujeres por otro, y luego, a la mañana siguiente, su mal humor se recrudecía y discutía con los hijos o con ella misma por las nimiedades más inverosímiles –una botella de agua que él había puesto a enfriar y alguien se había bebido, un paquete de galletas «desaparecido» o que se les hiciera tarde para el colegio–.  Ay, el mal humor de Ramón, eso era lo que más le costaba comprender, y que con las pacientes y la gente de la calle se mostrara tan amable…  Quería preguntarle, tenían que hablar sobre esos cambios, quería ayudarle, tal vez existía algún problema que no se atrevía a compartir con ella.  ¿Dinero?  No.  ¿Otra mujer?  Quizás; se le había pasado por la cabeza, pero compartían casi todo el tiempo y a ratos él se mostraba tremendamente enamorado y la pasión sexual aún lo desbordaba a la menor sonrisa pícara de ella.  ¿La bebida?  Sí, pero aunque se estaba extralimitando y no quería reconocerlo, no parecía razón suficiente.  Tenía que haber algo más…  Quizás estaba empezando a dejar de quererla.  Eso es lo que ella sentía.

–Ramón.  ¿Todavía me quieres?

–¿Estás loca, muchacha? –le tomó la mano alegre por encima de la mesa.  Pero luego se la soltó mirándola a los ojos con un atisbo de dureza–.  Estamos aquí, ¿no?  Es lo que querías.  No empieces ahora con tus tonterías.  Ahora no, por favor.  Lo estamos pasando bien…

Se acercaron tres chicos cantando.  Eran de Guinea-Conakry, de la etnia susu, que vivían en Gambia cantando de bar en bar no sólo para los turistas sino para los propios gambianos, que a veces los ayudaban con una pequeña propina.  El más alto, con largas rastas gruesas, tocaba el bolombatoo, un instrumento que a Manuela se le antojó muy parecido a la kora que ya habían visto en el hotel, y compuesto, como ésta, por una media calabaza grande, un mástil y en este caso sólo tres cuerdas –a diferencia de las veintiuna de aquélla-; los otros dos, con las cabezas cubiertas con gorros de lana, tocaban sendos gongomas, pianillos de mano elaborados también con media calabaza y entre tres y seis hojillas de metal para pulsar.  Con su juego de voces y los sonidos arrancados a sus instrumentos componían melodías alegres y con un aire profundamente africano.  Preguntaron su nombre a Manuela y sobre la marcha le compusieron una canción, «Welcome Manuela, welcome to Gambia».  Ramón, divertido, los animaba a continuar y ella, no sólo se sumó al coro en cuanto se aprendió el estribillo, sino que se levantó y los acompañó de mesa en mesa cantando a viva voz y pasando el sombrero, donde su marido había ya depositado una buena propina. 

Alex los contemplaba sonriente apoyado en un coche cercano y decidió que quizás había llegado el momento de acercarse a ellos.  Ya los había saludado en la playa y a las puertas del hotel, pero con esa innata intuición gambiana y la experiencia de tantos años de calle, sabía que no debía molestarlos hasta que se mostraran más confiados.  Sabía que eran sus primeras vacaciones en Gambia, probablemente su primera vez en África.  Sabía que querían estar solos.  Sabía que esa pareja de españoles quería moverse con independencia, especialmente el marido; lo notó.  Pero todo el mundo necesitaba ayuda alguna vez, y éstos eran primerizos, seguro…  Y decidió que había llegado el  momento de acercarse.

Manuela regresó a su sitio limpiándose la frente y el escote sudorosa y, sintiéndose de repente totalmente nueva, exclamó con resolución:

–¿Sabes lo que te digo, Ramón?  Que me siento libre.  No sé lo que me pasa, es algo casi mágico, pero me siento libre y quiero seguir así, libre y fuerte.  Te guste o no te guste tendremos que hablar y cambiar las cosas.  Quiero más, más de ti.  Y quiero ser yo…

–Me parece muy bien, señorita cantante –repuso Ramón–, pero ¿quién te ha impedido ser tú misma?  Hablas como si yo me hubiese interpuesto en tu camino, en tus deseos, y sabes muy bien que jamás te pedí nada.  Dejaste de cantar porque quisiste, yo no te pedí que continuaras en la consulta, tú lo decidiste…  Y te recuerdo que ahora tienes treinta y cinco años…

–No se trata de eso.  Es algo más, no estoy hablando de cantar…

Alex llegó a la mesa y saludó cortés tendiéndoles la mano primero a él, luego a ella.  Hello.  Nice to see you again.  Remember me?  Ella le recordaba bien porque, aunque en el hotel les habían advertido que no aceptaran los pequeños regalos de los bumsters, collares, pulseras, caracolas de la suerte… que sólo tenían el propósito de abrir la puerta a una amistad interesada, no pudo resistirse al colgante que él depositó en su mano dos días antes cuando se dirigían a la playa.  Era un diente de Charlie, el cocodrilo sagrado de Kachikally.  Ramón le había permitido presentarse, pero enseguida añadió que pretendían estar solos un rato y le emplazó para otro momento.  Y él se despidió educadamente no sin antes aclararles que él no era ningún bumster y que estaría disponible si llegaban a necesitar su ayuda, a la vez que dejaba en la mano de Manuela el cordón negro con el dientecito de cocodrilo.  «Te traerá suerte y abrirá tus ojos a lo que no conoces», dijo antes de desaparecer rápidamente.

«Al menos éste no es un pesado como los demás», había dicho Ramón.

Bumster es como la policía, los periódicos, los militares, los turistas, llaman en Gambia a los chicos de estética rasta que pululan por los alrededores de los hoteles y las playas tratando de conseguir dinero fácil a cambio de toda clase de favores.  Pero bien sabía Alex que ni todos los rastas eran bumsters, ni todos los bumsters malos chicos, sólo pobres.  A veces los militares hacían redadas y se llevaban a todos los que estuvieran cerca de las áreas turísticas y muchas veces eran los propios turistas quienes se quejaban de ello o incluso pagaban para sacarlos de la comisaría.  A él mismo ya lo habían retenido un par de veces, suerte que la última, unos meses antes, no llegaron a cortarle el pelo, sus magníficas y parejas rastas a la altura de la nuca ya. 

Tenía Alex unas facciones profundamente africanas, ancestrales, lo que junto a su cuerpo atlético y su voz ronca, le daban un aspecto un tanto agresivo, mandinka warrior, bromeaba él con una preciosa sonrisa que deshacía enseguida la primera impresión.

–Sí, claro que te recordamos –respondió Ramón–.  Tal vez hoy quieras sentarte con nosotros, creo que mi mujer tiene ganas de hablar sobre la magia africana y la libertad que se respira aquí…

Él no entendió muy bien la ironía, pero se apresuró a sentarse con ellos y pidió una JulBrew, la cerveza local, cuando lo invitaron.  Ramón lo llamó musulmán light a cuenta de ello y él le siguió la broma diciendo que esa cerveza era muy flojita, casi tan light como él,  y que ya se haría perdonar sus pecadillos en el próximo mes de Ramadán, que empezaría en poco más de dos semanas.  Luego les contó que en los hoteles solían prevenir a los turistas sobre los chicos de los alrededores con el único fin de que no salieran de sus instalaciones o contrataran las excursiones con ellos y dejaran allí todo su dinero y que, si bien era cierto que algunos eran demasiado pesados o interesados, lo que no era su caso, recalcó, también era verdad que ir por libre con uno de ellos era la mejor forma de conocer la «ríal Gambia».  Y se ofreció a acompañarlos si deseaban hacer alguna salida.  Manuela aprovechó para preguntarle por lugares interesantes, Banjul, las playas del sur de las que tanto había oído hablar, las reservas naturales, Kachikally…

–Kachikally mejor dejarlo para el viernes –le dijo Alex clavándole la mirada, y dirigiéndose a Ramón, continuó–:  Si les apetece, mañana podemos ir a Bijilo, la reserva de los monos, y de allí continuar por toda la costa sur.  Y pasado a Banjul, o pasear por el cercano barrio de Bakau, o tocar los tambores en algún chiringuito de la playa…  Kachikally, el viernes.

Tanto Ramón como Manuela se defendían bastante bien con el inglés, lo que no era muy habitual entre los españoles, que empezaban a elegir Gambia para sus vacaciones recientemente y con los que Alex no había tratado demasiado.  Está bien, dijo Ramón, nos ponemos en tus manos.  

*****

No es que estuviera de muy mal humor Ramón por la casi hora de espera a la mañana siguiente, pero cuando Alex se presentó en la recepción del hotel a recogerlos no pudo evitar responder a su saludo con cierta sorna:

–¿Qué, Gambian time?

Gambian time –se rió Alex–, pero no problem, Gambia no problem.

Nunca había entendido la obsesión que tienen los blancos por la hora y los relojes, parece como si siempre fueran con prisas a todas partes, y, sin dar explicaciones, se dirigió hacia la calle con ellos.

Se había levantado temprano por la mañana.  Había escuchado la llamada a la oración de la mezquita entre sueños y, aunque siguió durmiendo, no debían de ser más de las ocho y media cuando saltó de la hamaca.  En dos horas tendría tiempo más que suficiente para prepararse.  Pero, ay, Gambia: no había agua.  Al salir, como todas las mañanas, de su pequeño y asfixiante cuarto para llenar el cubo en el grifo del patio se encontró con que ésta estaba cortada otra vez.  Y para colmo había prestado su bidón vacío de aceite.  No tuvo más remedio que pedirle dos a la vecina y prometerle que daría dos viajes y los llenaría también para ella. 

Caminó un largo rato antes de llegar a la mezquita, donde todos los grifos estaban ocupados y hubo de esperar su turno, y regresó sudoroso y cargado como un burro al compound.  Allí llenó los cubos y palanganas de la vecina y comenzó de nuevo el mismo recorrido.  Esta vez había más gente y los chorros de agua salían muy débiles.  Empezó a preocuparse por la hora.  Preguntó.  Quince minutos para las diez.  Si se daba prisa con todo, aún tenía tiempo.

De vuelta al compound llenó medio cubo de agua, echó Omo y se dispuso a limpiar sus playeras.  Pero, oh, no, ¿dónde estaban sus deportivas?  Levantó la hamaca de playa que le servía para dormir, miró tras la maleta vieja donde doblaba su ropa, dentro de ella, detrás de la pequeña mesa donde reposaban el casete y las velas, debajo, tras los cacharros de cocinar, el hornillo y los platos de plástico.  Nada.  Stupid Kemo!  Ya le había advertido que no las cogiera, que iba a usarlas él; además, no quería volver a prestárselas, ya le había roto sus zapatos de vestir, los mocasines negros que le regaló un sueco la pasada temporada.  Greedy boy, stupid donkey!  Salió corriendo a casa de su hermana, la única que tenía una copia de la llave de su candado para dejarle comida de vez en cuando o las aguas que le mandaba su madre del pueblo, y allí discutió acaloradamente con su sobrino Kemo, el de quince años, quien le devolvió sus playeras indiferente y se volvió a la colchoneta a dormir.  Fatou, la hermana, intentaba calmar los ánimos y le juraba por Alá y el profeta Muhammad que ella no le había dejado la llave, y que ya lo castigaría bien…  No quiso escucharla.  Este hijo sin padre te dará mil problemas si no lo enderezas ahora.  Todo esto lo hablaremos con Ami.  Si tú y tus hijos se tienen que volver a Faraba Banta, se vuelven.  Ya hablaremos.  Y devuélveme la llave, ya no quiero tu arroz.

Estaba muy, muy enfadado.  Ahora no quería pensar ni estresarse; tenía que apresurarse.  Ahora era seguro que llegaría tarde.  No sabía cómo serían los españoles para esas cuestiones, pero ya le había tocado tragarse eso de que «los gambianos no son serios y no llegan nunca a tiempo» más de una vez de otros blancos.  Y pensar que tenía que aguantar a todo tipo de gente, irles detrás, reírles las gracias que a veces no tenían, sólo para conseguir algunas propinas o regalos…

Se sentó en un banquito de madera en el patio y, con paciencia, limpió lo mejor que pudo sus deportivas blancas, casi nuevas pero muy sucias.  Stupid boy!  No sabía qué estaría pensando ese muchacho, qué esperaba de la vida,  ¿correr detrás de los turistas como él y su hermana, la madre, que apenas habían podido ir al colegio?  Stupid donkey!  Le había conseguido unos padrinos el curso anterior, una pareja de holandeses mayores, que le pagaran la escuela durante un año y ahora trataba de contactar y convencer a un matrimonio sueco, o tal vez estos españoles si tenía suerte…  No era barata la High School, casi cuatro mil dalasis, y el uniforme, los zapatos, mochila, bocadillos, …para que él suspendiera todas las asignaturas y se escapara a fumar porros con la panda de corner boys de los que se rodeaba.  Esta vez se lo diría a Ami, tal vez era mejor que su hermana se volviera a la aldea con sus hijos.

Aminata, una de sus siete madres, la que lo parió, la jefa de la familia, se hacía respetar y ni Fatou ni Kemo se atreverían a contradecirla.  Eso es, hablaría con ella.

GLOSARIO

Compound:  Del inglés «recinto», «complejo habitacional».  En Gambia designa el tipo de casa o recinto donde vive la mayoría de la población y que consiste en un patio común en torno al que se encuentran dispuestas las diferentes habitaciones o casitas de las familias que lo comparten.  También puede referirse a una vivienda mayor y unifamiliar, ya que en general se usa como sinónimo de «casa».

Musukebba [musukeba]:  Anciana, mujer mayor.

Ndaama [ndama]:  Wolof.  Tipo de vaca del África Occidental y Central.

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