Capítulo 1

La llamaban la Morucha, en parte por su piel ardida por el sol y en parte por la ausencia de un lavado, si no diario, sí al menos semanal. Aquella piel sólo la mojaba la lluvia por fuera, y desde dentro, lo hacía la transpiración.

Vendía baratijas que ella misma diseñaba en el mercadillo de los martes, uno de los muchos que había en la isla de Ibiza en la década de las flores en el pelo y en el cuerpo la holganza. Nadie sabía de ella el resto de la semana; era un misterio. Desaparecía apenas acabado el mercadillo y no se la volvía a ver hasta el martes siguiente, ocupando el mismo puesto y cada vez con bisutería nueva que se suponía había estado confeccionando durante su ausencia. Un ridículo gorro de paja con una pluma clavada cubría su pelo y una hopalanda de color añil, apenas dejaba adivinar que debajo se ocultaba un cuerpo de mujer. Invariablemente vestía igual; lo único que a veces cambiaba era el color y el tamaño de la pluma.

Todo el verano fue un calco de sí mismo. Los martes se sucedían al tiempo que el sol iba perdiendo fuerza y el coral de su disco, en septiembre, se convirtió en un suave minio que hizo que la Morucha dejase de transpirar.

Fue por entonces cuando don José, un pequeño empresario que importaba tarimas y tablones de madera de Bélgica para luego vendérselas a los ricos que sesteaban en sus chalets al borde del mar, decidió darse una vuelta por el mercadillo. Quería comprarle a su sobrina un regalo de cumpleaños, nada importante, tan solo una bagatela con la que ocupar sus manos, cuando se presentara esa misma tarde en casa de su hermana para merendar una taza de chocolate como hacía todos los años el quince de septiembre. Deambuló por los tenderetes y vio en uno de ellos, un collar hecho con piedras de colores separadas con trocitos de conchas marinas y bolitas de plata. Le pareció original y apropiado para una niña de once años. Lo tomó entre sus manos y lo estuvo examinando; después, levantó la mirada y preguntó el precio.

―Treinta pesetas ―respondió la Morucha.

―Me lo llevo.

La Morucha le alargó el paquetito que había hecho con papel de periódico, pero don José estaba hipnotizado contemplando los ojos violeta de la muchacha.

―¿Ya no lo quiere?

―Sí, claro, perdón. ¿Cuánto me ha dicho que era?

Su mano rozó la de ella mientras le alargaba un billete de veinticinco y una moneda de un duro.

En el cumpleaños estuvo ausente y el resto de la semana lo pasó deseando que llegara de nuevo el martes. Ese día se presentó ante la muchacha y le compró varias cosas; la Morucha le observaba con cierta curiosidad, pero sin decir nada. Don José, con tacto, intentó averiguar dónde vivía y ella cambió la curiosidad por recelo. Él se dio cuenta y después de pagar se marchó. Fue a la ciudad de Santa Eulalia y contrató a un detective para que la siguiera después de que acabase el mercadillo. Dos semanas más tarde se presentó en el despacho del detective.

―¿Qué ha averiguado?

―Absolutamente nada. Sólo sé que la llaman la Morucha; cuando termina el mercadillo, a la puesta del sol, toma un camino forestal en dirección a la playa de Aguas Blancas y, aunque la hemos seguido dos veces, se pierde entre los pinos en la opacidad de la noche. Imposible saber a dónde va. Lo siento.

El siguiente martes, sería el último día de mercadillo de la temporada; el tiempo comenzaba a ser fresco y la isla se vaciaba de visitantes. Don José decidió jugárselo todo a una carta y lanzó su envite sin atreverse a mirarla a los ojos y apretando los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta. Para su sorpresa, la muchacha accedió a que se vieran, pero sólo los martes y en aquel mismo sitio.

A don José, soltero de poco más de cuarenta años y sin apenas relaciones con el sexo opuesto, aquella semana de espera le resultó un suplicio en la gloria. Se cortó el pelo y se echó por vez primera una crema para la hidratación de la cara. Se compró un traje juvenil y unos zapatos de cuero pensando que ella acudiría arreglada a la cita. Su desconcierto solo le duró un instante. Ella seguía exactamente igual, como si hubiese acudido un martes más a su puesto en el mercadillo.

Pasearon por la explanada ya vacía de tenderetes y aunque él intentó saber cosas de ella, ésta no dijo nada más que vivía sola y que no tenía casa propia. No consiguió que le contara dónde pasaba las noches.

Así transcurrió aquel otoño y, el único cambio que se vio en la joven, fue un extraño y pesado sobretodo que llevaba en un capazo de musgosa tela y que se echaba encima, poco antes de marcharse hacia el bosque, dejando siempre a don José con ganas de más compañía.

El invierno comenzó aquel año ventoso y frío. Tras ganarse la confianza de la muchacha, la invitó para que se alojara en su casa, en una de las habitaciones vacías y de nuevo pensó que perdía suelo cuando ella aceptó; el martes siguiente pasaría con el coche por la explanada del mercadillo para recogerla.

Instalada en la planta alta de la casa pagesa, en la habitación nacarada, del armario le sobró casi todo el espacio pues apenas si tenía un par de sandalias, una caja mediana de cartón con diversos objetos, algo de ropa y cuatro pañuelos. No sabía o no quería cocinar ni hacer nada de lo que era habitual en un hogar y don José contrató a Jara, una empleada a tiempo parcial para que hiciese estas labores y de paso, acompañase a su extraña invitada que dedicaba largas horas a estar sentada en el porche mirando el mar en la lejanía y trenzando pajas azafranadas con extrañas formas de animales.

Por las tardes apenas terminaba en la oficina, don Jose se pasaba, ora por la pastelería, ora por la floristería, para llegar a casa con un presente que ofrecerle a su invitada. Ella agradecía las flores y, curiosamente, en vez de ponerlas en un jarrón con agua, las llevaba al jardín y las plantaba en la tierra y luego las regaba. Don José la miraba hacer y se sorprendía de que aquellas flores luego aguantaran tanto tiempo sin marchitarse. Los bombones y los pasteles, olvidados sobre la mesa de la cocina, invariablemente se los comía Jara de a poquito, uno cada vez que pasaba.

Don José se fue ganando la confianza de la Morucha y, aunque no consiguió que le dijera su verdadero nombre, sí supo que había sido abandonada por sus padres -de procedencia rumana- en la isla, una primavera, hacía unos seis años. Desde entonces había vivido sola y de manera inusual. Nunca intentó ponerse en contacto con el resto de su familia, de los que apenas se acordaba, y tampoco denunció el abandono ni menos aún pidió ayuda a nadie. Vivió como pudo y logró salir adelante vendiendo sus composiciones manuales en el mercadillo. Don José tampoco consiguió esta vez que le dijera dónde había residido hasta entonces. Llegó la Navidad y por Año Nuevo quiso hacerle un buen regalo.

―Morucha, ¿qué quieres que te regale para estas fiestas?

Tras pensárselo unos instantes, le pidió que le dejara el terreno inculto que se encontraba en la parte de atrás de la casa, junto a un bosquete de pinos para hacerse un huerto y también que le permitiera montar un gallinero. Por último, le pidió un gallo y una gallina de raza pequeña.

―Poco es lo que deseas, pero me complace que tengas un sentido tan práctico de las cosas ―le dijo, y además añadió―a partir de ahora ya puedes disponer del terreno que no se cultiva, eso sí, tendrás que arrancar las malas hierbas. Puedes utilizar sin temor las herramientas del jardinero que yo ya le avisaré. El gallo y la gallina te los traigo mañana. ¿Estás contenta?

―Sí, claro, es usted muy generoso conmigo.

―No, Morucha, trátame de tú; llámame José.

Pero no había forma; ella en todo momento le trataba con el máximo respeto y, como si quisiera poner una barrera entre ellos, nunca se apeaba del tratamiento de usted a pesar de las muchas veces que don José se lo había pedido.

La tez de la Morucha se fue aclarando, en buena parte por la acción del jabón y también porque pasaba tiempo a cubierto, sin que el sol tocara su rostro. Sus ojos violeta destacaban ahora dando a su cara una luminosidad casi irreal.

Con tesón, la muchacha fue convirtiendo aquel baldío en un bonito huerto. En la zona más alta y seca, plantó unos dientes de ajo ante la curiosa mirada de don José. No quiso utilizar el abono del jardinero; algunas tardes volvía del bosque con un capazo repleto de musgo y hojarasca que con delicadeza, repartía y enterraba antes de plantar el siguiente cultivo.

El invierno, aunque frío, fue inusualmente corto y a primeros de marzo el sol calentaba ya la tierra y la Morucha troceaba y añadía a la ensalada de Jara, rabanillos picantes de su huerto. Don José lo intentó todo por acercarse físicamente a la muchacha, pero ella no es que le repudiara, no, lo que hacía era mirar para otro lado y cambiar de tema siempre que el señor de la casa se ponía tierno y esto, a él le encelaba todavía más.

Marzo estaba muy avanzado cuando la Morucha dio por terminado su huerto. Brotaban ya las plántulas de pepino, remolacha y zanahoria; las judías comenzaron a enredarse en los tutores y don José veía con asombro cómo todas aquellas hortalizas parecían surgir de la nada. Por contra, el jardín a pesar de los esfuerzos del hombre que lo cuidaba parecía raquítico, con alguna pequeña flor aquí y allá teniendo como comparación en la trasera de la casa, aquel exuberante huerto. Con el gallinero ocurría lo mismo. A partir de mediados de febrero, no recogió los pocos huevos que ponía la gallina y cuando hubo nueve en el ponedero, la gallina se volvió clueca y comenzó a empollarlos.

Aquella madrugada del último día de marzo, el gallo los despertó con un canto de más de brioso y cuando la Morucha se acercó para darles de comer y cambiarles el agua, nueve bolitas amarillas seguían a una kika orgullosa y esponjada que escarbaba en la paja del suelo del gallinero mientras emitía gorgojeos y enseñaba a su nidada a encontrar los granos perdidos de cereal.

La Morucha regresó a la casa corriendo y se abrazó a don José a la vez que le decía muy exaltada que ya habían nacido y que eran preciosos. Fue la primera vez que tuvo contacto con él y aturdida se separó y, sonriendo, se puso a girar sobre sí misma mientras cantaba en una lengua extraña que don José supuso que era rumano.

Jara se dio cuenta enseguida de que la relación entre su señor y la invitada había cambiado. Si al principio trató a la Morucha con una pizca de desdén suponiendo que era la querida de don José, no tardó más de dos semanas en comprender que entre ellos no había nada físico pero sin saber todavía qué relación les unía. Su escasa cultura la imposibilitaba para discernir los matices de las conversaciones que iba escuchando. No obstante, su sagacidad como mujer de campo le hizo intuir que la señorita se quedaría bastante tiempo en la casa y que era mejor ganarse su confianza y tratarla como amiga. No tenía, según había convenido con don José, un horario fijo para realizar sus labores domésticas. Se ocupaba de hacer dos veces por semana la compra, cocinaba, limpiaba y era su cometido que siempre hubiese comida hecha y que todo estuviera en orden. Espabilada y muy rigurosa, mantenía la nevera con tres o cuatro platos ya listos para calentar, cambiaba las sábanas una vez por semana y planchar se le daba muy bien.

Una tarde encontrándose en la cocina batiendo queso, pasó la Morucha a su lado con aire abstraído y un saquito de harina de maíz en las manos.

―Morucha ―le dijo―.¿Te gustaría aprender repostería?

La muchacha se volvió.

―¿Qué es eso?

―Es hacer pasteles, bizcochos, dulces y todas esas cosas.

―Ah, bueno. Ahora vengo; voy a echarle a los pollitos su cena.

Así fue como la Morucha aprendió a hacer el flaó con queso y hierbabuena y la greixonera, una especie de pudin hecho con restos de ensaimadas. Demostró tener tan buena mano en la cocina como en todo aquello que se proponía.

Jara reparó en las habilidades de la muchacha y decidió no enseñarle más cosas de cocina y pasar a la siguiente fase, que era tomarla como ayudante para que le echase una mano con el resto de las tareas de la casa, bajo promesa de que no dijera nada de todo aquello a don José. Primero le enseñó a planchar y luego a quitar el polvo, limpiar los cristales y fregar los suelos. La Morucha se dejaba hacer y dócil seguía las indicaciones de Jara, demostrando que era ágil de mente y dispuesta. Aquellas labores no impidieron que siguiera cuidando su huerto y a sus aves de corral. También por aquellos días retomó la costumbre de confeccionar baratijas con los materiales que encontraba en el entorno de la casa y en los bosques cercanos que frecuentaba a la caída de la tarde, antes de que regresara don José. Su colección de animales extraños hechos de paja trenzada, ya ocupaba la totalidad de la repisa de la chimenea.

Don José miraba con preocupación los trabajos manuales de su invitada y, aunque siempre se ofrecía para ayudarla, la Morucha declinaba con un movimiento de cabeza.

―Tengo que hacerlo yo, don José.

―Sí, lo sé, pero me gustaría que no volvieras al mercadillo.

   

―¿Y qué voy a hacer, si no?

Don José se quedaba unos instantes mirándola pensativo y luego se retiraba sin añadir nada más.

Mucho tiempo estuvo dándole vueltas en la manera de lograr que la Morucha no fuese más al mercadillo de los martes. También meditó por qué le importaba tanto que la muchacha se quedase en casa y no se expusiera a la miradas públicas; antes o después tendría que irse al mercadillo, o peor aún, para siempre enamorada de algún extranjero joven de los que merodeaban a todas horas y por todas partes.

En la oficina despachaba sus asuntos de manera mecánica, habilidad que había conseguido a través de losquince años que llevaba haciendo más o menos lo mismo. Su ayudante Joan era el encargado de recibir las maderas que por paquetes según pedido y una vez al mes, llegaban al puerto de San Antonio procedentes de Valencia. Don José hacía el trabajo de gestor, de comercial y era él mismo quien se ocupaba de la contabilidad y de los cobros y pagos. Salía a las ocho de su casa y no siempre conseguía ver a la Morucha antes de irse. Algunas veces ni siquiera regresaba al mediodía para el almuerzo y se contentaba con un plato combinado en el restaurante que había a mitad de la calle. Por las tardes, nunca solía regresar antes de las ocho y, en algunas ocasiones, se quedaba trabajando hasta las diez de la noche. Cuando esto ocurría, la Morucha le esperaba despierta y con la mesa preparada para la cena.

La primavera avanzaba haciéndose notar en el perfume del aire, y la luminosidad rebuscaba por todos los rincones sacando brillo a los sitios oscuros y haciendo retroceder en el tiempo a la noche. Los días transcurrían apacibles, hasta que un miércoles a media tarde don José regresó del trabajo mucho antes de su hora habitual. Tenía la cara pálida y un gesto de dolor que le doblaba haciéndole caminar como si estuviera borracho. Jara ya se había marchado y la Morucha se lo encontró tumbado en el sofá al volver de uno de sus recorridos por el bosque.

―¡Santo cielo! ―exclamó mientras se aproximaba a don José. ¿Qué le ha ocurrido?

Don José abrió los ojos e intentó sonreír sin conseguirlo.

―No sé qué tengo. Me duele mucho el estómago y he devuelto ya dos veces. ¿Puedes ayudarme a ir a mi cuarto?

La Morucha se sobresaltó; iba a ser la segunda vez que tuviese que tocar de una manera voluntaria a su protector. Le tomó por los brazos y le acompañó hasta la cama.

―Acuéstese don José, entretanto le prepararé una infusión.

Apenas dicho esto, desapareció camino de la cocina. Cuando regresó con una taza de manzanilla y zumo de limón, el hombre estaba ya acostado y ella no quiso averiguar si se había desnudado o no.

―Tómese esto a pequeños sorbos. Le hará bien

Le ayudó a incorporarse y le dobló la almohada detrás de la espalda. Don José la miraba con ojos vidriosos y agradecidos y fue bebiendo la infusión hasta terminarla.

―Ahora, duérmase y descanse; voy a cerrar las cortinas para que la luz no le moleste. Dejaré la puerta abierta por si me necesita. Sólo tiene que llamarme.

Ya en la cocina, miró a ver qué podía darle para cenar y no encontró nada adecuado; todo era pesado y no apto para enfermos. Puso a hervir agua y fue echando en ella un salteado de verduras y un chorrito de ginebra. Lo dejó hervir veinte minutos y finalmente lo apagó.

Ella velaba su sueño sobre una butaquita que había traído del salón, cuando un grito la despertó. Don José había encendido la luz y la miraba incrédulo y afiebrado.

―Cálmese, sólo ha sido un mal sueño producido por la fiebre.

Tras darle una aspirina, don José volvió a dormirse, tranquilo al haber comprobado que ella estaba allí velándole.

Cuando Jara llegó a la mañana siguiente, torció el gesto al ver a la Morucha en la habitación del señor y a éste, durmiendo aún de cara a la pared.

―Morucha, despierta. ¿Qué ha ocurrido?

La muchacha salió de la habitación empujando suavemente a Jara.

―El señor se sintió indispuesto y está así, desde ayer por la tarde.

―¿Has llamado al médico?

―No, no he creído necesario hacerlo. ¿Le pregunto al señor cuando se despierte si quiere que le llame?

―Tu verás, tu eres la que vive aquí con él ―contestó Jara con cierta sorna.

―Entonces no lo llamaré. Creo que ha tenido una indigestión por algo que comió; pero no ha sido aquí en casa.

―¡Ah, bueno! Tú te ocupas entonces. Yo voy a hacer mi trabajo que para eso me pagan ―y diciendo esto desapareció en la cocina.

Tres días estuvo don José acostado bajo la atenta mirada de la Morucha que no abandonaba la habitación si no era estrictamente necesario. Por las noches, seguía durmiendo en la butaquita a los pies de su cama.

El viernes por la mañana ya se encontraba mejor y después de darse un baño, paseó por la casa para luego sentarse en el porche a comer. Jara le sirvió una comida ligera compuesta de sopa de verduras y un sandwich de pavo con queso; la Morucha no quiso comer en el porche y se fue a la cocina a comer con Jara.

―¿Qué os traéis entre manos el señor y tú? ―preguntó Jara mientras rebañaba los restos de un huevo frito.

―¿Qué quieres decir? ―contestó al tiempo que observaba cómo Jara dejaba el plato brillante.

―Quiero saber si entre el señor y tú hay algo más que una relación, llamémosla conveniente.

―Jara, el señor es muy bueno conmigo y yo intento serlo con él. Eso es todo. ―Después de comer llevó su plato al fregadero y se dirigió al porche para ver si don José necesitaba algo más.

―¿Sabes, Morucha?, he estado pensando que deberías cambiar de nombre ―dijo cuando vio que se acercaba― ¿Qué te parece el nombre de Nieves ahora que ya tienes la tez más clara?

―¿Nieves? ¿Qué nombre es ese? ―dijo La Morucha asombrada mientras recogía en una bandeja los restos del almuerzo.

―Es un nombre bonito; es el nombre de la patrona de la isla.

―Es posible, pero para mí Nieves es el nombre del invierno y del frío.

―Cierto. ¿Entonces te gusta el nombre de Morucha?

―No, no mucho.

―¿Y que te parece el nombre de Amparo o de Tíscar?

―Pues…no me parecen nombres de personas; más bien parecen nombres de ríos ―don José sonreía a la vez que cruzaba los brazos acomodándose en su butaca de mimbre.

―¿Cómo te gustaría llamarte, entonces?

―Si tuviera que llamarme de otra manera, me gustaría llamarme Yanina. Es un nombre que siempre me ha gustado.

―¿Es ese tu verdadero nombre?

―Sí, creo que sí.

La Morucha con la bandeja en la mano dio por finalizada la conversación y desapareció de su vista.

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