LA FELICIDAD COTIZA A LA BAJA

LA FELICIDAD COTIZA A LA BAJA

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           Lo vi desplomarse como si le hubiera fulminado un rayo pero, extrañamente, su cuerpo desgarbado – al igual que el del protagonista de un rodaje a cámara súper lenta – fue acercándose al suelo a una velocidad radicalmente inferior a la normal, a pesar de su volumen y rotundidad, rebotando a continuación varias veces su tremenda obesidad contra el terreno. Aquello sucedió a las cuatro de una tarde otoñal, cuando las lluvias aún no habían hecho acto de presencia y después de un verano terrible y seco, en un bosque donde solía esconderme de los pocos allegados con los que aún mantenía contacto y de una guerra en ciernes que acechaba detrás de cada interminable noche de insomnio, una guerra provocada por la avaricia engarzada en la sinrazón del hombre y en la que no tenía ninguna intención de participar.   

El cuerpo levantó una cantidad exagerada de polvo y puedo asegurar que retumbó la tierra ya que percibí el temblor bajo mis pies, no porque acusara la caída de un cuerpo tan insignificante en comparación con la inmensidad del planeta, sino por el rugido extraño que propició el ínfimo seísmo, algo parecido a un quejido grave de origen remoto y desconocido, una voz extraña que conseguía accionar la tecla del miedo. Tal vez fuera un llanto emitido por un habitante del inframundo, un ser antológico que siempre hubiera habitado las profundidades – las entrañas del mundo – y que hubiera despertado justo en aquel preciso instante. Aquella voz conseguía enervar al mismo viento y yo pude presenciar la demostración tangible de su poder, entre hojas que sobrevolaban nuestras cabezas y el ulular ampuloso que invadía el ambiente. Y a un escritor de talla mediocre pero de fama incipiente como yo, aquel suceso reportaría algún rédito que más tarde o más temprano se transformaría en una historia con brío y pedigrí comercial.

            A los pocos minutos – todo había cesado de forma repentina, tanto el viento que misteriosamente se había iniciado sin causa aparente como el movimiento del cuerpo caído tal que un algodón sobre la superficie lunar – me acerqué raudo intentando despertar de la parálisis que aún acusaba mi tren inferior tras el extraño fragor surgido desde el subsuelo. Los últimos rayos de sol, los que aún mantenían el privilegio de traspasar el follaje y las copas de los árboles, incidían sobre la tierra ocre, casi descolorida, como ungida de divinidad. Aquellos rayos aislados y oblicuos, entre los pliegues de la oscuridad incipiente, provocaban una visión extraña e intemporal, abstracta en su conjunto, como un lienzo con brochazos aquí y allí pero irremediablemente imantados al cuerpo yaciente.

El rostro de aquel hombre parecía abstraído de cualquier realidad o, tal vez, concatenado a un suceso demasiado lejano en el tiempo y el espacio, desubicado de cualquier revisión actual de los acontecimientos. Los ojos enormes y tristes – parecían los de un pez globo – permanecían abiertos y desgastados, mortalmente aburridos. A pesar de su volumen y rotundidad pasarían inadvertidos al resto de los mortales. La boca asimétrica se había paralizado en una mueca grotesca y repulsiva, mostrando una nube amarillenta donde me imaginaba unos dientes irregulares y trabados y la barbilla, un arco tensado, se descolgaba como si alguien tirara de ella con fuerza hacia abajo. Pero lo que más llamó mi atención fue la vasta, rocambolesca y colorida vestimenta que cubría la oronda figura del hombre – jamás hubiera podido describir el estrambótico collage a pesar de mi potente y prolífera imaginación de escritor . Un chaleco de una variopinta escala cromática cosido a base de rombos de distinto tamaños y formas, más isósceles que de los otros, más verdes que del resto; unos pantalones bombachos que amplificaban la figura ya de por sí obesa del hombre – como si se reflejara en uno de esos espejos de las atracciones de feria que engordan y adelgazan a capricho a quienes ante ellos se detienen –, negros como la boca de un lobo y asidos a la cintura por un cinturón tan ancho como una faja inhumana en cuyo centro emergía una flor de plástico de las que se huelen y disparan agua, por lo que me pregunté qué hacía una flor cuyo destino suele ser la solapa de una chaqueta o de un chaleco en un cinturón lleno de corazones – miles de ellos se agolpaban ordenados en la tela ancha y vistosa –. Tal vez fuera un recurso para no tener que agacharse ante los niños más pequeños pues su rotundidad le impediría doblarse, como dios manda, ante un mocoso ávido de emociones. Realmente no me importaba aquel extremo pero resultaba bastante extraño. Al comenzar a repasar el gorro y las botas pensé que ya era suficiente, que el hombre no necesitaba a un curioso sino alguien que se preocupara por su estado de salud.

De repente, me percaté de que nadie, salvo yo mismo, había acudido al lugar exacto del suceso donde yacían el cuerpo y un maletín de cuero negro, exagerado este último, como si en su interior habitara un micro mundo, un cosmos a la medida de un liliputiense. Pensé que la persona que trasladara aquella bolsa tendría que ser un hombre bien fornido y, a simple vista, el cuerpo que se fundía con el polvo del suelo no aparentaba aquella fortaleza – aunque sí mostraba un tamaño descomunal – y, aún menos, resistencia para cargarlo durante un largo período de tiempo, sobre todo por la flaccidez que emanaba de su cuerpo. De todas formas, pocas cosas en este mundo son lo que parecen.

A mi alrededor percibía la soledad más inmensa y la desidia más dañina, la indiferencia. Es un tufo desagradable que se cuela por la nariz y llega hasta la boca donde lo abarca todo, hasta la lengua y las propias papilas gustativas. Luego desciende por la tráquea ahogando el paso del oxígeno y arraiga en el estómago donde se alía con las náuseas para convertir el instante en un verdadero infierno. La gente se fue sucediendo, desfilaron todo tipo de personas, diferentes cada una de la siguiente pero, al fin y al cabo, iguales en sus instintos porque ninguno de los que paseaban por los alrededores, ni siquiera hizo el gesto de levantar la vista del suelo, como si les retuviera una fuerza mayor a la compasión o apenas conocieran el alcance de su significado. Seguían en sus conversaciones o caminando a buen ritmo, aprensivos a cualquier variación de su rutina, tal vez temerosos de que fuera una emboscada, hablando entre ellos a voz alzada, casi gritando, algunos leyendo distraídamente, enfrascados incluso en párrafos aburridos o incomprensibles pero, todos, con la misma intención impúdica de esquivar la escena de una manera ostentosa, sorprendidos fingidamente por una naturaleza bastante ramplona que de repente se abre a sus ojos o de alguna alimaña del bosque que se cruza valiente y despreocupada ante la presencia humana. A pesar de todos esos gestos de normalidad, el miedo o la vergüenza les atenazaba, lo podía presentir, y me hubiera gustado gritarles o detener su caminar errático e insolidario. Pero, al final, como un cobarde más, no hice nada y decidí quedarme junto al cuerpo yacente – aunque tampoco tenía muy claro qué hacer con él pues nunca había participado en una actividad de socorro o primeros auxilios –, esperar a que se moviera o, en su caso, que resucitara de alguna muerte – la común que todos conocemos o alguna en particular – en la que emboca nuestro propio vía crucis, la que nos hace únicos ante los demás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

            El tiempo pasó con su precisión habitual. La tarde dejó su lugar a una noche fresca, sin acritud aparente, y el parque se fue quedando poco a poco a oscuras. Los árboles comenzaban a formar parte de la conciencia del miedo, por sus grandes formas y extensas sombras que se alargaban por doquier como brazos omnipresentes de ausencia, de la misma nada. A ello se añadían los susurros de los pájaros ocultos en las ramas aleteando sin cesar y el canto misterioso de los búhos, sonidos que vuelven paranoicos a los hombres en circunstancias como en las que yo me encontraba.

Los bancos, agazapados e impacientes, fríos y rugosos parecían animales petrificados a la espera de un soplo de vida, salvajes e indomables. De estar cansado, hubiera preferido tumbarme todo a lo largo junto al presunto payaso, en la tierra, antes de hoyar cualquiera de sus vacíos. Las piedras verticales que los mantenían, parecían vigías de otra dimensión, de los que en cualquier momento comienzan a desperezarse y convertirse en seres mitológicos y horripilantes.

El viento, que había dejado de soplar, se tornó en un susurro casi invernal que helaba cada parte de mi cuerpo, cuchicheando un hálito de humedad. Noté la cara tan fría que parecía de cartón, las manos apenas podía encogerlas y los pies no conseguían templarse ni con los calcetines de lana gruesos que llevaba puestos. Yo sabía que era sólo una sensación aunque no podía alejarme de ella, al contrario, todo lo que rodeaba aquella escena parecía adscrito al suceso del hombre caído, una consecuencia inhóspita del hecho de haberme quedado junto al cuerpo. A pesar de ello, en ningún momento llegué a arrepentirme de la decisión tomada. De vez en cuando, sobre todo cuando tu vida es un cúmulo de vaciedades, hay que exponer, desandar el camino o bifurcar el sendero tranquilo que te lleva a ninguna parte.

Nada había cambiado desde hacía horas. La noche como la boca de un lobo, la gente desaparecida y el cuerpo yaciente inmóvil. Llegué a pensar que estaba muerto, que aquel presunto payaso había pasado a mejor vida – como se suele decir – y que sólo me quedaba certificar su defunción pero, cuando me fui a acercar, me percaté de la trascendencia del hecho de testificar ante Dios y el cosmos de su muerte, de enterrar su identidad para siempre, de borrarlo de la faz de la tierra. Sentí correr la responsabilidad por el cuerpo como el acero derretido, frío y calor a la vez, y comenzaron a fallar en cadena los extremos motores, el hígado, el riñón, los pulmones – sentía una especie de vacío al respirar – y el corazón. Estaba a punto del colapso. Pero el frío, que conseguía aturdir la consciencia, retrasó mi decisión de verificar su pulso y, en ese instante, como si temiera que le fuera a administrar la extremaunción, el hombre movió la cabeza porque, si hubiera elegido un dedo, tal vez yo no hubiera descubierto la señal y, ahora, estaría cubriéndole con hojas del bosque – no me veía con fuerzas para cavar su propia tumba, tampoco tenía las herramientas propias de un enterrador – como una manta metafísica, llorando al igual que una plañidera profesional su muerte y marchándome para siempre de aquel paisaje de soledad y recogimiento pues definitivamente lo asociaría a muerte y abandono.

– ¡Mi maletín! – rezongó con un hilo de voz que apenas le llegaba al cuello. Sus ojos no se abrían pero el olfato aún le funcionaba y podía oler el cuero negro que descansaba no lejos de su cuerpo. Tal vez percibió también el miedo que me asediaba pues su mano alcanzó la mía, sin dudar un centímetro, cuando me acerqué aún más para autenticar su despertar total. Un sudor frío recorrió el cuerpo al contacto, incluso, a través de los guantes que cubrían sus manos.

– ¿Estás bien? Te desmayaste hace unas horas y ya temía por tu vida – dije intentando hacerme reconocible y desasiéndome de su mano. Me agaché y adopté una posición más incómoda, en cuclillas, pero que me permitiera estar cerca de su rostro, de sus indicaciones. Sabía que no podría aguantar mucho tiempo en aquella actitud pues yo no era un practicante asiduo de deporte alguno y las rodillas y los músculos comenzarían a quejarse en breve. Reboté sobre mis talones para alargar un poco más la resistencia como cuando alguien se está meando y cree que dando saltitos o moviendo las piernas puede hacer retroceder el chorro de orina que está a punto de mojar los calzones.

– ¡Mi maletín, acércame el maletín! – no cejaba en su empeño y no iba a ser yo quien intentara contrariarle. Me levanté e intenté izar la bolsa de cuero negro pero, en su interior, parecía habitar un muerto de lo pesada que resultaba. Tras otro intento y varios segundos que se acercaban a la eternidad, la arrastré hasta que el hombre pudo rozarla con sus dedos y aquel esfuerzo me provocó otra ola de sudor frío que comenzó a helar mi cuerpo. No me reconfortó contemplar el rostro sosegado del hombre al rozar el maletín. Parecía que le hubieran otorgado un plus de vida del que jamás se volvería a separar. Me pregunté cómo haría para transportar aquel tesoro, pues seguía creyendo que sus músculos no podrían levantar tanto peso, aunque dicho extremo me tenía sin cuidado.

– Gracias – dijo abriendo unos ojos tan grandes como los de una lechuza y entonces, al contemplar aquel semblante en su totalidad, los trazos del rostro, las comisuras de los labios, las arrugas profundas como simas junto a la nariz y unos ojos, que además de ciclópeos, desproporcionados y saltones, parecían hundirse como el cráter de un volcán, comprendí lo que la tristeza puede hacer por un hombre. Tal vez un fantasma tendría mejor aspecto, incluso cualquier moribundo. A los pocos segundos estaba a punto de echarme a llorar, a los pocos minutos, mi vida había quedado acortada en varios años y si hubiera permanecido a la espera de algún acontecimiento más, me habría suicidado, sin lugar a dudas. Aquel hombre era un detonante malhadado. De ser cierta la afirmación de que sólo desde el conocimiento más profundo de la tristeza se puede hacer reír, aquel hombre podría remover las tripas de toda la humanidad y troncharla hasta desternillarla.

Le contesté algo que no recuerdo bien pero que intentaba quitarle importancia a mi acción. En el fondo, estaba bastante intrigado por el contenido del maletín y de cómo se las apañaría para trasladar tanto peso él solo. De alguna forma, uno y otro habían llegado hasta aquel paisaje retirado del mundanal ruido, en coche o ayudado por otra u otras personas. La curiosidad en este último extremo crecía a un ritmo vertiginoso, tanto que en algún momento me pareció desproporcionada y malsana. Intenté liberarme de aquellos pensamientos y centrarme en el hombre que aún yacía en el suelo. Le tendí la mano por si estaba en disposición de incorporarse pero una mueca cómica me anunció que esperaría.

A mí no me importaba dejar pasar más tiempo pues nadie me esperaba y al día siguiente tenía pensado quedarme en casa durmiendo o leyendo. De todas formas, era muy tarde – ya habíamos pasado holgadamente la medianoche – y no podía dejarlo allí solo. Así que me senté a su lado. En algún momento pensé que podría ser nocivo, que aquel hombre sólo me podría traer desgracia pero, en fin, no tenía nada mejor que hacer. Los seres humanos nos sentimos atraídos por conflictos cuyo desenlace embocan en una tragedia, una especie de morbo insano, la excitación de tentar a la misma tentación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3

 

Las estrellas afloraron en el cielo, parecían chispazos de un cortocircuito, y se unieron al mutismo de la noche colándose entre las copas de los árboles sin esfuerzo, como cuchillos en el agua, para formar parte activa de la hermosa estampa que cada velada se dispone en el firmamento ante los ojos limitados y miserables de los hombres. En la ciudad, los haces de luces de los coches, infatigables e infinitas, la iluminación artificial de las farolas y la vertical de los edificios – toda una oda a la industrialización expansiva e incontrolada – impiden que el hombre claudique ante el cielo; de hecho, éste se hace imperceptible, del todo invisible, un castigo a la desconsideración y la insensibilidad humana. Además, los quehaceres cotidianos mantienen las cabezas gachas, llenas de preocupaciones y nimiedades, concentradas en vorágines turbadoras que nos descentran y nos desubican espacial y temporalmente por lo que, cuando volvemos a mirar al cielo, nos parece que ha pasado un lustro desde la última vez y que todo ha cambiado allá arriba cuando, en realidad, son nuestros sueños los que se han transformado.

Hacía tiempo que no percibía tanto silencio a pesar de vivir solo, la serenidad de la pausa más absoluta. Como si no se ejercitaran las agujas del reloj y la luna fuera la marca de un gran tampón de tinta anaranjada, fija en la inmensa cartulina traslúcida del cielo. Las hojas se movían graciosamente por la inercia de las ramas y, éstas, por el impulso de un mecanismo atávico que los troncos viejos heredan de sus generaciones pasadas, un gen incisivo que corre desde la corteza hacia los anillos interiores. Pero sus movimientos no son el fruto del devenir del tiempo. Tal vez, si éste se detuviera de veras, con la certeza de no volver a arrancar, enterrado en un cráter profundo bajo un manto de lava y fuego, las hojas mantendrían su constante balanceo sin consideración alguna, con la avaricia de quien cuenta las mismas monedas cada día y la responsabilidad de quien goza del don de arrullar a los hombres y dormirlos en el sueño de los justos.

El hombre permanecía tumbado, esparcido más bien, y mi barba comenzó a emerger y raspar como si se hubieran sucedido los días. Apenas respiraba y no había vuelto a hablar ni para pedir líquido alguno. A la sazón, comencé a notar mi garganta reseca pero no habría sabido de dónde sacar una botella de agua o cualquier otro brebaje, incluso una cerveza. De hecho, es lo que más me apetecía, una buena y fría cerveza de barril tirada con espuma en un vaso de veinticinco centilitros, la medida exacta antes de dejarse morir. Pero no, ni había cerveza a mi alcance ni por ahora pensaba morir a pesar de que la vida no me estuviera ofreciendo su mejor versión. Yo, posiblemente por una reciprocidad estúpida, a ella tampoco. En resumen, no nos atraíamos mutuamente, de momento.

Me sentía cansado de observarlo, más bien hastiado, su cuerpo ocupaba casi todo mi propio campo de visión y corría el peligro de marearme. Nunca había estado observando algo durante tanto tiempo, lo reconozco; de pequeño siempre había sido un fuguilla. Cuando mi padre pescaba con su caña de varios metros de longitud – tantos que con su punta podría hacer pescado una estrella del cielo – y conseguía enganchar varios peces, los metía en un cubo – donde cabían mis pies holgadamente – lleno de agua y me instaba a sentarme frente a ellos para que observara aquel mundo extraño de diversión y confinamiento. Yo apenas permanecía unos segundos hasta que el azogue de aquellos pequeños seres se contagiaba a mis pies y, como si el hormigueo que se declaraba en mis extremidades inferiores adquiriera el rango de necesidad, me levantaba y corría alrededor del mismo cubo, en el sentido de las agujas del reloj, al contrario que los peces, generando una turbina de energías encontradas que me aturdían y mareaban y me obligaban a tumbarme por unos minutos y ese era el único instante que podía permanecer quieto, como los bigotes de una gato dormido; pero en mi mente eclosionaba un mundo de movimiento, de flujos incesantes – el “todo fluye nada permanece” del mismo Heráclito – y que devino más tarde en la huida hacia delante en la que ha consistido toda mi vida.

– ¿Estoy vivo? – preguntó de repente el hombre desde el suelo. Su voz pastosa se abría paso en su boca con dificultad, como si le faltara la lengua, pero esta vez no obtuvo respuesta por mi parte. Me encogí de hombros y dejé que él mismo descubriera la verdad, su verdad. Tal vez no las tenía todas consigo pues se palpó la cara y una nariz imaginaria que agarró alrededor de la suya, e imaginé una nariz roja y gorda de payaso en su rostro que no desentonaba con la tristeza que se pintaba en sus mejillas.

– Imagino que ya está preparado para levantarse, ¿no? – pregunté al cabo de unos minutos; volví a tenderle la mano y esta vez obtuve resultado. Se aferró a ella – pareció que jamás me soltaría – y un escalofrío recorrió mi cuerpo, transversal, de costado a costado, mas no por ello resultó menos intenso. Luego me arrepentí de servirle de báculo pues izarlo me costó un mundo, tanto que un rayo de dolor agudo se descargó en mi espalda. Se quedó frente a mí, era más alto que yo sin ningún tipo de duda, y aunque su perímetro fuera difícil de cubrir con los brazos de un gigante, se podría decir de él que era oblongo. Dudó antes de hacer o decir nada, lo noté en un aire que acusó su frente, incluso sus ojos se adelantaron al cerebro pues se movieron al unísono aunque sin esperar a ningún otro músculo. De hecho, volvieron a su sitio antes de volver a repetir la operación, esta vez sí, acompañados del sonido de su voz.

– He soñado que una bala me abatía – refirió con los ojos idos y se disparó el corazón con una bala imaginaria. Abrí los brazos por si se le ocurría volver a zambullirse en el polvo pero mi inquietud era infundada pues apenas se inmutó, como si de su cuerpo hubiera florecido una coraza invisible.

– La guerra aún no ha llegado a estas latitudes aunque más tarde o temprano lo hará – de eso no me cabía la menor duda, los tentáculos de las contiendas suelen alcanzar todos los rincones, incluso los más recónditos. Y la que estaba a las puertas de nuestra civilización no iba a resultar menos intrusiva.

– Para mí llegó hace mucho tiempo – dijo apenado. Parecía deprimido, hundido en algún barrizal del que no tenía fuerzas para salir. Tal vez ya nació con ese sino y jamás había podido desprenderse de dicho lastre. Se agachó como si le hubieran propinado un puñetazo en el bazo y resopló varias veces. Las respiraciones se oían amplificadas en el silencio de la noche.

– ¿Te encuentras mal? ¿Quieres que te lleve casa? – Volví a insistir a pesar de la aprensión que me provocaba aquella situación de la que, sin lugar a dudas, saldría mal parado. Esa premonición tenía que ver con una conexión neuronal, no puede haber otra explicación, pero a los humanos nos deleita más la idea de una profecía. A veces, somos una tortura para nosotros mismos.

– No, gracias. Ya has hecho bastante por mí. Creo que eres la primera persona a la que no repelo en mucho tiempo, tanto que ni lo recuerdo. De todas formas, a mi alrededor todo es desgracia. Yo sólo puedo ofrecerte infortunio – se había levantado para exhalar aquellas palabras, como si fuera su última voluntad o puede que estuviera leyendo mis pensamientos, algo realmente inquietante, pero descubrí una determinación desconocida en sus ojos, una furia que navegaba con el viento y las olas de alguna tempestad maldita, un umbral donde la culpabilidad cede ante empresas mayores que se escapan de nuestras manos y entendimiento, como la justicia divina.

Intentó levantar el maletín, del que se había separado apenas unos milímetros, pero no pudo con él. Tal vez el cansancio había mermado sus fuerzas o el desánimo había podido con su garra. Podía intuir que llevaba mucho tiempo sin comer ni beber y dichas circunstancias debilitaban de forma acusada sus músculos. Sólo le restaba una opción y era pedirme ayuda oficialmente. Esperé prudencialmente a unos metros de distancia, los suficientes para no distraerle o coaccionarle, aunque estaba deseando que me lo pidiera. A lo mejor, en algún descuido, podría abrir el maletín y comprobar su contenido. No dudé de que se tratara de algo ilegal, pero no quise aventurar nada más. Intentaría encontrar esa oportunidad, a toda costa.

Pude comprobar, a pesar del fresco de la noche, que de su frente se apoderaba una marea perlada abundante, terca, y me pareció que aquel hombre se derretiría bajo el sombrero rocambolesco. Si la luna tuviera la oportunidad de abrirse entre las ramas altas y el follaje del bosque, su luz podría alumbrar los surcos de sudor que seguramente se dibujarían en la ropa del desdichado. Lo podía oler. Resultaba una mezcla entre acre y ácido, un olor tan intenso que podría marear a cualquiera, tal vez noquearlo por horas, un aroma nada recomendable, no apto para encapsularlo y venderlo, aunque mi nariz se había acostumbrado a aquel efluvio. Otra nota de insensatez.

Probó a arrastrar aquella mole con ambas manos cubiertas con guantes pero, definitivamente, algo de su yo anterior había desaparecido después de su cómica caída a cámara lenta. Me volvió a mirar y creí que lloraría. Al final no lloró. Sólo emitió una patética súplica que llegó a lo más profundo de mi ser, un reconocible SOS que no podía desoír.

Temblaba con orgullo, un orgullo ramplón e infantil, aunque provocaba conmiseración por su causa. Intenté imaginar algo más de su vida, un zoom instantáneo, pero por mucho que mi pálpito insistió no encontré donde aferrarme. Tendría que ejercer de detective o periodista, no me quedaba sino preguntarle y me daba la espina que su currículo vitae no me dejaría indiferente. Luego me enteraría de que su vida había sido un querer y no poder. Un resumen casi calcado de la mía.

 

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