SINOPSIS

La historia trata sobre valores tales como la amistad, el compañerismo, el estudio y las relaciones familiares. Anna es una niña de diez años divertida, alegre y con grandes inquietudes. En compañía de su hermano pequeño Freddy, alias “el Mocoso”, que acaba de empezar el colegio, descubrirá día a día cómo relacionarse en el entorno que le rodea, dentro y fuera de clase. 

LA AUTORA 

Es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y actualmente está cursando estudios de Administración y Dirección de Empresas.

Es su primera obra publicada, y actualmente está preparando la edición en inglés.

MUESTRA

Último día de verano

 Qué  rollo. Qué  tortura. Qué  asco. Mañana empieza  la  tortura  de  siempre: Libros  en  la  mochila, cuadernos, bolígrafos, las  aburridas clases  de  geografía, aritmética, y  todo  eso. Qué  mal  rollo. Qué  tortura. Qué asco. Yo, Anna  Spinkley, prefiero  comer acelgas antes que ir al colegio. ¡Ah! Y  lo peor  de todo, mi  hermanito  el  Mocoso, va  a empezar  primero  de  preescolar. Con  lo  que  añoraba  tirarle  almohadas  a  la  cara  en  vacaciones. Ahora, después  del  colegio,  no  podré  jugar  a  nada  ni  montar  en  bicicleta  con  Ronnie, Ginny, y  Stuart. Ellos  van  al  mismo colegio  que  yo, y  son  bastante  simpáticos. A  ellos  quinto  tampoco  les  entusiasma  mucho. Vamos, que  esto  del  cole tampoco  mola. Veámoslo  así: somos  menores de  edad, no  tenemos  dinero, y  no  pintamos  para  nada  en  ningún  sitio, y menos  en  la  sociedad. Lo  que  tenemos  que  hacer  es  preocuparnos  por  nuestros  estudios. ¿Estás  de acuerdo  en  algo? Yo, por  una  parte, estoy  de acuerdo, pero  por  otra  parte, no  lo  sé…

—¡Anna! ¡Anna! Anna, ¿me  escuchas?

—¿Sí?

—Lleva  a  tu  hermano  al  parque, ¡y  no  dejes que  coma  tierra!

—Jo, mami…

—Ni  jo  ni  ja. ¡Ahora!

—Está  bien, está  bien, ya  voy.

A  mi  madre  no  hay  quien  la  engañe. Se llama  Catherine, y  es  directora  del  instituto  que  hay  a  tres  manzanas  de  nuestra  casa. Nunca  se  anda  por  las  ramas, siempre  va  directa  al  grano. Y  creo  que  se  quiere  quitarse  de  encima  a  mi  hermano  para  luego  tener  que  cuidar  yo  de  él. Y  creo  que  me  lo  deja  a  mí  para  fastidiarme. La  última  vez  que  llevé  a  mi hermano  al  parque, se  empotró  con  el  triciclo con  el  quiosco  de  los  helados  del  señor Icecream. Y anda si  se  enfadó  el  señor  Icecream. Y anda si berreó  mi  hermano. Sus  llantos  consiguieron atraer  a  toda  la  gente que estaba  en  el  parque  hasta  la  escena  del  crimen. Todo  el  vecindario se  enteró  del  incidente, y  dos  días  después, la  señora  Icecream, le  contó  a  mi  madre  el  pequeño  incidente  y  acabé  dos  semanas  sin  postre  y  sin televisión. 

Pero  de  eso  ya hace  dos  meses. Y  ahora  a ver qué pasa. ¿Se  volverá  a  empotrar  mi  hermano contra  el  quiosco  de  los  helados? ¿Comerá tierra y caerá  enfermo? ¿O  quizá  caerá  rodando por  una  empinada? No  sé  qué pasará, pero  lo  que  no  ocurrirá  ni  en  un  millón  de  años es  que  todo  salga  bien. Así  soy  yo: una  pequeña irresponsable. Sí,  me  cuesta  admitirlo, pero  soy  así.

Me encontré a  mi  hermano  correteando  por el  pasillo  con  tres  muñequitos  articulados decapitados y medio  mordidos. A mi  hermano  un  juguete  no  le  dura  ni  una semana: Se  lo  regalas, y  a  los  dos  días  ya  está  hecho  un  asco. Creo  que  desde  que  le  salieron  los  dientes, los  utiliza  para  todo  menos  para comer. Yo, en  su  lugar, mordería las barbies  o  algo  así. Se  puso  enfrente  de  mí  y  me  dijo  con  todo  su  descaro:

—Fea, tonta, imbécil, te  pareces  a  una  araña  gorda  y  peluda.

—¡Ya estás corriendo porque voy a por ti!

Al oír los gritos, apareció  mi  madre.

—Anna, ¿qué  está  pasando  aquí?

—Eeeeem, ¿por qué lo dices?

—Anna, ¿has  vuelto  a  pelearte  con  tu  hermano?

—Aaah, no, no, para  nada, solo  era  un  espectáculo  cómico.

El  Mocoso  se  tapaba  la  boca  para  no  reírse.

—¿Ah  sí?

—Sí.

—A  vosotros nunca  se  os  ocurrió  hacer  espectáculos  cómicos.

—Bueno… eh… es  porque  ya  no  nos  vas  a  tener  en  casa, y  queremos  que  nos recuerdes en  las  trastadas  que  hacíamos  en  verano.

—No  te  molestes, Anna, ya  me  conozco  la historia. Sé que has estado  peleándote  con  tu  hermano. Tienes  que entender que  tu  hermano  es  pequeño  y  que  no  sabe  lo  que hace.

—Pero…

—Ya  es  suficiente.

Miré  a  mi  hermano  con  una  rabia  incontenible. Huyó pensando  que  le  iba  a  matar. Pobre infeliz.

—¡Eh, Mocoso! Ponte  el  abrigo, y  coge  tus muñequitos, que  vamos  a  salir  a  la  calle.

Y fue increíble. Me  hizo  caso. Eso  sería  que  estaba  tramando  algo. Le  miré  con  el  ceño  fruncido; no  me  gustaba  esa  mirada  de santo. Pusimos  el  pie  en  la  calle  y  empezó  a  dar  la plasta:

—¡Al  parque! ¡Al  parque! ¡Al  parque!  ¡Al  parque! ¡Quiero  ir  al  parque! ¡Al  parque! ¡Al parque!

—Vale, vale, ya  vamos, pesadilla  aullante, deja  de  dar  la  plasta.

—¡Y  chuches! ¡Y  chuches! ¡Y  chuches! ¡Chuches!  ¡Chuches! ¡Chuches!

—¡Eh! Pues te aguantas, Mocoso, porque  no  llevo  ni  medio  centavo.

—Porfi… y  te dejo  en  paz.

—No  admito  sobornos, cara  de  mono. ¿Y  tú  que  te  has  creído? ¿Que  el  dinero  cae  del  cielo?

—Pues… sí. 

Así es mi hermano, un niño sin  escrúpulos.

—¡Ah! Lo  que  me  faltaba. Ya  me  gustaría a  mí.

—Pero… si  no  cae  del  cielo, ¿de  dónde  viene  entonces?

—De  los  bancos.

—¿Y  tú  sabes  como  funciona  un  banco?

—No. ¡Y  cierra  la  boca! Te  empiezas  a  parecer  a  Gissi.

Gissi  es  la  vecina  del  séptimo  piso. En realidad se llama Giselle, pero le  llamamos Gissi. Es muy maja, pero  cuando  pronuncia  una  se  empieza  a  enrollar  como  una  persiana. Unos  metros  más  allá  vi  a  Stuart, a Ginny  y  a Ronnie. Me acerqué a ellos  olvidando  al  Mocoso.

—¡Hola  chicos!

—Hola, Anna. ¿Sabes  qué? Hemos  visto  a Marion Galgwer ajustándose el  sujetador.

—Stuart Lewell, eres un completo  imbécil.

El  Mocoso  se  acercó  con  paso  lento  hacia nosotros.

—¡Eh! Llevas  aquí  a  tu  hermanito. Hola, Freddy.

—Oye, Ronnie, ¿te  gusta? Te  lo  regalo.

—No, no, solo me recuerda  a  mi  hermano Willard.

—¿El  que  se  fue  al  Gran  Cañón?

—Sí. Tenía  también  los  ojos  color  miel, el mismo pelo erizado, la misma  expresión  de  la  cara…

—Oye, oye, no te vayas a  poner  sentimental. Por cierto, me  pregunto  qué  profesora  nos  tocará  mañana, en  la  tortura.

—Seguro  que  es  la  señorita  Truble, he  oído  que  dará  clase  a  los  de  quinto.

—¡Jo! Pues  sí  que  estamos  buenos, la  Tembleque. 

—Sí. Pero  bueno, en  vez  de  gritar, y  chillar  y  dar  golpes en  la  pizarra  cuando gritamos, seguramente  nos  contemplará  sin  decir  ni  mu.

—Eso  es  verdad. No  sé  por  qué  los  mayores nos chillan cuando  hacemos  algo malo. ¿Es que les parecemos  sordos  o  algo  de  eso?

—Nos lo  dicen  para  que  cuando  seamos mayores seamos personas de provecho.

—No  te  pillo, Ronnie.

—Pues nos gritan para que nos  enteremos de lo  que  estamos  haciendo  mal para  que  lo  corrijamos.

—Ay, Ronnie, tienes  que  dejar  de  ser  una empollona, si no, te  meterán  la  cabeza  por  el  váter, te  sacudirán, te  gastarán  bromas de mal gusto, te  tirarán  por  las escaleras, en  fin, todo  lo  malo  que  se  les  hace  a  los  empollones.

—Ronnie, Anna tiene razón, nos preocupamos por ti, eres  nuestra  amiga.

—Ginny, resulta conmovedor, pero  puedo  arreglármelas  yo  misma.

—Te  echaremos  de  menos. ¿Qué  hará  Emma Bruta? ¿Te tirará  por  las  escaleras? ¿Te quitará los libros? ¿Te  dejará  hecha  puré? ¿O  quizá  armará  el pollo para que te expulsen del  colegio? Ronnie, tú  misma, si  quieres  seguir  siendo  una  empollona, allá  tú.

—Aaaah, bueno, me  lo  pensaré.

—Bueno, mientras te lo piensas, nosotros  damos  un  paseo.

—Oye, Anna, ¿dónde  está  tu  hermano?

—¿Qué  pasa? ¿Es  que  no  está  con  nosotros?

—Pues  no.

—Bueno, algunas veces le gusta  gastarme la bromita del escondite. ¡Venga, ayudadme! ¡Mocoso! ¡Mocoso! ¡Te  hemos  visto,  así que  sal  ya! ¡Mocoso!

Mis  amigos  me  miraban  con  cara  seria.

—Bueno, supongo  que  querrá  hacerme  una  faenita, como  siempre.

—Anna, no  es  que  quiera  hacerte  una  faenita, ¡es  que  es pequeño y necesita atención!

—Tienes razón, vamos a buscarlo. Seguro  que  no  andará  muy  lejos.

Fuimos hasta  el  parque, y ahí ya no  sabíamos  por  donde  empezar.

—Bien, ¿ahora  qué  hacemos?

—No  sé.

—Preguntemos  a  Marion.

Nos acercamos hacia ella, tenía  siempre  la  misma  cara  de  criticona.

—Hola  Marion. Humm…

—¿Qué  queréis, pandilla  de  inútiles?

Qué difícil  es  mantener  una  conversación  con  Marion.

—Humm… queríamos  saber  si  has  visto  un niño  pequeño  y  moreno, de  estatura  baja y…

—No  me  lo  digas, has  vuelto  a  perder  a tu  hermanito, ¿no? Siempre la  armas, Anna, eres una irresponsable, nunca haces  las  cosas bien, deberías  usar  la  cabeza un poco más, Anna, si no, no  llegarás  a  ser  nada.

—Pues anda que tú, mono con  sujetador.

—¿Qué  has  dicho?

—Que no se puede  mantener  una  conversación contigo, mono  maquillado.

Y  le  dejé  con  dos  palmos  de  narices  y con un  buen  piropo. Cuando  nos  alejamos  un poco  de ella, Ginny  se  tronchó de la risa:

—¡Ay! ¡La  dejaste  como  un  tomate! ¡Ja, ja, ja! ¡Mono maquillado! ¡Eso  sí  que  estuvo  bien! ¡Ja, ja, ja!

La  miré  sarcásticamente.

—¡Glup! Lo  siento.

Seguimos  caminando  hasta  dar  con  Bob Williams, un  niño  de  nuestra  clase.

—¡Eh, Boby!

—¡Hey, Stu!

—Oye, tío, Anna  quiere  decirte  una  cosa.

—¿El  qué?

—Pues… si has visto  a  su hermano  pequeño. 

—¿Atiende  por  Mocoso?

—Sí.

—Entonces  es  el  niño  que  se  lo  está  pasando  pipa  en  los  columpios.

—¡Jolines! Ni  llorando  me  van  a  perdonar ésta—mascullé.

—Tiene  a  todos  los  niños  que  estaban  divirtiéndose llorando a moco tendido.

—¡Oh, no!

Me  temí  lo  peor. ¿Qué  pasaría  si  había hecho daño a alguno? Nos  abrimos paso  entre  la  multitud, y  vimos  a  mi  hermano, lleno  de  tierra  y  con  los  pantalones  rotos. Él, al verme, se  puso  blanco  como  la  leche  y tieso  como  una  figurita  de  madera.

—¡Tú, Mocoso! ¡Te  vas  a  enterar!

Todos los padres y madres  nos  miraban  como  si  viniéramos  de  otro  planeta.

—Bueno, estos  niños…

Cuando  ya  al  fin  se  acabó  el  espectáculo, Ginny, Ronnie  y  Stu  se  fueron  a  sus  casas. Yo  le  dije  al  Mocoso:

—Como  mamá  se  entere  de  esto, te escondo el chocolate durante un mes.

El  Mocoso  tragó  saliva  al  oír esto.

Pusimos un  pie  en  la  casa, y ya estaba  mamá ahí, con los brazos cruzados y  cara  larga.

—Decidme  la  verdad, ¿habéis  montado  el  espectáculo  en  el  parque?

—No… ¿por  qué?

—Porque me ha llamado la señora Icecream y me ha contado que  tu  hermano  se escapó  cuando  tú  estabas  hablando  con  tus  amigos  del  colegio.

Menuda  chivata  la  señora  Icecream.

—¿En  serio? ¡Qué  bobada! ¿Sabes  qué? Te  preparamos  otra  bromita. Le  dijimos  a  la  señora  Icecream  que  dijera  eso  para  hacerte rabiar  un  poco.

Esto  último  no  nos  hizo  gracia, pero  al final pareció creérselo. Y  menos  mal. Pero  recordé  que  mañana  tenía  que  ir  a  la  tortura.

La vuelta a las clases 

…Tenía  seis  años, en  un  mes  de  septiembre. Mi  madre  entró en  casa  con  un bebé  en  brazos. Era  una  monada. Tenía  solo  tres  días. Lo  acaricié  un  poco  en  los  mofletes  y  vi  que  estaban  muy  suaves. Mi  madre  lo  llevó  a  la  cuna  en  la  que  yo  dormí  hace  seis  años. Un  rato  después  me subí  a  ver  a  mi  hermanito. Entré  en  la  habitación  intentando  no  despertar  al  pequeño. Me  asomé a  la  cuna  y  le  sonreí. Entonces  él  me  dio  una  torta  en  la  cara.

—¡Eh, mocoso!

Y  de  ahí  saqué  su  mote. Él  empezó  a  llorar y  yo  también…

—¡Nooooo! ¡Noooooo! ¡Nooooo! ¡No  llores! ¡No  llores!

Anna, Anna, ¡despierta!

—¿Qué?

Me  desperté  en  el  presente, asustada  y  sudorosa. Ahí  estaba  mi  madre.

—¡Hija! ¿Te  has  asustado?

—¡Un  bebé! ¡Llorando! ¡Aaaaaahh!

Me  tapé  con  la  manta  hasta  las  orejas.

—¡Anna! ¡Anna! ¡Anna! ¡No  pasa  nada! ¡Solo ha  sido  una  pesadilla!

—¿Solo?

—Sí.

—Uf, menos  mal, el  Mo… es  decir, Freddy  me  pegó  cuando  él  era  un  bebé  y  yo  tenía seis  años.

—Bueno, pero  ahora  tú  tienes  diez  y  él  tiene  cuatro. No  pasa  nada, cariño, eso  nos  pasa  siempre  a  todos. Venga, ve  a  vestirte  y luego  a  desayunar. Hoy  es  el  gran día.

—¿El  gran  día?

—Sí, hoy empiezas quinto y tu  hermano preescolar.

Me  puse  blanca  como  la  leche. Me  vestí y me fui  a  la  cocina  a  desayunar. El  Mocoso  estaba  muy  entusiasmado  por  ir  al colegio. Ya  verá  que  se  va  a  encontrar.

—¡Cole! ¡Cole! ¡Cole! ¡Cole! ¡Quiero  ir  al  cole!

—No  te  creas  que  es  tan  divertido  como tú  te  lo  imaginas, Mocoso.

Pasó  desapercibido. Siguió  dando  la  plasta hasta  que  llegó  mi  madre  y  empezó  ella  también:

—¡Anna! ¡Freddy! ¡Corred, que  llegáis  tarde! Anna, péinate  la coleta. ¡Y  Freddy! Toma  pañuelos, ¡ah, y  tus  muñequitos! Bueno, yo  ya  tengo  que  irme, adiós, chicos, os  deseo  un  buen  día  de  clase. 

Y  se  fue. Unos  segundos  después, salimos nosotros.

Ya  en  la  puerta  de  entrada, acompañé  a mi  hermano  hasta  su  clase, luego  fui  a  la  mía. Ya estaban  todos  sentados  en  los  pupitres. Me  senté  en  el  único  pupitre  que  quedaba  libre. En  la  mesa  de  la  profesora  estaba la  Tembleque. A  mi  lado  estaba… ¡Emma  Bruta! Y al  otro  un chico  nuevo. Digamos  que  era  muy  guapo. Tenía  los  ojos azules, pelo  castaño claro, y una  sonrisa  que  helaba  la  sangre. Mediría 1,45 cm por  lo  menos, como cinco centímetros más  que  yo.

Atendí  a  la  profesora, no  fuera a  ser  que  se  enfadara.

 Tres niños nuevos

La  profesora  empezó  a  soltar  el  rollo:

—Bien, niños, han  llegado  tres  niños  nuevos. Os  presento  a  Dylan  Jeansky, Michelle Trainsper, y Louise  de la  Rosa.

La profesora  prosiguió después de pasar lista.

—Bien, chicos, empecemos en  conocernos  un poco  mejor. Yo me  llamo Linda Truble, pero  podéis llamarme señorita Truble. Dylan, empieza.

—Bien, me  llamo  Dylan, y  me  mudé  aquí hace  tres  meses. Voy a clases de  dibujo, y  la  verdad  es  que  se  me  dan  bastante  bien.

—Marion.

—Bueno, me llamo Marion, y  todos  dicen que soy muy guapa—rió  coquetamente— , y  también  doy  clases  de  dibujo, y  la  verdad es  que  también  se  me  dan  muy  bien.

Y  sonrió  a  Dylan. Era  una  mentirosa. Ella  no  daba clases  de  nada. Lo  decía  para  gustarle a  Dylan.

—Anna, sigue  tú.

—Pues… me  llamo  Anna  y  monto muy  bien  en  bici—dije, mirando  a  Marion  desafiante—, y  toco muy  bien  el  piano.

—Louise.

—Bueno, me  llamo  Louise, y  soy  de  Cuba. Me  gusta dibujar y los juegos de ordenador. Mi  familia  es  de  Cuba, pero  yo  soy  de  aquí, y  no  tengo  acento  cubano.

—Michelle.

—Me  llamo  Michelle  y…

Así se nos  pasó el  tiempo, escuchándonos unos  a  otros.  Miré  a  Dylan. Era guapísimo. Sonó  la  campana  del recreo. Salimos como una  estampida. Marion  fingió  tropezarse. Dylan  se  acercó  a  ella. Yo  miré  a  Marion rabiosa. Lo que  quería  era  gustar a Dylan. Y lo estaba  consiguiendo. Dylan  le  dijo:

—¿Estás  bien?

Marion  se  hizo  la  niña  bondadosa:

—Sí, sí, solo es una  torcedura  de  tobillo, no  pasa  nada, ve  con  los  demás.

—¿Estás  segura?

—Sí, sí.

—Bueno, como  quieras.

Y  se  alejó. Le  seguí  disimuladamente. Luego  me  fui  con  Ginny.

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