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  Ferrero estaba tomando el calor a la puerta de su casa, en la calle que miraba al cementerio, donde el pueblo ya casi no era pueblo. Ferrero esperaba y esperaba, tatuándose la anea de la silla en las nalgas, a través de la pana de los pantalones, a través de los años, apostado a la puerta, aguardando a los muertos. Como no pasaba nadie por el camino, Ferrero se entretenía mirando revolotear las moscas, embobado con su planear pesado en el caldo del aire de fin de verano en Bétula. Las mira, les pone nombre, a veces les habla. Ferrero cree que hay moscas que le contestan, y que se acercan a mirarlo a él también. Pero no a todas las deja, porque no todas las moscas son iguales, a pesar de que lo parezcan. A algunas les permite, cómplice, que lo sobrevuelen, a otras las espanta rítmicamente con la mano, con la lenta, cadente secuencia de la cola del asno, del caer del calor sobre los eriazos, del brotar de las estacas, del verano al otoño.

  En  el pueblo nadie va a San Ginés cuando hay calina, y se junta como un sudar calor de la misma tierra con la picadura insistente del sol. Nadie va a San Gines, y los muertos se quedan oliéndose solos su propia podredumbre casi todo el verano, bien protegidos por sus frescas lápidas, acompañados apenas por el zumbar goloso de miles y miles de moscas, que se han de contentar con los burros destripados que dejan junto a la tapia, o con los perros que nunca faltan descalabrados en las cunetas, pero que no por ello pierden la esperanza de algún día  probar por fin las carnes entre acre y dulzonas de los muy nobles y muy leales habitantes de Bétula, fermentados en el tiempo y el abolengo. Alguna que otra vez sacan uno que ha quedado casi entero, y lo tiran como en bandeja al osario. En ellos ponen sus esperanzas y sus huevos las moscas de Bétula, y en ellos crían miles de larvas que formaran los próximos ejércitos de moscas que acosarán, por los siglos de los siglos, el sudor de los vivos y la podre de los muertos. Pero estos ansiados festines siempre se llaman Expósitos, Corteses o Carmonas, y los esperados durante generaciones y generaciones de moscas, los Aranda, los Messia, los Molina, los Porcel, esos no salían nunca de los mausoleos. A pesar de ello, la proverbial y peguntosa insistencia de las moscas de Bétula mantiene la tradición, trasmitida de madres a enjambres, de que algún día el pueblo pardo pondrá sus patas en lo que quede de los infanzones de Castilla, gloria del Reino.

  Con la misma paciencia, Ferrero se sienta cada día a la puerta de su casa, y ve las moscas ir  y venir de la carretera al cementerio. Espera a ver pasar los muertos. Cuando el calor remite, y los vivos  vuelven de visita a sus difuntos, se han hecho ya en el pueblo a preguntarle a Ferrero al pasar junto a él:

  – ¿Muchos muertos hoy, Ferrero?

  – Quía, ninguno, como siempre- contesta.

  – Pero habrás visto muchísimos muertos, ahí sentado.

  – Quía. Ni me acuerdo el tiempo que llevo aquí, y no ha pasado ningún muerto. Llevan mucha gente a San Ginés, pero esos no son muertos de verdad de la buena. Los muertos que yo digo sí que están muertos, y no los muertos de ahora.

  Los dolientes se alejan, riéndose de la eterna cantinela del viejo Ferrero, despertada por la no menos eterna pregunta de cada vecino de Bétula que recorra, en ambas direcciones, el camino del cementerio.. Ferrero se olvida por un momento del baile de las moscas y se pone a calcular  cuánto tiempo lleva ahí sentado, y le cuesta mucho esfuerzo, porque no sabe si fue por aquel tiro, si fue por la caída o si es  por los mismos años, pero tiene la memoria como beoda, que le van y le vienen las cosas. Se agarra a los dedos e intenta contar, pero no se acuerda desde dónde. Se acuerda, si, que la casa estaba aquí, y que estaban padre y madre. Mira al otro lado de la carretera, y ve las nuevas casas, los balcones unos encima de otros, como nichos. Piensa que a lo mejor por eso ya no hay muertos como antes, porque ahora los apilan vivos, y ya no los apilan muertos. Porque el recuerda los muertos no de uno en uno, ni trajeados y atusados dentro de su cajita, sino al montón esturreado, bien quebrados y  llenos de cuajarones.  Así hace mucho que no los ve. Por eso piensa Ferrero que debe ser que la gente ahora no se muere del todo, sino sólo un poquito, lo justo para quedarse quieto y dejarse meter en la caja.  Él si se acuerda de los muertos de verdad, y todos los días aguarda bajo el sol por si hoy los ve pasar. Y lo mismo que la buena gente de Bétula se divierte con las locuras de Ferrero, él sonríe pensando cómo se puede ser tan cipote para no darse cuenta de la diferencia que hay entre uno que se va tranquilo y emperifollado como el que va a comer pasteles a la plaza, y los que se van en masa, descuajados de la vida y arrejuntados como la broza, como no ven que estos muertos están mucho más muertos que los muertos peinados y amortajaditos. Así que se repanchinga en su silla, decidido a seguir esperando, porque sabe muy bien que muertos como aquellos los hay, y que a la fuerza algún día tendrán que llevarlos a San Ginés. Y que allí estará él para verlo.

  Con sus razones bien concertadas, Ferrero vuele a sus moscas. En su vuelo sabe leer los vientos y los calores y los fríos, tanto los que hay como los que vienen, gracias a una mirada de ochenta años, y al silencio de esta tierra. Ferrero recuerda que media vida es solano, y que esa vida es seca, y deja todas las cosas cubiertas de un polvo rojizo, que dicen que puede volar sobre el mar, más al sur, sin calarse de agua, como si fuera una piedra de aire. Recuerda que el solano mueve las hojas de los olivos, que entonces hacen como un siseo que manda callar, y es más silencio que el silencio mismo. Recuerda que uno se va llenando de ese polvo de piedra, que se mete en las arrugas de la cara, en la boca, en el seso, y es como si la tierra nos estuviera comiendo desde dentro, como si el mismo calor fuera tierra, y las tripas se secaran como se secan los terrones en los eriazos. Ferrero recuerda que media vida es barújil, que esa vida es cortante y que araña la cara con el frío seco,  que entonces hiela sin agua, como si el viento le robara a la tierra su sudor escondido para volverlo piedra a primera hora. Esa media vida el campo exhala un murmullo continuo, expirando aire de no se sabe qué pulmones, sin terminar de soltarlo nunca, sin dar las boqueadas de la última agonía, sino así siempre, con el mismo rebufe ronco, que es el silencio del invierno. Y entre silencio y silencio, Ferrero recuerda que a veces viene el ábrego por el valle y rompe la callada goteando en las tejas, y remueve los árboles, despeina el campo y lo vuelve todo barro, pero uno se alegra de empeguntarse porque es como un respiro en esta nuestra pobre tierra seca.

  En Bétula llueve lo justo para no morirse, y algunos años ni eso. Esos años tienen que traer agua de fuera para que beba la gente. Pero esos años los árboles no beben, y salen unas aceitunas engurruñías que apenas si dan hueso y poco más. Y las huertas que hay bajo la muralla, a esas hay que dejarlas morir, y si tocan varios años seguidos, acaban siendo eriazos, y eso que están en umbría y el sol nunca las araña de lleno. Hay quien dice que no siempre fue así, que hubo una época que en Bétula llovía como en el resto de los países,  al menos lo bastante para no estar pasando apuros ni tener que andar sacando siempre la mano de Fray Juan para mendigarle al cielo. Ferrero siempre recordó las cosas como son ahora, al menos por lo que respecta al calor y al frío y al agua. Así que ese tiempo tuvo que ser antes de que él naciera. Y seguramente fue muchísimo tiempo antes, que a su padre ya le oyó decir que decían que en otro tiempo llovía sobre Bétula como llovía por ahí, pero que un día, nadie sabía por qué, a los nublos les dio por rodear Bétula, y así desde entonces. Ferrero se lo recuerda a quienes le dicen que no llueve porque quemaron la iglesia del marqués, que no llovía de antes, eso bien que lo sabe, aunque Ferrero no pueda decir a ciencia cierta en qué año había nacido, ni en qué año estábamos ahora, ni en qué año quemó la iglesia, pero que no llover, no llovía de antes. Así que no vinieran los asaurones del pueblo a decirle que si tal o si cual, porque él tenía muy claro lo que era y lo que no era, faltaría más. Lo mismo que podía decir, pizca más o menos, a que estábamos del año, sólo con mirar el sol o le viento, o las estrellas, o la luna, o lo que hubiere en el momento. Hoy el sol ya va bajando, y el calor que hace te ahoga,  se pega en la boca como pringue, pero quemar no quema, es más como una niebla empalagosa que viene de abajo, de la tierra, calina sin solano. Ferrero se chupa el dedo y lo levanta al aire. Sopla del lado de Batia, muy flojo aun, pero sopla. Viene ábrego, y trae agua porque hay en el campo ese como estar tenso, rabioso, ese pesar del aire, que no es sino ansia de la tierra por el agua que se sabe cerca sin verla todavía. Ferrero huele el aire, y huele a aguarrón. Esta tarde llega, y hoy es San Miguel, porque este es el aire que nos mandan los de Batia todos los años para el Santo. Ferrero se retrepa en su silla, esponjándose de satisfacción. Para que luego vayan diciendo que ni sabe el día en el que vive.

*

  Las malditas escaleras estas las hicieron estrechas y altas para quitarle a uno las ganas de subir a la torre. El capellán se agarra como puede a la pared de piedra, y pasa miedo del de veras, porque la madera de siglos cruje como si se fuera a dar por vencida de un momento a otro, y está esa piedra gigantesca que cuelga sobre su cabeza, atada con una maroma gruesa como un brazo pero vieja y podrida como el pecado original. La maquinaria del reloj es una verdadera maravilla, nadie lo pone en duda. El orgullo del pueblo, porque, dicen, es una de las más antiguas del país y sigue funcionando puntualmente ahora como en el siglo dieciséis. Una joya de la mecánica, ciertamente. Pero también un mamotreto del diablo, lleno de palancas y engranajes que estorban por todas partes, y con dos descomunales pesas de piedra, más altas que un hombre, tan anchas que no se pueden abarcar con los brazos, ocupando todo el hueco de la torre, dejando sólo un diminuto hueco para unas escaleritas de madera a las que no les cabe ni una baranda. El capellán Ortega no quita el ojo de las pesas, todo el día arriba y abajo, paseando el tiempo,  tensando la cuerda de esparto, que parece que también tenga cuatro siglos, crujiendo y gimiendo, quejándose del peso, aullando como aúllan los perros al olor de la muerte.  Ya podían haber hecho las pesas más pequeñas, o la torre más grande, o lo que fuese, pero poner unos escalones como Dios manda y no esta birria matacuras, y así no habría que pasar rozando la dichosa piedra, que le da como un repeluzno verla tan cerca. Cada día, poco después de comer, el capellán Ortega abre la puerta de la torre junto al altar mayor, mira hacia arriba, se lo piensa, rumia el miedo, paladea el aire prometido, limpio, fragante, da un paso, se aferra los sillares de piedra, da otro paso, resopla, y finalmente sube. Renegando, emberrinchado, blasfemando bajito incluso, pero sube.

  Bétula es un lugar de atalayas y campanarios. La ciudad de las torres la llamaban en su tiempo, cuando esto era burgo, y tenía colegiata y alcázar y mesnada propia, y aun vivía aquí lo más gallardo de los castellanos. Muchas torres ya desaparecieron, unas porque las tiraron, otras porque las dejaron caer, pero todavía quedan bastantes para darle a Bétula ese perfil como levantado en lanzas. Torres de iglesia, de convento, de palacio, de muralla. Torres como cubos, como rocas, como flechas, como filigranas. Torres por guerra o por jactancia, pero torres y más torres por todos lados. Y entre todas las torres, la torre de la Capilla, la más alta, la más firme, la más bella, la torre que manda. La torre que se hizo el Contador Mayor sobre la sepultura, para que la viera todo el mundo y nadie tuviese duda. Y encima de la torre, su capellán. Ensanchado, como dicen aquí.

  Todos los días sube D. Francisco a contemplar este paisaje ajeno. Se apoya en el alfeizar del último arco de la torre y mira el conglomerado de sillar y teja que compone Bétula. Todo caliza y barro. Sin cal, sin estucos, sin morteros, la piedra desnuda, franca, labrada a boca de escoda, como le gusta a estas gentes con almas de cantero. Toda una masa aristada de un uniforme color ocre, dorado al día, anaranjado a la luz de las farolas. Ante él, mirando al oeste, se extiende la plaza que fue de armas del antiguo alcázar, y a ambos lados, limitándola y creándola al tiempo, la iglesia mayor y el Ayuntamiento, todos por debajo de la torre de la Capilla. D. Francisco siente que de algún modo la torre es más suya que de ningún otro. Al fin y al cabo, del Contador Mayor hace siglos que no queda ni polvo, y si es verdad la mitad de la mitad de lo que se cuenta de él, de seguro que ahora mismo está quemándose el ojete sentado en el mismísimo centro del horno. El Duque solo viene a Bétula a cobrar las rentas, y le falta tiempo para ir a gastárselas a cualquier otra parte. Si le preguntaran probablemente ni siquiera sabría decir de qué parte de la genealogía le viene esta tumba. Y el administrador, bueno, a Navas le gusta sentarse en primera fila en todos los oficios y empaparse bien de incienso. D. Francisco le ve cerrar los ojos y sabe que está imaginando que todo aquello es suyo, el nombre, la capilla, el abolengo, la tierra que exprime al céntimo, el avasallamiento de lo que queda de los hidalgos de Bétula, hasta el muerto quisiera que fuera suyo. Todo para él, el capellán Ortega se lo concede todo mientras sube las escaleras. Sólo se queda con la torre, porque la necesita. 

  Cada tarde D. Francisco Ortega sube a la torre de la capilla para poder salir un momento de esta cárcel de piedra, de este pueblo que le pesa en el pecho como pesan las malas palabras que no deberíamos haber dicho. Se apoya en el antepecho y deja la mirada vagar por el valle, que es también casi sólo piedra. Hasta el verde es triste aquí, el verde entre oscuro y metálico de los olivos, moteando el secarral de hojas duras y ásperas como lajas. Cada tarde D. Francisco recuerda la luz blanquísima de su Málaga natal, la vista perdiéndose en el mar, la brisa, el rumor, el aroma salobre y picante del puerto, y se pregunta por qué demonios vino a parar a este yermo de silencio. Cada tarde mira este paisaje de pana raída, y maldice el día  que consintió dejar su parroquia para venir a guardar muertos ajenos. La capilla huele a muerte. No es sólo el despojo repodrido del Contador. No es sólo la casquería canonizada de los relicarios, los pelos de beatas, los dedos de santos, la mano amojamada de Fray Juan, dentro de su vitrina como cecina expuesta en un mostrador de taberna. No son sólo las calaveras y bucráneos de los frisos, las guirnaldas de flores marchitas talladas en caliza. Aquí hay más muerte que todo eso, más muerte de la que cabe en cualquier tumba, más de la que nunca haya visto en cualquier otra iglesia. Una muerte excesiva, desparramada, que no se deja guardar en una fosa. Lo llena todo con el olor discreto y persistente de los muertos añejos, un olor mohoso y húmedo que cubre el suelo, las paredes, las bóvedas. La torre es el único lugar en el que el capellán Ortega consigue escapar durante un instante del olor a carroña. En la altura, por encima de la pestilencia mana de la capilla y se extiende por todo el solar de Bétula, D. Francisco respira aire limpio y se pregunta una vez más cómo pudo dejarse tentar por el sueldo de este oficio de sepulturero.

  En la cumbre, inspira los aires más frescos que nadan por encima de la calina, y siente esa templanza inquieta que separa septiembre de octubre en esta tierra, un anticipo de un otoño inexistente, porque en cuanto el verano se retire, Bétula se poblará con el frío incisivo del barújil, con la muerte prematura de todos los años. Hoy el aire huele a humedad lejana, de la que viene del Atlántico cruzando el valle, aire de aguarrón. Hacia el oeste, por la parte de Batia, puede verse desde esta altura la oscurana ya asomando. Un manojo de nubes negras y sucias, preñadas de agua, se va reuniendo como un rebaño, como un ejército, disponiéndose a marchar sobre Bétula. A pie de calle todavía no puede verse, pero desde la cima de su torre D. Francisco contempla ya el aguacero que se acerca inapelable. Recuerda que hoy es día de celebración, la fiesta grande. Uno de esos días en que la lluvia, que nunca se deja caer por aquí, aprovecha para hacer una breve visita a la tierra baldía de Bétula, sólo el tiempo suficiente para convertir el polvo en barro y deslucir las celebraciones. Otro año que se quedarán sin cabalgata. Aunque esto no apena lo más mínimo al capellán. Ojalá esta vez lloviera hasta arrastrar esta peste de pueblo.

 

   

*

  El techo se nos cae encima. No de golpe, no, sino a migajas, sin prisa, como llevan ocurriendo las cosas aquí de toda la vida de Dios. Dña. Marisa se lo queda mirando, como si lo retara. Ahora no te caes, claro. Estás esperando a que mire a otra parte. Con el dorso de la mano retira los diminutos restos de argamasa de la mesa de su despacho, enciende un mentolado e intenta acomodarse en su sillón. Mientras espera que llegue la hora de su discurso, continúa observando fijamente las vigas del techo.  En cualquier caso, esto no es nada comparado con lo que le caía encima a su padre en el archivo, cuando los legajos estaban todavía apelotonados de cualquier manera en unas cuantas arcas comidas por la humedad y los ratones. Las cosas han mejorado desde hace veinte años. Para Bétula, para el Ayuntamiento, también para ella. Ahora la fachada está limpia, las tejas en su sitio, el sótano ya no es un trastero sino un salón de actos y el desván dejó de ser aquel osario de fueros, pliegos y memoriales, oscuro y helado como el interior de un sepulcro.

  Ahora había anaqueles, ordenadores, humectadores, y un regulador que mantenía todo el año la primavera en el desván, evitando que a los archiveros se les deshicieran en las manos los privilegios rodados que habían buscado durante meses, o las cédulas reales que aparecían como por milagro, y antes de que diera tiempo a leerlas devolvían sus secretos al polvo y el olvido. Para Marisa también los veinte años habían supuesto una mejora. Ella no se sentaba en el desván, como su padre, sino en la planta noble, en un gran despacho abarrotado de recios muebles castellanos, la habitación de la esquina este que hace casi quinientos años sirvió para que el Contador viniese a morir lejos de las intrigas y los tribunales de la corte. La que fue y siempre será la habitación de Dávalos, y que ahora la alcaldesa habita en usufructo.

  Dña. Marisa apaga el cigarro y se queda con la vista clavada en el testero de enfrente. Desde allí, colgado en la pared, la mira el Contador Mayor. No se había atrevido a quitarlo de ahí, el señor en sus dominios, igual que no había cambiado este sillón castellano de cuero con cabezas repujadas y tachonado en bronce, que le podría destrozar el culo incluso a un notario. Lo mismo que no había cambiado la gigantesca mesa tallada, aunque le pareciera estar utilizando para escritorio el catafalco de algún muerto no precisamente reciente. Como mantenía el bargueño de taracea, aunque ya no servía para guardar el recado de escribanía sino para esconder el cenicero y el whisky. Como las lámparas de hierro, como el banco escaño de roble, como el arcón con cantoneras. Lo conservaba todo, por principio, porque así había sido y así debía seguir siendo. Porque en Bétula ya casi no les quedaba otra cosa para comer que historia. Se acabaron las batidas y las razias en tierra de moros, se acabaron las rentas de las encomiendas, se acabaron los virreinatos y capitanías. Los nobles hace mucho tiempo que se marcharon a otra parte, y de nada sirven ya ni las casas solares ni los abuelos hidalgos. Solo quedan las piedras, los enseres y los retratos. Por eso Dña. Marisa tenía que convivir con los despojos del glorioso pasado de Bétula, y compartir despacho con la efigie de Dávalos, por incómodo que le resultase. Aquel tipo de jubón negro acuchillado y gorra alemana no apartaba sus ojillos abolsados de su mesa, y parecía sonreír bajo su poblado bigote. La presencia de aquel fantasma al óleo, amo en Bétula y en su palacio, le producía la misma comezón que el reproche continuo de un padre severo.

  Cuando volvió la mirada a la mesa, su discurso estaba otra vez cubierto por ese polvillo insistente. Lo sabía, basta no mirar para que caiga. Cogió los papeles y los sacudió. Dudó. ¿Lo ensayo otra vez? Había venido al Ayuntamiento con tiempo suficiente para repasar bien lo que iba a decir. No le gustaba ponerse a leer directamente los papeles. Al pregón de S. Miguel vienen cuatro gatos y sólo para lucir los trajes y criticar los ajenos. Lo que diga una le importa tres pitos a todo el mundo, pero basta que una lea el discurso para que se pasen todas las fiestas refiriendo, que si vaya discurso, que si la alcaldesa no sabe hablar sola, que si esto pasa por poner de alcalde a gente sin alcurnia, que ni decir cuatro palabras saben.

  Encendió otro mentolado y se fue para la ventana, a contemplar la plaza, antigua de armas, que se dominaba desde su despacho y era de lo más hermoso y linajudo que había en toda la región. Al acercarse noto el frío del cristal, y ese como temblar que produce el presentimiento de lluvia. Abrió la ventana, y el inequívoco olor del aire que trae noticia de agua llenó el despacho. En el cielo no se veían apenas más que pocos nublos todavía lejanos,  acercándose por el oeste. Les quedaría una hora para llegar. Así que otro año, chapetón para celebrar S. Miguel. ¿Qué pasa en este lugar, que las nubes huyen por el valle todo el año, pero nos caen encima como alimañas a poco que vamos a sacar algo a la calle? Que pueblo este, dónde sólo cae agua con ánimo de molestar. Es una maldición, como si para celebrar el día que los castellanos entraron en Bétula, cuando aun no se llamaba Bétula, el patrón tuviera a gusto embarrizarles el pueblo todos los años. Marisa piensa si a los moros les pasaría lo mismo antes, que cada vez que celebrasen lo que quiera que celebren los moros, el cielo los pusiera tupidos. No lo sabe. Quizá su padre lo supiera, de tanto enterrarse en papeles viejos. No lo sabe, pero está casi segura de que si. Es la condenada saña de aquí. Como si hubiéramos hecho algo, como si nos hubieran marcado. Dña. Marisa se vuelve al retrato del prócer local. Ella, como él, entorna los ojos, intenta adivinar qué piensa, qué sabe, de qué demonios está a punto de reírse. Pero el rostro de Dávalos es tan impenetrable en tela como seguramente lo fue en carne. “¿Tú que sabes de todo esto, eh?”. Se acerca a la mesa a apagar el cigarro. “Dios mío, si ya hasta le hablo en voz alta”.

*

  Apoyado en una columna del patio, Santos Muñoz le quita el papel al hochío que acaba de comprar en la pastelería que hay en la calle de atrás del Ayuntamiento. Lo mira, tan redondo, tan coloradote, cubierto de pimentón, y casi que se le va un suspiro de gozo pensando que siempre se puede contar con un hochío. Mientras se lo come, va cavilando acerca de cómo hay cosas para un momento, como son los hornazos de Semana Santa, o los papajotes de S. Antón, y cómo de otras cosas siempre hay. Luego también hay cosas que antes había y ya no hay, como el arrezú, que él se acuerda que de pequeño compraba todos los domingos, pero ahora nada más el Viernes Santo se pone un viejito en la plaza a cortar raíces con su cuchillo romo. Pero los niños ya no compran de eso, así que al final se lo acaban comiendo a escondidas los adultos, por pura nostalgia. Como por nostalgia se pondría a vender ese viejito todos los viernes santos, que por cierto no sabía si era el mismo viejito al que le compraba él de pequeño, u otro viejito distinto.

  También están las pipas y el regaliz, los garbanzos secos, el maní, las papas fritas, que lo mismo hay todos los días, pero no es igual, porque no son como los hochíos, que pipas hay en todas partes, y eso es como si no fueran de ninguna, que aunque son de toda la vida y uno lleva desde pequeño comiendo bolsa tras bolsa, pero no es el caso que uno mire una bolsa de pipas o de revuelto y se sienta identificado, vamos, que te recuerdan cosas de cuando ibas al colegio o estabas zangalitroneando en el parque detrás de las mocicas, pero no es como un hochío, que nada más mirarlo sabes que es de Bétula y te lo comes y es como que te emocionas, y sientes como una pertenencia, como un arrebato, y claro, da mucho más gusto.

  Santos se limpia con el papel del hochío y va a tirarlo. Mientras el aparejador se afana bajo las faldas de la reina Católica, intentando acomodarse en su interior. Continuamente le golpea una turba enloquecida de demonios, toreros y negritos zumbones,  que corren, chillan, se pegan, se dan cabezazos. Asoma y protesta. Santos, coño ya. Santos abandona su apoyo en la columna del patio y se dirige, lento, con su indómita paciencia y su corpulencia considerable, a poner orden en la chiquillería. Estratégicamente, se sitúa en medio de ellos y los mira, severo. Pero no hace ningún efecto. Él recuerda que antes bastaba la presencia de un municipal para que los críos sintieran el peso de la autoridad y se estuvieran quietos. Cuando era pequeño, al menos a él le imponía mucho el guardia con su porra, sin necesidad de que tuviera que amenazar, ni siquiera decir nada, sino a lo sumo un bufido. A lo que se ve, también en esto han cambiado los tiempos. Así que Santos se adapta, como siempre ha sabido hacerlo. En lugar de pretender luchar contra el natural entusiasmo de los niños, aumentado por la excitación que para ellos suponen los cabezudos, se limita a hacer guardia junto a la reina, espantando a los chavales de sus inmediaciones para que no tiren a la giganta con cuyas tripas lucha el aparejador. Por jovenzuelo y recién llegado, le ha tocado la peor. Nadie quiere meterse en la Católica, porque de todos los gigantes es el que está más viejo y podrido por dentro, y no para de cimbrear y hacer ruidillos, y parece que se va a esgonzar encima de uno en cualquier momento. Para los cabezudos no hay problema. Siempre hay, siempre habrá una multitud de mocosos entusiasmados por salir en el desfile. Pero los gigantes son otra cosa. Al Ayuntamiento le cuesta encontrar que quiera pasear aquellos mamotretos, y si no hay personal bastante para los doce, se tira de los empleados del municipio. Si llevas poco tiempo cobrando a cargo del erario público, te encasquetan sin apelación la giganta católica, y allá te las apañes.

  Mientras el aparejador lucha por colocarse bien los arneses sin que se le deshaga aquel monstruo de palo y tela, Santos se dedica a apartar a manotazos a los miembros de la masa de enanos cabezones que en sus carreras por todo el patio se acercan peligrosamente a la giganta. Algunos hasta se atreven, se diría que deliberadamente, a darle cabezazos de cartón piedra en su complaciente barriga, y a estos los devuelve directamente con un golpe de vientre. Y si le dejan un momento de respiro, mira el reloj, que ya debe ser casi la hora de salir, y aquí todavía andamos manga por hombro. Aunque de todos modos tampoco hay prisa, porque no ha habido año en que el desfile de gigantes y cabezudos haya inaugurado las fiestas a su hora, ni cosa ninguna en Bétula que se empiece o se acabe en su justo momento. Así que él se aferra al sosiego que le sirve de centro de gravedad, y espera en paz que los gigantes se sitúen, se faja los pantalones, empuja niños, mira al cielo…… ¿Prisa? Prisa ninguna, vamos. Tenemos encima un nublo negro, empercudido, esperando que nos pongamos a cielo descubierto para dejarnos caer encima las aguas que sobraron del diluvio. Santos Muñoz se queda mirando las nubes muy fijamente un ratito, para ver en qué dirección se mueven, sin vienen de Batia, porque en esta época lo que viene de Batia es aguarrón garantizado. Sale un poquito de la galería y extiende la mano hacia el ojopatio. Nada. Una gota. Bueno, quizás no sea nada, que hay veces que pasa la oscurana por encima y apenas echa cuatro goticas. Otra gota,.. Otra gota. Hala, una gota gorda. Pues ya está. Ya si que si. Pues nada, si no está de Dios que hoy haya desfile, pues no está.

  Santos vuelve a la galería, donde el aparejador continúa su batalla contra la empecinada reina de cartón, que no se deja dominar ni que la maten. Santos le da con los nudillos a la madera, para llamar a su habitante, y tiene que insistir porque está ya tan obcecado con su inanimada enemiga que no hace caso de nada. Por fin, se para la refriega en la entrepierna de la Católica, y sale de su vientre un qué, qué, qué, desesperado.

  – D. Balta, ya pollas.

  Y comienza a llover sobre Bétula. 

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