Volar, tal vez soñar – Cap. 1: Sepúlveda de los Olmos

Volar, tal vez soñar – Cap. 1: Sepúlveda de los Olmos

1. Santa Lucía

Es cierto que nadie hubiera hablado de Sepúlveda de los Olmos de no ser por los acontecimientos prodigiosos que allí ocurrieron, acontecimientos que causaron auténtica conmoción a escala nacional e incluso internacional. Ahí es nada, en los tiempos que corren, que una población olvidada de Dios y de los hombres se viera señalada por fastos tan magníficos como los que se van a describir.

El hecho de que Sepúlveda de los Olmos no existiera realmente, no fue ajeno a la reacción desmesurada que la noticia produjo en el país, de la que se hicieron eco medios tan dispares como la televisión, la radio, el telégrafo y hasta la propia paloma mensajera, que de todo hubo en la viña del Señor, sin olvidar la tradición oral, vulgo cotilleo de oreja a oreja.

Y tras los consabidos ¡ohs!, ¡ahs! y hasta algún cursi ¡canastos!, sin olvidar los trasnochados ¡cáspitas! o ¡recórcholis!, con que las gentes de toda edad, laya y condición, reaccionaron ante los quiméricos hechos allí ocurridos, no faltaron las investigaciones más o menos sesudas, las encuestas oficiales o extraoficiales, las interpelaciones a los próceres de la patria, las consultas a anuarios y atlas de geografía e incluso las más rebuscadas a adivinos, quiromantes y zahoríes, tratando de situar en el mapa a Sepúlveda de los Olmos, la ¿ciudad, pueblo, villa, pedanía, urbe, villorrio? que súbitamente había cobrado actualidad por mor de acontecimientos que resultaban sin duda alguna bastante fuera de lo habitual.

Tantos y tan variados esfuerzos no dieron de frente, por desgracia, mas que con un cerrado muro de silencio, de escepticismo, de ignorancia incluso, que llevó a algunos atrevidos, que nunca faltan, a negar los hechos incontrovertibles que habían dado lugar a tamaña expectación. Los periódicos, tras narrar lo ocurrido con más o menos exageración, se dedicaron por entero a intentar situar en el mapa aquel lugar idílico, rumoroso, áspero quizás, que respondía a un nombre de tan amplias resonancias castellanas. La televisión envió sus equipos con rara preferencia a la provincia de Segovia, donde se pensó que la existencia de una bien conocida Sepúlveda podría guardar alguna relación con aquel ignoto paraje.

Nada más lejos de la realidad. Ni siquiera el incremento en el consumo de los bien dorados corderos de la región, regados con el rico vino de la tierra, permitió a los audaces reporteros allí enviados arrojar alguna luz sobre la peregrina toponimia, topografía o topohostias del curioso lugar en cuya búsqueda se afanaban. Las investigaciones sobre los lugares que llevaban en su nombre alguna referencia a los Olmos corrieron parecida suerte.

Todo ello produjo en una primera fase un verdadero hervor nacional que desplazó incluso a la guerra nuestra de cada día, al partido del siglo o al escándalo de moda en una verdadera cruzada para tratar de hallar el pueblo perdido al que pronto se comparó con Eldorado, Ofir, la Atlántida o Shangri’la. Tras esa primera corriente, Sepúlveda de los Olmos fue objeto de un paulatino olvido sin que ello evitara que su nombre quedara prendido en el inconsciente colectivo o fuera objeto de chistes, como si de un Lepe cualquiera se tratara.

Y así fue que, tras el fracaso de políticos, informadores y taumaturgos de variada condición, algún confiado ciudadano respetuoso de lo estatuido y un tanto meapilas, se atreviera a plantear la cuestión al mismísimo Papa de Roma. Éste tuvo tiempo aún, a la vuelta de uno de sus viajes a su Polonia natal, mientras elaboraba alguna de sus portentosas encíclicas demostrando que toda relación sexual, incluso en el seno del Santo Sacramento del matrimonio, era torpe y viciosa, vulgo pecadora y nefanda per se, tuvo tiempo como se decía de terciar ex-cátedra desde un espeso editorial en el Observatore Romano. Concluyó que Sepúlveda de los Olmos y el milagro en ella ocurrido (milagro cuya descripción da origen a este peculiar crónica) eran una verdad tan incontrovertible como la existencia del infierno, del demonio, los ángeles (en todas sus categorías de serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y los modestísimos ángeles en sí mismos considerados) y la infalibilidad del propio Romano Pontífice.

La afirmación vaticana llegó con la celeridad habitual en el medio cuando el país asistía embebido a la noticia del apasionado romance y a las no menos apasionadas y comprometedoras fotografías de la Señora Marquesa de Caño Alto, esposa de un alambicado y conspicuo banquero y prócer de la patria, entreteniéndose en su yate con un aguerrido miembro de la Legión (bueno, con el miembro y con el resto del legionario propiamente dicho). Volvió pues por unos días a la palestra el desconocido pueblo provocando encendidas polémicas que iban de la ardiente defensa de la existencia indubitada de Sepúlveda de los Olmos al escepticismo sin mácula de aquellos que, en aras de la ciencia, negaban todo cuanto no pudiera demostrarse de modo palpable; tanto más cuanto, al no existir todavía una imagen televisiva del citado pueblo, se hacía una vez más cierto que todo aquello que no apareciera en la televisión simplemente no existía.

¡Qué ajenos vivían a todo ello los habitantes de Sepúlveda de los Olmos! A los olmosepulvedanos, que así se llamaba a los habitantes del lugar, les importaba una higa las dudas que acerca de su existencia tuvieran el resto de los seres humanos. ¡Bastante convencidos estaban ellos de su propio existir para ocuparse de rumores, desmentidos o cotilleos, a los que el periódico local no había siquiera llegado a referirse!

La cosa había empezado de la forma más natural: un sencillo matrimonio olmosepulvedano, compuesto a la sazón por Abdón González, labrador que no labraba pero vivía mayormente como Dios a cuenta de los subsidios de la Comunidad Europea, apartado pueblos inexistentes, y Fuensanta Batanero, sus labores, se había visto sorprendido en su natural buena fe cuando, en una cálida tarde del mes de marzo, había percibido de modo inequívoco en su vivienda un olor admirable, mirífico y embriagador. Un olor como de rosas en agraz sabiamente trabajadas por maestro perfumero, cuyo origen no pudo el citado matrimonio determinar ni colegir.

La situación no hubiera tenido nada de sorprendente en otro emplazamiento, pero la ubicación de la casa de los González Batanero en las últimas estribaciones del pueblo, cercana a un gallinero maloliente y al cauce más bien seco del río Algarrobillo, aderezada además con la centenaria costumbre local de depositar la basura en aquel idílico lugar, sin bolsa alguna que las recubriera y sin reciclar distinguiendo entre plástico, vidrio, papel y varios, como mandaba Bruselas, hacían del inesperado hecho aromático algo cuando menos sorprendente y bastante fuera de lugar.

El Abdón y la Fuensanta se habían lanzado a desarrollar atrevidas hipótesis para ver de explicar lo que parecía inexplicable. Excluyeron en primer lugar que, fuera por la munificencia del ayuntamiento del lugar o por arte de magia o encanto de Belcebú, se hubiera producido el siempre prometido y nunca cumplido saneamiento de la zona. No estaba próxima elección alguna que pudiera haber impulsado al regidor de la villa a lanzarse a dignificar aquel estercolero para obtener el voto incondicional de sus conciudadanos. Tampoco habían cambiado las costumbres higiénicas del lugar cuyos habitantes, más que al uso de delicados productos de tocador, propendían en el mejor de los casos al trabajo de las axilas, que ellos llamaban sonoramente sobacos, con jabón Lagarto mezclado con una puntita de sosa cáustica. Ni siquiera se sabía que hubiera pasado por allí la maestra nacional del Colegio de los Santos Niños que, tras unas breves vacaciones en París, había adquirido la costumbre de perfumarse las partes pudendas con unas gotas de l’Air du Temps en las que se le iba media soldada. Rosas propiamente dichas no existían tampoco por los alrededores, más proclives a la malva real, al cardo en un sinnúmero de variedades y a la vulgar amapola silvestre.

Pero el caso es que el olor no se iba, más bien aumentaba e incluso se iba extendiendo por el pueblo para sorpresa de propios y extraños, poniendo en el candelero hasta la virilidad misma del citado Abdón, que nunca hasta entonces había resultado sospechosa, que ya se sabe que lo de oler bien no es cosa de machos. Hasta la propia Fuensanta tuvo por un momento, Dios la perdone, la duda de si su Abdón no estaría inmerso en alguna de esas mariconadas que se estaban poniendo tan de moda últimamente.

Pero como el Abdón seguía cumpliendo un día sí y otro también con lo que el confesor llamaba el débito conyugal y a la Fuensanta le parecía que la ilusión que su hombre seguía poniendo en el empeño no había decaído ni un ápice, antes bien la perseguía por la casa diciéndole a todas horas aquello de que le dejara arrimarle la cebolleta como cuando eran mozos, tuvo que concluir que la cosa tenía que ir por otros derroteros.

Y así, la buena de la Fuensanta se lanzó a fregar y restregar suelos y paredes de aquella casa antañona en la confianza de que en la lucha entre la lejía y la rosa la primera acabaría imponiéndose como que hay Dios. Ni siquiera los recurrentes pedos del Abdón, aquellos pedos densos, sanos, espesos, de hombre de bien, que a veces cortaban la respiración de la mujer provocándole unas náuseas que más de una vez había confundido con el estado de buena esperanza que tanto Abdón como ella intentaban con gran dedicación y escaso éxito, lograban hacer frente al invasor perfume de las rosas. Tampoco el olor que emanaba de los pies de su hombre cuando se despojaba de aquellas botas de cuero con las que probablemente había nacido era capaz de hacer sombra a aquel olor iridiscente, encomiástico, embriagador, etéreo, frutal, incandescente, que se extendía por toda la casa, por el pueblo entero y que amenazaba el propio ecosistema del lugar, extendiéndose por la vega del Algarrobillo.

Tan es así que un buen día se presentó en la casa una comisión nombrada por el señor alcalde intentando sin éxito descubrir el origen de, cuando no poner coto a, aquella provocadora explosión de perfumes que amenazaba con iniciar una sorprendente tradición olorosa en un lugar como Sepúlveda de los Olmos, que nunca se había distinguido por la fragancia de sus aromas. No era infrecuente de hecho la aparición en las inmediaciones del Algarrobillo en las tardes de estío de una, dijéramos, nube espesa y alcalina en la que se mezclaban como en una batea cientos de efluvios a cual más ominoso e irrespirable que eran acicate de las moscas que acudían en tropel. De ahí la sorpresa de los olmosepulvedanos, hechos desde niños a aquel ambiente, ante esa extraña fumigación celestial que ponía en cuestión la propia idiosincrasia aromática del lugar.

El fracaso de la autoridad civil llamó a la militar que, en forma de pareja de la policía montada local, aposentadas las nalgas sobre sus rucios respectivos y vistiendo sus habituales casacas rojas y sus cascos con plumas de pavo real, se personó en el lugar con parecidas intenciones y similar resultado. Y si ni la autoridad civil ni la militar habían sido capaces de dar con la solución, no quedaba ya sino la fuerza de la Iglesia, último bastión de las fuerzas vivas de aquel lugar. Representaba a ésta Don Álvaro, mayoral de la iglesia de Santa María quien, con capa pluvial y llevando la santa custodia que, según la tradición, había sido depositada por un ángel en el tronco de un algarrobo, se personó igualmente en el lugar. Don Álvaro roció la fuente de tan perfumado aroma con su hisopo y pronunció aquella frase que quedaría en los anales del pueblo, antes de abandonar la casa del Abdón y la Fuensanta con el rabo -y perdónese la licencia- entre las piernas sin poder tampoco determinar el origen de aquella etérea invasión.

-¡Esta es la madre de todos los olores!

La Iglesia, que llevaba milenios haciendo frente a situaciones comprometidas, no podía soportar aquel desaire, menos aún en una época en la que la frecuencia de los sacramentos disminuía al mismo tiempo que las vocaciones. Menos aún cuando mozos y mozas se entregaban cada vez con más descaro a prácticas de tipo copulativo que la veterana Institución no podía aprobar. Aunque a Don Álvaro, cuando lanzaba sus peroratas desde el púlpito en la misa dominical, se le antojara en su fuero interno que no eran aquéllas tan distintas de las que él mismo practicaba con la Juanita, aquella desvergonzada que había venido a limpiarle y ordenarle la casa y había acabado limpiándole la cartera y desordenándole los apetitos.

La segunda visita de Don Álvaro, acompañada esta vez de la imagen del santo patrón de la villa, San Simeón Arcabucero, e incluso de la momia de Sor Evangelina de las Llagas, que se veneraba milagrosamente incorrupta en el vecino Convento de las Agustinas Recoletas, no produjo efectos muy distintos de la primera, pero acabó dando lugar a que se encontrara el hilo por el que habría de desenredarse aquel enigmático ovillo.

Acompañando a la momia de Sor Evangelina había venido también la madre superiora del convento, Sor Angustias de la Santísima Muerte de Nuestro Señor, en el siglo Felisa Cornejo. Era ésta la hija menor, fea, machorra y corta de vista, de un acaudalado apicultor, hoy prócer político y líder del Partido Conservador olmosepulvedano, que se había forrado con lo del estraperlo en tiempos pretéritos, cuyas sayas perennes (las de Sor Angustias, se entiende) exhalaban un olor a coño sin lavar en perfecta consonancia con los habituales efluvios del pueblo que la viera nacer. Venía Sor Angustias acompañada de una monja diminuta, de mejillas coloradas como una manzanita, a la que nadie en el pueblo había visto jamás hasta entonces. Presa ésta de una extraña iluminación empujó a su superiora, a punto estuvo de derribar la momia incorrupta de Sor Evangelina, hizo tambalearse la estatua de San Simeón y se colocó de rodillas frente a la pared del salón de la casa del Abdón y la Fuensanta, la misma en la que una Ultima Cena (que no era precisamente la de Leonardo) presidiera los cotidianos yantares de la pareja.

Todo el pueblo, o al menos todos los que allí estaban, pudieron ver que la monja, Sor Tita se supo luego que se llamaba (aunque una voz popular la bautizara ya para siempre como Cortita), se levantaba en su arrobo metro y medio del suelo, sin que hubiera forma humana de saber cómo ni por qué. Comenzó luego Sor Tita a revolotear grácilmente sobre el aparador de roble, señalando de modo inequívoco un descascarillado lugar en la pared, sobre la alacena. Para asombro de todos cuantos allí estaban, extrajo de sus sayas una especie de martillo aparentemente de plata y empezó a golpear el muro con enorme decisión.

A punto estaba la Fuensanta de agarrar a la tal Cortita de uno de sus volanderos pies y hacerle volver al mundo antes de que le destrozara el salón a martillazos, cuando los mágicos golpes de aquella iluminada abrieron una inesperada cavidad en la pared por la que, al desgaire, apareció una mano sonrosada, de cuyos dedos colgaba como por encanto un precioso rosario de nácar.

La explosión de olor fue de tal magnitud que los asistentes se vieron rebotados contra las paredes del salón derribando la imagen de San Simeón, que destrozó al caer con su arcabuz el aparador y la vajilla portuguesa que la Fuensanta había heredado de su madre. Pero el estupor de lo que estaba ocurriendo no permitió a ésta ni tan siquiera protestar. Cayó la mujer de rodillas invocando al Señor mientras Sor Tita, con una voz impostada en la que se adivinaba un fuerte acento italiano, proclamaba a grandes voces:

  -¡Sei benedetta, Santa Lucia!

Y así quedaron todos los asistentes de rodillas menos Don Álvaro, al que el inesperado desarrollo de los hechos había producido una evidente y extemporánea erección. Intentando disimular tal hecho, se dirigió a la abertura en la pared, hizo bajar a la monja volandera a la que colocó sobre una mesa camilla, tomó en sus fuertes manos el martillo que aquélla había empuñado y continuó la labor de arqueólogo sacro hasta descubrir el cuerpo yacente de una hermosa muchacha, casi una niña, de rubios cabellos, vestida con una vaporosa clámide blanca. La celestial aparición parecía dormir más que yacer en el hueco de la pared y exhalaba un olor tan portentoso que recordó a Don Álvaro el de las axilas de la Juanita, lo que no contribuyó precisamente a aminorar su antedicha erección.

Tampoco estaban los asistentes como para detenerse en los fenómenos anatómicos del joven mayoral, aunque la Superiora pareciera observar algo raro y se calara las gafas intuyendo que aquello debía de tener que ver con los arcanos de la vida de los que algo había oído hablar pero que se le habían vedado para siempre ad maiorem Dei gloriam.

Don Álvaro entre tanto se hizo definitivamente cargo de la situación. Se encaramó en una silla, introdujo la cabeza en la abertura excavada en la pared y examinó el cuerpo incorrupto de la hermosa criatura que allí yacía, que tenía en sus manos una bandejita de plata desde la que dos auténticos ojos, dos, parecían mirarle con una fijeza azul que tenía algo de sarcasmo. Y allí, en el bien proporcionado rostro de la joven aparecida, pudo observar que dos cuencas vacías le contemplaban también sin verle atestiguando para quien pudiera dudarlo que la propia Santa Lucía, como había anunciado Sor Tita, se encontraba yaciente y dispuesta a que nadie pusiera en duda su esencia, presencia y potencia por los evos de los evos, amén Jesús.

¿Qué se hace en un momento como ese? ¿Cómo se maneja la presencia de una santa incorrupta, olorosa y más bien cegata entre efluvios de celestial Chanel mientras se blande un martillo de plata e intenta uno arreglárselas con una inoportuna erección? Don Álvaro, joven y vigoroso e hijo al fin de su siglo no salía de su asombro. Todo lo que se escuchó de sus labios fue un «¡Hostia tú…! ¡Una santa de carne y hueso…!».

Aunque se dijera luego que en aquel sublime momento había Don Álvaro invocado la Eucaristía ahí se quedó el buen mayoral, como si le hubiera dado un pasmo, subido en la silla más alta de casa del Abdón, con el plateado martillo en la mano y con el alivio de sentir que lo que no podía ser sino una santa erección (si no fuera por lo antitético de los términos) comenzaba gracias a Dios a menguar.

En el intermedio Sor Angustias se había lanzado ya a entonar una sentida Salve en latín mientras Sor Tita murmuraba ufana para consigo misma un «Sono stata io» que rápidamente cortó su superiora con un gesto autoritario.

La Fuensanta, que en una primera reacción había acompañado la Salve iniciada por Sor Angustias, sintió como su cabeza se desviaba de la piedad inicial para evaluar los daños producidos por la actuación de Sor Tita, la rotura del aparador y sobre todo la de su vajilla portuguesa. Colegía, y no iba descaminada, que no era de esperar que la Iglesia, y menos aún el convento de donde procedían aquellas dos desvariadas, se fuera a hacer cargo de los daños producidos. Desconfiaba también del poder civil, más aún cuando el actual munícipe local, de extracción proletaria y más rojo que Lenin, aunque últimamente se hubiera suavizado con aquello del posibilismo y la social-democracia, no parecía el más adecuado para proponer que el ayuntamiento se decidiera a hacer frente a los daños hagiográficos colaterales resultantes de la aparición de la santa.

El Abdón, cuya prolongada molicie la daba más tiempo para el manejo del cacumen, recordó súbitamente ciertos relatos que había escuchado de crío sobre el emparedamiento de una muchacha muerta en extrañas circunstancias, relatos a los que nunca había prestado demasiada atención. Hombre práctico como era, de los de llamar al pan pan y al vino tintorro, intuyó sin embargo que la aparición de la santa, una vez salvados los naturales trastornos, podría tener sus ventajas y que la explotación del lugar y su posterior conversión en Santuario, podría ser fuente de cuantiosos ingresos de los que una buena parte podía, por qué no, acabar en sus bolsillos. Decidió pues poner freno a sus recuerdos, que comportaban una explicación racional de lo ocurrido, y apostar decidida y fervorosamente por la opción milagro, que parecía compadecerse mucho mejor con sus intereses. Mientras así reflexionaba, no dejó de considerar que ello podría obligarle a desalojar la casa en la que vivía, lo cual, bien visto, tampoco le resultaba especialmente doloroso ya que, aunque se convirtiera en ermita o grandiosa catedral, podría ser fácilmente sustituida por un hermoso chalet a orillas del Algarrobillo cuya construcción, en un prado al que ya tenía él echado el ojo, resultaría fácilmente asequible dados los beneficios que esperaba obtener.

En esas estaban unos y otros cuando la autoridad, militar por supuesto, encarnada momentáneamente por el Gerardo, teniente de la policía montada, acompañado del cabo Palomeque y dos números, hizo su entrada en el lugar y procedió a desalojarlo. No hizo caso de las protestas de Sor Angustias, del «Sono stata io» de Sor Tita, del imponente aspecto de Don Álvaro en ropas de ceremonial ni de los murmullos de los curiosos que tuvieron que abandonar el lugar haciéndose eco de lo sucedido y refiriendo a quien quisiera escucharlo el resumen de las maravillas allí ocurridas. Con ello, al poco tiempo, la aparición del cuerpo incorrupto de Santa Lucía se había transformado para los que no fueran testigos presenciales, en el descubrimiento del sepulcro de los Cien Mil Hijos de San Luis, enterrados por orden alfabético sin que faltara uno solo.

Don Álvaro, ante el empuje de la tropa, plegó pausadamente su capa pluvial, hizo reponer a la vertical la estatua de San Simeón, tomó en sus manos la custodia, que parecía haberse quedado perpleja sobre la mesa del comedor, y abandonó el lugar mientras el Gerardo y el cabo Palomeque rendían a aquélla honores de Jefe del Estado. Luego, el Gerardo colocó a los dos números de la policía montada junto a la abertura desde donde la blanca mano de Santa Lucía dejaba caer al desgaire su nacarado rosario y abandonó el lugar asegurándose que no quedaba allí nadie más que los dos vigías por él apostados. No sin dificultad, el Abdón y la Fuensanta lograron evitar, tras sus protestas, ser expulsados de su propia casa, ahora convertida en un híbrido de casa-cuartel y casa-santuario.

Ya era entrada la noche cuando se hizo la paz en aquel lugar, solo rota por los murmullos de la pareja de la policía montada.

-¡Vaya papelón, tío! -murmuraba uno-. ¿Qué hacemos?

-No sé, habrá que esperar -decía el otro-. A mí me da la risa.

El Abdón y la Fuensanta decidieron finalmente irse a dormir tras las emociones de la jornada, que no fueron obstáculo para que él volviera como tantas noches a ocuparse en lo que llamaba «arrimar la cebolleta». Aunque esta vez con poco éxito, que no tenía la Fuensanta el coño para farolillos enfrascada como estaba en el dolor por la pérdida de su amada vajilla portuguesa.

-Lo siento, Abdón -decía la Fuensanta a guisa de disculpa-. Que no me coloco. ¡Con esos dos ahí, que pueden oírnos, y la santa, pared con pared…!

Al final se hizo el silencio, el sueño y la tranquilidad para los dos vigilantes que entre celestiales olores de rosas acabaron también dando unas cabezaditas en el tresillo de los González-Batanero, tras depositar los chopos contra la pared, despojarse de los cascos con plumas de pavo real y asegurarse de que la mano incorrupta de la santa no pudiera alcanzarlos.

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