ES DEMASIADO TARDE, COLLETTE

ES DEMASIADO TARDE, COLLETTE

Paganini. Concierto para violín número 2. Berlín. Mayo del 98.

El arco del violín, trémolo, recorre y acaricia toda la curvatura de la caja y arranca el alma del stradivarius en los agudos. Staccato. El resto de la orquesta recoge la melodía, interpreta el silencio y multiplica el eco.  Desciende en graves. Allegro. Rompe un tambor, un ulular, un gemido. Y entonces retiene el pulso un instante, toma con firmeza el arco e irrumpe de nuevo. Aliento. Sube y sube, torbellino desencadenado, virtuoso y ciego. Poco a poco se alza majestuoso, crece y mantiene la nota en un hilo finísimo que, a medida que se acompasa, se prolonga en pirueta. Sobrecogido, atrapado ya, se pega al sillón, cierra los ojos y siente un pálpito, una cumbre, un aire absorto y un temblor interminable que, ya  enloquecido, desembocaba y  rompía en final. Bastó un solo de violín, un prólogo. Ni siquiera acertó a aplaudir. En aquella extraordinaria ejecución, mudo y ya rendido, desde la tercera fila del patio de butacas reconquistó la infancia y se rindió sin condiciones. Jürgen.

 

            Ni Jacob Baschwitz, primer violín de la orquesta filarmónica de Filadelfia, ni el stradivarius conocían Berlín. Mozart en vena. Concierto número 5. Mientras un conjuro de instrumentos obedece y se yergue al compás de la batuta del director un prodigio frenético y sensual le sobrecoge y, vencido y entregado, resuena y sobrevuela la bóveda del auditorio. Primer movimiento. Adagio dulce. Cadencia interminable, las trompas y los oboes pautan, la orquesta le acompasa, le siguen reposadamente los instrumentos contenidos. Y de pronto brota de alguna parte, en inaudita soledad, un vértigo, un solo de violín que rompe la melodía. ¡Ya vuelve, ya vuelve! Los dedos se estremecen, gimen las cuerdas. Pleamar, himno, melancolía turca. Recondujo la geometría de la melodía, retomó su pausa, abrazó el violín e irrumpió de nuevo. Rondó final. Tiemblan instrumento, almas y teatro. Súbitamente la orquesta se hizo silencio y el tiempo se detuvo. Minuetto. En aquella vibración inédita e interminable se desencadenó la misma armonía, un viento, un algo inexplicable en clave de la. Jacob.

 

            Ninguno supo en qué momento el éxtasis ganó el derecho a ser nombre. Cerró la sinfonía. Aclamación. Ya en pie, mientras todo el teatro atronaba en aplausos, se cruzaron las miradas, fugazmente. Inaudita palidez, Jacob tenía los ojos azules, el alma blanca y una melancolía infinita. Le esperó a la puerta de la entrada de la orquesta. Les presentaron. Se estrecharon la mano y Jürgen, cincuentón y miembro disidente del partido socialdemócrata, ya no memorizaría Wagner. Apenas recuerda más. El primer violinista de la Filarmónica de Filadelfia tenía reservada mesa. ¿En el Luxemburg?  Con casi toda la orquesta, señor. Algunos volvieron la cara cuando, a los postres, se excusó y tomó asiento a su lado para compartir café y pasado. En la misma mesa recogida del fondo, junto al ventanal, al día siguiente cenaron patatas con crema de puerros y se brindaron el futuro. Juntos se reconocieron pretéritos inconfesables, breves pinceladas, brillos. 

 

– He visto tu fotografía en la última página. Acróbata de la libertad te llaman.

– Titular periodístico. Es una causa perdida. Reivindicar el matrimonio homosexual en Alemania es una empresa estéril.

– ¿Vestigios de la historia?

– Fuimos perseguidos por los nacionalsocialistas —introdujo sin pudor la primera persona— pero no es timbre de gloria. La sociedad germana es puritana, luterana, tradicional…

– ¿Berlín también? Yo pensaba que…

– No, tienes razón. Berlín es otra cosa.

-¿Por qué lo haces? ¿Cuestión de principios?

– No, no fue tarea sencilla el reconocimiento, ni el propio ni el ajeno. Me debo a mis electores.

– Me chirría, me suena hueco.

– Tienes razón, Jacob. Me debo a mí mismo. Reclamar mi dignidad es una asignatura pendiente.

– Eso me gusta más.

 

Cuando estoy a tu lado los silencios son nuestros. Todo lo llenas. Basta entonces con cerrar los ojos para escuchar ese latido mutuo, de nuevo. Treinta cumplirías en noviembre. Judío, breve, pálido y bello. ¿Cómo decirlo? Eres música en carne viva, certidumbre, pasión, la aristocracia misma de los sentidos que se rebela y se vuelve armonía entre tus manos. Jacob Baschwitz, tu nombre huele antiguo.

 

– Mis abuelos nacieron en Pomerania. Emigraron a Boston.

– ¿Eran músicos?

– No, pero entre los hebreos la música forma parte de nuestra vida. Mi madre toca el violín. Ella fue la que me dio mis primeras lecciones.

– Qué sientes cuando interpretas?

– No lo sé. Memorizo la partitura, me la apropio.

– ¿Te plagias a ti mismo?

– En cierto modo, Jürgen. Interpretar es captar el alma del compositor. Entonces el violín cobra vida y me transforma en una parte, una prolongación de su alma. En ese instante ya no hay ejecución porque interpretar es recrear, improvisar, revivir el momento mismo de la composición. 

– Cuando te escucho no sabría explicar lo que siento.

– ¿Antes? ¿Solamente durante la ejecución de la sinfonía? —desafió el delirio mismo, se atrevió a romper la ligadura del protocolo—.

– Lo que siento ahora.

 

Han pasado catorce años y seis meses. Cuando supo que Jürgen se moría le miró a lo más profundo y se prestaron las manos. Luego interpretó un adagio deAlbinoni tan íntimo que no necesitaron decirse nada más.

            Sin ti no se vivir.

            Sin ti no puedo vivir.

            Sin ti no quiero vivir.

31 de enero

     Estocolmo

 

No cabe duda de que el profesor de Astrofísica Erik Svenson es un tipo excéntrico, maniático, inclinado a lo trágico y a lo rotundo, bebedor y solitario.

            Cuando el neurólogo le diagnosticó microinfartos cerebrales se estiró la chaqueta, engoló la voz y se dirigió a su verdugo con solemnidad:

    Dígame la verdad, doctor. ¿Perderé la cabeza como mi madre?

    No tiene por qué, señor Svenson. Es un proceso muy largo y nadie ha hablado de eso.

    No me mienta. Puedo afrontarlo.

            Ni siquiera aguardó el dictamen. Tres años lleva luchando a brazo partido contra los tumores de colon. Hoy ha tirado la toalla. De imputación a condena ha estrenado radiodiagnósticos y le han extirpado el bazo y medio intestino delgado. Antes de perder la dignidad a peldaños y el cuerpo a gajos ha dicho basta. A nadie rendirá cuentas. Lucía, su primera mujer, mariposea en Upsala junto a un estirado psiquiatra de barba cuidada y mucho más joven que ella. Sin eximente ni atenuante conocida se negó a viajar a Tenerife cuando su marido fue destinado a Canarias. No soporto ni el sol de Canarias ni tus estrellitas. El divorcio fue un regalo de cumpleaños. En cuanto a Carolina, su segunda esposa, disfrutaba plantando marihuana en el jardín y poniéndole los cuernos con media isla. La cosa duró unos meses, lo justo entre la fascinación por el suave acento caribeño y la constancia de entender la partitura. Ya sabes, chico, las cubanas somos así. No supo a qué se refería con el adverbio de modo. Prieta, cálida y mulata cuando Erik aprendió español descubrió finalmente la infidelidad de la negra y los adverbios de tiempo y de lugar. Arriba y abajo, chico. ¿Desde cuándo? Desdesiempre, mi niño. Es que solamente a un científico sueco se le ocurre ir a buscarse una novia renegrida, culona y bailarina en un Club de Alterne del sur de la isla de Tenerife.

 

Se echó en el borde de la cama. Puso en el suelo y boca abajo el crucigrama e

intentó resolverlo. Patético. Al cabo de un cuarto de hora Erik había resuelto la primera palabra de cuatro letras y dos “s” finales invertidas que correspondían a dos plurales. ¿Dislexia? Arrojó con violencia el lápiz y se dijo : ¡Esto es Alzheimer! En un último gesto de valor quiso enfrentarse a su desamparo y corroborar el autodiagnóstico. Escribió una carta al revés dirigida a su madre y en español. Empleó catorce minutos en la firma y algo más de una hora en la despedida. Cuando quiso entrar en pormenores se durmió. Aquella noche perdió de un solo golpe el bolígrafo de oro que heredara de su padre, el lapicero, la memoria, el frasco de lexatin y los sentidos de la orientación y del ridículo. ¡Igual que mamá! Es genético, carajo, es hereditario.

 

La madre del selenita rubio fue viuda temprana y profesora de matemáticas en Malmö. Quisieron Dios y su segundo y tardío marido que se retiraran a España cuando se jubilaron. Alfás del Pi, Costa Blanca. Se construyeron una casita cerca del acantilado y en las tardes jugaban bridge en el club noruego. El idílico paraíso duró lo que duró. Al principio los hijos bajaban desde Escandinavia a secarse unos días al sol. Poco a poco se olvidaron de mamá, postalita de un trineo por navidad y un par de llamadas telefónicas por Santa Lucía y por San Jorge. Atroz descombro. Cuando enviudó por segunda vez sintió aquello de la insoportable levedad del ser. Malvendió el chalet y con el resto de las dos pensiones se arrimó a un geriátrico y olvidó el bridge, el nombre de sus dos hijos y, de paso, toda la colonia gatuna que había amparado a los largo de los últimos doce años.

Perdió la cabeza.

Hoy en un juguete roto con firma delegada en el banco.

            Los gatos se adueñaron del salón. Fueron desalojados por el nuevo propietario al amparo de un bando municipal que no reconocía en los maullidos título de propiedad.

            La ausencia tomó posesión de sí misma. En secretaría obran los datos personales de la señora Svenson con las señas de sus dos hijos. La enfermera veterana y gorda, la Carmen, se acuerda de un tal Erik que solía venir de visita. Hablaba un español impecable, se rascaba constantemente, era rubio y apuesto. Cuando a Erika se le fue la cabeza  su hijo cursó orden a La Caixa para que satisficieran mensualmente los gastos de la residencia, haciendo la salvedad de que si acaso sobrara patrimonio en el momento de su fallecimiento heredarían sus nietos según lo estipulado en testamento. Todo está en orden.

 

En el geriátrico de L´Alfás del Pi, en la habitación treinta y uno, permanece desde el año noventa y nueve la madre del profesor Svenson. Inútil, ausente y sola, a falta de recuerdos y de visitas dominicales no carece de nada imprescindible: poleas, café con leche, babero, gimnasia matinal y un compartido gatito atigrado.

Mamá cumplirá noventa y cuatro en julio.

Erik no soporta la idea indecente de languidecer en soledad.

Pensó entonces que morirse es uno de los pocos gestos intransferibles que llevamos a cabo en la vida y el único por el que no nos cobran tasas. Compartimos el planeta. Precisamente por eso no damos un portazo al cerrar la puerta. El gran problema es arrogarnos el privilegio de decidir sobre la suerte de los objetos que nos rodean, apoderarnos de ellos en lugar de considerarlos como un préstamo a plazo vencido. No caerá en el error de perder el tiempo en ordenar muebles y pasados. Lo mejor es aceptar la invitación de su amigo Víktor y rendirle visita en Qatar. Ha oído hablar de una agencia de viajes exclusiva que organiza últimos destinos envueltos en lujo y saturados de glamour, armonía y palmeras.

 

            Último intento. Deja la revista de Astronomía y toma el último número de Science. Página treinta y cuatro y siguientes, proyecto Brain y diagnóstico molecular. Doctor Yuste. Cada cuatro líneas tacha tres, deja la botella de ginebra en algún lugar recóndito para no atribuir al alcohol su desventura y comienza la imposible lectura. Deja la mente en blanco y se concentra en la Decodificación Genética. Aspectos sueltos. Cierra la revista, corre al baño y, ante el espejo, se desdobla en auditorio y orador exponiéndose la conferencia. Balbucea y saluda, se trompica, cuatro vaguedades, la nada absoluta. Busca entonces con desesperación la revista de Astronomía. ¿Dónde la habréescondido?Los cuásares, por Dios, los cuásares son mi última esperanza.Rebusca en los cajones, hurga en el sofá, remueve la basura. El olvido había ganado una batalla más. La revista yacía olvidada en su escondrijo, en el congelador de la nevera, junto a una botella de Gordón,s semivacía y el helado de chocolate. Cuando fue a buscar unos cubitos de hielo, ante el hallazgo inaudito, se sirvió un buen pedazo de helado e intentó, en vano, aderezarlo con el resto de la ginebra semicongelada.

Entonces se puso los guantes de látex, fracasó en el empeño de repasar las páginas de la hibernada revista y acabó con dificultad la ingesta valiéndose de la mano izquierda mientras marcaba simultáneamente con la mano derecha el teléfono de Zürich. ¡Éxito rotundo! Dio su nombre, señas y correo y salió de casa para comprar ginebra a temperatura ambiente en la tienda de licores de la esquina.      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                          Valencia

                                                                                                        24 de febrero

           

A veces las palabras crecen, rebotan y desprenden olor. No se trata solamente del contexto en que están escritas sino del modo en que las leemos o nos las pronuncian. El mero hecho de escucharlas por boca de quien no debiera siquiera pronunciarlas dota entonces a cada frase de una carga hueca, de una profundidad o de una especial rotundidad, solemnidad o  ternura. Cuando hablaste de metástasis traduciendo el informe del oncólogo me sonó lejano, hija mía, demasiado solemne y demasiado teatral tal vez. No era a ti a quien correspondía hablar de finales, sino de esperanzas. Mientras el dolor del costado es mero tratamiento, mientras  la caída del cabello, la náusea o el cansancio son capítulos que buscan acomodo para ser recuerdos en otras páginas todo nuestro mundo está en orden. Es llevadero porque el dolor es nuestro y el diagnóstico es ajeno. Nos escondemos entonces en las palabras técnicas por mero instinto de supervivencia. El río está allí mismo, pero no es nuestro río. La enfermedad existe, pero es un titular sin texto ni destinatario y nos sentimos tan capaces de vadear el río como de alterar los plazos. Por eso mismo cuando incorporaste el informe oncológico a mi nombre y a tu voz me sentí desamparado. Relacionar un informe médico con nosotros mismos es algo brutal. Esa forma tan tuya de atraer mi atención (a tu padre por triplicado que a la tercera lo suele captar… ¿te acuerdas?) solía preceder a la noticia del primer diente de Laura, el menú de Nochevieja o alguna ocurrencia de Luisito. Esta vez no. Esta vez el Papá, papá, papá sonó rotundo, como queriéndome despertar de una vez. Tú necesitabas saber que yo lo sabía, decirme que lo íbamos a afrontar juntos, esquivar mis chistes fáciles, mis salidas de emergencia. Lo siento, hija, lo siento. Tenías apenas diecisiete cuando se fue mamá. No te ahorré ni un solo trámite, ni una sola lágrima. Crecemos a golpes y, bien lo sabes, a veces necesitamos soñar para digerir las cosas, escuchar de nuevo un cuento, incorporarnos a otro paisaje y sobrevolar nuestra misma tristeza para no mancharnos el alma. Has crecido a base de cuentos, —¿Te acuerdas?—. Lo duro, lo terrible es descubrir que el libro se nos acaba y que los pensamientos ya no son literatura. Y es que hay palabras que son distancias, diagnósticos que suenan ajenos como artículos de divulgación científica hasta que se incorporan de una forma brutal a lo cotidiano. Entonces adquieren olor y textura, dejan de ser pretextos y conversaciones para ser un dolor, un temblor, un escalofrío o un esquivar esa mirada al espejo al afeitarnos.

 

            No, yo no quería hablarte de mi final. Nunca me sentiría capaz. No es que lo eluda, es que prefiero intimarlo. Por eso tal vez estoy reflexionando ahora desde el silencio mismo, hija mía, como hablándote cara a cara. Me resulta mucho más sencillo escribirlo y al plasmarlo en el papel siento que tú lo estás leyendo. Eres destinataria de mi pensamiento, interlocutora de unas reflexiones y unos sentimientos que me pertenecen y te pertenecen, pero que de ningún modo quiero que te involucren ni modifiquen tu vida. Quiero que sepas que me acompaña tu imagen, tu pena y hasta tu misma voz. Quiero que sepas que te quiero y que hay tanta carga de cariño como de admiración y de respeto en la frase. Te quiero mucho más de lo que mi aparente actitud te pudiera sugerir. Sin embargo esto es  algo que me pertenece solamente a mí. Soy un cabezota, lo sé, pero es que ya he decidido irme a mi manera y no caben más personajes en este trance.

11 de marzo

Yokohama

 

            Akiko nunca se hubiera atrevido a tamaña osadía. El informe del doctor Sakato dormía sellado en la mesilla de noche. Ni siquiera hubiera sido capaz de preguntarle a Haruki acerca del diagnóstico. Nada en el comportamiento de su marido hacía presagiar un dictamen desfavorable, pero todas estas cosas requieren su liturgia y su distancia. Cuando algo cobraba tanta importancia que pudiera afectar a su misma convivencia acostumbraban a comentarlo al anochecer, después del té. Él era así, paciente y reservado, casi hermético. Esa noche, sin embargo, le encontró turbado, extrañamente inquieto, como ausente. Apenas hablaron durante la cena. A su término Akiko sirvió dos tazas de té verde, se levantó y descorrió ceremoniosamente la cortina del salón. La noche entró con toda la bahía de Yokohama iluminada. Los almendros en flor, marzo afuera, titilaban las luces del puerto y la gran noria giraba con parsimonia. Él la miró, apuró el té, abrió el sobre y leyó el informe. A su término, cuando escuchó el diagnóstico final de labios de su amado Haruki se limitó a decir: Permíteme viajar contigo. Acogió sus palabras sin sorpresa, como esperándolas. Luego sonrió con levedad, se incorporó despaciosamente y se acercó al ventanal.

 

Ya nada tendría sentido. Nanami se había licenciado como profesora de inglés y se casaría pronto y en cuanto a Keiko, la primogénita, hacía tiempo que dividía su tiempo entre la dedicación a su nieto Hiroto, quien pronto cumpliría diez años, y ese loco proyecto de incorporarse al estudio de Arquitectura de su marido. Sin Haruki, mi amor mi esposo mi señor mi compañero, nada tendría sentido. Sin él el ciclo se cerraba. De algún modo ella estaba preparada.

 

            Akiko había aprendido de su madre todo lo que necesitara saber, todos los entresijos del papel que le había tocado desempeñar. Educada en la fidelidad a su esposo y el respeto a los ancestros, Akiko tocaba el piano, conocía el protocolo, cocinaba con gusto y recitaba con hondura a Yosa Buson, a Kobayashi Issa, a Oshima Ryoto y a muchos clásicos. Algunos de sus haikús adornaban aquel comedor. Siendo aún niña y bajo la supervisión de su madre leyó a Murasaki y nunca perdió el hábito de elaborar cuidadosamente sashimi y yakitori para toda la semana. Educó a sus hijas en el respeto por las tradiciones. Esposa amante y discreta, había viajado junto a Haruki por medio mundo. Después de él ya nada tenía sentido. Ella amaba su condición de mujer, de esposa y de madre. Transcurridos muchos años aún recuerda el dolor que le causara aquella agria discusión con su amado esposo. Convaleciente de un primer aborto él abandonó el hogar, maldijo su desventura y anduvo por tres días en algún lugar de los suburbios de Kyoto. Hubiera sido un varón. Cuando regresó, arrepentido y sobrio, ella releía a Kawabata, le esperaba en silencio y con la mesa dispuesta. Impregnada de melancolía le vio llegar, acercarse y alzarla con delicadeza. Haruki se retiró unos pasos y bastó una leve reverencia para saber que era y habría se ser en lo sucesivo una mujer amada y respetada. Tres días después el ingeniero Haruki Maruyama fue ascendido a director general de la fábrica de Tokio. La Mitsubishi era parte de su mundo. ¿Cómo olvidarlo?

                        Las flores han caído.

                        Ahora nuestras mentes

            Están tranquilas.

 

Se recitó el haikú de Issa. Estaba preparada. Ya nada de cuanto había aprendido tendría sentido. Ni mujer, ni esposa ni madre. Nunca olvidaba un aniversario. Se perfumaba, se acicalaba con polvos de arroz y preparaba la cena con matsukake y sansai como le gustaba a su amado esposo. Luego le aguardaba y toda la casa olía a jazmín y a tilo. Ella había inculcado en sus hijas el hábito del estudio y el respeto por las tradiciones. Nanami trabajaba como traductora en Nagasaki y pronto se casaría mientras que Keiko se había transformado en una mujer moderna y en una madre solícita. Cuando Hiroto nació sintió que se cerraba el círculo. Un varón en la familia. Eran abuelos. Dichosa y calladamente desde entonces la vida se había transformado en un préstamo, en una prórroga. Ya habían vivido, ya diluían el protagonismo de sus vidas en sus descendientes, ya era llegado el tiempo de regresar con sus antepasados al mundo de Yomi, la tenebrosa tierra.

 

– ¿Vas a escribir tu jisei, amado Haruki?

– No somos tan importantes para el imperio.

– ¿Y para tus hijas?

– Es petulancia transformar su paisaje con una palabra.

 

            A la mañana siguiente el secretario aguardaba en la salita. Cuando la vio pasar a pie menudo camino de la cocina se levantó ceremoniosamente. Los esposos se cruzaron. Haruki se ocuparía de todo lo necesario para el viaje. Entonces ella aguardó con discreción a que su marido concluyera la reunión y se aprestó a despedir al invitado a la puerta de la casa. Bastó un gesto, un simple gesto de su esposo con la cabeza para saber que todo estaba dispuesto. Entonces escribió una carta breve a sus hijas Keiko y Nanami emplazándolas a una cena familiar.    

23 de febrero

Nueva York

 

Cuando el viejo Harry le sirvió el último trago ya se había concedido la absolución. La carne es débil, Señor. El absceso fue una revelación, que ese dolor en el costado era la constancia de que el cuerpo ya no aguanta más, George, que bien lo sabes. Hace tiempo que no imitas a Otis Reading, ese Amen que atraviesa. Hace tiempo que no  acudes a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y dice el doctor que la bebida te ha echado a perder el hígado que te regalaron. Los primeros años posteriores al trasplante fueron llevaderos, reverendo Blackman, pero al final la hepatitis se abrió camino de nuevo y tu condición de presbítero no te concede el privilegio de ser eterno ni santo. De algo hay que morir, Señor. Deshonroso garabato, mala copia de lo que fuiste, a las noches acostumbrabas a callejear lejos de tu parroquia, más allá de la diócesis. Muchas veces cierras el pub de Harry. Tu condición de hombre de color es tu mejor pasaporte. En un Manhattan anochecido y sin alzacuellos nadie te reconoce, recorriendo la cuarta bordeas East Harlem, te aventuras al otro lado del precipicio y te mezclas con la multitud. Entonces las luces de la ciudad te transforman en uno de tantos buscadores de soledad, un vagabundo que se esconde en el pub al amparo de un trago de bourbon. Acodado en la barra sobreviven reflexiones de media voz, buenos propósitos. Harry, amigo, no es conveniente mezclar lo humano y lo divino. Desafino tanto que he pensado que debo tener algún antepasado blanquito como tú, un desliz de la bisabuela. A la mañana, arrepentido y sobrio, te arrodillas y rezas en silencio y con sincero recogimiento ante el altar de la iglesia de Saint Honorius. La luz de los vitrales esparce serenidad, Señor. Tal vez hubiera sido mejor trasladar el domicilio al templo, pero en tu pequeña casa guardas tus recuerdos, tus íntimas reliquias de un tiempo en que fueras casado. Quién sabe si empezó todo cuando Alicia se marchó. Quiso el Señor que así fuera, un mal viento que se cruzó llevándose por delante su corazón y sus manos. Lo llamaron aneurisma, alta traición lo llamaba él. Tan bella, en la mesilla y en plena foto de boda ella permanece joven y tú escuchas sus consejos y su voz cada despertar. No bebas más, reverendo, no bebas más. Han pasado casi veinte años desde que el Señor te la arrebató. Domingo tras domingo cantaba góspel en el coro de la iglesia. ¡Cómo evitarlo! Alicia prolongaba los agudos con tanta pasión que era inevitable enamorarse. ¡Ay, predicador! Bien pronto te reunirás con ella, Señor.

– Hasta mañana, reverendo

– Solamente Dios lo sabe.

– En su cuidado quedes, hermano.

 

Al cerrar el bar le encontró tendido a la misma puerta, inconsciente y  envuelto en vómito. Pastor anglicano episcopal, piel negra, amigo y enfermo. Como un fardo pesado y con la ayuda de un tercero que por allí deambulaba apurando el último trago le acomodó en el asiento trasero y recorrió media ciudad. Roncaba como un búfalo en celo. Aparcó a la puerta de su casa. El reverendo ya no canta blues. La noche estaba fría. Ladraba un perro. La luz de la calle brillaba lluvia pasada. Las esquinas de Harlem sospechan restos, prostitutas de color, las manos en los bolsillos. Se cuidó de evitar al vecindario, echóse a los hombros aquel guiñapo y sacó las llaves de la chaqueta. Ni siquiera encendió la lamparilla de la entrada.  Verosímil coartada. Un mal vahído, el lodazal de la calle y un tropezón, ya se sabe que no es bueno estar enfermo, que el reverendo padece de las tripas y de soledad. Al entrar en la habitación le posó en la cama, le descalzó, le quitó la chaqueta y entonces, solamente entonces, reparó en un sobre que permanecía abierto en la mesilla. Tenía membrete del hospital. Leyó el dictamen. No pude evitarlo, viejo amigo, que el sobre estaba abierto. Bastaron las últimas líneas para comprenderlo todo. Que te mueres, reverendo, que te queda el epílogo y poco más, que yo ya no sé si Dios está de nuestro lado.

            Pensó en todo, en evitar el escándalo de ingresarle de nuevo. El paciente se ovilló sobre un costado, gimió un instante, murmuró algo y volvió a resoplar. Le trajo agua, maldita sea, le limpió la cara y le acomodó los pies. Deshizo la cama y le abrigó como supo y pudo. Abrió la agenda de teléfonos. Doce menos cuarto de la noche. Llamar a cualquier hora decía.

– ¿Doctor?… Le llamo desde la casa del reverendo Blackman.

– Duerme.

– Sí, sí, un amigo… claro que bebió.

– ¿Las de color verde? Ya las veo, tengo el frasco delante.

– Naturalmente.

– Repítame las señas que tomo nota.

– Gracias, doctor y perdone… ya, ya… buenas noches.

 

            Harry se quedó dormido en el sofá, de guardia. Cuando despertó el reverendo seguía roncando. Consultó el reloj. Las seis y media. Destemplado y somnoliento se preparó un café desleído y le dejó durmiendo a pierna suelta. George es diferente. Cuando estaba ebrio ni blasfemaba ni cantaba canciones obscenas sino blues y música espiritual. Antes de enviudar imitaba a Otis Reading sentado en el muelle de la bahía. Hace ya tiempo que el mejor cliente del pub ya no canta Amen.

27 de febrero

Santiago de Chile

 

– Pues ya tenemos aquí el alta de papá.

– ¿Y para qué querrá el doctorcito que vayamos los tres? Mira que son ceremoniosos estos médicos.

– Ingresarle fue una torpeza. Podría seguir el tratamiento en casa…

– ¡Y un descanso, Crescencio! —interrumpió Lala— En estas cosas todos los hombres sois egoístas. Es muy fácil criticar cuando se vive en Providencia y se viene de visita, hermano. Pero a mí me toca bailar con la más fea.

– Eso nunca lo hemos negado, hermana. ¿No pretenderás que me venga desde Las Condes al tiro cada mañanita?

– No he dicho eso, Roberto. Lo que digo es que papá no anda pajareado y tiene malas pulgas.

– ¡Pero si ni las para!

– No es verdad, Crescencio. Se hace el leso.

– Es decir, que le ingresaron por despiste. ¡No fastidies! Si se le ralló la papa, si anda por las nubes, si se inventa complots y apenas reconoce a sus nietos… El otro día me echó puteadas porque fuimos de visita. No está para el alta por mucho que diga el doctor, tú lo sabes tan bien como nosotros.

  ¿Y qué podemos hacer? Yo no me voy a quedar con él ni a la joda. Soy una señora casada y tengo mi propia familia. Además es vuestro padre también y nos toca a los tres…

– ¡Lala, para el carro! Los dos te apañamos. Lo que digo es que hay que buscar el modo de que se medique —entra de nuevo en la conversación el primogénito—. Si se le va la cabeza necesita una persona que le cuide, naturalmente a nuestro cargo.

– ¿Y qué propones? El único mal de don Robertito es que está botado y la soledad es mala consejera. Si no se medica vuelve a escuchar las voces misteriosas y las conspiraciones. Si no viviera solo se le acababan los males. Cuando estuvo a mi cargo ni rechistaba. Lo que pasa es que ahora no puedo…

– Tu maridito, ¿no es cierto?

– No seas hinchapelotas, Crescencio. Lala tiene razón. Lo que tenemos que hacer es buscarle una residencia. No es una cuestión económica y ninguno de los tres puede comprometerse a medicarle cada día y a soportar la cantinela de las vocecitas que le llaman.

– Nos dura un suspiro, Roberto. Está tan cansado de hospitales que se nos larga por la puerta de la casita de reposo al primer descuido. Hay que alojarle en tu casa y buscarle un enfermero. —Crescencio—.

– ¿Terminado en «o» o terminado en «a»?  —Lala—.

– ¿En mi casa, están locos? —Roberto—.

– Lala, por favor, que papá siempre fue pajarón. Una enfermera…

– Que no es cierto, que se hace la mosquita muerta, pero se entera de todo. Tenéis que verle.

– ¡No os desviéis, la pucha! —Roberto centra de nuevo la conversación—. Tenemos que ocuparnos del viejo y hay que buscarle purita compañía, pero si Lala no puede cuidarlo habrá que contratar una enfermera que le medique. Don Robertito puede vivir solo y le venimos a ver los fines de semana…

– Pues para eso no tenemos solución. No consiente que le cuide un extraño. Es cosa nuestra. —Crescencio—.

– Y yo ando a patadas con el loro. No me habléis de soltar plata.

– Tu maridito…

– Ya se te rayó el cassette, Crescencio. Deja de ser cargante que te crees la última chupada del mate.

– ¡Andaos a la punta del cerro! ¡Basta de discutir, hermanos! Acá estamos para ocuparnos del viejo. ¿Le buscamos una enfermera? ¿De acuerdo?

– Papá no admite a nadie, Roberto. Ya sabéis lo cabezota que es.

– En eso llevas razón, Lala. Siempre fue regalón. Si por lo menos pescara una mina que lo mantuviera en casa…

– ¿Una mina, Roberto? ¿ Le vamos a poner de novio a estas alturas?. Si camina por los ochenta, si es guatón y…

– ¿Y qué? No se le dio vuelta el paraguas, que no quitaba el ojo a las enfermeras del psiquiátrico y en eso no hay edad.

– ¿Papá de novio? ¿Se imaginan al viejo pololeando? ¡Ni cagando! —ríe Lala con estrépito—.

– Al que le quema el arroz es al doctorcito, vaya modales refinados — interrumpe jocosamente Crescencio—. Es tan fleto que miedo me da cuando me mira a los ojos y me deletrea el nombre sílaba por sílaba y sin apearme el don.

 

 Hace calor tardío en Santiago y apenas baja viento de la cordillera al caer la tarde. La conversación se distiende. Don Robertito tiene el alta médica y habrá que ocuparse de nuevo. Esquizofrenia paranoide. Punto final a un diagnóstico que ya hemos padecido desde tiempo inmemorial. El viejo ve cosas que nadie ve, escucha voces que nadie escucha. Dice que le llaman al oído y ha subido de peso. Dijo el doctor que la clozapina le altera la tensión, que el tratamiento continuado con otros antipsicóticos le provoca somnolencia y que sería conveniente buscarle actividades creativas. En mala hora le dio por enfrascarse en verso. No quiso pintar. Recita Neruda de memoria, Victoriano Vicario, largos párrafos, poesía clásica. Lo que pasa es que se hace el huevón muchas veces, usa la enfermedad como coartada. Está solo, joder, el viejo está solo.

27 de febrero

 8.00 a.m

París

Muy señores míos:

Mi nombre es Colette Blanchard, soy la secretaria personal de madame Lafourcade.

El motivo de la presente notificación no es otro que remitirles mi correo electrónico a fin de contactar con ustedes a través de este medio para todo lo concerniente al viaje que madame Geneviève Lafourcade ha contratado con su agencia.

A tal efecto les rogaría que a partir de esta fecha cualquier comunicación que remitan sobre los pormenores de dicho viaje me sea remitida a esta cuenta de correo.

Sin otro particular quedo a su disposición.

Atentamente

Mademoiselle Colette Blanchard

27 de febrero

8.47 a.m

Zürich

Estimada señorita Colette:

Nos hacemos eco de la carta recibida en su nombre en la que se nos comunica la nueva dirección de correo correspondiente al contacto que deberíamos mantener en adelante con madame Lafourcade.

 

Comprenderá, señorita, que por motivos se seguridad cuya obviedad resulta ocioso explicar, nos pondremos en contacto telefónico con usted a través del número que, en su momento, nos remitió madame Geneviève Lafourcade. Le rogamos que ponga sobre aviso a la señora de la llamada que, a tal efecto, llevaremos a cabo en el transcurso de esta misma tarde.

 

Naturalmente y en caso de no encontrar contratiempo alguno toda la correspondencia que remitamos en lo sucesivo será cursada a esta cuenta de correo y a su nombre, señorita Blanchard.

Quedo a su entera disposición.

 

Fabrice Leblanc

Responsable del departamento de coordinación.

Viajes Zürich

 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus