PRÓLOGO.
Me encontraba en una casa amplia y blanca como la de la abuela Isabel. Mis pequeños pasos dibujaron el contorno de la azotea, desde la que se divisaban los patios de las otras casas. Subí en la base de unas de las columnas que rodeaba el mirador. Todas ellas tenían en la parte superior un jarrón de cobre, en el que se reflejaba mi cara deformada al acercarme a mirarlos. Desde allí, se veía todo el pueblo: las tejas rojas de los tejados, la ropa blanca tendida en los terrados, el humo de algunas chimeneas desafiando al viento, el antiguo campanario de la iglesia, las torres del palacio de los duques… Si me subía a la baranda de hierro, podría ver la sierra y no tuve ningún reparo en hacerlo. No tenía miedo a caer, solo quería descubrir que habría más allá del contorno de las casas, más allá de la frondosidad de los montes.
Una voz, casi inaudible, me recordaba que no debía arriesgarme, que podía precipitarme contra el suelo. Pero otra voz melodiosa, más fuerte que la anterior, como un canto de sirenas, me embelesó de tal manera que yo ya no miraba hacia abajo, sólo miraba hacia el horizonte. Extendí los brazos como si quisiera volar y deje caer mi cuerpo. Estaba segura que desafiaría a la gravedad y así fue; mi cuerpo flotó en el aire, como una sustancia etérea y solo bastó con mover un poco los brazos para alzarme más arriba.
La caricia tibia del viento sacudió mi vestido y erizó el vello de mi cuerpo, con sólo estirar la punta de mis dedos podía alcanzar las nubes, que encontraba en mi camino. Entonces miré hacia abajo, con una leve sensación de vértigo; vi los campos de girasoles, los olivos y los canales de regadío, bordeando los campos, también divise tractores y rebaños de ovejas pastando.
Me sentía poderosa como un águila real, como una diosa del Olimpo.
Desde allí arriba, todo se veía como una colcha con diferentes texturas y colores. Las personas y los animales se veían pequeños, insignificantes. Sin embargo las montañas y el cielo ocupaban todo el espacio. El sol era mi guía, como un faro lo es para los marineros en el oscuro océano.
Llevaba un tiempo en el aire, cuando mis ojos pudieron vislumbrar unos destellos plateados que se movían. El olor a sal y a pescado, pronto visitó las aletas de mi nariz y la brisa húmeda refrescó mi piel.
Una gaviota apareció de repente junto a mí y el viento de su vuelo alteró por un instante el mío, pero seguí, sin miedo, mi rumbo, mientrás ella, lanzó un graznido y declinó su vuelo en dirección al sur.
Estaba acercándome a la costa, vi algunos barcos amarrados en el puerto y tuve miedo de aterrizar sobre alguno de ellos. No quería quedarme en un barco o en una casa, quería ser libre como los pájaros, que no tienen un sitio fijo para vivir, pero que visitan todos los lugares del mundo, según la estación del año.
Retomé mi trayectoria y seguí volando por encima de las grandes y pequeñas embarcaciones. Quería alejarme de la civilización y de los hombres.
Por un momento, imaginé que aquello era un sueño, que me encontraba sola, sin padres, sin marido, sin hijos, sin amigos. Todos se habían quedado atrás y yo volvía a estar sola, como me sentí tantas veces durante mi vida.
Nacemos y morimos solos, esa es la única realidad. Y cuando abandone este mundo sólo espero que alguien me recuerde, que alguien piense que valió la pena que yo anduviera por aquí.
Estaba acalorada y sudorosa por el viaje y tan sólo ansiaba zambullirme en la espuma blanca del mar, como mi amiga la gaviota, y volar, no parar de volar…
CAPITULO I
UNA PRINCESA EN EL CASTILLO DE LOS SUEÑOS
No sé exactamente cuándo o qué fue lo que hizo cambiar el rumbo de mi vida. Lo que sí sé es como me sentía cuando era niña y esa sensación tan extraña la vuelvo a experimentar, cada vez que me miro en las fotos amarillentas, que mi padre guarda en una caja de galletas. Los años pasan, pero las imágenes permanecen en algún rincón de mi cerebro, recordándome que esa fue mi infancia, la que me tocó vivir, diferente a la de los demás niños.
¿Cuántas veces he cerrado los ojos e imaginado nacer en otra época, en el seno de otra familia? Una familia donde pudiera jugar libremente con mis hermanos u otros niños sin sentir la mirada sobre protectora de mi madre o la autoridad de mi padre. Otros niños anhelaban ser hijos únicos, para no tener que compartir comida, ropa o juguetes. Sin embargo yo lo cambiaría todo por un poco de libertad.
Yo entonces tenía prisa por crecer, por escapar de aquella jaula de cristal en la que se había convertido mi casa, e imaginaba cómo sería mi vida en el año 2000, cuando tuviera 36 años; seguramente estaría casada y tendría hijos, muchos hijos, eso sí. Pero también tenía miedo de hacerme mayor, porque no sabía dar un paso sin que ellos lo aprobaran. Crecer debería significar aprender, prepararse para ser un individuo autónomo y yo sentía que cada vez era más dependiente de mis padres. Era como si les debiera mi existencia.
Sentirte como la propiedad de alguien, es como si tu cuerpo y tu alma no te pertenecieran. Sentirte encerrada en un cuerpo que no es el tuyo, en un lugar y tiempo que no elegiste, porque lo eligieron otros por ti. Y tan solo te queda resignarte y dejar pasar el tiempo, porque dicen que el tiempo todo lo cura, todo lo corrige y pone en su lugar.
Sin quererlo yo, las normas y prohibiciones de mis progenitores me habían convertido en una niña temerosa e insegura, que se pasaba la hora del patio sentada en un rincón, mirando como jugaban los demás al escondite, la comba o la rayuela. Sintiéndome espectadora, en vez de actora, de una función que anhelaba representar y sonreía al resto del mundo, desde mi refugio, sintiéndome diferente, y a la vez especial.
Me acostumbré a aceptar lo que los demás me imponían: comer las sopas de tomate que mamá cocinaba, dejar que papá me cortara el pelo como al chico que ansiaba y no tuvo, aguantar las burlas y risas de mis compañeros de clase….Tan sólo cerraba los ojos y pensaba: Ya pasará. Algún día pasará.
Hasta los 4 años, era una muñeca de cara y extremidades redondeadas y suaves; una niña de tez morena, ojos oscuros y orejas grandes, que observaba y escuchaba, como un insecto silencioso capta con sus antenas la información que le rodea.
A partir de los 5 años, empecé a crecer y era de todas mis primas la más alta y delgada, la que tenía las piernas más largas.
En primavera, el sarampión, la rubeola y la varicela se acomodaron en la cabecera de mi cama y me convirtieron en un ser frágil, como una muñeca de porcelana a la que hay que vigilar constantemente, por miedo a que se rompa. Pasaba semanas enferma; con el termómetro puesto, una manta sobre la cama, el orinal debajo y la botella de agua de Vichy sobre la mesita.
Una noche, mi cuerpo llegó casi a los 41 grados de temperatura. Fue entonces cuando creí levitar y ver gente hablando a los pies de mi cama, como los que velan a los moribundos.
Entonces, yo parloteaba frases sin sentido, incoherentes como una anciana demenciada. Los ojos me pesaban y el cuerpo sudoroso, lo sentía pegado al colchón. Mamá me hablaba y tocaba mi cara ardiente, pero yo sólo quería dormir, entregarme a un sueño profundo del que no querría nunca despertar.
Siempre viví la navidad como una época llena de ilusión.
A principios de los años 70, mi familia solía reunirse en casa de los abuelos paternos: las mujeres en la cocina charlaban, mientras preparaban la cena y adornaban la mesa: la sopa, el pavo, el jamón, los roscos y pestiños hechos por la abuela, no faltaban; los hombres tomaban cerveza, menos el abuelo que siempre tomaba vino y acababa cantando y bailando antiguos villancicos, que pasaban de generación en generación. Los niños íbamos al cuarto de la abuela Carmen. Abríamos el baúl de madera de nogal, donde ella guardaba los mantones, pañuelos, vestidos, sombreros de paja y otros enseres. Al primo Carlos le gustaba disfrazarse de mujer y mirarse delante del espejo del ropero. Las primas se reían mientras peinaban las muñecas con un cepillo que le faltaban varias púas. Me gustaba tumbarme en la cama de la abuela y sentir el movimiento de mi frágil cuerpo, en el colchón de plumas. Imaginaba ser una princesa acostada en una cama de hierro forjado y plata, con un mullido colchón de plumas de oca, colcha de seda y flecos dorados.
-
¡A cenar niños! – La voz de la tía Antonia me hacía despertar del sueño y devolverme a la realidad.
Luego, en la mesa, los primeros en comer, eran los niños y a continuación, los mayores.
Casi siempre, el primo Carlos era el primero y yo la última en acabar, que además de lenta, comía poco y Carmela se me acercaba a menudo.
Entonces sentía las miradas de mis primos, como puñaladas en mi cara, y oía sus mentes como pensaban:
-
Pobre bebé, su madre tiene que ayudarla a comer. ¡Nunca crecerá!-
Los mayores no paraban de hablar, gesticulaban, reían, brindaban con sus copas y al final se enzarzaban tarareando canciones. Cuando acababa uno de cantar, comenzaba el de al lado y los demás lo acompañaban con las panderetas y carrasqueñas.
El ambiente se caldeaba por momentos, pero era un calor agradable y familiar que embrujaba.
La abuela cogía la botella de anís y pasaba el mango de un tenedor, de arriba abajo y de abajo a arriba, haciendo un ruido peculiar, como el tintineo de unos cascabeles. Tenía las mejillas coloradas y en la mirada una chispa brillante como el fuego del hogar.
La nochebuena, era la única noche en la que se sentía una mujer completa y feliz, rodeada de sus descendientes.
Nada ni nadie podían estropear ese momento y borraba, de un plumazo, todos los malos recuerdos vividos.
Armando, mi padre, grababa en su radio- magnetófono recién comprado: las respiraciones, los murmullos, los gritos, las risas, los comentarios, los chistes… como intentando inmortalizar ese momento único e irrepetible. Un recuerdo para la posteridad, para cuando los abuelos ya no estuvieran, y la navidad se convirtiera en una fiesta comercial. En esos días entrañables, yo escribía la carta a los Reyes Magos de Oriente junto con la prima Ana y la Sole. Me aterraba la idea de recibir carbón, no porque me quedara sin juguete, sino porque los reyes tendrían una mala idea de mí.
Una noche, víspera de Reyes, cené y me acosté temprano para no hacer esperar a sus majestades.
-
¿A qué hora llegan los reyes?- pregunté a Carmela.
-
Vienen cuando los niños duermen.- explicó la mujer – Pero antes de irnos a dormir, dejaremos comida para los camellos.
Con el pijama puesto, salí ilusionada a la terraza a poner un chusco de pan duro y un cuenco de agua en el suelo, para luego correr feliz a la cama. Imaginé a los tres reyes con sus barbas, coronas y mantos de terciopelo, como en la cabalgata del año anterior.
En aquel entonces, el Paseo de Gracia de Barcelona estaba repleto de gente a ambos lados de la avenida. La circulación de coches estaba cortada, las calles decoradas con luces y los escaparates de los comercios rebosantes de productos y colorido. Todo hacía prever que en navidad, la gente compraba y consumía más que en el resto del año.
Subida sobre los hombros de papá, pude ver carrozas, pajes, caballos, padres, niños, caramelos y confetis volando en el aire. Desde la altura de un infante, las cosas y las personas se ven grandiosas y amenazantes, y uno se siente insignificante. Pero desde la altura de un adulto, todo se veía diferente. Era como si yo fuera la coprotagonista, junto con los reyes, de aquel acontecimiento.
Los tres soberanos eran generosos, pero Melchor, el rey blanco, como le llamaban los niños, era el más popular, el que recibía más cartas y al que le hacían más fotos. Melchor era como el abuelo de Heidi, un poco cascarrabias, pero en el fondo se dejaba querer. Gaspar que parecía más joven, no paraba de saludar y agarrar las manos de pequeños y mayores que, en ese instante, volvían a ser niños. Baltasar era el rey negro, diferente de los demás por el color de la piel y por su blanca sonrisa.
Todas estas imágenes pasaban por mi mente, mientras oía a Carmela recoger la cocina, apagar las luces, cerrar el agua y el gas y entrar en su dormitorio. Miré el reloj de la mesita de noche, que marcaba las 23,30. Otras noches, a esa hora solía estar durmiendo, pero esa noche especial, la emoción no me dejaba conciliar el sueño.
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¡Seguro que no tardarían en llegar!
Minutos después, una sombra apareció en la ventana de mi habitación. Semejaba una sombra humana, que tapó por un momento la luz de la luna. Luego oí un ruido leve, pero que en el silencio de la noche me pareció relevante. Era como si alguien trepara por la baranda de hierro, intentando subir.
-
¡Son ellos! –pensé entusiasmada.
El corazón me dio un vuelco y latió más deprisa.
Luego escuché ruidos en el exterior como si alguien bebiera agua.
-
Los camellos debían estar sedientos.
La curiosidad me incitaba a levantarme de la cama y caminar en silencio hasta el balcón para ver que estaba ocurriendo, pero tuve miedo y volví a cerrar los ojos, esta vez con más fuerza, casi aguantando la respiración para no ser escuchada, porque si los reyes notaban que estaba despierta, se irían de inmediato por donde habían venido y no quería romper, por nada en el mundo, la magia de ese momento. Años más tarde, averigüé que los sonidos que escuché aquella noche, los ocasionaron los periquitos afilando sus picos contra los barrotes de sus jaulas y mojando sus cabezas en el bebedero.
Un lunes, Armando llegó del trabajo muy contento.Aquella tarde, decidió ir al concesionario de coches, a recoger el SEAT 850 amarillo, que había visto en un escaparate y que pensaba comprar. Había estado ahorrando durante mucho tiempo para reunir ese dinero: cuarenta mil pesetas.
Armando se sacó el carnet de conducir en la mili y había conducido y reparado los todoterreno de sus superiores. Sus conocimientos básicos de mecánica le habían ayudado a encontrar, posteriormente, trabajo en un taller de Madrid.
Estaba muy ilusionado en comprarse su primer coche, aunque a su mujer no le gustaba la idea de desembolsar tanto dinero en un artilugio, que según ella decía: “Nos va a dar muchos quebraderos de cabeza”. Después de comer, fuimos a buscar el auto. Cogimos el autobús que nos dejó en una parada cercana a la tienda. Cuando llegamos era demasiado pronto y el concesionario estaba cerrado.
Aunque papá no era amante de bares, pues su vida transcurría entre la fábrica y su casa, en esta ocasión, decidió entrar en una cafetería para tomar algo, mientras esperábamos a que abriesen.
El bar estaba repleto de hombres que ocupaban la barra bebiendo, y en las mesas jugando al dominó, vociferando y mirando la televisión en blanco y negro.
Armando pidió una cerveza, Carmela y yo una Fanta de naranja, porque según decía el anuncio de la TV: “Con Fanta, da gusto tener sed….”
Esa tarde del mes de julio, hacía un calor bochornoso y papá entró en el lavabo para refrescarse. No tardó ni cinco minutos en salir, con cara seria. Comentó a su mujer que había intentado entrar en el lavabo de hombres y que la puerta estaba cerrada. Después de llamar varias veces, habían salido dos tipos de apariencia extraña.
– ¡Deben ser dos maricones porque apestaban a pachulí!- exclamó exaltado- Y no me abrían la puerta. A saber que estarían haciendo…
Acto seguido, un hombre alto, trajeado, con media melena lisa castaña, pasó por el lado de Armando y le dio un empujón en el hombro derecho.
-
¿Algún problema?- preguntó éste dirigiéndose al hombre.
-
¿Por qué aporreaba la puerta?- contestó enojado el afeminado.
-
Usted no tiene que cerrar la puerta de un váter público, ¿no sabe lo que es educación?- respondió nervioso.
La conversación entre ambos fue aumentando de tono y en cuestión de segundos se enzarzaron de palabras y manos.
Armando pegó un puñetazo en la cara, al de la melena perfumada y este cayó panza arriba, sobre las mesas del bar, de forma estrepitosa, como en las películas del oeste. Sus grandes pies fue lo último que se vio caer. Calzaba unos botines marrones de punta fina y tacón que llamaban la atención. Ante el alboroto, los allí presentes se levantaron de sus asientos y se apartaron temerosos.
El otro hombre moreno, con el pelo grasiento, de aspecto agitanado y camisa de colores vistosos, cogió un botellín de cerveza y golpeó en la cabeza a mi padre, que cayó al suelo medio inconsciente y empezó a sangrar por la frente.
Los dos tipos se asustaron y echaron a correr. Muchos clientes del bar salieron despavoridos de aquella trifurca. El dueño del bar junto con los clientes más valientes, socorrieron a Armando, intentando hacerle volver en sí y presionando con servilletas de papel la herida que sangraba. En ese momento, yo no acertaba a dilucidar, si lo que acababa de ver, era real o un sueño, porque todo pasó muy deprisa, como algo ajeno a mí y que no podía controlar. Quise refugiarme en los brazos de mi madre, pero esta gritaba histérica durante la pelea y después se sentó desvanecida en una silla. Me sentí sola e impotente y comencé a lloriquear.
La dueña del bar salió de detrás de la barra, con un delantal blanco y me cogió entre sus brazos. En el regazo de aquella mujer de sonrisa perfecta, encontré un refugio temporal hasta que todo volvió a la normalidad.
Cuando Armando volvió en sí y se tocó la frente ensangrentada, maldijo a los dos hombres:
-
Esos dos sinvergüenzas no se saldrán con la suya. ¡Iré tras ellos!
-
¡No digas tonterías Armando!- exhortó su mujer con respiración entrecortada.- ¡Déjalos!
-
¿Y tú qué hiciste para defenderme? ¡Eran dos contra uno! – dijo enojado.
-
¿Y qué quieres que hiciera? – contestó ella – Si a mí me silbaban los oídos y me temblaban las piernas.
Salimos los tres del bar, no sin antes dar las gracias a la propietaria por su ayuda, y nos dirigimos a un ambulatorio cercano, donde una enfermera dio tres puntos de sutura en la frente de Armando.
Mis padres decidieron ir a recoger el automóvil otro día y regresamos a casa, por aquel día ya habíamos tenido demasiadas emociones.
¡Qué cosas tiene la vida! Una tarde que parecía presentarse emocionante, acabó siendo desafortunada y difícil de olvidar.
Las experiencias negativas permanecían en mi mente durante más tiempo que las positivas y este incidente reforzó más la idea que me transmitía mamá de que la calle estaba llena de peligros y que sólo en casa se estaba seguro. Pero mi casa se convirtió en una fortaleza, donde transcurrían los días, las semanas, los meses, los años, de forma monótona.
Conocía cada rincón, cada esquina de la casa, como la palma de mi mano. Cada pieza tenía un significado; la cocina donde desayunaba pan con mantequilla de 3 colores y leche con Cola Cao, el lavadero donde mamá hacia la colada, el comedor donde observaba los cuadros y los adornos de la vitrina, la terraza donde regaba las plantas o daba migas de pan a los gorriones, el baño donde miraba en el espejo los cambios de mi cuerpo, mi habitación donde leía y jugaba, la habitación de mis padres donde pasaba las hojas del calendario de japonesas, colgado de la puerta del ropero, y el cuarto trastero oscuro donde Armando revelaba las fotos.
Después del colegio; la merienda, los deberes, la programación infantil de la tv, las lecturas de tebeos o los juegos en solitario delante de las muñecas, eran mi único entretenimiento.
Jugar a ser maestra, a imaginar tener una casa que limpiar, una comida que preparar o un niño que cuidar, era algo que me confortaba. Era agradable sentirse útil a los demás.
Cuando me cansaba de jugar o de ver la TV, me asomaba a la ventana de mi cuarto y veía a las gentes del barrio como caminaban de un lado para otro, como hormigas en un hormiguero: los padres de familia venían de trabajar, los niños salían a jugar a la pista con sus bicis y patines, las madres apuraban la tarde para hacer las últimas compras…
A veces cogía el pequeño caleidoscopio que me regaló la tía Nati y miraba en su interior. Al ir girando el tubo por un extremo, podía ver como las formas y colores se multiplicaban por cuatro, seis y hasta ocho veces de forma simétrica. De la misma manera yo observaba y analizaba a las personas; lo que piensan, lo que pretenden, sus maneras de actuar, las causas y consecuencias de sus actos.
Sobre las 7 de la tarde, oí la bocina insistente de un coche. Me asomé a la ventana de mi cuarto y vi un descapotable rojo, parado justo delante de mi casa, conducido por un hombre moreno y apuesto.
Una mujer de unos 30 años salió del portal de enfrente, con paso ligero. Tenía una melena larga, ondulada y rubia que acariciaba el viento. Vestía un vestido blanco de algodón que le ceñía la cintura y sus caderas pronunciadas. El escote mostraba un torso bronceado; la caída de la falda, sus esbeltas piernas. Todo en ella era femenino; su bolso blanco, sus sandalias plateadas de tacón, sus uñas de manos y pies limadas y pintadas. Hasta cuando salía a tender la ropa en la terraza, con rulos, bata y sin maquillaje, seguía pareciendo una mujer atractiva.
Tenía un hijo de unos 14 años, que pasaba más tiempo en la calle, que en el colegio. Según decían en el barrio, el marido estaba en la cárcel cumpliendo condena por tráfico de drogas y ella se ganaba la vida de manera poco honrada.
Por un momento, pensé qué sucedería cuando el marido saliese de la cárcel y se enterara de que su mujer andaba con otros hombres.
Seguramente se enfadaría y mataría a sus amantes y a ella también, como en un crimen pasional, o por el contrario entendería su situación y la aceptaría de forma cómoda y escéptica.
Siempre acababa pensando en las consecuencias de las acciones de los demás, pero nunca pensaba en las mías porque todas me venían impuestas y yo no podía cuestionarlas.
Cerré los ojos y por un momento, imaginé que era yo la que montaba en el descapotable, que eran mis cabellos oscuros los que movía el viento, que eran mis finos pies los que calzaban aquellos tacones….Por un momento deseé ser mayor y ser esa mujer.
Esa misma tarde, busqué un trozo de retal en el costurero de mamá. Lo doblé por la mitad y lo até a mi cabeza con una cinta, de manera que la tela me llegaba a la cintura. Me encantó sentir el contacto de la tela sobre los hombros y retirarla con la mano, simulando una larga melena.
En el baño, busqué en su neceser, algo que diera color a mis pálidas mejillas. Encontré una barra de carmín granate, pinté los labios y un poco los pómulos, extendiendo la pintura con los dedos.
Después encontré unos zapatos negros con algo de tacón, debajo de la cama de Carmela y me los coloqué en silencio, con tal de que nadie me descubriera.
En la terraza di pequeños pasos, moviendo el trasero y la cabeza de un lado a otro, como una modelo de pasarela.
Carmela que estaba cosiendo a máquina en la habitación de al lado, acudió al ruido de los pasos.
Cuando me vio disfrazada, preguntó extrañada:
-
¿Qué haces vestida así?
-
Sólo estaba jugando.- contesté tímida.
-
Anda, quítate ese trapo de la cabeza y lávate esa cara, antes de que venga tu padre y te vea.
-
Mamá, me gustaría dejarme el pelo largo para mi comunión. ¡Estaría tan guapa!
-
Bueno, a ver que dice tu padre…
Esa noche, en la cena, mis padres hablaron de trabajo:
-
Esto de que te cambien el turno cada dos semanas es matador. Cuando te acostumbras a un turno te lo cambian y luego te cuesta dormir.- se quejaba Armando.
Tragó el contenido de su boca, bebió un poco de agua y prosiguió:
-
Se ha comentado en la empresa de crear un quinto turno que incluiría trabajar algunos fines de semana, pero cada seis semanas, tendría una semana de fiesta.
-
¿Qué me quieres decir con eso? ¿Qué vas a cambiar de turno?- preguntó nerviosa Carmela.
-
No, solo estoy hablando, mujer.
-
Estas bien como estas, ¿para qué cambiar?
-
Porque así, siempre haría el mismo horario y ganaría más dinero. ¿No te enteras todavía?- dijo en tono más alto.
Armando conocía bien a su mujer, aunque siempre decía que con las mujeres uno no sabe nunca a qué atenerse.
Sabía que Carmela era una mujer tradicional, que no le gustaban los cambios inesperados en su vida. Como se solía decir: “prefería lo malo conocido, que lo bueno por conocer”. Aún recordaba lo que le costó convencerla para salir del pueblo o para comprar un coche.
– Haz lo que quieras – contestó malhumorada- ¡Si al final siempre te sales con la tuya!
Yo los escuchaba mientras masticaba la comida y miraba la serie de Star Trek. Observaba con atención el cuarto de mandos de la nave espacial y en concreto, al comandante Spock con sus ojos rasgados y sus orejas puntiagudas. Era un personaje extraño, algo así como un híbrido, mitad humano, mitad alienígena. Por un momento, me hubiera gustado montarme en aquella nave y salir volando de allí.
Como todos los hijos únicos, me acostumbré a escuchar a los adultos, más que a los niños. Y de tanto escucharlos, ya razonaba como ellos. Deduje que no era el mejor momento para comentar a papá lo de dejarme crecer el pelo y que como siempre contestaría:
-
¡Estas mejor con el pelo corto, que con esas greñas!
La decisión de Armando siempre era lo mejor para mí, y no me atrevía a contradecirle.
Ya en la cama, me gustaba la sensación suave del pijama en la piel y el olor a limpio de las sabanas de hilo. Escuché la señal horaria de las 10 de la noche, la sintonía de Radio Nacional de España y la voz del locutor narrando las noticias del día, en la habitación contigua.
Al cabo de un rato, oí los pasos silenciosos de Carmela por el pasillo, hasta su alcoba. La mujer cerraba la puerta para preservar su intimidad, pero su voz aguda le delataba.
Imaginaba a mi madre, quitándose la ropa y los zapatos, con la sensualidad innata que tienen las mujeres; ponerse el camisón y tumbarse al lado de su marido. Seguidamente, escuchaba murmullos y el frufrú de las sabanas.
El debía estar encima de ella tocándola, besándola y fue entonces cuando ella le dijo:
-
La niña quiere dejarse el pelo largo para la comunión. ¡Le hace tanta ilusión!
Él se quedó callado un momento y luego respondió:
-
¿Ahora me saltas con esto? ¡No es el momento, Carmela!
Al ver que su mujer insistía en el tema, cedió:
-
Está bien mujer, pero después de la comunión se lo cortaré. Luego viene el verano y el pelo largo da calor.
Después de esta conversación se hizo el silencio. Sólo se oía la respiración intensa del hombre, los gemidos de la mujer y el somier de la cama moviéndose.
Nunca había visto a una pareja, hacer el amor. Sólo los besos furtivos en las películas de la tv, aunque cuando salían uno o dos rombos en la parte superior derecha de la pantalla, papá me mandaba a la cama.
Aprendí que el sexo era algo a lo que sólo los mayores podían acceder, pero lo hacían de forma secreta, como algo prohibido. Y lo prohibido era más anhelado, que lo permitido.
La imagen de mis padres en la intimidad, me excitaba y notaba como crecía el deseo dentro de mí. Ese ardor no me dejaba dormir y por un momento imaginaba que era yo la que recibía esos besos y esas caricias. Cruzaba los muslos y arqueaba la espalda con los movimientos sensuales de una serpiente. Gradualmente crecía algo en mi interior, algo que desembocaba en un mar de placer y sacudía todo mi cuerpo, para luego devolverlo a la calma.
Era en la cama, donde mis padres arreglaban sus diferencias y parecían más unidos, y también fue en la cama donde encontré a mamá llorando, unos meses más tarde.
Esa tarde, jugaba a las cocinitas y desde mi habitación, los escuché discutir, como otras veces, levantando la voz.
Lo último que oí, fue la voz furiosa de Armando que gritaba:
-
¡Cállate!, ya estoy harto de que me lleves la contraria.
Después percibí los chasquidos de un cinturón golpeando las carnes de la mujer y sus gritos suplicando:
-
¡No!, ¡Armando, por favor!
Por unos momentos, aquel hombre dejó de ser padre y esposo, para convertirse en un animal desbocado que corneaba a todo el que se pusiera por delante.
Golpeó a su mujer hasta que pudo desahogar toda su rabia, o quizás hasta que se dio cuenta de lo que acababa de hacer. A continuación, salió de la habitación con paso acelerado, cruzó el pasillo, abrió la puerta de la calle, salió y cerró de un portazo.
Fue entonces, cuando decidí ir a ver a mamá, que yacía tumbada y lastimada sobre el lecho conyugal. Aún se respiraba tensión en el ambiente y un gran silencio pesó como una losa entre madre e hija. Al ver sus muslos marcados por el cinturón, sentí rabia e impotencia.
Él nunca se había comportado así y una sola pregunta rondaba en mi cabeza:
– ¿Por qué?
Tenía ganas de llorar, pero no lo hice por no aumentar el sufrimiento de Carmela. No sabía qué hacer, ni qué decir para consolarla.
– ¿Mamá, qué ha pasado? – pregunté con voz temblorosa
Pero Carmela no contestó. Sintió vergüenza de que su hija la viera así.
– Lina, vete a tu cuarto. – me ordenó.
Antes de obedecer, contesté:
– Mamá, por favor, no hagas enfadar a papá.
Cuando el diálogo fallaba, Armando perdía los estribos y se volvía violento. Era un hombre que le gustaba controlar la situación y sobre todo a las personas que estaban a su alrededor. Lo importante para él, era dejar claro quién mandaba en aquella familia, aunque tuviera que utilizar la violencia.
Desde aquel día, mamá tuvo más cuidado en llevarle la contraria, a pesar de estar en desacuerdo.
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