Primera parte

El general salió del hotel y caminó por la ciudad. Pronto llegaría el invierno, anunciado en los árboles de ramas desnudas. Durante el recorrido vino a su memoria el tiempo en que fue designado capitán general de Cuba y enviado a la isla para sofocar la amenaza de insurrección que luego se extendería igual que una epidemia. Con tal motivo, el Ministerio de Ultramar le hizo saber que estaba autorizado a pedir los auxilios de marcha que necesitara para el viaje, pero repuso que nada quería. Ya en Cádiz, un habilitado de Hacienda se acercó para darle la bienvenida, e insistió en que solicitase las ayudas pertinentes. Él volvió a mostrar desinterés, el funcionario le ofreció entonces mil escudos, añadiendo que eran sin cargos dado que a ningún gobernador se le habían descontado.

Jamás hubiese creído que al prestar testimonio del pleito-homenaje en aquel despacho amueblado con maderas oscuras e indígenas, desestimara las intrigas de que fue objeto a lo largo de los últimos meses, cuya consecuencia era sin duda un destino tan remoto, y sólo valorase el instante del atardecer en que el vapor se aproximaba lentamente a la bahía.

Unas semanas después de asumido el mando le reclamaron el dinero entregado al partir. Si bien sospechaba la relación con ciertas diferencias políticas que habían provocado su marcha de la metrópoli, como ignoraba las prevenciones con respecto a esas pagas, y toda vez que no se les habían deducido a sus antecesores, esperó para proceder a su abono. Presidiendo una noche una cena de gala en el palacio de los duques de Santovenia, sintió un dolor tan fuerte en el pecho que en adelante no pudo llevar a cabo los cometidos propios del cargo que ostentaba. Tras producirse una notificación de cese regresó a la península.

Al año siguiente recibió un segundo nombramiento como gobernador superior de la isla de Cuba. Desde la colonia escribió al ministro de la Guerra quejándose de la exigencia de devolución de aquella antigua suma, pues pensaba que se había hecho con él una excepción que únicamente debía de reconocer por móvil causas que omitía manifestar, y que a su buen juicio no se le ocultarían. Sin embargo, reintegraría lo exigido si el Gobierno de Su Majestad así lo determinase. La carta no obtuvo contestación alguna, y él continuó en su puesto hasta el mes de enero de 1869, cuando hubo de entregar el mando al general Dulce, representante del nuevo orden establecido. Lo hizo junto al retrato de la Reina Isabel, y pidió que, mientras estuviera en esa tierra, respetasen el símbolo de la Monarquía. De regreso en España solicitó una licencia de seis meses para poder marchar al extranjero y emprendió viaje a Burdeos. A punto de expirar el permiso sus superiores le comunicaron que se presentara en Madrid a la mayor brevedad posible, pero desobedeció aquella orden. Pronto le separaron del Ejército y le acusaron de estar al frente de una conspiración monárquica. Ni entonces ni ahora habría negado su participación en ella, aunque el verdadero motivo que le obligaba a no volver era la necesidad de extremar los cuidados con respecto a una salud ya muy quebrantada.

En Burdeos solía acudir a los estrenos de ópera con el mismo traje de gala, pues había traído un pequeño baúl y lo cierto es que se desenvolvía bastante mejor en uniforme de campaña. Vivió prácticamente de incógnito, sin echar de menos el trato con otros militares o personal diplomático. Durante el entreacto podía ocurrir que fuera a saludar al cónsul y a su esposa, una mujer de delgadez extrema, muy al corriente de los sucesos políticos al otro lado de los Pirineos, pues su marido estaba desbordado como consecuencia del trabajo que le procuraban los innumerables españoles afincados en la ciudad. Tenía también por costumbre el llegarse hasta Les Allées de Tourny, terminando muchas veces en los muelles, para así contemplar los vapores que zarparían con dirección a las Antillas. Volvía sobre sus pasos y entraba en cualquiera de las casas de comidas situadas en las calles adyacentes al puerto, cuando al anochecer éstas se van quedando desiertas.

Desde hacía unos tres años residía en Bayona; lejos de sus enemigos políticos, vigilaba el transcurso de las horas, y hablaba lo imprescindible con los empleados del Hotel des Ambassadeurs, un establecimiento muy confortable a sólo escasos metros de la catedral, zona dominada por la calma, si se exceptúan el sonido de la lluvia, el retumbar de los cascos de los caballos, y el restallido del látigo de los cocheros.

Cada mañana una doncella toca despacio en la puerta de la habitación, espera unos segundos y entra sigilosamente porque sabe que el médico ha prescrito guardar reposo absoluto. Con todo, los primeros días de su estancia allí, quizá para impresionar a ese personal tan atento, se levantaba de madrugada con el evidente deseo de poner a prueba su fortaleza. Y es que siempre se había considerado un hombre al que la enfermedad no podía obligar a ninguna postración. La doncella le preguntaba por su estado, a lo que respondía que se sentía muy bien, ella miraba a su alrededor y se marchaba. Después entraba una camarera portando el desayuno, él le indicaba que colocara la bandeja en la mesa situada junto a la ventana, y también que descorriese las cortinas, para fijar la atención en el paisaje de casas de piedra que tanto semejaba al de su tierra natal. Si el día amanecía gris, hecho muy habitual en ese clima atlántico, se desmoronaban las esperanzas de mejoría y ya no le quedaba otro remedio que permanecer en la habitación. Allí le servían la comida y por la tarde, a medida que la penumbra iba adueñándose del lugar, el gerente en persona encendía todas las bu- jías. Le llamaban don Francisco con mucha deferencia, quizá supieran que se hallaban ante un político de relevancia en el país vecino.

Le gustaba contemplar las aguas del Nive. A su imaginación acudieron episodios de antiguas luchas, las de la guerra contra los partidarios de don Carlos, cuando inició su trayectoria de fiel servidor de la causa monárquica isabelina. Su bautismo de fuego tuvo lugar a los diecinueve años; dos balas de fusil le atravesaron, una el abdomen y otra la mano derecha. Desde entonces habían sucedido tantas cosas que difícilmente conseguía recuperar una parte de aquel mundo, como si se hubiera cerrado la puerta del pasado, ahora que los ideales de los hombres eran otros y los anhelos de antaño habían fracasado.

El médico hacía su visita a diario. Se demoraba en el reconocimiento y, mientras iba recogiendo el instrumental hundido entre las sábanas, cambiaba algunas impresiones con el gerente. No olvidaba la advertencia de guardar reposo, tampoco la prohibición de salir al exterior. Si una mañana cualquiera podía observarse atisbo de que el cielo iba a abrir, el convaleciente solicitaba permiso para dar un paseo, pero el médico miraba hacia la ventana, incluso se acercaba hasta allí y movía los visillos repitiendo su orden, como si predominara la falta de luz, y dado que no era temprano huía la posibilidad de que variase de opinión, no por especial empeño en que su paciente se protegiera del mal tiempo, sino como quien está persuadido de que el restablecimiento de la salud es una cuestión de diciplina, sin que hubiera de insistir en esto último, pues con un revelador gesto apelaba a la trayectoria profesional de su interlocutor.

El general andaba despacio bajo los soportales de piedra, acaso muy similares a los de La Habana, pero sin separarse del curso del Nive. Se detuvo unos instantes, sacó del bolsillo la carta que le había sido entregada junto con el desayuno y la releyó. Estaba escrita en una cuartilla sin membrete militar, y en el tono solemne empleado a veces por los hombres para comunicar los hechos importantes de la existencia. Sintió tanta confusión en ese órgano que mantenía su vida pendiente de un hilo, cuando a menudo le había sobrado valor para enfrentarse a toda suerte de batallas, que no pudo por menos de creer que la distancia le estaba jugando una muy mala pasada. Las graves palabras de su primo Baldomero presagiaban para él y su familia un incierto porvenir.

Ahora le parecía un gran error no haber dejado la situación completamente zanjada, pero en su defensa podía argumentar que muchas resoluciones tuvieron que quedar al margen tras el estallido de la guerra. En los últimos meses se había acostumbrado a calificar de insignificantes las inquietudes de los demás mortales. Aún así, nunca creyó que una noticia fuera a dejarle inerme, y le dolía en lo más profundo que su hija menor hubiese roto su compromiso.

*****

En marzo de 1877 el punto céntrico de operaciones del batallón de Cazadores Pizarro estaba ubicado en Yaguajay. Por más que se hallara distante de las oficinas de la Comandancia de Remedios, instaladas éstas en un caserón propiedad de una familia que hubo de emigrar por una denuncia anónima, los éxitos militares de la columna eran de sobra conocidos, pues los ordenanzas venían desde el destacamento con mensajes del teniente coronel por un camino que otras personas, fuesen peninsulares o criollas, blancas o mulatas, no se atrevían a frecuentar, habida cuenta de que las autoridades de la zona remachaban sin cesar la obligatoriedad de permanecer en el interior de las poblaciones. Las luchas en el territorio de Santa Clara y la intervención de Baldomero Lersundi habían fomentado los ardores patrióticos de los círculos más íntegros de Remedios. En los cafetines, entre el humo de los habanos, los hombres, sus dedos tan redondos como las hojas del tabaco que aspiraban, ponían su taza de café en el plato y defendían, con agria voz, las cualidades de aquel caballero español. Sin olvidarse de dedicar una caricia al bigote referían que, pese a haber tenido que viajar a La Habana por propia solicitud para sufrir un examen en la Academia —le había sido denegado el ascenso a capitán, según las malas lenguas, a causa de su poca instrucción en tres de las cuatro materias del reglamento—, demostraba que le sobraba orgullo, y todo era agua pasada, no habiendo quien tosiera al recién nombrado comandante, empleo obtenido como consecuencia de su victoriosa actuación en uno de los últimos combates librados. Finalmente añadían que su comportamiento era tan ejemplar que a menudo se lo veía arrodillado frente al altar de la iglesia de San Juan Bautista. Quizá lo hiciese para dar gracias a Dios por los satisfactorios resultados, aunque ninguno de los que se jactaban de haber hablado con él podría asegurarlo. Con todo, parecía difícil dudar de la fe del comandante en la participación del Todopoderoso, perteneciendo a una distinguida familia cuyos antepasados eran de Vascongadas. Dejando a un lado las diversas opiniones, frecuentemente inexactas, parciales o inventadas, se podría aventurar que el comandante era diligente, animoso y dueño de una valentía que las más de las veces alcanzaba la temeridad.

Toda su infancia había transcurrido en la reverencia a su padre, un hombre que fue capturado al término de la guerra de la Independencia y llevado a Francia, pero que tuvo el arrojo de fugarse de la prisión a los dos meses de estar encerrado en ella. Los avatares de su regreso los contaba siempre a los postres, tal vez porque con la tranquilidad del estómago lleno, adquiría más relieve el triste ayuno a que se vio forzado de aldea en aldea, siempre en busca de un trozo de pan. Ponía a descansar su mano derecha encima de la barriga y, tras agradecerle de nuevo a Dios los alimentos, iba cayendo en un sopor del que despertaba para balbucear palabras sin sentido que su hijo transformaba en la leyenda de un hombre sin igual frente a aquellos malditos franceses, empezando por José Bonaparte, raro como él sólo, obstinado en suprimir iglesias, aunque de poco le había servido, pues desde muy pequeño el niño supo rezar. Éste colocaba la mano izquierda de su padre junto a la otra, quedando entrelazadas ambas, para que durmiera profundamente e impedir su avance medio despierto hasta la cama, ya que no se levantaría a cenar y por consiguiente él se vería privado del relato de las penalidades sufridas en los campos de Francia, llenos de impíos y alimañas. Desgracias que concluían en el momento de tropezar con una campesina, dueña de un corazón de oro capaz de saciar el hambre del abandonado pordiosero. Con tal de escuchar el cuento de la doncella el hijo velaba el sueño de su padre y empezaba a sacudirlo un poco al anochecer, cuando consideraba que habría recobrado fuerzas para extenderse de nuevo en pormenores sobre esa muchacha cuyos ojos miraban rendidos de ternura al ofrecerle cobijo en el pajar, a donde se encaminaban, preparando ella un lecho con el fin de que el extranjero descansara hasta el alba. La historia no hallaba continuación, pues el padre se detenía en calamidades posteriores al encuentro, e insistía siempre en una gran tormenta y en los rayos que destrozaran el establo. Ante las preguntas del pequeño Lersundi sobre la francesa, y mientras rebosaba el plato hondo de sopa, don Alejandro se arrepentía en silencio de haber respondido a la hospitalidad de aquella mujer de cabellos tan claros con toda suerte de palabras y sin que se atreviera a rozar cualquier botón de su corpiño.

Baldomero pasó también parte de la niñez evocando como un alma en pena el recuerdo de su madre, a quien no lograba dar cuerpo, pues las veces que pretendía se le desvelase lo que consideraba un gran secreto, le llegaban palabras rápidamente abortadas. Así que aguzaba el oído detrás de todas las puertas, lo mismo daba que fueran las del despacho tapizado en verde donde su padre se entregaba muy de mañana a la contemplación de una bola del mundo inamovible. Por más que no obtuviese ningún resultado: es sabido que ese progenitor sólo hablaba en la somnolencia de la sobremesa. No obstante, como gracias a una superposición de ilusiones confiaba en que cayera rendido a la menor oportunidad, él se mantenía al acecho. Espiaba igualmente distintos rincones de la casa, por ejemplo, el desván, que interesaba a los familiares venidos de otros pagos, o la despensa, donde habían hecho sitio para colgar varias piezas de bacalao. Ahí no se le ocurrió indagar por espacio de horas; la cocinera era muy lacónica y jamás añadía una frase al expulsarlo del calor del carbón. Carente de explicaciones, tuvo que conformarse con lo que ya conocía, más bien nada o, mejor dicho, que su madre había sido una mujer de extremada bondad. Eso recalcaba la tía Josefa, al tanto de muchas cosas, y que tal vez ocultaba lo fundamental mientras repartía instrucciones para desalar adecuadamente el pescado, con vistas a que las piezas traídas desde el Norte como regalo no supieran a perros. Mirando los retratos, uno detrás de otro, que adornaban muchas salas de la casa, pero sobre todo las paredes sombrías de la escalera, el niño logró convencerse de que la dama que era su madre jamás hizo daño a nadie.

Por último hay que precisar que a menudo se sentía muy insignificante —bajo la tutela de un padre de franco carácter y leales sentimientos que cuando él nació sobrepasaba la cincuentena—, y bastante solo sin su madre. De su muerte también se ocuparon los parientes, aunque eso sucedió pasado algún tiempo de que ponderaran tanta virtud, un final cuyas circunstancias le fueron reveladas en la casa solariega de Deva.

Las cartas enviadas por sus familiares desde ese lugar —tras las largas temporadas en la meseta se ponían a escribir al día siguiente de su llegada— revelaron la conveniencia de que el muchacho ingresara en el Ejército. Recién cumplidos los trece años fue admitido como caballero cadete en el Regimiento de Infantería Saboya número 6, cursando estudios en Vitoria y San Sebastián. Don Alejandro, que nunca se alejaba de Valladolid, ciudad donde había alcanzado el retiro de coronel, y que quedaba al cuidado de esa cocinera especialista en guisos de bacalao e igual de parca en palabras que en el cálculo de una comida para tres personas, rogó a Josefa, la mujer de su difunto hermano Benito, y a su sobrino José, que cuando Baldomero fuera de permiso, le enseñasen la vecina población de Azcoitia, el lugar de nacimiento de sus antepasados. Pero lo cierto fue que nadie sacó al joven de los límites de Deva, porque, decían, las brumas en los picos de las montañas desaconsejaban emprender el camino.

Durante las licencias solía permanecer silencioso en el destartalado salón de la casa de piedra viendo cómo su tía movía unos lentes que luego acercaba a los ojos para señalar algún descuido en el uniforme de su hijo José, de profesión militar como todos los hombres de la familia, no porque el primo fuese desaseado sino porque ella había hecho de la suciedad un objeto de persecución. También tenía oportunidad de escuchar todos los detalles que la tía y el primo intercambiaban sobre las confusas intrigas de palacio urdidas en Madrid, y que afectaban a su otro primo Francisco, el general, con quien él apenas tuvo trato debido a la diferencia de edad existente entre ambos.

El joven Baldomero nunca imaginó que fuera a viajar tan lejos, ni que Cuba acabara convirtiéndose en un motivo constante de perplejidad. Había sido atendido por el médico civil —el de la columna cayó fulminado en una escaramuza— y, pese al último ascenso por mérito de guerra, no sabía si bendecir esa tierra o abandonarla para siempre. Se trataba de un lugar que sospechó sometido a innumerables aguaceros desde el día en que arribara con el empleo de subteniente, habiendo sido requerido por el general Lersundi. Pero el culpable de su descontento no podía ser la enfermedad, tampoco el clima, sino Luisa, su prima, de una belleza sin igual, y muy distinta a la de la niña de Deva. El día en que la vio aconsejar a su padre, nada menos que el gobernador de la isla, la utilización de una estrategia hasta entonces desacostumbrada para vencer al enemigo, causó una tan honda impresión en él que ya nunca podría liberarse de su recuerdo. Desde aquel instante, si bien ella lo despreciara luego, siguiendo varios reveses con pérdida de soldados a sus órdenes, Baldomero consideró que estaba llamado a aniquilar todos los intentos de sublevación, y eso porque esa mujer de labios tan rojos como la carne más fresca reprobaba enérgicamente la vileza de unos rebeldes que no dudaban en machetear sin piedad a las fuerzas leales.

Julia Iturbe solía retirarse a menudo de la reja de la sala de estar de su casa precisamente porque toda la acera era lugar de encuentro y de obligado saludo entre las gentes de Remedios y algunos peninsulares. La timidez de la muchacha era tanta que cuando miraba hacia la calle nunca se atrevía a mostrarse lo más mínimo. No quiere esto decir que desatendiera los dictados de su corazón, sólo que sostenía con él un diálogo en voz baja. De fogosidad poco visible, desconcertaba a los demás y también a sí misma sobre sus verdaderos sentimientos, porque la mayoría de las veces se preguntaba, e incluso de noche, si el motivo de su inclinación por el comandante Baldomero Lersundi había surgido como resultado de sus méritos en campaña, o si esa atracción era consecuencia de los elogios de amigos y conocidos, dignos de considerarse en relación a un posible matrimonio.

Dedicaba la mayor parte del tiempo a bordar con el bastidor en el regazo. También contemplaba desde una pequeña butaca el efecto de la lluvia y su ascendente vaho. Se levantaba para mirar a través de los cristales del balcón, en esa habitación de la primera planta donde solía pasar todas las tardes, sabiéndose protegida gracias a la altura y distancia con respecto al exterior. Tan aplicado aislamiento le sirvió para concebir una imagen muy especial del destacado militar, quien tal vez había de elegir por esposa a cualquiera de las jóvenes presentes en las reuniones de sociedad. De esta manera, con la ayuda de su propia discreción, Julia imaginó las circunstancias de la vida de aquel hombre, inmediatamente empezó a enamorarse y a no más tardar creyó amarlo. Quizá se permitía esos desvaríos convencida de que nunca tendría ocasión de desmentir lo soñado, acostumbrada como estaba a consumir las horas siempre en casa. Lo más probable es que anhelase que él se introdujera al menos una vez en su mundo, como esos viajeros por exóticas tierras que logran adquirir corporeidad en el momento de su llegada, pero más en el de su partida. Poco a poco tuvo a bien considerar que la altura de quien ya ocupaba todo su pensamiento era la adecuada, sus ojos verdes, de un brillo por el que siempre sentiría inclinación, y no había momento en que no viera su pelo rubio o su torso fuerte.

Estos detalles le fueron proporcionados por su hermano, a quien ella a veces inquiriera no sin un cierto rubor. El valiente militar había estado destinado en varios puntos de la jurisdicción de Santa Clara y no sólo intervino en la toma del ingenio propiedad de la familia, y asaltado por los insurrectos, sino que dominaba todos los entresijos de la manufactura del azúcar cubano. Ignacio, responsable de la dirección de la hacienda tras la muerte de su padre, sabía que el cultivo de la caña atravesaba un mal momento, pero estaba convencido de que vendrían mucho peores. El ingenio tenía ya un carácter simbólico, estaba sometido a elevados costes de producción y embargado por las deudas. Otras familias, cuyos métodos de enriquecimiento basados en la trata de esclavos él censurara, habían logrado amasar unos capitales de importancia que con la incertidumbre de la guerra eran invertidos en el extranjero. El talante escrupuloso del ahora cabeza de familia le hacía temer que si la paz no se firmaba pronto sus hermanos más pequeños se verían obligados a marchar a La Habana para probar fortuna como corredores de buques.

Una de las muchas tardes en que Julia bordaba y se distraía con la lluvia, asomándose cada cierto tiempo al balcón, Ignacio habló del próximo fin de esa sociedad tan ingenuamente arcaica a la que ellos pertenecían, hasta el punto de que pronto quedaría hecha añicos. Argumentaba en esta línea porque su hermana estaba dotada de un claro entendimiento, también porque ya no había tiempo que perder. Julia escuchaba sin mirarlo, sus ojos siempre pendientes de la calidad del aire y del paso de los tran-seúntes. Ignacio no se arredró ante su indiferencia, desde muy niña le había caracterizado el no atender de inmediato cuando se exigía de ella cualquier reacción. En un intento de provocar su interés pasó revista a algunos apellidos ilustres. No hizo falta que siguiera enumerando, pues antes de lo que creyese sorprendió en la mirada de ella una intensidad inusual, justo en el momento en que alabó la hombría de bien de ciertos militares destacados en la isla, concretamente la de quien era muy valeroso y cuyos méritos de guerra resultaban incontables. Julia prestó atención, como si deseara aumentar sus conocimientos, completar la idea que se había ido formando. Ignacio sacó el reloj del bolsillo pequeño de su chaleco y consultó la hora, anduvo unos pasos, deteniéndose en el escritorio donde antes dejara el diario, e intentó investigar el cada vez más elocuente corazón de su hermana. Hombre juicioso por imperativo del destino, dio a entender que era a ella a quien correspondía la decisión de formar un hogar propio. No tuvo que fingir ninguna satisfacción cuando, por esas casualidades que inexplicablemente concurren en las intenciones, comprobó que el ilustre peninsular, dueño de la cruz de primera clase del mérito militar con distintivo rojo, parecía del total agrado de Julia. Y es que ella aceptaba la sugerencia de su hermano porque de lo contrario moriría la historia en la que creía a ciegas. Ignacio le dijo que el comandante Lersundi —sus averiguaciones respondían al contraste de diversos pareceres— había desembarcado en la isla a la edad de catorce años. Julia buscó los ojos de su hermano y abrió la boca en señal de asombro, como si la madurez del militar fuera un atributo demasiado reciente. Se esforzó en imaginar la infancia de su posible esposo y al actual torso fuerte yuxtapuso un rostro imberbe. Así que dejó entrever que él perdía parte de su atractivo. Entonces Ignacio se refirió a sus destinos en Mayarí, Güines o Cárdenas, y a que fue ayudante de campo del capitán general de la isla, un familiar suyo, o en Matanzas, de Díaz de Ceballos. Aludió a varios hechos de armas en los que Baldomero Lersundi alcanzara protagonismo. Cuando Julia oyó relatar la habilidad en la liberación del ingenio familiar sintió renacer su entusiasmo. Ignacio precisó que nunca podría valorarlo suficientemente, pues en esos días en que estuvieron sometidos a todo tipo de desmanes ella permanecía en Caibarién con sus hermanos. Julia volvió a la butaca, cogió el bastidor —sus dedos buscaron entre los hilos del cesto de costura—, se sentó con cuidado y enhebró una aguja. A sus oídos llegaban palabras que parecían corresponder al mundo entero, sin embargo pertenecían a la isla de Cuba; Morón, Mayajigua, Sancti-Spiritus, Trinidad, Sagua Grande. Y junto a éstas; municiones, caballerías, cargas, columnas, fusiles. Ignacio concluyó la exposición diciendo que el comandante se encontraba ahora en el hospital de sangre de Yaguajay, y sería trasladado pronto a Remedios para proseguir el restablecimiento de su herida de bala en la pierna derecha. Julia se sobresaltó, sus manos perdieron la línea del bordado, pero preguntó si el comandante sanaría por completo. Le inquietaba sin duda que el hombre en quien pensaba siempre, y que su hermano había juzgado idóneo como esposo, se desvaneciera. El parecía jugar con la sombra de pesimismo que vio reflejada en su mirada. Transcurrieron unos segundos llenos de expectación.

—No tienes de qué preocuparte—dijo él finalmente.

Ella clavó la aguja en la tela del bastidor y se levantó para besarlo.

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