Estaba sentado, atado, con las manos a la espalda y prisioneras entre una enorme columna de acero.
Abrió los ojos con pesadez, no veía casi nada. No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero allí estaba, retenido, y solo. No quería admitirlo, aunque…, su inconsciente conocía la respuesta de su repentino cautiverio. Sin duda, le habían pillado.
Comenzó a entrarle el pánico, y él no es de los que se amedrenta a la primera.
— ¿Hola?—preguntó con fuerza, pero solo escuchó el eco de su voz— ¿Hay alguien ahí? —gritó de nuevo con todas sus fuerzas.
No hubo respuesta: silencio.
Durante los siguientes minutos tan solo pudo escuchar su propia respiración. Esa sensación le aprisionaba el pecho. Necesitaba calmarse para recuperar el control que sin duda había perdido.
Un repentino frío se apoderó de él que le provocó un leve espasmo.
Miró en rededor: seguía en una total oscuridad. Se concentró unos instantes y, al cabo, sus pupilas comenzaron a adaptarse a ese entorno umbrío. Gracias a unas rendijas del techo que dejaban filtrar algo de la luz de la luna, pudo, no sin esfuerzo, determinar con bastante aproximación el contorno de la estancia en la que se encontraba. Sin duda, parecía un almacén, frío, sucio y polvoriento. Llegó a la conclusión de que estaba en un edificio abandonado.
Respiró despacio y controló sus pensamientos. Notó como le bajaban las pulsaciones.
Giró la cabeza y buscó algún tipo de objeto, a su alcance, que pudiera ayudarle: nada.
Como la visión era escasa, el tacto inviable, y los sonidos ausentes, decidió concentrarse en el olfato para captar algún matiz diferente que en cualquier otro momento se le habría pasado por alto: olía a cerrado y a humedad, con un leve matiz de algún tipo de aceite o grasa como en un taller de coches. Aunque también, gracias a su alergia, pudo detectar la cantidad ingente de polvo sobre el que estaba sentado, y los ácaros.
Tras una intensa e interminable lucha inútil contra sus ligaduras se le comenzó a nublar la vista. El cansancio se apoderó de él y comenzó a cabecear.
Un ruido lejano le sacó del letargo. Le había parecido un chasquido metálico, pero no lo podía asegurar. La ensoñación en la que había estado sumido le había distorsionado la realidad. Había estado soñando con Elsa, la impresionante bailarina del…
<< ¡Mierda! Seguía allí>>
Las pulsaciones le volvieron a subir sin control, parecía un caballo desbocado.
Aunque seguía sin ver, al fondo, escuchó el lejano aleteo de un par de palomas. Aquello no era una buena señal. Miraba nervioso al fondo del lugar, intentaba buscar alguna sombra extraña, algún movimiento, pero todo era incierto. Nada había cambiado. Pero… una distante y tenue luz iluminó un poco la estancia. De nuevo escuchó ese sonido metálico que le había parecido escuchar antes, ahora era nítido.
— ¿Hola? —preguntó algo mas esperanzado.
Nada, silencio de nuevo.
Giró la cabeza y escrutó las dimensiones de la estancia con bastante más precisión que antes, pero, incluso así, la visibilidad era casi nula.
A un par de metros, frente a él, vio unos pequeños y extraños destellos en el suelo. No pudo determinar qué demonios era, aunque…, sin duda nada bueno, de eso sí estaba seguro.
Durante todo el tiempo en el que estuvo a solas en aquel enorme y austero almacén, había intentado, por todos los medios, liberarse de sus ataduras, pero le fue imposible. Tuvo la sensación de que cuanto más intentaba tirar para aflojar sus ligaduras, más le apretaban las muñecas: en esos instantes ya las tenía desolladas y en carne viva.
Después recurrió a los alaridos, y más tarde a la súplica; pero tampoco sirvió de nada. Parecía estar sólo y en algún lugar apartado donde de nada le serviría gritar. Daba la sensación de que alguien había pensado en todo. Tan solo lograba escucharse a sí mismo por el eco.
De repente sintió un leve cosquilleo en la nuca, como si le estuvieran soplando y todo el vello se le erizó. Una especie de sexto sentido le puso en alerta. Era una intuición pero ahora estaba seguro de una cosa; alguien estaba allí, muy cerca, y observándolo.
Respiró, abarcando el máximo de aire posible. Lo hizo con lentitud. Necesitaba calmarse, después intentó hacer memoria. Sólo tenía una cosa clara: se había despertado de aquella guisa y sentado de medio lado y no recordaba cómo… Se preguntó cómo había terminado así. Lo último que su memoria le mostraba con nitidez era que estaba en el club “Oceanía”. Había ido con…
De repente, dos enormes focos que pendían del techo se iluminaron, cegándole, y provocándole un movimiento innato. Giró la cabeza de medio lado y cerró los ojos.
<<Era gracioso, el almacén ahora estaba totalmente iluminado pero no podía ver nada>>
— ¿Quién está ahí? —aulló, ahora más asustado que nunca. No recordaba un momento de incertidumbre igual en toda su disoluta vida.
Nada, de nuevo silencio.
Intentó ver algo. Dejó abierto una leve ranura en los párpados. Nada; había demasiada luz.
Cuando sus pupilas, poco a poco, se acostumbraron algo al nuevo entorno, y a través de aquella leve ranura, distinguió a sus pies, a un par de metros, el causante de los brillos que le habían intrigado antes; era un enorme plástico extendido por el suelo. Entonces, un nudo le bloqueó la garganta, y la boca se le quedó seca.
<< ¡Me van a matar!>>
Ya lo había visto decenas de veces.
Se apoyó sobre la pantorrilla y se puso de pie con torpeza; la columna a la que estaba atado tampoco ayudaba.
— ¿Qué vais a hacer hijos de puta? —preguntó chillando.
Ahora era pánico lo que sentía, pero no perdió su porte altivo. La apariencia lo era todo, pero ahora no tenía muy claro que fuera a funcionar.
— ¡Venid y liberarme cabrones! ¡Os daré una puta paliza…!
Nada. No hubo respuesta alguna. Eso era, para él, peor que tener enfrente una jauría de perros asesinos o una banda de sicarios del barrio del puerto.
Un chasquido metálico. Después, una puerta de metal se abrió al fondo. El sonido fue claro y preciso, con lo que pudo calcular con bastante aproximación la distancia: unos cuarenta metros. Pero aquellos potentes focos no le dejaban discernir el fondo de la estancia, el origen del sonido.
— ¿Quién eres? —repitió la pregunta con nerviosismo.
Sólo escuchaba el eco de unos pasos que se acercaban despacio, pero constantes.
— ¡Joder! —balbuceó—. ¡En serio, ya está bien…!—gritó.
Estaba a punto de llorar.
De repente, una enorme silueta se interpuso entre él y la luz de los focos. Distinguió como se acercó y de detuvo frente al plástico. Carraspeó.
Se sintió observado, como el que observa una atracción en el zoo.
A continuación volvió a caminar. Se acercaba con determinación. El enorme haz de luz que le llegaba por el contorno no le permitía verle el rostro, pero un intenso olor a perfume caro de hombre le llegó con total nitidez: le resultaba muy familiar.
Intentó girarse aun más y ponerse de medio lado, pero nada, la luz seguía siendo cegadora.
El sonido de los pasos cesó y la sombra se detuvo frente a él, a unos escasos ochenta centímetros.
— ¡Joder! ¿Quién eres, y qué quieres? —volvió a gritar entre sollozos mientras varios esputos surcaban el aire sin control.
—Malak, creo que a estas alturas ya deberías saberlo—dijo una voz seca y ronca.
El rostro se le quedó lívido, blanquecino, casi marmóreo.
—Joder Konstantine… ¿Eres tú?—reconoció su voz al instante—. Vaya susto me has dado. Ya te has reído bastante…, ahora suéltame—dijo algo más repuesto mientras se sorbía los mocos.
—Es irónico, ¿verdad? ¿Tú nombre no significa mensajero?—preguntó Konstantine muy serio. Malak asintió.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Porque vas a transmitir un mensaje.
— ¿Pero qué haces?—le increpó al ver como se acercaba una mano firme que sostenía una pistola.
—Algo que debería haber hecho hace tiempo.
El tono de voz era frio y distante. Actuaba como si estuviera frente a un extraño.
Malak sintió unas gotas de sudor frío que le resbalaban por la sien.
Una llamada telefónica no interrumpió demasiado a Konstantine. Atendió a la llamada sin desviar un ápice la mirada de su víctima.
—Sí, ya casi está hecho—asintió con la cabeza—. En un instante habré terminado… De acuerdo. Le avisaré cuando esté listo el envío.
Colgó el teléfono y se lo guardó. Le clavó la mirada sobre los rastros de baba que le colgaban; estaba sintiendo asco, pero aún así le dedicó una sonrisa mortuoria. Premonitoria.
Malak ahora tenía miedo, mucho miedo, y una tremenda quemazón que le recorría las piernas. De hecho, el líquido amarillento del charco que ahora tenía bajo sus pies, unos minutos antes había estado en el interior de su vejiga. Había estado al límite de su capacidad, y la visión del cañón de aquella Sig Sauer P226, como si de una agente británico se tratara, acercándose a su frente, fue suficiente para que le fallaran los esfínteres.
Se maldijo por aquella muestra de debilidad que no jugaría nada a su favor.
Mientras…
Todo había comenzado por un anillo. Un maldito anillo de compromiso. Los insultos que se estaban propinando, y que herían sus corazones, eran rápidos y certeros.
— ¡No crees qué vas demasiado rápido! — le había dicho él, más nervioso que enfurecido. Sus ojos glaucos se posaron en la espesa y ondulante mata de pelo rojo que poseía Ángela.
Ángela no respondió, se limitó a observar sus agitados movimientos.
Observó su atezada piel por el sol y se derrumbó. No era por lo que había dicho, que, aunque era duro de escuchar, lo podía soportar. Era por lo que había callado. Su silencio era más cruel que los insultos sin sentido que había descargado fruto del momento.
Ella había comprado aquel anillo con ilusión, y había esperado paceintemente. Se lo había dado por su aniversario. Le amaba, le quería y deseaba ser parte de su vida. El anillo tan solo era una escusa, un estimulo para que por fin se abriera del todo a ella. Estaba harta de sus mentiras. Sabía quién era y a que se dedicaba, pero no podía soportar que no se mostrara como él mismo, por lo menos con ella. Siempre tenía que rebuscar en su mirada para reconocer cual era el papel que estaba representando.
Él acababa de tirar al traste todas sus expectativas en unos segundos. Sin duda la visión de su relación ya no era la misma.
Le miró la barba de dos días y el pelo desaliñado, y aquellos ojos verdes que le habían cautivado, y pensó que ya no había solución.
Ella jamás le había visto así. Descontrolado y como endemoniado. Aquella parte de él había permanecido oculta durante toda su relación.
¡Aquél no era el hombre del que estaba enamorada! No entendía que le había pasado. Tan solo era un anillo. ¡Una mierda de anillo!
En el fondo agradecia ver su verdadero interior, aunque sólo fuera durante un instante. No se imaginaba lo que hubiera pasado de haber continuado con aquella relación.
No le había gustado lo que había visto.
— ¡Eres idiota!—dijo Ángela—. No te enteras de nada.
Miró el anillo que tenía entre los dedos y lo tiró al suelo. Salió corriendo de aquel lugar, dejando impregnado en el ambiente su olor a rosas frescas. Necesitaba huir. Pensar en lo que había sucedido.
Asier vio como rodaba el anillo por el entarimado del suelo, y como ella se marchaba entre sollozos, con las manos en la cara como si quisiera sujetarse las maraña de pecas del rostro.
Sí, se había enterado de que iba todo aquello, pero, simplemente, no estaba preparado.
Se sentó y cerró los ojos. Las lágrimas comenzaron a brotar en silencio. Tan solo se escuchaban los ecos de sus dulces pasos en la lejanía.
Negó con la cabeza.
<<No debía…>>
Era mejor así. Los fantasmas regresaron con fuerza.
Sabía que ella sufriría menos así. Pero era un cobarde, no se había sincerado… no le había hablado de su oscuro pasado.
Se levantó y cruzó el salón, se agachó y cogió el anillo. Lo miró y se lo guardó.
I
Unas semanas después…
Luis estaba asomado por la ventana. El sol despuntaba ya en el horizonte e invitaba a salir a la calle, pero aún le quedaban cosas importantes que hacer, por lo que lo tendría que dejar para más tarde.
Acababa de llegar de vacaciones y ya estaba deseando irse de nuevo. Había pasado una semana en una isla desierta, perdida en el Caribe. Necesitaba desconectar de la tensión acumulada en el último año.
Comenzó a pasear por su despacho, con las manos a la espalda y cogidas con ímpetu. El traje se le abrió, mostrando la prominente barriga que estaba echando desde que asumió el puesto de director del CNI. Pensaba en la forma en la que desarrollaría su exposición: tenía una reunión con el presidente del gobierno, y aún no había encontrado las palabras adecuadas; no sabía cómo transmitirle lo que tenía que decirle: malas noticias, sin duda. Temía sus impredecibles reacciones, sobre todo las violentas.
Se pasó la mano por su ancho y redondeado rostro, como si intentara limpiarse.
<< ¡Ataques de ira!>>, decía su secretaria a modo de excusa.
A fin de cuentas, se había enterado y se lo tenía que decir: el candidato elegido…, más bien, designado a dedo por el mismo presidente, no era el idóneo para el puesto. Además, el presidente se había encargado en persona de ir presionando a todos los miembros de Consejo General del Poder Judicial con derecho a voto. El de Jefe del Tribunal Supremo no era un puesto para ser elegido de forma arbitraria, por algo había elecciones. Había que destituirle…, y sería un escándalo. Necesitaba otro candidato apropiado. Éste no lo era. Y tenía que hacerse con legitimidad.
Pero había algo más en su rostro. También le preocupaba la visita que había recibido, pero sobre todo la documentación que le había dado, y que ahora estaba sobre la mesa esperando.
Se detuvo de nuevo frente a la ventana, y sus ojos tristes y apagados miraron al infinito.
En todos sus años de carrera militar jamás había tenido que revocar una orden o petición de un superior. Las órdenes eran órdenes: esa es la primera cosa que aprende un militar. Hasta ahora, siempre le habían parecido óptimas y acordes a las circunstancias. Pero ahora, como secretario de estado y director del CNI, y uno de los hombres más poderosos de este país, debía hacerlo. Debía decirle al presidente que se equivocaba en su elección, y por ello maldecía su suerte.
Se giró y vio su ancha y pronunciada sombra que se proyectaba al interior de su despacho, que era amplio y acogedor, con una mesa de madera noble y un pequeño grupo de sofás para las reuniones informales. Al fondo había una enorme librería con un enorme compendio de tomos sobre derecho y economía. Y al lado, un mueble bar bien camuflado.
Se giró de nuevo y abrió un poco la ventana. Después se acercó al mueble bar, se preparó un café y se encendió un cigarrillo. Desde que entró en vigor la ley antitabaco, no se podía fumar en ningún lugar de trabajo o espacio público, pero de vez en cuando se lo saltaba, sobre todo cuando estaba solo, nervioso y meditando sobre algún tema importante, como era el caso.
Abrió la ventana de par en par y le dio una calada. Echó el humo y formó una nube lechosa que se disipó con rapidez. Miró a la sierra y dejó el cigarrillo apoyado una latita que tenia en el poyete de la ventana. Respiró con profundidad, dejando que entrara el aire frío de la sierra y, con la taza agarrada con ambas manos, se quedó mirando el fondo del jardín, donde un nutrido grupo de patos se azaraba en picotear el cesto de comida que acababa de proporcionarles el jardinero del complejo.
Usaba la taza para calentarse un poco. El aire invernal que le entrababa por las aberturas del traje le estaba destemplando, quizás fruto de la encrucijada en la que se encontraba, o quizás porque hacía frío de verdad. Era un típico día de invierno con un sol brillante.
Le dio otra calada al cigarrillo y lo apagó en la latita. Desplazó la latita a un lado, intentando esconderla un poco y sonrió. Parecía un niño pequeño intentando engañar a sus padres. Cerró la ventana, y echó una última mirada a los patos del estanque. Después miró al fondo, a la sierra de Guadarrama, y sus pensamientos regresaron a la futura conversación que mantendría esa tarde con el presidente…, y a las carpetas que le aguardaban sobre la mesa.
Su teléfono móvil que estaba junto a las carpetas sonó y le sacó del letargo en el que inconscientemente se había sumido. Se acercó a su mesa y se sentó. Zarandeó la taza en el aire buscando un lugar sobre el que apoyar la taza. Al final, la mantuvo en la mano y contestó con la otra.
— ¿Dígame?
—Señor, soy yo—dijo una voz ronca y seca.
— ¿Has averiguado algo de lo que te he pedido? —preguntó, reconociendo la voz de Vidal, su subalterno.
—Sí señor. Hace una semana que hemos perdido la pista de Malak. Ha desaparecido—su voz sonó temerosa.
— ¿Cómo es posible? ¿Tan difícil era hacerlo bien? Era algo rutinario, ¡por Dios!—dejó la taza en el primer sitio que encontró; un informe sobre la custodia de documentación confidencial que aún no había leído le sirvió de improvisado posavasos; la base porcelánica de la taza dibujó un círculo de color marrón claro. Maldijo para sí con gesto, e intentó limpiarlo con la mano. La solución fue peor, así que lo dejó como estaba— ¿Una semana? Pensé que ya estaba todo controlado.
—Y lo estaba, pero…
—A ver, cuéntame los detalles.
Miró las carpetas que tenía a su lado: La que le había traído ser Pennington en persona, y otra que había rescatado del archivo para su nuevo propósito: “Operación Caja de Pandora”, estaba escrito en letra Negrita y de un gran cuerpo de letra sobre la portada. En la parte inferior también había otro texto: CONFIDENCIAL y ALTO SECRETO, cruzado y en rojo, y aún más grande, para que se viera con total claridad. Cogió la pluma estilográfica que estaba sobre la mesa, cruzada, encima de una hoja garabateada y la quitó el capuchón. Cogió la carpeta y la abrió. Tachó una línea del primer documento que se asomaba dentro del dossier. Y al margen derecho anoto la palabra: “Perdido” junto a la fecha: 20 de diciembre.
—Germán asignó los puestos—explicó Vidal—. El último turno lo realizaron Simón Carra y Santos Tejeda, ambos con una más que dilatada experiencia en seguimiento—Luis anotó sus nombres en el margen de la hoja—. Ellos se encargaron de seguir a Malak—continuó—. Según el parte del día, y te leo textualmente: realizó una jornada normal y habitual. Por la mañana desayunó en la cafetería “El sol del Sur” de donde es cliente habitual y le conocen desde hace años. Un buen tipo, según el dueño del bar. Cómo se nota que nunca llegas a conocer a la gente—comentó fuera de hilo.
— ¡Céntrate!—ordenó Luis, cortando a su hombre—. Cíñete a los hechos.
—Perdón, como decía… una jornada normal. Después de desayunar se acercó a Estepona y estuvo cerca de cuatro horas en la inmobiliaria en la trabaja como tapadera. Después se acercó a dos locutorios donde apenas estuvo unos minutos en cada local. A continuación regresó a Marbella y comió en una tasca cercana a su casa. Pidió setas con…
—Eso no me interesa—dijo Luis cortando a Vidal—. Sigue con sus movimientos—puntualizó.
Mientras apuntaba los últimos datos, escuchó a través de la línea cómo Vidal resoplaba resignado.
—Ok—dijo Vidal—. Veamos…—Escuchó el aleteo de unas hojas, parecía estar buscando algo—. Sí. Aquí está—continuó leyendo—. Después visitó a Olivier Morel, un conocido armador de Puerto Banús. Después se les unió un tercer hombre, que según las fuentes es un ciudadano albanés. Un amigo de Malak. Los tres estuvieron en la terraza de un conocido local estuvo cerca de una hora. A continuación se fueron juntos a un burdel de la zona: el “Oceanía”. Allí fue donde le perdimos la pista—dijo resignado—. El equipo estuvo esperando en la puerta hasta que vieron salir a Olivier y al tercer hombre…
— ¿Cómo se llamaba el tercer acompañante? El albanés —preguntó Luis cortándole de nuevo.
Luis se acodó sobre la mesa de caoba y se quedó a la expectativa, con la pluma en ristre. Esperaba una respuesta.
—Giorgio Nicolau. Un conocido traficante de la zona, y habitual compañía de Malak.
Luis apuntó el nombre en el expediente, junto a los otros nombres.
—Cuando vieron que Malak no salía el equipó entró a buscarle…, pero no le encontraron. En ese instante le perdimos la pista. Después informaron a su enlace y siguieron el procedimiento habitual: solicitaron refuerzos a la central. Entonces…, por lo que puedo ver aquí… Sí, llamaron a la policía local y organizaron una redada, a modo de excusa en un tiempo record. Se crearon puestos de control para evitar que saliera ningún coche y después el equipo de intervención entró a tropel y registró el local, pero nada… Encontraron muchos delincuentes, chicas sin papeles y un pequeño alijo de droga…, pero ni rastro de Malak, se había esfumado…—se calló resignado. Daba la impresión de que esperara una soberana bronca.
— ¿Y habéis tardado una semana en avisarme? —preguntó indignado.
—Ha estado de vacaciones. Hemos intentado arreglarlo pero no hemos podido—sonaba a escusa—. No sabemos cómo ha podido suceder…
—De acuerdo—sabía que era cierto, y por eso no se ensañó con su hombre—. Yo me encargo—añadió Luis, intentando asimilarlo. Estaba haciéndose una leve idea de las consecuencias: y a simple vista no eran nada halagüeñas.
— ¿No tenemos qué hacer nada? ¿Debemos contactar con…?
— ¡No!—respondió cortándole—. Esperad instrucciones. He dicho que yo me encargo, ¿estamos?—advirtió ahora en tono desafiante— ¡No hagáis nada!
—De acuerdo.
Luis colgó y se quedó unos segundos con el teléfono en la mano. Era como si no supiera que hacer con él.
Lo devolvió a la mesa con suavidad y con la mirada perdida. Ahora, la entrevista con el presidente no importaba. Tenía un grave problema, y todo estaba a punto de estallarle en las narices. Cogió la carpeta con las dos manos, la miró con detenimiento y se recostó sobre su mullido sillón.
Pensó en las opciones que le quedaban. <<Pocas, la verdad>>, se respondía a sí mismo una y otra vez. Cerró la carpeta con energía y la dejó sobre la mesa; había tomado una decisión…
Cogió el teléfono fijo y pulsó un botón.
— ¿Necesita algo? —Preguntó Ángela, su secretaria.
—Sí. Necesito que vengas un momento.
—Claro—respondió justo antes de colgar.
A los pocos segundos, la puerta se abrió tras unos leves golpecitos de aviso, más bien de cortesía y de costumbre que de necesidad. Ángela entró.
Luis la miró y vio como su largo y rizado pelo tocado por el fuego ondeaba con gracia y frescura con cada paso. Se acercó con decisión hasta colocarse frente a la mesa. Luis la sonrió y ella le devolvió la sonrisa en silencio. Una sonrisa perfecta.
Por la mente de Luis pasaron las imágenes del primer día que la vio. Era la cuarta de de doce chicas que aguardaban nerviosas en la sala de espera para la sesión de entrevistas. Se quedó prendado de aquel rostro pecoso y gracioso. La retuvo en la memoria, pero fue Lourdes quien la eligió por méritos propios.
En su momento pensó qué Lourdes era insustituible, pero cuando le otorgaron el cargo, y le obligaron a cambiar de edificio, ella, aprovechó para jubilarse e instarle a buscarla un sustituto. Él deseó con ahínco que no se jubilara, que no le dejara solo ante aquel nuevo reto. Se lo imploró, incluso le suplicó, pero ella no aceptó, le dijo que ya era hora de dedicarle más tiempo a su deteriorada familia. Él no lo quería admitir, pero la entendió. La echaría mucho de menos, sobre todo después de tantos años juntos, y después de tantos momentos angustiosos, y divertidos, y de complicidad; toda una vida.
Pero cual equivocado estaba, aquella atractiva y hermosa mujer le demostró con creces su valía. Le sacó de su error al ratificar la elección de Lourdes como la inmejorable candidata que era para su puesto; lo hizo con hechos y decisiones concretas y muy juiciosas que le salvaron más de una vez. Cada vez que ella le sonreía, él la recordaba sentada en aquella austera sala de espera.
—Llévale esta carpeta a Rogelio.
—Claro—respondió con amabilidad—. ¿Alguna cosa más?
—No, gracias. Es todo…
Asintió con la cabeza a modo de gesto de conformidad. Ángela sonrió y se marchó con la carpeta bajo el brazo. Luis se acercó a su caja fuerte y, después de abrirla, guardó en ella la otra carpeta.
Agarró el móvil y se levantó. Se dirigió de nuevo a la ventana. La abrió y se encendió otro cigarrillo.
<<Para bien o para mal la suerte ya estaba echada>>, pensó mientras observaba como los patos nadaban en el estanque.
Cogió el teléfono móvil y llamó a un viejo amigo. Necesitaba consejo, pero sobre todo su ayuda.
II
Detuvo su paseo, tranquilo y sereno. Se giró y le miró con curiosidad. Con un rápido movimiento, el gato saltó sobre el techo de un vetusto y solitario Mercedes negro; el ruido, apenas imperceptible, en el fondo de aquel desierto callejón, le había asustado. Ahora, el gato caminaba erguido y orgulloso sobre el desconchado techo. Se detuvo de nuevo y curioso observó de nuevo el interior de las sombras. Allí, en el ángulo opuesto y a unos tres metros de altura, un hombre camuflado por la oscuridad, y por su negra vestimenta, trepaba por el canalón del desagüe que había en la esquina. Era ágil como el gato que le observaba, atento y prudente.
La fachada por la que subía estaba construida de ladrillo rojo en su totalidad, y era la prolongación de un grupo de edificios de dos alturas ubicados en las afueras de Marbella. La manzana completa pertenecía a dos empresarios de la costa; famosos por sus prácticas mafiosas y por sus métodos poco ortodoxos con las bandas rivales.
Ya en la azotea, y como una sombra más, se deslizó agazapado y continuó buscando la intimidad de las pocas sombras que allí había. Agachado y medio en cuclillas anduvo por todo el perímetro de la azotea hasta que llegó a la torre de refrigeración. Se descolgó la mochila de la espalda y sacó un mini destornillador eléctrico, con el que quitó los tornillos de la tapa protectora de la boca de respiración. Con mucho cuidado depositó la tapa de lamas de aluminio en el suelo. Aunque había elegido con mucho cuidado el momento, después de varias semanas de un escrupuloso estudio, con un rápido vistazo escrutó el perímetro, verificando que todo seguía tranquilo. Sacó de la mochila unas gafas de visión nocturna y un juego de arneses y cuerdas que amarró con cuidado y esmero a uno de los salientes de una viga de hormigón. Dejó la mochila en el suelo, a un lado, y verificó otra vez todo el equipo—ya lo había hecho antes de salir pero necesitaba comprobarlo, era una rutina en su trabajo—. Se colocó unos guantes de látex, finos y flexibles y comenzó a guardarlo todo en la mochila.
Se acopló la mochila, por delante, al pecho, y ajustó con fuerza las correas. Se bajó las gafas de visión nocturna que se había instalado en la cabeza y se descolgó de frente por el interior del tubo de aluminio. Ayudado por las poleas, que llevaba amarradas a la cintura y con las que frenaba o aceleraba a su elección, comenzó el descenso. Se deslizó con cuidado hasta llegar al inestable suelo que le proporcionaba la sección del tubo al girar. Avanzó despacio por lo que era el techo de la estancia, y, con mucho tiento y cautela, se deslizó hasta llegar a otra rejilla. Esta vez no le quitó los tornillos, ya que tan solo estaba enganchada con unos flejes sencillos; solo tuvo que empujar. Sacó un gancho elástico de la parte superior de la mochila y enganchó la tapa al perfil exterior del tubo, dejándola suspendida en el aire. Asomó la cabeza con precaución y verificó que estaba en la estancia correcta.
La oficina estaba a oscuras.
Con las gafas de visión nocturna revisó el interior. Todo estaba tranquilo y en su sitio: la mesa, las sillas, la vitrina, el ordenador… Se centró en el ordenador.
<<Ahí estas…>>
Era su objetivo: en su interior se hallaba toda la información que necesitaba y, además, estaba encendido, tal y como esperaba; la información de su contacto había sido correcta.
Con la ayuda del arnés, y del freno, se dejó caer hasta llegar al suelo. Se desenganchó y caminó con cuidado hasta detenerse junto al ordenador. La pantalla estaba apagada, pero las luces de la torre y el característico sonido del ventilador de refrigeración le indicaban que aún trabajaba. Se retiró las gafas de visión nocturna un poco hacia arriba, dejándolas apoyadas en el gorro y pulsó la tecla del espacio del teclado: la pantalla se activó, y la tenue luz que emitía la pantalla fue suficiente para iluminar un poco la estancia. Un mensaje en el monitor indicaba que la copia de seguridad había terminado. Sonrió y se agachó hasta la torre del PC. Desatornilló la tapa lateral y la extrajo de la carcasa principal. Con una linternita comprobó la placa base y todos los componentes del ordenador: la tarjeta gráfica, la tarjeta de sonido, la tarjeta de red, el microprocesador, las memorias, y el modem interno. Todo era normal.
Abrió la mochila y sacó una diminuta tarjeta, que insertó en la placa base. De otra cremallera de la mochila extrajo un mini soldador de gas, a base de aire muy caliente. También sacó un disco duro portátil que dejó en el suelo a su lado. Se colocó la linternita en la boca y con mucho cuidado soldó dos de las varias conexiones posibles en dos puntos muy concretos de la placa base; el pulso había sido firme y decidido. Se levantó y miró la pantalla. Sonrió al ver que todo seguía tal cual, el ordenador, de momento, no había detectado el implante y había logrado no sobrecargar el nucleo.
No estaba nervioso en absoluto pero estaba comenzando a transpirar en exceso; quizás, fruto de la proximidad al corazón del ordenador.
Apagó el soldador y lo guardó en la mochila. Aplicó una suave rociada de un aerosol, camuflando el olor que había dejado la soldadura. Después cerró la tapa y guardó todo el instrumental en la mochila.
Se levantó un poco y revisó la estancia; todo seguía en calma. Cogió el disco duro y lo conectó al puerto USB. A los pocos segundos el sistema operativo detectó el disco. Accedió al interior y ejecuto un programa que se llamaba Open_452_datasystem. exe. La pantalla comenzó a parpadear y a generar una serie de códigos que avanza más deprisa de lo que se podía leer.
“Open_452 ACTIVO”, mostró un mensaje que apareció en la pantalla.
Le dio a la tecla Intro.
“¿Ejecutar Subrutina &?” Y/N” preguntó el sistema con un nuevo mensaje.
Pulsó la tecla “Y”, y la pantalla volvió a su estado normal.
Copió la información del disco duro en el disco portátil que había conectado. El ordenador comenzó a trabajar.
Mientras esperaba, se abrió la cremallera del traje y cogió una Palm que se sacó de uno de los bolsillos interiores y la codificó con unos códigos que extrajo de las claves del modem que había sobre la mesa. Devolvió la Palm a su lugar y cerró la cremallera del traje.
Desconectó el disco duro y lo guardó en la mochila. Pulsó la tecla de Windows del teclado y clicó con el ratón sobre el icono de Apagar equipo, después clicó sobre el icono de reiniciar y sonrió.
Se levantó y se marchó por donde había venido. Usó las poleas para subir con facilidad. Entró de espaldas y colocó la rejilla en su sitio. Se guardó el ganchito y fue retrocediendo muy despacio, recogiendo cuerda y guardándola en la mochila con movimientos metódicos. En uno de los recodos colocó una diminuta antena transmisora.
Sonrió, satisfecho.
Sabía que en el momento que introdujeran la clave para reiniciar activarían el programa oculto Open_452, que a través del micro módem y de la antena que les había instalado, recibiría en su Palm un duplicado de toda la información nueva que se almacenara en el disco duro de aquel ordenador, así como de todos y cada uno de los movimientos y conexiones que hicieran en él. A partir de ese instante tendría un acceso ilimitado al disco duro de aquel ordenador.
III
Le propinó una patada a una piedra mientras fumaba. Su mente estaba en otro lugar. Todo le estaba saliendo mal. Caminaba con pesadez por el arcén de aquella desierta carretera. Aquél era, sin duda, uno de los peores días de su vida.
Cogió el móvil y lo miró de nuevo, al igual que las últimas tres veces, confirmando que seguía sin bateria. Así que había tenido que arreglárselas él solo. Estrajo de su bolsillo las llaves del coche y un ticket que también portaba. Miró el boleto: había perdido una verdadera fortuna en la ruleta y después miró las llaves. Aquello era el colmo de males.
<<He tenido la noche perfecta>>, meditó.
Golpeó otra piedra, esta vez con más furia. Y además, se estaba dando una caminata de cuidado. No le gustaba nada la idea de que algún conocido le pudiera ver de aquella guisa.
¡Tenía que ir andando, él, Konstantine Dramsjic, uno de los mayores empresarios de la costa Marbellí!
Konstantine era de piel blanca lechosa, tenía el pelo largo y lacio de color rubio platino. Era alto y fuerte como un toro, y sus penetrantes ojos azules eran glaciales y distantes. Por otro lado, la prominente nariz era una reseña característica de su familia.
Estaba cansado de verdad. Aunque, sin duda, aquel largo paseo le había venido bien para despejarse un poco, sobre todo, después de la terrible borrachera que se había cogido.
En esos instantes se estaba arrepintiendo de haber cogido el coche con aquellas copas de más. Sobre todo después de lo que había tardado en conseguir aquel modelo exclusivo. El dinero no le importaba; tenía mucho más, pero el coche…, eso era otro cantar. El coche sí que le importaba, y mucho. En esos instantes mataría a cualquiera por su preciado Ferrari F340.
Se había estrellado a la salida del puente, junto al rio Verde. Venía de Puerto Banús y perdió el control del coche al intentar adelantar a un camión. Como no hubo más implicados, dejó el coche, allí, estampado contra un árbol y se marchó caminando. Lo último que necesitaba era que le expulsaran del país por conducir ebrio.
Cuando llegó al local vio que el parking aún seguía lleno, por lo menos era un alivio ver que su negocio seguía funcionando a pleno rendimiento. Abrir una sala de fiestas había sido una buena idea, y una estupenda tapadera después de todo.
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