Aquel día, Hanny, llegó a la sala de estudios del Centro Cultural de la Liberdade con una hora de retraso. Es el mayor centro cultural del país. Está constituido por la más completa y variada biblioteca de la capital, con seis salas de exposiciones, dos salones de actos, un cine para películas alternativas y sala de estudio.
Como todos los sábados, se reunía con sus compañeros de clase para estudiar, hacer deberes o algún trabajo, bien en grupo o individual. Todos sus compañeros ya estaban reunidos y con la mitad de los ejercicios hechos. Se disculpó por el retraso mientras se sentaba entre Elena y Sonia, y aunque tenía los libros y cuadernos abiertos delante de si, su mente no lograba concentrarse. En su cabeza sonaban las palabras del seminarista, una y otra vez; “Todos tenemos una misión en el transcurso del viaje por la “Gran Madre.”
Aquella mañana, había llegado temprano y encontró la sala de estudio aun cerrada. Resolvió dar un paseo por el centro y ver si alguna sala de exposición estaba abierta. Al pasar por delante de la puerta de uno de los salones de acto, vio una pancarta que le llamó la atención. Anunciaba un seminario algo peculiar y comenzaría en menos de quince minutos.
Decidió entrar y ocupar el tiempo ocioso y tal vez, solo tal vez, aprender algo nuevo. Entró y buscó un sitio vacio. Lo encontró en las filas más próximas al escenario, entre un señor trajeado y un joven gótico. Observó que los presentes derivaban de las diversas clases sociales, colores y estilos.
Hubo un descenso en la iluminación y un joven salió al escenario y sin más rodeo, presentó al seminarista, que resultó ser un periodista desconocido. Seguía con atención todo lo que explicaba el periodista y vio cuando, en una de sus demostraciones, levitó un bolígrafo a pocos centímetros de la mesa colocada en el centro del escenario para tal fin. Después fueron los ceniceros.
Para ella, todo aquello le divertía, pues en el mundo del espectáculo todo está más que amañado para que la vista vea lo que desea el mago. Entonces el periodista pidió que una persona del público subiera al escenario para ayudarlo. Caminó de un lado al otro sobre el palco, mirando al público que tenía la mano alzada, con la esperanza de ser el elegido. Se paró y le apuntó con el dedo índice a ella. Justo a ella, quien procuraba seguir sentada, intentando esconderse detrás de sus libros.
Las personas cercanas, al certificaren de que era ella a quien apuntaba el periodista, le animaron a que subiera al escenario. Al final decidió que participaría del show con la intensión de destapar el truco que supuestamente había.
Cuando terminó el espectáculo y ella volvió a bajar del escenario, su cabeza ya no funcionaba de la misma forma que al subir. Después de escoger una silla del público y sentarse en ella, el periodista la movió de un lado a otro, con la fuerza de su mente. Se había levantado y alzado la silla para mirar qué mecanismo estaba siendo usado, pero no encontró nada.
Desconcertada, iba a salir cuando el joven presentador se interpuso en el camino. La llevó para la parte de atrás del escenario donde, sentado en una silla, le esperaba el periodista. Hablaron sobre poderes ocultos, fuerza de la mente, regresos astrales y le ofreció un libreto de capa dura, donde estaba escrito de puño y letra un arsenal de ejercicios astrales. Quiso devolvérselo, pero el periodista ya había marchado. Lo puso sobre la mesa, al lado de la silla que, momentos antes estaba ocupada por el periodista y se marchó.
Las voces de sus amigas le llegaron como una canción lejana.
—¿José María, ya terminaste el tercero ejercicio? —preguntó Elena a uno de los chicos.
—Sí, pero necesito que Hanny lo revise, ya que es ella quien mejor lleva las matemáticas —contestó el joven girándose hacía ella que tenía la mirada fija en su cuaderno.
A penas era capaz de concentrarse en los cálculos matemáticos que pedía el primer ejercicio. Sonia la tocó suavemente en el brazo trayéndola otra vez al mundo terrenal.
—¿Te pasa algo?
—No, nada. ¿Por qué me lo preguntas?
Sonia cruzó la mirada con Elena que subió el hombro e inclinó la cabeza en señal de impotencia. Hanny hundió la cara en el libro intentando evitar la mirada, tal vez, recriminatoria de los demás. Y a pesar de que procuró resolver los ejercicios solo logró hacer garabatos.
Edén, el otro chico, fue quién volvió a intentar sonsacar algo a la joven.
—¿Hanny, de verdad que estas bien?
—Sí, sí. Estoy perfectamente —ocultando su verdadera inquietud, estiró el brazo hacía el primer chico—. Déjame ver los ejercicios que ya habéis hecho.
Pasado un tiempo y haciendo acopio de fuerzas para concentrarse en los planteamientos y resultados, ella devolvió el cuaderno con las debidas correcciones, puntualizando los fallos. Sus compañeros no entendían la razón, ni la ecuación. Pedían que volviera a explicarles desde el principio, una y otra vez.
Sí, algo le estaba sucediendo. Siempre tuvo mucha facilidad de expresión desde muy joven. Ahora le estaba siendo imposible explicar un simple ejercicio matemático.
Después de muchos intentos, sin éxitos todos, el grupo decidió dejar los estudios para otro día. Y como era de costumbre, terminada las dos o tres horas de intensa aprendizaje, el grupo de jóvenes decidió salir a disfrutar de la tarde/noche del sábado. Solían ir a una cafetería, hamburguesería, al cine o simplemente dar un paseo por el centro de la capital.
Ella no se encontraba con ánimo para hacer nada. La experiencia en el seminario le había dejado tocada en el alma. Estaba inquieta, a pesar de no lograr definir el qué podría ser. Siempre fue apasionada por lo místico y lo oculto, pero jamás presenció o participó en algo tan fuerte y presente. No había encontrado cables, hilos o cualquier tipo de mecanismo. Era todo real. La prueba que su mente necesitaba para las creencias de su corazón. La utopía y la fantasía ahora hacía parte de su realidad y esto le dio miedo.
—¿Qué tal si nos vamos al cine? —propuso José María.
—Tengo hambre —dijo Sonia—, mejor comemos algo antes.
Hanny se disculpó una vez más con sus compañeros y se marchó.
Solía pasar el fin de semana en casa de sus padres que vivían en el barrio vecino al Centro Cultural, pero en aquella ocasión, decidió que sería mejor volver a su apartamento en Guarulhos.
Después de cenar un sándwich, cogió sus cuadernos y libros, fue a la habitación y los depositó sobre la cama en una pila torcida. Al sentarse, el colchón hundió inclinando los libros apilados y mitad cayó al suelo. Se agachó para recogerlos. Fue entonces cuando lo vio allí, silencioso, el libreto. Alargó el brazo y lo cogió con recelo. Lo miró largo rato sin mover ni un solo músculo. No tenía título. Era un simple cuaderno con capa dura del color azul oscuro.
Recordó cuando el seminarista se lo ofreció. Lo había cogido, abierto para echar un vistazo y se lo devolvió. El hombre había insistido. Lo último que recordaba era de haber colocado el libreto sobre la mesa, detrás del escenario. Ahora, de alguna manera inexplicable, el libreto estaba allí, entre sus libros de la universidad.
No. No era esta la verdad. Recordó que llegó hasta la altura del cine y dio la vuelta. Encontró el libreto donde lo había dejado. Pensando en devolvérselo a su dueño el siguiente sábado, lo cogió y lo colocó entre sus libros universitarios. No deseaba ser la causante del extravío de algo que no era suyo.
Se incorporó lentamente, con el libreto entre las manos y volvió a sentarse en la cama. Estaba escrito de puño y letra, con tinte azul. Pareciera que el escritor había usado una pluma y dibujado cada palabra, ya que la caligrafía era bellísima. Era como si perteneciera a tiempos antiguos, cuando los escribanos eran unos de los pocos privilegiados que sabían dibujar letras y sabían sus significados.
Pasó las primeras páginas sin detenerse para leer el contenido. “Este tipo tiene buena letra—pensó.” Volvió al principio y comenzó a leer. Se fijó que se trataba de un libro de ejercicio, con cada paso y cada pauta, descriptos minuciosamente. En el encabezado estaba el nombre de cada tipo de ejercicio, luego tenía el apartado de “para qué servía y cuál debería ser el resultado”. Luego venía la explicación de cómo hacer el ejercicio. Encontró la lectura interesante, aunque no sabía para qué le sería útil realizar aquel tipo de cosas. La idea de tener algo misterioso entre manos le producía cierta excitación de curiosidad.
El primero hablaba de la capacidad de concentración de las personas en los ejercicios de relajación. Decía que, ni todas son capaces de desconectarse totalmente y entrar en un estado de letargo, pero que esto no influenciaba en la obtención de los resultados. Mandaba imaginarse con una brocha de pintura en la mano, con la cual pintaría, del color preferido, todas las cosas que pudiera alcanzar con la vista.
“Se supone que estamos con los ojos cerrados, ¿Cómo vamos a alcanzar algo con la vista? —se preguntó.” La respuesta vino en el siguiente párrafo.
En el momento de dormir, una vez ya acostada, la persona debería respirar cinco veces profundamente, llenar el abdomen y expulsar el aire de manera lenta, pero constante. Con los ojos cerrados, debería imaginarse con la brocha en mano y pintando. Era necesario esforzarse para imaginar hasta el más mínimo detalle de cada cosa, objeto o persona.
Los posibles resultados deberían ser; autocontrol, energización positiva, desarrollo de la capacidad de observación, apertura de la mente para nuevos matices. En caso negativo; abandono de todo tipo de capacidad oculta.
El segundo hacía mención de la sensación de volar sin levantarse de la cama. Aquello le hizo gracia. Jamás pudiera imaginar ser capaz de moverse sin su cuerpo material. Era pura utopía. Solo podría existir en la fantasía de las muchas películas que a ella le gustaba ver.
Ya el tercero, hablaba de la capacidad de teletransportarse. Se imaginó en una de las películas del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Era ella, el Merlín, que se teletransportaba de un lado a otro. Se dio cuenta de que se reía sola a causa de sus pensamientos infantiles.
Con el libreto abierto sobre el regazo, estuvo largo tiempo pensando en lo que había leído. Volvió al apartado de resultados del primer ejercicio. Se suponía que alcanzaría el autocontrol de sus emociones. Sonrió. Pensó que esto sería una estrategia barata para obtener seguidores en alguna nueva religión o secta. Cerró el libreto y lo apartó a un lado. Pensó en los deberes que tenía que entregar al día siguiente y decidió que era llegada la hora de realizar algo con seriedad. Cogió el libro de matemáticas y lo abrió.
Al cabo de un rato, tenía varias hojas garabateadas esparcidas sobre la colcha, todas con cálculos matemáticos. Y aunque eran varias las hojas, ninguna tenía el resultado correcto. Su mirada iba de los ejercicios de matemáticas al libreto azul a su lado. Cerró el libro universitario. Restregó los ojos cansados, se levantó y fue a la cocina calentar un poco de leche. Buscó algo en la televisión, pero no encontró nada que le interesase. Iba a entrar en la habitación, pero se quedó parada en el umbral con la columna vertical helada y los ojos clavados en la cama.
El libreto estaba abierto en el primer ejercicio, justamente sobre el libro de matemáticas. Estaba segura de haberlo dejado cerrado, junto a los demás libros esparcidos sobre la colcha.
Forzó a que el aire entrara en sus pulmones y dio el primero paso hacía la cama. Aun en pie, depositó la taza con la leche en la mesita de noche y cogió el libreto, incrédula. Fue cuando sintió una fuerza entrar por sus manos, recoger sus brazos hasta los hombros. Sus ojos estaban fijos en la página abierta. No se sentía con fuerzas para cerrarlo, ni dejar de leer lo que plasmaba aquella primera hoja; todos y cada uno de los pasos para la realización del primer ejercicio. En un estado hipnótico, ella se acostó sobre la colcha y cerró los ojos.
Naturalmente las imágenes comenzaron a aparecer en su mente. Se imaginó con una gran brocha en la mano derecha y un bote de pintura en la izquierda. Pensó en su color preferido; el negro. “No podría pintar las cosas de negro, sería triste y lúgubre —pensó”. Buscó otro color. Procuró que fuera alegre. Se inclinó por el rojo, pero luego lo descartó. Pensó que sería un mundo de cosas chillonas.
Pensaba con mucha velocidad y recordó que, aun siendo una niña, había visto una película donde los protagonistas encontraban una cueva toda de oro. La idea le agradó. El color dorado era alegre, imponente, firme y le transmitía seguridad. Volvió a ver las mañanas en la playa, cuando el cielo adoptaba un color dorado. “Sí, usaré el dorado —decidió.”
Esta vez se imaginó con una flamante ropa blanca, brocha en una mano y el bote de pintura en la otra. Sabía en el fondo de su ser que no sacaría nada de todo aquello o así lo pensaba. Además, era la disculpa perfecta para posponer la responsabilidad de resolver los ejercicios matemáticos que le estaban costando tanto. Pensó que un poco de diversión le relajaría y más tarde se concentraría con mejor facilidad.
Se imaginó pintando su habitación del color dorado. Comenzó por la cama. Que tenía el cabecero hecho de hierro moldeado. Luego los armarios.
Vivía en aquel apartamiento hacía pocos meses; desde que se separó de su marido, pero nunca se fijó que las puertas del armario de su habitación tenían pequeños marcos en relieve, es decir, sí que los había visto, pero su mente guardó este dato. Como no era de vital importancia, lo había descartado a un segundo plano. Ahora que tenía que recordar todos los detalles, su mente sacaba a la luz todo lo que, para ella, no tenía prioridad.
También pintó, mentalmente, las muchas figuritas de porcelana que había sobre la cajonera. “¿Hay allí una bailarina? —se preguntó.” Sí, al lado izquierdo del pato que ocupaba el puesto central. Luego pasó a las paredes, ventanas. Cortinas, suelo, en fin, todo el cuarto. Se estaba divirtiendo con tal tarea. Entonces se imaginó saliendo a la cocina y repitiendo la operación. Quedó sorprendida al percibir la cantidad de detalles que existía dentro de su propio apartamiento y que había pasado a un segundo plano.
Pintó la puerta del pasillo, las paredes y las puertas de los dos vecinos de la misma planta. Llegó al ascensor y también a las escaleras. Una vez llegada al portal, miró su propia ropa, blanca inmaculada y decidió que ya era hora de cambiarla de color y la pintó de dorada.
Le gustó la idea de que todo fuera de este color. Salió a la calle y pintó todo lo que recordada del mismo tono. No le escapaba nada; calles, coches y hasta personas. Durmió haciendo el ejercicio y en sueño, ella pintó las ciudades, mares, cielo y hasta el universo.
Al día siguiente al despertar, giró en la cama y abrió los ojos para mirar el reloj sobre la mesita. Eran las tres de la tarde del domingo. No pudo creer que hubiera dormido tanto. Se sentía cansada, muy cansada, aunque tenía una sensación de felicidad que le brotaba del pecho y le llenaba el alma. Con dificultad se forzó sentarse en la cama, alcanzó el reloj de pulsera y se certificó que eran las tres de la tarde. Poco a poco fue recordando lo que había pasado en la noche anterior; el libreto, el ejercicio… Sonrió y miró al frente. En aquel momento dio un salto de la cama con un grito de terror. Restregó los ojos y volvió a mirar. Para su sorpresa, toda la habitación era dorada. Se miró la ropa y comprobó que también ella vestía ropas del mismo color que las paredes, muebles, todo.
En cuestión de segundos, el aire no le entró en los pulmones y se sintió mareada. Su cuerpo experimentó una sensación de frío aunque estuviera sudando.
Despacio, volvió a sentarse en la cama. En su cabeza pasó la posibilidad de que aun dormía y estuviera teniendo la más terrible pesadilla. Luego pensó que tal vez estaba volviéndose loca. Sin cerrar los ojos, vio como las cosas volvían poco a poco a sus colores normales.
Asustada por lo ocurrido, decidió quedarse en casa lo que le restaba del domingo, evitando acercarse al libreto con recelo de que volviera a pasar lo mismo. Y aunque su parte racional del cerebro le concientizaba del miedo, la sensación de felicidad no le abandonó ni un solo minuto del día. No supo explicar la procedencia de tales sentimientos, solamente que ambos le llenaban el alma.
Ya entrada la noche, algo nuevo le sucedió. Al acostarse, su mente naturalmente concretizó las imágenes de ella con la ropa blanca y la brocha en mano, pintando todo a su alcance. Así cayó en un sueño profundo a pesar de que agitado.
A diferencia del domingo, en el lunes le sonó el despertador a las siete de la mañana, pero las visiones fueron idénticas al del día anterior. Mirase donde mirase, el color dorado relucía ante sus ojos. Se encontraba totalmente distinta de lo que había sido un día. Estaba leve, libre de cualquier cargo de culpa que un ser humano pudiera tener a lo largo de una vida.
Deseaba desesperadamente abrir su corazón a alguien y contar todo lo sucedido. Después de pensarlo, llegó a la conclusión de que no era seguro, pues podrían tacharla de loca. Así fue que ella decidió guardar el secreto y vivir en silencio aquellas emociones.
Aquella mañana, todos en la fábrica percibieron que algo pasaba con Hanny. Algunos, más atrevidos, les preguntaron si había cambiado el peinado, otros el vestuario. Solamente José Antonio fue capaz de acercarse lo suficiente. Al rozar su rostro, parte de esta sensación se transfirió a él.
—Estás preciosa hoy —comentó cuando se encontraban solos en la oficina—. Es como si tú no fueras tú. Tienes un brillo diferente en los ojos y una sonrisa luminosa.
—Gracias José, sabes que es muy importante tu opinión —respondió ella acariciándole la mejilla—. Me siento diferente. En verdad, me siento viva.
—Esto es importante para mí y lo sabes. Cuando quieras compartir la razón de esta alegría, aquí estaré.
José Antonio era su jefe directo, llevaba el laboratorio químico de la fábrica, donde ella trabajaba desde hacía algún tiempo como asistente de producción, pero también era su amante desde hacía un año, cuando ella aun vivía bajo los dominios de su marido militar. Después que ella se separara, hubo un enfriamiento en la relación clandestina, pero siguieron siendo amigos. Él nunca escondió sus verdaderos sentimientos hacía ella.
Durante toda la semana, ella repitió el primer ejercicio antes de dormir y al despertar la sensación era la misma, día tras día. En el viernes, era capaz de controlar el color dorado a su antojo. Lo implantó a su vida diaria, cuando necesitaba más concentración de energía. Pensaba en el color dorado bajo el sol y sentía el calor del reflejo en todo lo que alcanzaba con la vista. Su energía comenzó a ser inagotable y sus problemas solucionaban solos.
Llegó el fin de semana y con él un sábado más. Fue al Centro Cultural de la Liberdade para reunirse con sus compañeros de clase. Sobre las diez de la mañana, con casi todas las salas aun cerradas, ella ya se encontraba delante de la puerta del salón de actos. La encontró abierta y con la sala repleta. Procuró colocarse en un lugar apartado para evitar ser vista. Las personas hablaban y se reían como si se tratara de una fiesta. Era un momento mágico, donde ricos y pobres, blancos y negros, hombres y mujeres, viejos y jóvenes no tenían perjuicio en hablarse, contar chistes, reírse juntos, sin discriminación alguna.
Sobre las once, el joven de la semana anterior entró en el escenario y presentó al periodista que hizo su aparición sin demora. Vestía unos pantalones vaqueros ya gastados y una camisa de colores fuertes con dibujos abstractos. Tenía la mirada cansada y la barba de una semana. Dio inicio al seminario con una demostración de lo que él llamaba, “La fuerza de la mente”. Movió bolígrafos, mantuvo ceniceros en el aire, a una cuarta de la mesa y luego habló de cómo despertar ésta fuerza de forma positiva. Ella intentó seguir al razonamiento del seminarista, pero un sueño letárgico comenzó a apoderarse de su cuerpo.
La voz del hombre le llegaba ahora desde muy lejos. —Cada uno de nosotros poseemos una fuerza oculta dentro de nuestro ser…
Cerró los ojos y los mantuvo cerrados intentando escuchar las palabras del periodista. Entonces sintió una brisa de aire caliente acariciar su mejilla. A través de los palpados pudo ver la claridad. Abrió los ojos despacio, levantó la cabeza y miró al horizonte. No vio a nadie, ni el escenario. En su lugar, se había materializado un desierto de arenas blancas y calientes. El sol le quemaba el rostro, tanto que pudo sentir las gotas de sudor resbalar por su frente.
En medio de aquella agradable sensación, ella volvió a cerrar los ojos. No supo decir cuanto tiempo estuvo allí, sentada con los ojos cerrados, viviendo algo que en su raciocinio era imposible. Al volver a mirar al frente, las cosas estaban todas en sus lugares. Las personas aplaudían al seminarista y él agradecía al entusiasmo del público. Se fijó que ya no tenía la mirada cansada, ni triste. De la misma forma, ella ya no sentía el letargo que la consumía.
Salió del salón de actos, donde el público voceaba la palabra “bis”, una y otra vez, y se dirigió a la sala de estudios. Donde sus compañeros ya la esperaban.
Aquel día, deberían hacer un trabajo basado en un libro, “La Meta”. Deberían debatir y plasmar en el papel sus diferencias y soluciones a los posibles problemas planteados en cada fase del dichoso libro. Se sentaron alrededor de una mesa apartada y comenzaron a debatir. Hanny, distante como en las últimas semanas, miraba a sus compañeros como quién mira a un grupo de extranjeros charlando. Elena se acercó y le preguntó si le pasaba algo.
—¡Nada! —contestó ella— Sólo pensaba en el protagonista del libro —mintió.
Elena le explicó que debería debatir, exponer sus ideas, para que los demás pudiesen dar sus pareceres sobre las dudas. Ella mostró una mueca. —Mejor no —contestó.
Para evitar concentrarse en lo que no deseaba en aquel momento, cogió un folio y en él escribió su crítica personal. Una vez terminada, pidió permiso a los demás para leerla en voz alta. En la mesa, no hubo quién no se quedara sorprendido al escuchar la claridad de palabras y expresiones que había usado Hanny para exponer los problemas y posibles soluciones. El trabajo estaba hecho, en tan solo media hora y por unanimidad escogieron su crítica para presentarlo. Ella se disculpó diciendo que no se encontraba muy bien y se marchó.
—¿Seguro que quieres ir sola? —preguntó Elena preocupada por su amiga.
—Sí, solo estoy cansada. Llevamos una semana agitada en la fábrica. Además, voy a casa de mis padres aquí al lado —mintió.
—¿Te acompañamos? —preguntó Edem.
—No es necesario, de verdad. Estoy bien.
Deseaba estar sola y pensar en lo que había pasado en el salón de actos aquella mañana al cerrar los ojos. Encontrar el porqué de ser trasladada a un desierto lejano, a saber en qué tiempo. Deseaba probar su capacidad con el segundo ejercicio. Encontrar respuestas a sus preguntas.
Volvió lo más rápido que pudo a su apartamento en Guarulhos. Se metió en una ducha prolongada, se puso cómoda con un short y una camiseta dos tallas mayores que la suya y se sentó en la cama con el libreto en las manos.
Preparada para dormir a las seis de la tarde, Hanny se relajó y se imaginó volando sobre los tejados de los edificios vecinos. En un principio le fue imposible, pues no tenía ni idea de cómo eran los tejados y azoteas. Volvió a intentar, pero comenzó a ponerse nerviosa y tuvo que volver a relajarse.
Una vez relajada y decidida a dormir sin hacer cualquier ejercicio, su mente se abrió. De repente, en su mente, comenzaron a aparecer imágenes que, en un principio pensó ser de alguna película que su subconsciente le estaba brindando. Poco a poco sintió como su cuerpo perdía peso y la fuerza gravitacional fue perdiendo poder sobre él. No sabía qué eran aquellas cajas tan bien colocadas, una al lado de la otra, o con una pequeña separación entre ellas. Gradualmente, fue distinguiendo las calles y edificios. ¡Sí, eran los muchos tejados y azoteas del centro de Guarulhos! Con esta sensación, ella voló toda la noche.
Cuando despertó, al día siguiente, se sentía ligera como una pluma. Se sentó en la cama y cogió el libreto. Fue directamente al apartado de los resultados donde decía; “ligereza de espíritu, visión de perspectiva avanzada, superación de los temores”. Recordó todos y cada detalle de lo que había visto desde lo alto. Era cómo si hubiera volado de parapente sobre la ciudad.
Hanny se estaba transformando. No sabía exactamente en qué, pero se estaba transformando. Lo que ella no sabía era que, al abrir su mente, también abriría la puerta de su identidad oculta. Fue en esta semana que comenzaron a pasarle cosas inesperadas. As veces su visión se tornaba borrosa y apenas distinguía formas. Veía sombras con contornos de colores. En un principio, pensó que estaba enferma y decidió consultarlo.
Era un miércoles. Llegó al consultorio sobre las once y esperó por su turno. Nada más entrar en la consulta, le explicó al médico que le sucedía.
—As veces me mareo y pierdo la visión, solo distingo sombras —informó.
El médico le pidió una batería de análisis urgentes, los cuales fueron hechos allí mismos en el laboratorio del centro sanitario.
A penas llegaron los resultados, el médico le llamó.
—Señora Kalil, no veo nada de anormal en los resultados —le informó el médico—, pero, para tener las cosas más claras le voy a mandar a nuestros laboratorios para que realicen un estudio más profundo.
Hanny salió del consultorio algo asustada. A penas fue capaz de concentrarse en el trabajo aquella tarde y no durmió en toda la noche. A la mañana siguiente fue al laboratorio indicado. Allí le informaron que los resultados saldrían el viernes y que podría pasar por consulta que a lo largo de la mañana su médico ya tendría los resultados.
El viernes sobre la una de la tarde, ella ya estaba en consulta, sentada delante de un médico que miraba atento a todos los papeles que, momentos antes, había sacado de un sobre blanco. Después de un largo rato, levantó la mirada para mirarla de frente.
—Hanny, la verdad es que tienes unos resultados envidiables. Te encuentro en perfecta forma.
—¿Entonces, qué me está pasando? —indagó ella—. No es normal que mi visión se torne borrosa o que me maree.
—Aun nos queda algunas alternativas. Te voy enviar al oftalmólogo.
Inmediatamente preparo los volantes para que ella fuera a un especialista privado.
—Te darán los resultados en el momento. Cuando los tenga, debes venir a traérmelos lo más rápido posible.
Ella atravesó la capital, hasta la clínica que le había sido indicada. Allí le fueron hechos otras pruebas. De esta vez en la vista. Esperó una hora y media, hasta que le dieron los resultados. Entonces volvió al consultorio del primer médico.
Después de repasar varias veces los resultados, el médico ya no tenía qué responder a la insistente pregunta de Hanny; “¿Qué me esta pasando?”
—Todos los resultados son normales —le comunicó el médico—. Entretanto voy a enviarle a hacer una resonancia del cráneo. Vamos descartar todas las posibilidades. El problema es que, tendrás que esperar que te llamen para citarte.
—No me importa esperar doctor, desde que descubra lo que tengo…
Agradeció la atención que el médico le estaba prestando y salió del consultorio con sus pérdidas de visión esporádicas. Cuando ocurría, tenía que parar donde estuviese para no chocar con nada ni con nadie.
Por las noches, seguía con su rutina. Después de llegar de la universidad, se tomaba una larga ducha, cenaba cualquier tontería y se iba para la cama a realizar los ejercicios del libreto azul de capa dura. Cuanto más realizaba el segundo ejercicio, más sombras veía. Para el fin de semana, tales sombras comenzaron a tomar formas. Descubrió que las sombras que veía eran personas. Y esto ya no le asustaba tanto como al principio, pues ya se estaba acostumbrando a las pérdidas de visión y ver sombras como personas. Pero entonces la cosa se complicó aun más. Comenzó a ver a las personas desnudas y con un poco más de concentración veía algo alrededor de cada una.
La primera vez que le pasó, estaba en el autobús de camino al trabajo. El vehículo iba casi vacio. Dos asientos más adelante estaba ocupado por un joven de aproximadamente veinticinco años.
Ella pensaba en sus crisis de pérdida de visión y sin darse cuenta se relajó. Vio cuando la sombra se levantó. Deseosa por ver a la persona a que pertenecía la sombra, se concentró y lo vio despojado de todas sus ropas. Intentó inútilmente concentrarse para ver su rostro, pero la figura desnuda se tornó aun más borrosa y un leve contorno de colores apareció.
Después de esta vinieron muchas otras veces y con personas diferentes. Ella no podía controlar tales pérdidas de visión, ni la aparición de cuerpos desnudos ante sus ojos, ni los contornos que, algunas veces eran de colores, otras plateadas y otras veces marrones. También había naranjas.
Comenzó a tener miedo de lo que veían sus ojos y pensó en dejar de practicar los ejercicios, pero ya era demasiado tarde para esto. Naturalmente, por las noches, aunque durmiera sin hacer ningún ejercicio, su mente los practicaba y poco a poco fue acostumbrándose a esta nueva forma de vida.
Descubrió que los contornos de colores pertenecían a personas manipulables, las plateadas y naranjas a personas positivas, amigas y samaritanas. Pero las marrones, delataban a personas roñosas.
Sus sentidos estaban desenvolviendo día a día, de forma asombrosa. Algunas veces, escuchaba voces en su cabeza. Podía oler al miedo, la alegría, el sexo. Comenzó a buscar la soledad. A penas paraba en el Chiquita, bar de encuentro en los viernes y cuando lo hacía, se marchaba rápido. Los lugares ruidosos y la multitud comenzaron a ser como una avalancha en su cabeza y empezó a padecer jaquecas diarias.
Elena y Sonia, que se había transformado en sus mejores amigas, estaban preocupadas por su salud, ya que este nuevo estilo de vida le estaba perjudicando. Era joven y su cuerpo tenía ciertas necesidades como el sexo, que ya no practicaba con tanta frecuencia desde la separación, pues se había alejado de José Antonio, su amante.
Al poder ver las personas desnudas, ella se excitaba, principalmente al imaginar a los hombres en la intimidad con una mujer, más precisamente con ella y tal excitación le proporcionaba placer a su alma. Sentía como su fuerza vital se multiplicaba a medida que pasaban los días. Asimilaba mejor las lecciones diarias y sus notas subieron a notables y sobresalientes.
Al final de la segunda semana de estar practicando el segundo ejercicio ella volvió al Centro Cultural de la Liberdade.
Como los últimos sábados, llegó temprano y fue directamente al salón de actos. Encontró la sala poblada por una multitud con ansia de aprender a controlar mejor sus vidas. El local ya se había tornado pequeño para albergar tamaña masa humana.
Se posicionó detrás de la última fila de asientos, de tal forma que, solo un paso hacía a la izquierda sería lo suficiente para esconderse detrás de una columna.
Aquel día, el periodista se presentó con aire descansado y muy bien vestido. Traía unos pantalones azul marino y una camisa color crema. Estaba afeitado y bien peinado.
El transcurso del seminario fue tranquilo. Ella no tuvo visiones ni algo que pudiera extrañar. Una vez terminada la conferencia, esperó que la concentración de personas en la puerta se dispersase para dirigirse a la salida. Esperaba que nadie la reconociera. Se metió entre el gentío que salía sin apresurarse, pero al lado de afuera ya le esperaba alguien; el ayudante del seminarista que la tocó suavemente en el hombro y le dijo en voz baja al oído: —Buenos días, el señor “C” la esta esperando. Quiere hablarle.
No hubo contestación. Siguió el camino que le fue indicado hasta a la parte de atrás del escenario, donde encontró al hombre con una botella de agua en la mano.
—Estas haciendo los ejercicios, puedo sentirlo —le dijo nada más verla acercarse.
—Sí, la verdad es que sí.
—¿Tomamos un café? —invitó él mientras cogía su chaqueta y una carpeta.
Salieron por una puerta trasera que daba a la avenida Liberdade. Caminaron en silencio hasta la puerta de un pequeño bar. Él hizo un amago de entrar, pero ella le cogió el brazo.
—No. Aquí no, te traerá muchos problemas —dijo ella sin más.
El periodista sonrió satisfecho antes de hablar.
—Lo sé. Te estaba probando. Quería saber si tu también podía sentir la energía del entorno.
Ella lo fulminó con la mirada, aunque no pronunció ninguna palabra. Caminaron un poco más y entraron en una librería calle más abajo. Al entrar, él saludó a la dependienta y se dirigió a los estantes. Cogió un pequeño libro y lo ojeó. Ella lo seguía callada sin perder ningún detalle.
Él devolvió el libro a su sitio y se dirigió a la parte trasera. Allí la librería se abría en un espacio más amplio donde acondicionaron una pequeña cafetería. Un local, con seis mesas de madera oscura y una barra de aproximadamente metro y medio de largo. Se sentaron a la mesa del rincón contrario a la puerta de entrada. Una ventana ofrecía la visión de un patio trasero con jardines floridos. Ella miraba distraída a través del cristal cuando se acercó un joven de unos quince o dieciséis años. Saludó al periodista como si ya lo conociera. Después miró a ella y le preguntó que tomarían.
Observó que el joven tenía muchas espinillas, una nariz prominente y ojos estrangulados. Le sonrió y le pidió un café con leche. Su acompañante pidió un whisky doble con agua.
Ella estudió al hombre sentado a su lado, algo sorprendida. Eran las once de la mañana y él ya pedía una copa, además doble. Sin mirarla, él sonrió.
—Aun no me he acostado, mi desayuno ha sido unos espaguetis fríos que me sentaron fatal —la miró—. Necesito hacer la digestión.
—Perdón, no querría decir… —se paró de repente dándose cuenta de que no había pronunciado palabra alguna.
El periodista se enderezó en la silla y la miró con atención.
—Cuéntame. Cómo va tu evolución?
Había llegado el momento, sería su venganza por todo lo ocurrido con aquel hombre y su maldito librito.
—Imagino que no tendré que hablar mucho. ¿No eres tú el que ve las cosas? ¿Qué lee los pensamientos?
—No funciona así, no puedo ver lo que quiero, sólo siento y veo lo que la Gran Madre desea que vea y sienta —contestó él cruzando las manos sobre la mesa.
Estaba decidida a no ponerle nada fácil. —¿Y qué sientes ahora?
Él hablaba con voz queda y tranquila.
—Siento que tu fuerza se está expandiendo rápido. La verdad no esperaba que tuviera una evolución así, en tan pocas semanas —hizo una pausa—. Me gustaría saberlo todo. Lo que esta ocurriendo ahora con tu vida y esta nueva descubierta. Te pido que no me ocultes nada.
En su interior algo le decía que aquel hombre le estaba siendo sincero y dio por concluido el juego.
—Tengo muchas preguntas que necesitan respuestas.
Le relató todo lo ocurrido cuando realizó el primer ejercicio. Él preguntó por cual ej
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