Recife, Brasil.
Detrás del reloj de arena que volteaba cada amanecer reposaban sus gafas, sobre su mesita de noche, donde solía dejarlas cada noche al acostarse. Extendió el brazo izquierdo, tanteó con los dedos y, cuando las hubo localizado, las cogió, se incorporó perezosamente de la cama, se sentó en el borde y se las colocó con relativa exactitud. Miró entonces al despertador; eran las cuatro, madrugada aún. Tras aguantar unos segundos un poco aletargado, giró la cabeza para ver el cuerpo de su mujer, inmóvil en la penumbra, descubrió cómo subía y bajaba su pecho, lentamente, una y otra vez y, aunque el sueño de ella solía ser profundo, temió despertarla. Pero no fue así y se alegró. En ese momento de paz, admiró sus piernas, sus caderas, sus hombros; Elza seguía siendo hermosa. Abrió los brazos en cruz, como para quitarse la pereza, se incorporó, se colocó el bóxer negro que usaba a modo de pijama y se dirigió al baño. Sin encender la luz, subió la tapa de wáter y comenzó a orinar. Después pulsó la cisterna, se fue al lavabo y se enjuagó las manos.
Luca Ginich no podía dormir. Su interior barruntaba que algo extraño sucedería ese día, lo intuía, y con esa sospecha, y el baño a oscuras, se dirigió a la ducha, abrió el grifo del agua, se quitó el bóxer negro que acababa de ponerse segundos antes y se metió dentro. Después de unos minutos debajo del chorro caliente, se sintió más despejado, aunque cierta inquietud permanecía inmóvil a su lado.
Mientras elegía qué ponerse, llamó a un taxi por teléfono.
Terminó de asearse, cogió la cartera que contenía los documentos que debía entregar esa mañana a su ayudante, que él mismo había revisado personalmente la noche anterior, comprobó una vez más que estaban en orden, se acercó hasta la cama, besó la frente de su mujer, que no advirtió el roce de sus labios, y salió de la habitación camino de la entrada de la casa donde le esperaba Beto, el taxista, su taxista de siempre.
Todavía no había amanecido.
Eran las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana cuando Luca Ginich entraba por la puerta de su viejo taller de encuadernación situado en la plaza de Maciel Pinheiro, próximo a la sede de la União Nacional dos Estudantes, en un edificio de 1909.
Todo estaba a oscuras.
Nada más abrir la puerta de aquel local suyo, desconectó la alarma de seguridad, acopló los diferenciales de la corriente eléctrica, se dirigió a su despacho, encendió la lámpara de la mesa y, bajo su fuerte luz, se encontró con la nota que había dejado escrita la tarde anterior: “Comida con Caetano Saraiva, el vereador, doce treinta en el Ponte Nova”. La leyó dos veces, hasta convencerse, la arrugó y la tiró a la papelera.
Se sentó, recogió el maletín que había dejado en el suelo, junto a la silla, y recordó las palabras de Henry Ford: “Tanto si piensas que puedes, como si piensas que no puedes, estás en lo cierto”.
Caviló sobre la hora que sería en ese momento, miró el reloj colgado en la pared; eran las cinco de la mañana, y tenía aún mucha tarea por delante hasta la hora de comida.
En algo menos de una hora comenzarían a llegar los primeros empleados del negocio y disponía de ese tiempo para resolver algunas cuestiones que tenía atrasadas y que el ajetreo del día anterior no le había permitido concluir.
—Siempre hay alguna cosa que te roba el tiempo —pensaba a menudo.
–oo–
El cielo y el mar conspiraban para que la nueva madrugada envolviera bajo el asfalto esa tibia y angustiada noche. Al tiempo, ajena a ese comienzo del día, la mirada de Luana Gondim no salía de su asombro.
—¡Registrados 5775! —leía con sorpresa.
Así resaltaba en intensa tinta roja el titular de la mañana del Diario de Pernambuco que la mujer ojeaba bajo la escasa luz que surgía de una inquieta y parpadeante bombilla en el soportal del hotel situado en uno de los laterales de la misma plaza de Maciel Pinheiro, frente a la estatua de Clarice Lispector, que aparecía rodeada de un manto de marchitados gladiolos.
En ese momento, un intenso escalofrío recorrió su espalda; ella, el día anterior, había esperado más de cuatro horas a que le llegara el turno en la agencia de trabajo para solicitar el acceso a uno de esos cursos de costura que tanto le atraían. Luana Gondim poseía esa última demanda, impresa en el periódico que manejaba con manos rudas y aseadas el conserje de aquel hotel apostado en el quicio de la puerta, bajo el escalón de la entrada, sobre la acera de la plaza recién baldeada por los empleados públicos de la Prefeitura.
—¡Qué casualidad! —pensó Luana, protegiendo con la punta de sus dedos el resguardo que tomó de su bolso con cuidado, verificando aquel dato, encogiendo los hombros mientras sonreía levemente.
Súbitamente, unas nubes, desteñidas de la noche silenciada bajo el pavimento, cubrieron el perezoso sol de la madrugada justo cuando ella releía una vez más aquella cabecera a la salida del Hotel América, hasta donde acudió para solicitar una plaza de planchadora que finalmente no pudo conseguir. Ante esa nueva negativa suspiró con preocupación, porque necesitaba desesperadamente una de esas cualificaciones que el Estado ofrecía en ese curso y que le permitiría acceder a un oficio de más calidad aunque, con aquel futuro diploma en su poder una vez concluido el cursillo de costura, nada le garantizaría un empleo, como nada garantizaba un empleo de relativa excelencia a una persona con la piel oscura, con la piel del color del ébano.
Las mudas veletas de las torres de la iglesia da Boa Vista buscaban ávidamente el sur. Luana de Lima Gondim dirigió su mirada hacia el frente y, entre las desordenadas copas de los árboles de la plaza, advirtió cómo el obediente resplandor comenzaba a rebotar sobre las piedras de la vieja Matriz. Recordando que la Pousada Villa da Boa Vista quedaba justo en sentido contrario, cerca de la explanada de Derby, palpó su bolso identificando las escasas monedas que le quedaban; sabía de memoria que eran apenas cinco reales los que permanecían en su portamonedas de caucho.
—Iré caminando —pensó sin remedio.
Remontó la calle de Manoel Borba, donde los centros ópticos anunciaban multitud de elementos correctores para la vista. En el inicio de aquella avenida, un esquivo garoto, solo, pelirrojo, observaba su propia imagen reflejada en el cristal de uno de aquellos escaparates relamiendo con codicia un helado de fresa y chocolate a pesar de lo temprano del día. A esa hora, el sol de Recife aún era compasivo y su bochorno no apretaba con la rabia con la que atacaba alrededor de mediodía.
Unos metros más adelante, Luana Gondim pasaba junto a un edificio viejo de diez plantas situado en un cruce que salía hacia la derecha, hasta donde años atrás acudiera docenas de veces con su hijo pequeño para que lo atendieran de la extraña enfermedad que sufría en los ojos.
En los bajos de otro de los inmuebles próximos de pequeños apartamentos, era visible aún el trasiego de mujeres y de hombres que realizaban un uso exprés de sus habitaciones.
Repentinamente, su pensamiento se vio invadido por las imágenes de Naiala, de Tiago y de Mario, sus tres hijos, los tres que tuvo con su marido mientras éste anduvo ocupado como empleado en un almacén de alimentos cerca del aeropuerto de Guararapes. Ahora, Nilson, su marido, estaba preso en la cárcel de Recife por el asalto a dos farmacias y por tráfico de cocaína. Tres años eran los que llevaba Nilson ya en ese Penal Aníbal Bruno.
De sus tres hijos, Mario era quien más parecido había sacado a su padre. Naiala vivía con ella en el morro, junto a un bebé que le llegó por sorpresa y que aún no había cumplido un año; la chica había dado a luz con apenas catorce, cuando acudía a la escuela para cursar quinto de secundaria. Tiago, el más débil, al que, por más que lo intentó, no pudo salvarlo de la ceguera.
—Por ahí andará —caviló.
Luana Gondim no podía más. A la espera de iniciar su esperanzador cursillo de capacitación en costura, debía obtener un nuevo empleo o recuperar el anterior, ese que consiguiera un año atrás en el Recife Lucsin Palace, de donde fue despedida sin causa justificada y que, a pesar de los escasos reales que le reportaba, permitía que la familia tuviera algo que comer, ya que hacía meses que la ayuda proveniente de la Asistencia Social se extraviaba sin destino conocido. Varias fueron las ocasiones en las que Luana reclamó aquel escamoteo ante la Prefeitura y ante la misma Presidencia Federal, pero nada, ni la oían, y una vez y otra presentaba denuncia tras denuncia que finalmente los funcionarios parecían ni tramitar, acaso extraviar o ni tan siquiera conseguían sacar de aquella bandeja metálica donde se almacenaban centenares de ellas.
A las puertas de una floristería próxima, un Ford Eco Sport con matrícula de Maceió impedía el paso a la furgoneta que realizaba el reparto de los encargos de la tienda. Un par de empleados de la empresa intentaron levantarlo para permitir el paso, pero no tuvieron más remedio que esperar. El conductor de aquel Ford apareció de repente, con los ojos empapados en legañas, recién levantado, envolviendo su discurso de disculpas en un mar de sonrisas ante el enfado de los dos asalariados que le reclamaban con rabia cierta premura; extrañamente, no hubo bronca.
Más adelante, las sombras de los árboles cubrían la calle y, con ellas, Luana recuperaba el sosiego, serenaba su pensamiento y concentraba su esfuerzo en procurarse una imagen ajustada a lo que la gobernanta de la Pousada pudiera necesitar. Ella sabía que no debía mostrar a su entrevistadora ni su impaciencia ni su necesidad, conocía que no era buena solución revelar inseguridad aunque, quien quiera que se encontrase delante, estuviera al tanto de sus circunstancias personales, y además estas fueran ciertas.
Luana no era una mujer culta, no tuvo oportunidad de formación, pero era inteligente, guapa y equilibrada a pesar de su escasez, le gustaba leer a pesar de su imperfección y llevaba en su rostro rasgos dulces y perfectos, ocultos por la injusticia, el hambre y la desolación; ponía el alma en todo aquello en lo que intervenía.
Cruzaba la calle Dom Bosco y conseguía ver una tienda de Comprebem, todavía con escasa clientela, donde se revolvían algunos empleados. Bruscamente, una camioneta Chevrolet Silverado marrón, entintada y mal cuidada, entró en la calle a toda velocidad saltándose el semáforo del cruce, procedente de Henrique Dias. El conductor apenas si pudo hacerse con el vehículo y fue a chocar lateralmente con otro automóvil que estaba parado, lanzándolo encima de la acera, contra un árbol. Milagrosamente, al invadir el lateral, no arrastró a ninguna persona en la sacudida. La Silverado dio varias vueltas en horizontal sin levantar ninguna de sus cuatro ruedas del asfalto y volvió al centro de la calle, con tan mala fortuna que no pudo ser evitada por el conductor de una motocicleta de gran cilindrada, vencida ya, casi en el suelo, que venía frenando cincuenta metros atrás. El encuentro fue fatal, la moto quedó empotrada debajo de la camioneta y el motorista salió despedido hacia la derecha. En el desconcierto, el conductor de la Silverado, exhortado y exigido por su acompañante, intentó reanudar su marcha en el momento justo en el que la moto explosionó y levantó la camioneta del suelo. Un autobús quedó virado en su frenada y sirvió de parachoques a otros vehículos que marchaban detrás de él. Luana Gondim se encontraba apenas a unos treinta metros, atónita, paralizada por el efecto de la explosión. Nada en esa mañana le hizo imaginar que algo así pudiera ocurrir delante de sus ojos; pero en Recife, cualquier cosa podía pasar en cualquier momento del día, en cualquiera de sus calles. La explosión provocó que salieran fuera de local los contados clientes de la tienda de Comprebem; también lo hicieron algunos empleados.
Todo fue muy rápido. En medio de la confusión y de las llamas, otro vehículo, también Chevrolet, modelo Diplomata, del año ochenta y tres, negro, repetía la misma acción que segundos antes había realizado la camioneta. Dos de sus cuatro ocupantes, los de la derecha, aparecían por las ventanillas del vehículo con una pistola en la mano. Tras conseguir el control del coche a la entrada de la calle, el conductor del Diplomata negro se dirigió hacia la otra Chevrolet disminuyendo ligeramente su marcha, momento que aprovecharon los pistoleros para vaciar el cargador sobre los ocupantes de la camioneta marrón quienes, mal aviados, no pudieron reaccionar.
Las personas que estaban en el interior del autobús aterrizaron sus cuerpos contra el piso, los escasos transeúntes huían en dirección contraria, los empleados y clientes de Comprebem se refugiaron dentro del recinto, chocando unos con otros en su intento de apartarse del lugar lo más rápido que podían. Diez segundos duró el tiroteo. El Diplomata huyó a toda velocidad por el único hueco que había en la calzada, subiéndose encima de la acera.
Luana Gondim temblaba, no era el primer tiroteo que presenciaba, pero tiritaba; ninguna persona en su sano juicio se acostumbra a una refriega a tiros entre personas.
Un instante interminable, sólo el silencio flotaba junto al humo y al fuego originado por la explosión de la moto.
Pasados unos segundos, que parecieron eternos, la gente comenzó a reaccionar tras la huida del Diplomata negro. Tímidamente, un hombre grueso con una camiseta de la selección brasileña de fútbol consiguió acercarse hasta el lugar donde estaba la camioneta. Los dos ocupantes de la Silverado no se movían. Tampoco el motorista. Fue junto a éste último hasta donde Luana Gondim se aproximó; el joven yacía sangrando por un costado por el que asomaba un trozo de chapa de la propia moto, se llevó la mano a la boca y se lamentó de la suerte de aquel muchacho. El casco no fue suficiente protección.
Las sirenas de los coches patrullas de la policía sonaban cada vez más cercanas, más agitadas. En unos minutos, el cruce apareció tomado por las fuerzas del orden; policía civil y policía militar. Todos a la vez.
A Luana Gondim se le echaba el tiempo encima, disponía tan sólo de algo menos de diez minutos para acudir a tiempo a la entrevista de la Pousada. No quería llegar tarde. Pensó que probablemente, a la mañana siguiente, todos los diarios publicarían en primera página los datos de lo ocurrido ante sus ojos, aun así, permaneció quieta unos segundos más.
Se les notaba frenéticos a los miembros del orden, porque hacía días que nada de esto, o parecido, había ocurrido en la ciudad. Cuatro coches de la policía acordonaban ya la zona, empujaban, empuñaban sus armas en alto y miraban desconfiados a uno y otro lado, coléricos e intoxicados por la furia.
Había amanecido hacía rato y Luana Gondim debía marcharse, tenía que marcharse. Nerviosa, dejó atrás el cruce y dirigió sus pasos hacia Miguel Couto, la calle donde se encontraba la Pousada. Una vez en interior del edificio, cruzó uno de sus patios centrales, con un jardín lleno de hermosas plantas cubiertas de flores, en el momento en el que unos pájaros de color amarillo, bem-te-vi, revoloteaban por el ambiente, ajenos a ella, ajenos a todo menos a su comida y a su pareja. Al final del pequeño vergel, en una de las habitaciones que aparecía en la pared frontal que hacía las veces de oficina, preguntó por la gobernanta. La señorita Marcia Wilson no estaba y fueron a llamarla. El corazón de Luana Gondim latía muy deprisa, sus piernas temblaban; el recuerdo de sus hijos zapateaba dentro de su cabeza una y otra vez.
—¡Llega usted tarde! —apuntó la voz de una mujer gruesa de tez mulata, vestida con una bata blanca, antes siquiera de aparecer—. Cinco minutos tarde.
—Perdón, es que…
—Pase, pase —dijo Marcia Wilson, señalando una estancia próxima a la recepción, sin esperar siquiera a que Luana acabara su explicación.
En la sala, Luana Gondim permanecía de pie a la espera de que aquella mujer la invitara a sentarse. No fue así. El recuerdo de aquel joven motorista, sus tres hijos y su nieta, lograron que mantuviera los ojos muy abiertos. Con su ajustada falda naranja y su camisa blanca, aguardaba tensa a que su interlocutora comenzara la pesquisa.
No era la primera vez.
La mujer de bata blanca, con rostro grave, sin dar siquiera licencia a que la aspirante a cubrir uno de los puestos vacantes se sentara, la miró a los ojos; Luana Gondim, en contraste con el color ébano de su piel, tenía los ojos de un color azul sorprendente. Marcia Wilson bajó su examen hacia las manos, pasando por todos los lugares intermedios, sin dejar espacio por inspeccionar hasta llegar a los pies, que llevaba cubiertos con sandalias de la marca Azalea, negras. Su rostro no mostró ni aprobación ni rechazo, pero pensó que aquella mujer podría encontrar trabajo allí donde quisiera, ya que poseía una bonita figura, demasiado bonita quizás para esta ocupación y ese podría no ser un buen detalle; contratarla se convertiría en un riesgo, conociendo como conocía las costumbres de uno de los propietarios y, sobre todo, del director.
Marcia Wilson ya tenía tomada su decisión.
—Déjeme su cartera de identidad —pidió y, tras mirarla de nuevo a los ojos, le preguntó—. ¿Casada?
—Sí —respondió Luana Gondim a la vez que le entregaba el documento de identificación.
—¿Hijos?
—Sí… tres.
—Su CPF —exigió igualmente y añadió—. Estuvo trabajando en el Recife Lucsin Palace ¿no?… ¿qué pasó?
—Cambiaron a la responsable.
—¿Y…?
—No sé… nada me dijeron señorita, solamente que no volviera al día siguiente.
Marcia Wilson se quedó mirándola.
—¿Y usted no preguntó nada? ¿Siquiera al menos por qué razón? —insistió—. Después de un año…
—No pude. No me dejaron preguntar —respondió, lo más amable que pudo, aprovechando una pausa de la mujer de bata de la que dependía en parte su futuro inmediato.
Aquella mujer, poseída del poder de contratar, abrió una de las dos cartas de presentación que Luana de Lima Gondim le había entregado unos momentos antes y comenzó a leerla.
Luana, pendiente de la reacción de aquella gobernanta, reparó en el detalle de que la encargada se había dejado abierto uno de los botones de su bata y descubrió por él que el sostén era naranja. Especuló que, ese detalle por el gusto del color, tal vez podía darle buena suerte, alguna oportunidad. Se equivocaba.
—Está claro que el naranja es un color que debe gustarle —especuló Luana, cayendo en la cuenta de que ella llevaba la falda del mismo tono.
Marcia Wilson se percató de la dirección que había tomado la mirada de Luana Gondim y se lo abrochó con disimulo, corrigiendo su desliz.
—Me ha pillado. Pensará que… —se dijo Luana para sí misma.
—¿Qué relación tiene con Luca Ginich?
—Tiene un negocio de encuadernación cerca del Hotel América, en la plaza Maciel Pinheiro, donde trabajé durante dos años, antes de hacerlo en el Lucsin.
—¡Ya! … lo veo.
Ambas mujeres se miraron a los ojos.
—María do Socorro Matías es la mujer de mi hermano. Ella es la encargada del Lucsin Palace —informó Marcia Wilson con cierta ironía—. Le preguntaré.
Luana Gondim lamentó la casualidad interiormente, sin mostrar la más mínima rabia.
–oo–
Unos pliegos impresos, ya secos, aparecían sobre la mesa del oficial encuadernador después de que el alzador, de plena confianza de Luca Ginich, realizara un primoroso trabajo, dejándolos previamente sobre las cuerdas, cuidando que la corriente de aire abatiera sobre ellos y que el orden de las signaturas de los cuadernillos fuera el correcto para que pudieran leerse y agruparse en el orden adecuado. Después, y sólo después, con seguridad, tomó el manojo que formaban algunos de los pliegos y los volcó con sumo cuidado en el borde de la mesa hasta conseguir igualarlos.
—Alzado a la francesa —comentó el oficial con uno de los aprendices.
No era habitual que esa tarea se realizara en los locales de las escasas empresas que por estos días se dedicaban a la encuadernación en Brasil, al menos ninguna de las que aquel oficial conocía; que eran al menos unas veinte.
—Ya no se cuidaba ese arte —comentaba a veces Luca Ginich.
En aquel recinto, nada más rebasar la vieja puerta de madera, el olor a cuero, a papel y a tinta, borraban el sabor a mar que navegaba en el aire de la ciudad, ese algo distinto que ocupaba cada rincón, esa bruma atronadora y chispeante que transformaba el centro urbano y que en breve, durante el carnaval, se envolvería en un intenso flujo de danzas y ritmos calientes procedente de cualquier esquina.
Una placa de baquelita con fondo negro recomida por el sol anunciaba apenas que tras la entrada se encontraba la única empresa de Brasil capaz de encuadernar y tratar con el esmero necesario el incunable más exigente. Aquel viejo librero, que allá por el año 1947 llegara al convulsivo puerto de la ciudad, era diestro en tratar los libros del mismo modo y manera que lo hiciera el mejor y más veterano de los artesanos de la vieja Europa, ya fuera de Paris, de Lyon, de Bruselas o del mismísimo Rotterdam.
Allí, junto al edificio donde se situaba la União Nacional dos Estudantes, Nataniel Ginich, padre de Luca, acabó por instalar un pequeño taller próximo a la esquina con la calle Matriz, en una casa con la fecha de su construcción tallada en el frontón principal de la fachada, donde emprendió su negocio en el que ejerció el oficio de encuadernador aprendido en Amberes, entrenado en la mejor escuela legada por el mismísimo Joannes Grapheaus, y que años más tarde comenzara a manejar en Lisboa, antes de trasladarse a Recife con su mujer y sus dos hijas, Sara y Jamila; Raquel, su esposa, aguantó con entereza el final de su nuevo embarazo durante la travesía hasta llegar a tierras brasileñas, donde, a inicios de ese invierno nordestino, nació Luca, a quien al llegar llamaron Chaim. Todos, excepto Raquel, mudaron de nombre en tierras brasileñas; Nataniel antes Najmen, Judith lo cambió por Jamila y Sara quitó la hache de Sarah. Raquel no tuvo tiempo, murió antes de cumplir el segundo año de su llegada.
Nataniel Ginich relató docenas de veces la angustiada experiencia vivida hasta llegar a Lisboa, el largo viaje emprendido a través de aquella Europa en la preguerra mundial para alcanzar la ciudad que siempre soñó conocer desde niño, desde que en sus manos cayeran unas copias del más famoso tratado sobre astronomía llamado Cosmographicus, de Petrus Apianus, editado por primera vez en la ciudad que dormía a orillas del Schelde, Amberes y, sobre todo, algunos fragmentos del universalmente codiciado Ad verum ducit, escrito por el monje italiano de la orden franciscana, quien consiguió introducirse en la corte papal de Sixto IV, de nombre Albino Borghese, donde se revelaban detalles que no dejaban en muy buen lugar a papas, cardenales, arzobispos y obispos, ni tampoco algunos allegados al propio Papa.
Luca Ginich, regordete y confiado, de mediana altura, con gafas y escaso pelo blanco, que dejaba despoblada su coronilla, era quien dirigía ahora ese entramado de empresas cedido por su padre.
Esta mañana, al salir de su viejo taller situado en la plaza de Maciel Pinheiro, junto a la acera, vio cómo esperaba el taxi que su veterana secretaria había avisado minutos antes. Luca Ginich abrió la puerta trasera de aquel vehículo con calma, se sentó y la cerró. Tuvo que volver a abrirla porque, a pesar de haber subido con cuidado, sin advertirlo, la parte trasera de su chaqueta quedó atrapada por la puerta.
—Buenos días, Beto. Esta vez lléveme al Ponte Nova —pidió al taxista, a quien ya conocía de otras ocasiones, mientras ajustaba su traje de lino beige—. ¿Sabe dónde queda?
—Por Bruno Veloso, en Boa Viagem, muy próximo al Shopping Center, señor. Aunque ayer mismo he oído a unos clientes que comentaban que los dueños andaban buscando un local por el barrio Graças, cerca de la calle Cupim.
—Perfecto, ya veo que está bien informado, como siempre —dijo Luca Ginich, que añadió—. Para mí es completamente nuevo. ¡Ah! Esta mañana no tuve ocasión de comentárselo; diré a mi secretaria que cada vez que necesite un servicio le llame siempre a usted. En otras ocasiones ha venido algún compañero suyo un poco mal encarado, a quien no logré serenar en todo el trayecto.
—Gracias, señor. Todo Recife le conoce y sabe que usted siempre trata a todo el mundo con mucha educación y con mucho respeto —respondió Beto al tiempo que enfilaba el puente 6 de Marzo, desde donde se adivinaba la cubierta de teja roja y la cúpula metalizada de la Casa de Cultura por encina de las copas de los árboles que orillaban a un calmado y descuidado Capibaribe, camino de la bahía de Pina.
—Es la base de toda convivencia, Beto. Según trates, serás tratado.
Luca Ginich tenía cita para comer con el vereador Caetano de Noronha Saraiva, en el restaurante Ponte Nova, a las doce treinta. Caetano y Luca eran vecinos, ambos residían en Silveira Lobo, muy cerca de la Fundação Joaquim Nabuco, y ese era el detalle que mantenía suspicaz a Luca Ginich. Caetano y él, cuya relación arrancaba de años atrás, siempre que se habían reunido para comer lo hicieron cerca de sus residencias, bien en La Soupe, bien en Seu Cafofa o a veces en el Paranoia do Mar. Luca sugirió a Caetano Saraiva, en esta ocasión, acudir a uno de sus lugares habituales donde, por otro lado, ya los conocían. El vereador insistió en cambiar de zona.
—Nunca está de más conocer lugares nuevos, experimentar —pensaba Luca Ginich mientras observaba, a través del espejo del conductor del taxi, el pequeño bigote con el que Beto disimulaba una fina cicatriz de su labio superior; detalle en el que no se había fijado hasta ese momento.
La circulación de vehículos alrededor del centro comercial inundaba la zona de un olor a gasolina quemada y la luz se quebraba por los gases, desgastando la sal y la humedad del ambiente.
Beto lo dejó justo frente a la puerta del restaurante, muy cerca de la R2, una sala de gimnasia que poseía una piscina en la terraza del edificio, en la primera planta.
Al entrar en el Ponte Nova, Luca Ginich se tropezó de cara con una enorme fotografía en blanco y negro que ocupaba una de las paredes del local en la que podía adivinarse el puente de Boa Vista años atrás. Miró a un lado y a otro del local. Su primera impresión fue de sorpresa y calculó, a bote pronto, que en el local entrarían unas cincuenta personas.
—¡Ginich! ¡Aquí!
Oyó cómo lo llamaban desde el fondo del salón, resolviendo con rapidez que aquel hombre que levantaba el brazo para reclamar su atención, con impecable traje azul azafata, camisa blanca y corbata amarilla, era Caetano Saraiva, vereador de la Câmara Municipal do Recife, hijo del diputado federal Lindoval Saraiva Vazques. Pero el concejal no estaba solo, y ese detalle no le gustó mucho a Luca quien, a pesar de la contrariedad, no quiso hacer ningún juicio de valor previo.
—Luca, te veo muy bien —elogió el vereador al tiempo que le extendía su mano.
—Ya ves, debe ser que el intenso trabajo me rejuvenece —respondió sonriendo mientras que, con el rabillo del ojo, prestaba atención al acompañante, a quien no conocía.
—Os presento —apuntó Caetano Saraiva de modo formal—. Creo que no os conocéis. Luca Ginich —indicó, mirando a su vecino—. Luca Ginich, este es Pieter Velsen. Pieter Velsen, aunque nacido en Ámsterdam, reside en Amberes.
No dijo nada el holandés, que se limitó a extender la mano, sonreír y observar con cierto descaro la escasa estatura de Luca, recorriendo la distancia entre sus pies y su cabeza, escasa de pelo.
—Es un placer el mío, Pieter —dijo Luca con la educación que le caracterizaba, aceptando la mano y ofreciéndole esa pequeña aprobación con su cabeza que le había enseñado su padre.
Pieter Velsen parecía tener aspecto de auténtico holandés, alto, delgado, rubio, cara estrecha y pecosa, casi rosada, austero y comedido en sus palabras; era el hombre destinado a Brasil por una empresa belgo-holandesa, con sede en Amberes, que no disponía aún de presencia formal en esta parte de América.
—Flemático —pensó Luca.
Obviamente Luca Ginich ya conocía la ambición política y no política, además del manejo de las palabras y de los silencios, de Caetano Saraiva quien, a pesar de su juventud, pertenecía a la escuela funcionaria de su padre, diputado federal durante las últimas legislaturas a fuerza de algunos acuerdos y ajustes de votos, de elección siempre polémica, pero siempre designado.
Decididamente, Luca Ginich resolvió que se limitaría a observar el desarrollo de la conversación que, según lo que Caetano le había anticipado por teléfono, debía discurrir en torno a una nueva colaboración cultural con la Prefeitura de la ciudad, aunque le extrañara el hecho de que su amiga Ligia de Sá, la secretaria de Cultura, no estuviera presente.
—¿Y qué le trae por Recife, Pieter?
—Uhm! Bueno… ¿Qué le parece si mejor nos tuteamos? ¿De acuerdo? —propuso Pieter Velsen, buscando la complicidad de Caetano Saraiva con la mirada, instándole de modo sutil a que llevara el curso de la conversación.
Luca accedió de buen grado, asintiendo con la cabeza a esa propuesta amistosa de tratamiento. No perdía nada.
De repente se hizo el silencio en la mesa. Un camarero vestido de riguroso blanco, con papel y lápiz en la mano, dispuesto a tomar nota a los comensales, permanecía de pie junto a Caetano Saraiva. Luca Ginich pidió bacalao salteado con legumbres variadas a sugerencia del chef. Caetano y Pieter pidieron salmón.
Servido el vino que iban a tomar durante la comida, el vereador comenzó a revelarle al viejo impresor la causa por la que Pieter Velsen les acompañaba en la comida. Luca reflexionaba, atento a todas sus palabras y a todos los gestos del holandés que confirmaba y sonreía cada vez que Caetano tomaba aire para respirar y proseguir con su taimado argumento.
—Y llegó llovido del cielo, Luca, como si de pronto caminaras bajo una seriguela y una de sus bolitas maduras te cayera sobre la cabeza —fue ultimando Caetano—. Así que le conté a Pieter que conocía a un gran personaje de la ciudad que casualmente poseía en su colección de antigüedades algunos de esos incunables maravillosos, que alguno de ellos ya estuvo expuesto en la ciudad en un evento sobre la Edad Media organizado por la Prefeitura y que por tu oficio, y tu afición, conocías ese mundillo a la perfección, que tu padre se educó en ese arte en Amberes y más tarde en Lisboa, donde todavía conserváis buenos contactos, Sabemos además que la historia de ser librero te viene de tus abuelos polacos.
—Ya conoces un poco de la historia de mi vida, Pieter —intervino Luca, al tiempo que tomaba un trago de aquel vino chileno cuando el vereador finalizó su ambiguo informe.
La comida fue rápida. Todavía no habían comenzado con el postre, cuando Pieter Velsen se introdujo la mano en un bolsillo interior de su americana, sacó un folio doblado, que fue alisando suavemente con los dedos sobre el mantel de lino de la mesa del restaurante.
Caetano Saraiva parecía inquieto.
Cuando la hoja estuvo abierta del todo, la giró y la colocó de modo que Luca Ginich pudiera verla sin dificultad. El holandés miró fijamente al vereador y éste no perdía de vista la reacción del viejo encuadernador de Recife. Luca, conocedor del mundo de los negocios, y como buen judío, no mostró su verdadera emoción.
—Las autoridades belgas de Limburgo autorizaron su venta hace más o menos dos meses —informó Pieter—. Como me figuro sabrás, su paradero era desconocido hasta que los herederos del barón Hendrik Van Bilzen, de Hasselt, lo descubrieron en un cofre oculto en su biblioteca, envuelto en unos lienzos. Ahí había permanecido casi cuatro siglos. Nadie había conseguido verlo hasta ahora, sólo una copia mal dibujada de lo que se suponía que era aquel libro ha rodado por el mundo durante siglos —dijo y continuó el holandés, en perfecto portugués—. Muchos lo creyeron oculto en algún lugar del Vaticano. Este es el original, descubierto hace más o menos un año.
Luca oía con atención, sin parpadear.
Caetano lo miraba, ansioso por oír su comentario.
Luca Ginich prefirió seguir oyendo, no sabía por qué razón se lo mostraban a él, pero intuía que aquel hombre no había acabado, parecía tener muy bien aprendido qué decir y qué callar, y dosificaba la información dándole cierta intriga.
—Casualmente —siguió Pieter—, este heredero de Hendrik Van Bilzen, llamado Jaak, Jaak Van Bilzen, es compañero de golf del presidente de mi compañía.
Luca seguía sin pestañear. Aguantaba con firmeza; aquel papel contenía la imagen de la portada del incunable por el que su padre cruzó la Europa de Hitler hasta llegar a Amberes, dejando atrás a toda su familia en Chelm, su ciudad polaca. Ad verum ducit, sin saberlo, había ocupado toda la vida de su familia desde hacía años; toda su propia vida también.
Escrito por un monje franciscano allá por 1492, cuando los judíos fueron expulsados de España, relataba el nepotismo empleado en la corte de Sixto IV, las inclinaciones sexuales del Papa, sus amantes, las extrañas relaciones con sus sobrinos, hijos en realidad, sus ambiciones políticas, el amor que profesaba a los jóvenes de su familia, sus artes en el nombramiento de los cardenales, la verdad sobre la conspiración de los Pazzi, la construcción de la Capilla Sixtina, la Bula de Simancas, aquella concedida a Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, para dar legalidad eclesiástica a su enlace pasando por alto su consanguinidad, la influencia de Rodrigo de Borgia en la gestión del Vaticano. Albino Borghese, el escritor, manejó con sabiduría toda esa información y fue capaz de resumirlo en un libro único. Pero lo realmente contradictorio no era que un librero de Amberes, desconocido, se atreviera a editarlo en 1495, lo diferente era que fue alzado, glaseado, satinado, jaspeado, cosido, encuadernado y acabado, con hermosos relieves dorados en lomos y cubiertas, por las manos artesanales de un grupo de judíos huidos de la España inquisitorial recalados por casualidad en la ciudad de los diamantes. Algunos de esos judíos que trabajaron sobre ese incunable viajaron años más tarde hacia el este de Polonia, se asentaron en Lublin, a escasos kilómetros de Chelm. Seguramente esa información era la que Pieter Velsen desconocía, probablemente no sólo él la desconociera, tampoco sabían de ella los herederos del mismísimo barón Van Bilzen. Ese era el valor que Nataniel y Luca Ginich daban al incunable.
—Unos veinte millones de dólares, pagarían algunos coleccionistas por el libro en una posible subasta. Eso oí. —remató finalmente Pieter Velsen.
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