La Memoria de las Olas

La Memoria de las Olas

Oceana Spaceship

10/10/2014

Primera parte: Harina

Capítulo 1. Leiro (Orense), otoño de 1923.

  Sobre la suntuosa carrocería del Hispano-Suiza no se veía una sola mota de polvo.

  El mayordomo iba y venía alrededor del coche como un moscardón enojado. De cuando en cuando, se detenía para lustrar con un trapo la chapa color crema y burdeos, aunque esta ya centelleaba a la luz del sol que entraba por la puerta de la cochera. En cuanto terminaba de frotar, giraba la cabeza y dirigía una gélida mirada de desaprobación a Santos, que permanecía de pie junto al banco de herramientas, con los ojos clavados en las majestuosas curvas del vehículo y sin apercibirse de las señales de desprecio que el otro se empeñaba en manifestar.

  —¿Por qué tardará tanto? —resopló el criado por lo bajo para luego alzar la voz: —Iré a buscar al señor. Ni se te ocurra acercarte al coche hasta que vuelva.

  Santos se estremeció antes de asentir con vehemencia. No era necesario que se lo pidieran, jamás haría nada que pusiera en peligro aquel trabajo caído del cielo.

  Le habían hecho llamar desde el pazo aquella misma mañana. El hermano Senén llegó corriendo al huerto del priorato de San Clodio, el hogar de ambos, cuando Santos se encontraba recogiendo remolachas. El robusto monje traía las mejillas rojas de excitación, y hubo de agarrarse con fuerza el costado para recobrar el aliento antes de hablar:

  —Niño, han llamado del pazo. Don Francisco quiere que te encargues de su Hispano-Suiza, así que lávate y preséntate allí cuanto antes —dijo, empujándole hacia la cocina.

  El fraile Senén había cuidado de Santos desde que se lo encontró en la puerta de la capilla del monasterio, siendo un recién nacido de apenas unos días. El crío pataleaba en el fondo de un cesto de paja cubierto por una manta raída y llena de agujeros. No era la primera vez que aquello sucedía en San Clodio, por lo que todos asumieron que el abad enviaría al bebé al hospicio cercano lo antes posible. Senén, en cambio, vio en el diminuto bulto chillón la oportunidad de tener el hijo que la vida le había negado durante su vida laica, así que le alimentó con leche diluida mientras los monjes más veteranos capitulaban brevemente sobre el asunto. Apenas acababa bañarle con agua tibia, como había hecho con sus hermanos más pequeños, cuando el abad requirió su presencia para comunicarle que debía llevar al niño al hospicio. En ese momento, Senén vio tambalearse su futuro como religioso. Se negó en redondo a abandonar a aquel chiquillo en un hospicio frío, a cargo de unas monjas sobrepasadas por la caterva de huérfanos a los que atender y alimentar. Amenazó con abandonar la orden para criarlo, algo que escandalizó a unos y que a otros no les pareció más que otra excentricidad del maduro novicio. Finalmente, el abad se apiadó de la bondad de Senén, quizás animado porque San Clodio pronto sería nombrado priorato independiente, y permitió que el pequeño permaneciera en la comunidad. Convencido de que en unos años sería un nuevo miembro de la orden, el superior de la congregación bautizó aquella misma noche al niño como Benito Romualdo Juan Bernardo de todos los Santos.

  Con los años, el pequeño Santos creció a la vez que su hogar, el recién nombrado priorato de San Clodio, que pronto se convirtió en un inmenso conjunto de piedra y campos labrados. La comunidad de monjes poseía —además de un imponente edificio que contaba con dos claustros, celdas de alojamiento, dependencias comunes y una capilla anexa —una vasta extensión de tierras con agua suficiente para explotarlas con cultivos y pastos para el ganado. La mayoría de los frailes dedicaba su jornada al trabajo en el campo, excepto en los momentos de oración. Gracias a los enfrentamientos de Senén con sucesivos superiores de la orden, Santos tenía el privilegio de saltarse la mayoría de los rezos diarios, siempre que empleara aquel tiempo en estudiar y prometiera acudir a la oración en cuanto sintiera la llamada de Dios, algo que Senén pretendía demorar el máximo tiempo posible.

  Santos, que había acudido a la inesperada cita en el pazo con una mezcla desbordante de expectación y nerviosismo, pensó que ninguna fuerza divina podría superar la visión de un Hispano-Suiza nuevo. De pie en el interior de las cocheras de la casa, trataba de fijar en su memoria cada una de las líneas y cromados del vehículo. El modelo H6B contaba con seis cilindros, distribución de válvulas en culata y servofreno en las cuatro ruedas, algo con lo que los célebres Rolls-Royce no se atrevían siquiera a soñar. El cuadro era complicado pero, gracias a las revistas automovilísticas francesas que algún amigo de Senén enviaba al monasterio un par de veces al año, podía describir el uso y la posición de cada palanca de mando con los ojos cerrados.

  Un ruido tras la puerta que daba a las dependencias de la casa le hizo recordar la indicación que el mayordomo le había dado nada más entrar: ante cualquier pregunta, debía responder con modestia y sumisión, sin cruzar su mirada con la de don Francisco. Por eso, cuando éste apareció en el garaje junto al hosco criado, Santos se quitó la gorra y clavó la vista en el suelo.

  —Hola, chico. Senén dice que sabes conducir, pero no me fío nada del viejo cabrón, ¿es eso verdad, o me ha engatusado para que saque a su niño del monasterio?

  Santos no supo responder. A la crudeza de los adjetivos empleados por aquel hombre para referirse a Senén, se sumaba la estupefacción por la petición recibida: esperaba servir como mecánico del Hispano-Suiza, no como su conductor.

  —Vaya, ¿eres sordo? Eso tampoco me lo dijo Senén —el hombre se echó a reír a carcajadas.

  El chico notó hervir su cuello y sus orejas mientras negaba con la cabeza.

  —José, déjanos un momento —pidió Don Francisco.

  Por el rabillo del ojo, Santos vio como el mayordomo le lanzaba una mirada de desprecio antes de salir del garaje.

  —Vamos, chico, ya sé que nunca has tocado el volante de un automóvil. Pero conozco a Senén y, si te ha enseñado lo que sabe, confiaré sin reservas en tu habilidad como conductor.

  Santos levantó la cabeza como impulsado por un resorte. Don Francisco era un anciano canoso con un espeso bigote bajo la afilada nariz. Le observaba con una mezcla de compasión y curiosidad, como si se encontrara frente a un extraño e inofensivo animal. Santos quiso decirle que el hermano Senén no solo le había enseñado lo que tenía que hacer para conducir, sino que le había hecho memorizar cada paso, cada pequeño detalle que pondría a rodar una maravilla como la que reposaba a su lado en las cocheras. Pero a todo lo que se atrevió fue a bajar de nuevo la mirada antes de balbucear:

  —Puedo hacerlo, señor.

  —Así me gusta. Vámonos.

  Como si ejecutaran una coreografía repetida miles de veces, sus manos abrieron el capó para examinar con diligencia el nivel de aceite y el de líquido refrigerante del radiador. Después se sentó al volante y acarició el llavero redondo que tantas veces había imaginado en su bolsillo. Accionó el tirador para facilitar el arranque en frío y encendió el motor. Don Francisco le miraba con aprobación desde el espejo retrovisor.

  — ¿Cómo te llamas, chico?

  —Benito Romualdo Juan Bernardo de todos los Santos —respondió al punto.

  —¿Es eso una penitencia? ¿O acaso la broma de algún monje resentido? —se rió don Francisco. —Supongo que nadie en su sano juicio perderá tanto tiempo llamándote así, ¿por qué nombre te conoce la gente?

  —Me llaman Santos, señor.

  —¿Y qué opinas de la nueva dictadura? ¿Crees que Primo de Rivera y Alfonso XIII aciertan al decretar la constitución de un directorio militar?

  Santos se encogió de hombros.

  —Veo que Senén solo discute de política conmigo —murmuró Don Francisco, para después alzar la voz: — Me temo que nos queda mucho trabajo por delante, chico.

  De aquel primer viaje en coche, Santos recordaría toda su vida la sensación de irrealidad que le embargó al ser consciente de que era únicamente su voluntad la que gobernaba la máquina. De alguna manera, supo que aquel momento marcaba un punto de inflexión en su plácida trayectoria vital, y que el hermano Senén, su padre adoptivo, le había preparado durante años para que así fuera.


Capítulo 2. Vigo, otoño de 1923

  Las ciudades pesqueras se despertaban temprano, y Vigo no era una excepción. Apenas rota el alba, el bullicio del puerto anticipaba la pesca recién llegada y las calles más cercanas al mar se convertían en un hervidero de comerciantes vocingleros, carros repletos de mercancías, marineros curtidos, graznidos de gaviota y escamas plateadas.

  Cristina se remangó la falda para evitar mancharse el bajo con los charcos de salitre y sangre que ya salpicaban el mercado a aquellas horas. Su madre seguía enferma y de nuevo era ella quien debía encargarse de la venta diaria de pescado. Malhumorada, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar al puesto que ocupaban en la plaza. Frente a ella se presentaba otra interminable mañana manoseando peces resbaladizos y regateando con decenas de compradores que se quejaban, con razón, del precio cada vez más alto del género.

  Habían vuelto a discutir. Al oírla prepararse para salir, su madre había aparecido en el umbral de la puerta, pálida como una aparición.

  —Madre, acuéstese, que se va a enfriar.

  —Ayer te marchaste otra vez después de la cena, ¿creías que no me iba a dar cuenta?

  La noche anterior, Cristina había rezado para que las medicinas sumieran a su progenitora en un sueño impermeable a sus pasos sigilosos, algo que casi nunca ocurría.

  —Es cierto, madre. Salí a ver a mis amigos.

  —Los artistas no son gente de fiar, Cristina. Te he dicho mil veces que no quiero que te arrimes a ninguno de ellos.

  —Usted no sabe de qué habla, madre. —había respondido Cristina entre dientes.

  —En eso te equivocas. No quiero que te mezcles con esa gente, y menos ahora que tu tía ha prometido conseguirte un puesto en la fábrica de Feudal. En cuanto empieces a trabajar allí no saldrás de esta casa más que para ir a ganarte el salario o para casarte de una santa vez.

  —No pienso casarme. Ni tampoco fabricar jabones. Y ahora debo irme a la lonja o perderemos la subasta, madre.

  Durante toda la mañana, el regusto amargo de la discusión le mantuvo el gesto contrariado y las maneras bruscas con la clientela. Cada vez se enfrentaban con mayor frecuencia, lo que su madre quería para ella no tenía nada que ver con lo que Cristina deseaba para su futuro.

  Quería ser artista, se sabía nacida para apreciar y reproducir la belleza, aunque todavía no había encontrado la disciplina en la que brillar. Se relacionaba con aspirantes a escritores, pintores frustrados e incluso con algún escultor de la ciudad que había logrado vender una o dos obras; casi todos pobres muertos de hambre en opinión de su madre, algo en lo que, debía reconocer, no le faltaba razón.

  —Madre, no lo comprendo —se había atrevido a decirle una vez —. Usted misma quiso ser bailarina, la tía Camila me lo contó. Si no se hubiera caído, quizás hoy no estaríamos atadas a ese puesto de pescado o a su trabajo de costurera.

  — ¡Una caída! ¿Eso te dijo tu tía? —había bramado su madre. —Dejé el baile para criarte, y si tu padre no se hubiera marchado, ahora tampoco estaríamos atadas a ese puesto que dices.

  Aquella discusión había dejado a Cristina sin argumentos durante una buena temporada. No había conocido a su padre, desaparecido al poco de nacer ella, y en casi veinte años tampoco había logrado arrancarle a su madre más de dos o tres palabras acerca del autor de sus días. Solo sabía que le debía su nombre, a pesar de que cada primogénita de la familia materna se llamaba Camila, como su tía, desde incontables generaciones atrás.

  Era precisamente su tía Camila la más dispuesta a hablar del asunto del progenitor perdido. Una vez, le había asegurado en confidencia que la intención de su padre era la de casarse con su madre, pero que su familia le había desheredado dejándole tan solo el medallón con forma de lágrima que constituía el único legado paterno de la chica. Pero el dato más importante para ella lo había escuchado una vez casi por casualidad, escondida tras la puerta mientras su madre discutía con su tía Noelia, la hermana menor:

  —Tu hija es como él —había afirmado Noelia, con la voz cargada de desprecio.

  —No, no lo es. Cristina es muy trabajadora y, si no se casa, se quedará con el puesto en la plaza y cuidará de mí cuando ya no pueda trabajar.

  —Olvídalo hermana. Tiene el temperamento de su padre, el artista. Ese irresponsable que te llenó los oídos de promesas antes de dejarte preñada.

  Desde entonces, Cristina había pensado mucho en su padre. Quizás él también disfrutaba de la música silenciosa que destilaban las puestas de sol en el mar, o de los dibujos que formaban las gotas de lluvia al resbalar por el exterior de la ventana. Seguramente, también se sumía en aquel extraño estado de contemplación que llenaba sus horas muertas, haciendo que las manos se le durmieran con la labor intacta entre los dedos en los atardeceres despejados, o que al calentar el caldo de la cena, éste se esfumara en un vaho negro los días de lluvia. Su madre no era así, como tampoco lo eran sus tías. Ninguna de las tres le había enseñado jamás a hacer algo cuyo resultado no sirviera para comer o abrigarse, por lo que toda aquella capacidad artística debía provenir de su familia paterna, de la que tampoco sabía nada.

  Cuando regresó del mercado, encontró a su madre en la cocina. Había hervido unas patatas y esperaba el pescado que ella trajera para cocerlo con cebolla y judías. Se encontraba mejor y canturreaba mientras se movía entre los fogones, lo que levantó el ánimo de Cristina por primera vez en todo el día.

  —Tengo buenas noticias para ti, hija —dijo en cuanto la vio.

  Cristina recogió de la silla la labor de costura y se sentó con aire solemne. Conocía demasiado bien a su madre como para saber que no compartían el mismo criterio en cuanto a la clasificación de las novedades.

  —Dicen que van a abrir una fábrica muy importante aquí en Vigo.

  En vista de que la chica continuaba con cara de velatorio, la madre resopló y se dio la vuelta para retirar la olla del fuego mientras seguía hablando:

  —Según tu tía, unos panaderos del barrio de Casablanca han comprado la finca del Campo de Redes, en la subida al Castro. Están construyendo una factoría enorme, que servirá pan a toda la comarca.

  —Vaya, pues sí que tendrá que ser grande, madre. ¿Y por qué es tan buena noticia para nosotras? ¿Acaso el pan que traigo de la plaza ya no le gusta?

  Su madre cerró los ojos durante unos segundos, después suspiró y se secó las manos en el delantal antes de coger a Cristina por los hombros:

  — ¿Soy la única en esta casa que se preocupa por el porvenir? No quieres trabajar en la conservera de tu tío porque odias el olor a pescado y parece que tampoco te interesa buscar marido. Tu tío Hipólito conoce a mucha gente en Vigo, y dice mi hermana Noelia que puede conseguirte un trabajo cuando inauguren esa fábrica, ¿qué más quieres?

  Cristina habría querido decirle que a ella también le preocupaba el futuro, solo que no veía de qué manera podrían solucionarse los problemas de ambas sin que una de las dos sufriera. Su madre llevaba meses tratando de colocarla en una fábrica de jabones de tocador, y ahora le salía con un puesto en una panadería industrial que ni siquiera existía. Aunque, pensándolo bien, faltarían meses para que aquella fábrica fuese algo real, así que no le haría ningún mal fingir algo de ilusión por el proyecto y, mientras tanto, continuar con sus planes artísticos. Y si al final su tío le conseguía aquel puesto, entonces ya pensaría qué hacer. Separó las manos de su madre de sus hombros y dijo:

  —Es cierto, madre. Si llegan a construir la fábrica esa, puede que sea una buena oportunidad para mí.

  —La construirán, hija —afirmó su madre —. Y verás como cambiará nuestra vida.


Capítulo 3. Madrid, otoño de 2011

             Se vende lote de antigüedades completo o por piezas.            Origen: Galicia, Años 20-30. Objetos curiosos a buen precio.Interesados llamar al 555655340,M. Gil

  Anotó el número de teléfono en una esquina de su abarrotada agenda y pagó el café. Hacía ya mucho tiempo desde que examinara por última vez que un lote de aquellas características, y el familiar hormigueo de la anticipación se le instaló en el pecho. Tratando de controlar la esperanza para evitarse una nueva decepción, salió a la calle en busca de una cabina telefónica. Con toda seguridad tendría que caminar un buen rato: en la era de los teléfonos móviles, encontrar un locutorio público era casi una odisea.

  —¿Señor Gil? Me llamo Joseph Bell. Llamo por el anuncio del periódico acerca del lote de antigüedades —dijo al oír la voz al otro lado.

  —¿Es para una tienda? ¿Le interesa comprarlo entero? —preguntó Mateo Gil con un ligero deje de ansiedad en la voz.

  —No, soy un comprador particular. Quisiera saber qué piezas componen el lote, ¿podría describirme alguna de ellas?

  —Sería mejor que pasara por aquí a verlo…

  —Le ruego que me hable de los enseres —le interrumpió —, si coinciden con lo que busco lo sabré enseguida.

  —Bueno —repuso el otro, algo molesto —pues son unos objetos de señora que estaban en una maleta bien conservada. Además de un espejito de bolso, hay un broche, unos guantes, un libro, un par de fotografías, un monedero con sus monedas dentro y todo…

  —¿Ha dicho fotografías? —preguntó esperanzado— ¿Podría describírmelas?

  —No las tengo a mano ahora mismo, pero son imágenes antiguas, de los años veinte. Algunas parecen del interior de una fábrica, pero otras son al aire libre. Salen trabajadores vestidos de blanco y hay un primer plano de una chica. Muy guapa, por cierto.

  —¿Y el libro? ¿Recuerda el título?

  —Creo que era uno de Julio Verne, pero puedo echar un vistazo y se lo digo seguro.

  —No hará falta, señor Gil. Estoy seguro de que me interesa adquirir todo el lote ¿le viene bien que nos veamos ahora?


Capítulo 4. Leiro (Orense), invierno de 1923

  En el pueblo todos conocían la existencia del lujoso Hispano-Suiza. Después de convertirse en un poderoso terrateniente en Cuba, don Francisco había perdido casi todas sus posesiones en la guerra y regresado a su villa natal junto con su esposa francesa. La mujer, al verse apartada de la tierra caribeña a la que tanto amaba para recluirse en una aldea remota y cubierta de niebla nueve meses al año, acabó por sucumbir a la tristeza y falleció unos años más tarde. Aquello había vuelto loco de pena al indiano, que pasó casi un lustro encerrado en un sanatorio de los Alpes antes de retornar al pueblo a bordo de un hermoso coche de brillante chapa bicolor. El chófer que lo condujo hasta Leiro, se marchó en el primer tren que partió desde la estación de Ribadavia y, hasta que Santos puso sus manos sobre el volante, nadie había vuelto a ver ni al coche ni a don Francisco por la aldea o sus alrededores.

  Al chico le gustaba pensar que la cigüeña que adornaba el capó del Hispano-Suiza ejercía de talismán protector del vehículo y sus ocupantes; el ave guiaba su conducción desde el primer momento y, hasta entonces, no había sufrido el menor percance en la carretera. Además, no recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Don Francisco salía en coche al menos una vez al día, en ocasiones dos, a menudo solo por el simple placer de dejarse llevar por su majestuoso vehículo. El Hispano-Suiza se deslizaba por las carreteras y caminos con una agilidad asombrosa para su tamaño y peso, como si flotara sobre sus cuatro ruedas. Así se lo describía Santos al hermano Senén durante la cena, mientras el fraile soltaba carcajadas no exentas de envidia:

  —Vaya, niño, como sigas hablándome de ese coche, esta misma noche entro en casa de don Francisco y me lo traigo al priorato.

  Aunque siempre fue un muchacho despierto y curioso al que intrigaban todas las ramas del conocimiento, Santos se sentía más atraído por la mecánica y los automóviles que por el Latín o la Teología. Aquella misma pasión por los coches había marcado la juventud de Senén, a quien no dejaban de maravillarle los parecidos que se manifestaban espontáneamente en su falsa paternidad. Antes de ser fraile, había vivido una fugaz etapa como piloto de carreras en Francia. Hacía casi treinta años de su participación en la carrera automovilística de la alta Normandía, desde París hasta Rouen, pero todavía rememoraba con nostalgia la sensación del viento en la cara y el olor a neumáticos nuevos. Conducía el coche del hombre para el que trabajaba como criado, quien dejó de interesarse por la competición en el mismo instante en que Senén cruzó la línea de meta en decimoctavo lugar. Después de aquello, el futuro monje continuó con su trabajo de chófer hasta que un accidente le apartó del volante para conducirle por otros derroteros, pero jamás olvidó ni la carrera ni lo que aprendió de mecánica en aquellos años. Y todo lo que sabía de coches se lo transmitió a su huérfano, que se bebía las lecciones sobre radiadores, cilindros y pistones con mayor fruición que las de cualquier otra materia.

  Algunos monjes de la mesa les lanzaban miradas reprobatorias y Santos dio un codazo al hermano Senén.

  —No diga eso, hermano. Es solo que nunca pensé que saldría de este monasterio, ya sabe, con mi problema…— Santos bajó la voz.

  —Déjate de tonterías, lo tuyo no es más que una de las muchas cosas que te hacen distinto y mejor que los demás brutos de tu edad. Solo tienes que tener más cuidado con lo que haces, y a nadie le viene mal un poco de precaución.

  A la mañana siguiente, mientras atravesaban los campos cubiertos de bruma, Don Francisco quiso saber si Santos había aprendido a leer:

  —¿De verdad te gusta hacerlo? —se asombró el anciano ante la ofendida respuesta afirmativa del joven— Pues esa es una buena noticia, yo poseo una hermosa biblioteca que apenas visito. La mayoría de los libros eran de mi difunta esposa, a ella le apasionaban las novelas de viajes y aventuras.

  Santos sonrió con la mirada a través del retrovisor. Nunca había leído una novela de viajes, aunque el hermano Senén le había hablado de algunos libros en los que el protagonista vivía increíbles peripecias. Por lo que sabía, aquellas lecturas no eran del agrado de los demás monjes, como tampoco lo era que Senén recordara con nostalgia los atributos femeninos de la sirena que adornaba la fuente del claustro en el monasterio de Samos, la casa madre de la orden.

  —…o quizás uno de Julio Verne —seguía diciendo don Francisco—, a Edith eran los que más le gustaban. Verne era su compatriota y ella siempre quiso traducir alguno al español, pero Guimerá se le adelantó.

  Santos se echó a reír a la vez que el anciano aunque no había entendido ni una palabra de su última frase. Don Francisco le tenía en buena consideración, podía notarlo. Seguro que al idiota de su mayordomo no le prestaba ninguna novela.

  La biblioteca era el espacio más luminoso y caldeado de la casona. Tenía un ventanal amplio con un bancal de piedra adosado y las paredes cubiertas por estanterías de madera en las que se apilaban libros llenos de polvo. A cada lado de la sala, una butaca mullida con su respectivo reposapiés tapizado en la misma cretona floreada, invitaba a acomodarse para disfrutar de una buena lectura. Gruesas alfombras de lana aislaban al lector de las losas heladas, y la pequeña chimenea aseguraba el calor y la sequedad de los libros. No obstante, el olor a humedad hacía suponer que aquel hogar llevaba mucho tiempo sin ser encendido, y en la atmósfera de la hermosa librería se respiraba únicamente tristeza y soledad.

  —Como te dije, era mi Edith quien cuidaba de la biblioteca. Cuando ella murió, dejé a José encargado de velar por sus libros, pero parece que no se tomó la petición demasiado en serio. Si mi querida esposa pudiera ver el estado polvoriento en el que se encuentra la mayoría de sus volúmenes favoritos, tendríamos que llamar a un médico, aunque seguramente para atender al pobre José.

  Santos permanecía en el centro de la estancia sin atreverse a mover un solo músculo. En el monasterio también había una biblioteca, aunque allí eran códices y biblias los libros que se amontonaban sobre las mesas de estudio de los monjes. Para Santos era un lugar oscuro y amenazador, todo lo contrario que aquella encantadora sala, que solo parecía esperar a alguien dispuesto a sumergirse en una buena historia.

  —Mira, te voy a dejar este. Creo que te gustará.

  Don Francisco le tendió un ejemplar encuadernado en piel marrón. Sobre el lomo se leía en letras doradas “Veinte mil leguas de viaje submarino”

  —Cuídalo mucho, que es la primera edición traducida, ¿ves? —el anciano abrió el libro por la primera página escrita y leyó: —“Única traducción española de Don Vicente Guimerá”

  Santos asintió, profundamente impresionado. Tomó el libro con reverencia y prometió que lo trataría con toda la delicadeza posible. Las palabras de agradecimiento se le apelotonaban en la garganta y no fue capaz de añadir a la conversación nada más que un gruñido espeso. Por suerte, don Francisco había vuelto a las estanterías y parecía estar buscando otro libro.

  —Sí, aquí está. Mira chico, toda una enciclopedia en la que podrás consultar aquello que no entiendas de la novela o de nuestras conversaciones sobre Política e Historia. No me mires así, te aseguro que la necesitarás —el anciano le puso la mano en el hombro —. No pretendo dudar de tu inteligencia, pero Verne era un hombre infinitamente más cultivado que tú y yo juntos, y te aseguro que habrá cosas en ese libro que querrás comprender mejor.

  Por la noche, de vuelta en su celda del monasterio, Santos encendió el candil y abrió la novela por la primera página. Un hermoso dibujo representaba a una ballena sumergiéndose en el océano. Bajo el agua, peces oscuros y ondulantes se mezclaban con pulpos que asomaban de tenebrosas cuevas submarinas. Recorrió con la vista cada línea del grabado y pasó las hojas con dedos trémulos hasta encontrarse con el primer capítulo. Aquella noche leyó hasta que el sueño acabó por vencerle y se durmió con el candil encendido, lo que le valió una reprimenda del hermano mayordomo cuando le pidió más aceite para la lámpara a la mañana siguiente. Desde entonces, cada anochecer seguía el curso del Nautilus a la luz de alguna vela escamoteada de la capilla, hasta que los párpados le pesaban demasiado como para mantenerlos abiertos. En ese momento, apagaba la llama temblorosa y se dejaba llevar por sueños cuajados de esturiones, pasajes submarinos y monstruos abisales.

  —Chaval, ¿estás enfermo? —le preguntó don Francisco una mañana en el garaje —Se te ve pálido, y con esas ojeras…si quieres, vuelve al monasterio y le diré a José que me pida un coche de caballos para salir.

  Santos, de pie junto al vehículo y con la portezuela de atrás abierta, enrojeció hasta las orejas mientras negaba con la cabeza:

  —Estoy bien, patrón. Lo que pasa es que don Julio me hace pasar las noches sin dormir.

  —¿Don Julio? ¿Es que acaso trabajas en otra casa?

  —No señor, me refiero a don Julio Verne, el hombre que escribió todas esas cosas sobre el mar.

  Don Francisco se echó a reír de buena gana:

  —Vaya, así que don Julio es el responsable de que mi chófer duerma menos que un gato en época de celo. Pues entonces me alegro, chico. Pero el Nautilus te estará esperando en el mismo sitio la noche siguiente, recuérdalo y seguro que serás capaz de dominarte.

  Aquella mañana, el Hispano-Suiza decidió brindarle a su chófer la oportunidad de demostrar lo que sabía de mecánica. Saliendo de Ribadavia, un humo blanco y espeso empezó a brotar del capó. El chico aparcó en la cuneta y se bajó para comprobar el estado de las entrañas del motor. El vapor le cegó por un instante al abrir el lateral de la chapa delantera y tuvo que espantarlo con la mano para comprobar que solo se trataba de un fallo en el circuito de refrigeración. Don Francisco también se había bajado del automóvil y observaba con curiosidad las tripas humeantes de su Hispano-Suiza.

  —No es nada, señor, pero será mejor regresar a la casa para que pueda ocuparme allí de repararlo.

  La cara de Don Francisco le asustó. El hombre contemplaba el motor del vehículo con el terror reflejado en sus pupilas. Santos siguió la mirada de su patrón hasta el radiador del coche: justo de donde emanaba el vapor, en el lugar en el que se insertaban las lujosas siglas de la marca en acero cromado, la mano de Santos se apoyaba como si tal cosa sobre el metal candente. La retiró con rapidez, pero ya era tarde: la piel enrojecida empezaba a caérsele a tiras.

  —Me he quemado —murmuró —. Lo siento, don Francisco.

  El hombre sacó apresuradamente su pañuelo del bolsillo para remojarlo en un riachuelo que corría junto a la carretera.

  —Ponte esto y, si puedes conducir, vámonos a casa. Llamaremos al médico para que te atienda cuanto antes.

  El doctor aplicó un ungüento amarillo a las heridas de Santos y vendó su mano en las cocheras del pazo. El chico maldecía sin cesar su despiste: por lo general, se cuidaba mucho de no cometer errores como aquel, y que don Francisco le hubiera visto era lo último que esperaba que ocurriera.

  —¿Te encuentras bien?

  Santos se sobresaltó. El médico ya se había marchado y don Francisco le observaba desde el umbral. Asintió, incapaz de pronunciar palabra.

  —¿Quieres venir a la biblioteca a consultar los mapas para ver por dónde pasa el Nautilus?

  Un suspiro de alivio se le escapó de los labios antes de seguir a su patrón al interior de la casa. Allí les encontró una hora después el mayordomo José, quien no podía creer que don Francisco hubiera invitado al mequetrefe del chófer a sentarse en el lujoso butacón de la librería. Una cosa era que le mostrara la estancia, pero tratarle como a un igual era más de lo que el criado podía tolerar. Así se lo contó a Rosario, la cocinera, que amasó con rencor la empanada para la comida, furiosa por ser la persona que más años había servido en aquella casa y la única que nunca había puesto un pie en las dependencias personales de don Francisco. Y la noticia de aquel evento, intrascendente para Santos y su patrón, se difundió con la rapidez de un rayo por la pequeña localidad de Leiro, convirtiéndose en el rumor más contado y escuchado de cuantos se habían intercambiado los vecinos en mucho tiempo.

  Desde aquella mañana, Santos y don Francisco procuraron dedicar parte de la jornada a recorrer sobre el mapamundi el progreso del Nautilus, que avanzaba por mares y océanos a la misma velocidad a la que Santos pasaba las páginas de la novela cada noche, acompañando con la llama de su vela al profesor Aronnax y a su ayudante Conseil. Junto a ellos, descubría animales sorprendentes bajo las aguas, pasajes secretos que comunicaban distintos mares, ciudades sumergidas y lugares del globo que jamás habría imaginado que pudieran existir. Pero lo más fascinante sucedió una noche cuando acababa de franquear el ecuador del libro y, por tanto, del viaje de sus protagonistas: poco después de la llegada al Atlántico del veloz Nautilus, el capitán Nemo decidía detenerse momentáneamente junto a la costa de la ciudad de Vigo, emplazamiento de una antigua batalla en la que varios galeones cargados de oro y plata habían acabado en el fondo de la bahía. Mientras los hombres de la tripulación del submarino recogían cofres repletos de lingotes, Santos perdió el hilo de la lectura por primera vez desde que comenzara el libro. Vigo estaba mucho más cerca que la bahía de Bengala o que el mar Rojo y, de ser cierto lo que el capitán Nemo afirmaba sobre la batalla, su ría estaba alfombrada de oro y plata.

  Apenas pudo conciliar el sueño, deseoso de preguntarle a don Francisco si aquello no era más que otra de las invenciones de Julio Verne o si de verdad en la batalla de Rande España había perdido barcos y tesoros a manos de la armada inglesa.

  —Pues esa parte del libro sí que es cierta —afirmó don Francisco ante un ojeroso Santos a la mañana siguiente—. El tesoro de Rande ha sido buscado tanto por los españoles como por franceses, suecos, ingleses y hasta italianos. Pero todavía nadie ha encontrado nada que merezca la pena bajo las aguas de la ría.

  —No puedo creerlo. Me gustaría llegar a ver con mis propios ojos los restos de esos galeones.

  —Bueno, chico, Vigo está cerca y suele haber expediciones cada cierto tiempo. Quién sabe, lo mismo hasta podrías ser tú el descubridor del tesoro.

  A Santos no se le escapó la nota de sarcasmo que tintineaba en la última frase de su patrón, pero si algo había aprendido de Julio Verne después de leer su biografía en la biblioteca del pazo, era que la voluntad y la imaginación podían superar hasta el mayor de los obstáculos. Por supuesto que se enrolaría en la siguiente expedición, ya encontraría la manera de hacerlo. Para empezar, a partir de entonces pondría buen cuidado de estar al tanto de cualquier noticia que llegara desde la costa.

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