La Crujía (El secreto de la hidra)

La Crujía (El secreto de la hidra)

PREÁMBULO

Quien me conoce sabe de mi perseverante y, más de uno dice que, perversa inclinación a los imposibles; de mi tesón sin límites, de mi cabezonería; y de la pertinaz e insistente manera que tengo de encarar los asuntos en que estoy interesado. Sospecho que esta forma de ser se fue incorporando a mi personalidad como una vengativa compensación a las muchas horas que pasé viendo a mi padre cambiar medrosamente de opinión, o de rendirse, a las primeras de cambio, cuando los vientos venían malhadados. 

Mi nariz ganchuda confunde a la gente y me asocia a una raza que no es la mía. Además yo no practico religión alguna, salvo la del dinero, que es otra de las particularidades por las que me relacionan también con una raza que no es la mía. Aunque si me atengo a lo razonable ésta es una afirmación que, en absoluto, puede ser categórica, porque nunca me ha dado por indagar los orígenes remotos de mi estirpe.  Tampoco me interesa saber de dónde vengo, ya que esa circunstancia no va a determinar a dónde voy.

No creo en ninguna otra vida que no sea la que se vive de carne y hueso. Abomino de los ascetas que pretenden purificar su alma lacerando su cuerpo con hambres y miserias ¡Si tenemos que vivir, vivamos lo mejor que podamos! No espero premios ni castigos del más allá porque ya bastante castigo hay con desaparecer.  No voy encima a martirizarme .

A pesar de que la gula no es uno de los pecados que lacran mi alma pecadora, no pienso perderme ni uno de los manjares que adornen mi mesa concediéndole el deseo a la torturadora negación voluntaria del ayuno y el sacrificio.

La concupiscencia ordenó mi vida un tiempo en el que anduve queriendo congraciarme con la sociedad a la que creí pertenecer, consustanciarme con ella; pero me di cuenta de que esa sociedad no era la mía, que estaba allí circunstancialmente y de la que debía salir lo más rápidamente posible.  Por eso renuncié a ella castrando psicológicamente lo que a ella me ataba: la sexualidad. Desde entonces vivo liberado de semejante carga (tal vez sea lo único que comparta con los urdidores de las falsas esperanzas post mortem, los clérigos). No me pueden tachar de envidioso porque no hay nadie que no lo sea. Es nuestra naturaleza humana.

Vivo encorvado, ya que mi osamenta creció débil y la columna que la sustenta tuvo desde niño una tendencia perniciosa a inclinarse hacia adelante: ni cuando la juventud vigoriza con abundante savia la vida, fue capaz de responder al inútil esfuerzo de los delicados músculos de mi espalda con la eréctil verticalidad propia de la bipedestación. Es por eso que las greñas rizadas y pajosas de mi cabeza, cada vez más tonsurada, caen sobre mis gafitas de miope, tamizando los excesos de luz que a veces mortifican mis cansados ojos de lector impenitente. El espejo me dice que mi aspecto desgarbado y taciturno va en perfecta consonancia con mi extrema delgadez y el atezamiento hepático de mi piel.

¡Ay los músculos de mi espalda! ¡Cuántas horas les deben al dolor!

A pesar de mi aparentemente endeble condición física, soy incansable. La enfermedad no me arredra, ni la fatiga me achanca; sobre todo cuando presiento el objetivo cerca. Y el objetivo está tan dentro de mí, que nunca se retira ni un palmo de mi vista.

Viajo y leo. Mejor dicho, viajo, busco y leo. Leo y desecho. Con nada me quedo. Hasta ahora dos o tres libros me acompañan porque no han sido capaces –todavía- de superar la barrera de hastío que me provoca lo previsible, lo vulgar, lo esperpéntico o lo pretencioso. Sospecho que pronto, detrás de ese muro encontraran su pira funeraria. No me sorprenden las figuras literarias, a las que casi no prefiero; ni me llaman la atención los mundos imaginarios de otras épocas irreales o pretendidamente reales, en donde los héroes entronizados en la valentía se hacen matar por la perversidad en forma de traición, ignominia o simplemente placer (acaban casándose con esbeltas mujeres que al final se convierten en gordas matronas pestilentes y desaseadas). Tampoco me apasionan las sutiles formas del amor, de la fraternidad o incluso del odio. Aborrezco, por otro lado, cualquier atisbo de pedantería en lo tocante a florituras estilísticas. Busco, sin embargo, la claridad de la palabra; la desnudez de la idea y la simplificación de la estructura. Prefiero el punto a la línea y si no hay más remedio, entre las líneas, escojo la recta.

Tuvo mi padre la osadía o tal vez la imprudencia de dejarme una pequeña fortuna en títulos del estado que yo uso para alcanzar mi ambicioso, por utópico, objetivo. Esta fortuna, totalmente insuficiente para mis pretensiones de llegar a ser un hombre acaudalado y que mi hijo, sospecho, que ve con ojos de buitre, está a buen recaudo. Nada más lejos de mis intenciones compartirla con nadie.

Debo deciros que nunca sufrí el pegajoso calor de una madre, porque ella tuvo la deferencia de morirse cuando yo llegué al mundo. Dicen que yo le provoqué la hemorragia que la mató. Pero ¿cómo podía yo hacerlo? Eso es atribuirme cualidades que no tenía aún. Le debo agradecer sin embargo, que no me acompañara durante mi vida, porque he visto a otros muchos ejemplares de esta especie y siempre me ha parecido odiosa esa forma de adueñarse de la vida del otro mediante el chantaje maternal de la babosa entrega. No quiero merecer el amor desinteresado de nadie.

Me llaman Dionisio, las pocas gentes que me lo llaman. Nací en un pueblo mitad gitano y mitad flamenco (aunque eso viene a ser lo mismo) y tengo una afición rara: busco libros fracasados con ansias de superación. En realidad lo hago con la esperanza de encontrar un tesoro, un libro-tesoro-escondido que me haga millonario. Ese libro, que yo sé que se escribió con mucho ingenio por un genio de escasísima vista comercial, en una época en la que, tal vez, no pudo encontrar salida al mercado por razones de saturación, falta de difusión e incluso baja autoestima. Ese libro que siendo una joya se quedó enterrado en el anonimato y que algún día, con mis contactos en el mundo editorial, pudiera yo darle el empujón mediático que lance, a él, al estrellato y a mí, a la vida que siempre soñé y que sé que no existe; aunque si existiera, solo podría ser a través del dinero. En realidad el único fin que persigo es hacerme rico por el exclusivo placer de serlo.

Sé que ese libro se ha escrito. Es simple estadística. Entre los millares que a diario se pierden, tiene que estar. Que lo encuentre o no, ya es otra cosa que el azar decidirá. 

El dinero es lo más importante. Es verdad que hace unos años lo era más, me parecía más  necesario, pero ahora, que he cumplido los setenta y seis, la riqueza ha llegado a tener un valor demasiado relativo. No quiere decir que la desprecie, no, eso nunca; pero la cantidad de dinero que me haría ilusión poseer, sobrepasaría en mucho la vida que me queda. Y mi intención es, ha sido y será gastarlo todo. Siempre he pensado que en el dispendio está la felicidad; mucho más que en la posesión. Al dinero lo venero solo por la capacidad que tiene de desaparecer. No pienso dejar nada en mi cuenta. No me queda más remedio, por esa  injusta y arbitraria ley de sucesión patrimonial que se han inventado los avaros, que dejar  en herencia mis posesiones infungibles, las que no pueda gastar y, tal vez, las migajas del derecho de autor de mi gran obra, después de haberla exprimido al máximo. Así que, como mal inevitable, al menos mi hijo me recordará con cierto afecto, aunque sea a modo ceremonial. Ya sabemos que el benefactor no nace, eso es falso. El benefactor, se hace. Y se hace a base de billetes. Precisamente por eso recuerdo con apego (tampoco demasiado) a mi padre.

Que mi hijo me aprecie… es solo una falsa ilusión, un a modo de pésame preobital-paterno-filial que se aloja en el deseo de darse uno, a través del dinero, un último capricho. Porque ¿a quién le importa, después de muerto, que lo recuerden o no, y mucho menos que lo hagan con cariño o con rencor? A nadie que esté en su juicio. Tal vez, verles la cara de felicidad y agradecimiento, mientras uno va diciendo de manera socarrona: “bah, no es nada”, al tiempo que se le entrega el pellejo a la madre Naturaleza, sea un gustazo; pero después ya, para qué… todo esto, en el caso poco probable de que mi hijo y yo (si es que vive) nos encontremos para entonces. Cuando se marchó, ni adiós me dijo. Ni a mí me importó lo más mínimo.

Mi hijo (tengo uno, que sepa) es mío porque lleva mis apellidos, nada más. Sí, lo he engendrado yo (aunque no recuerdo ni el nombre de la madre, cuando la tuvo); pero es mío por pura circunstancia. No lo es, ni por deseo ni por compromiso ni por supuesto por obligación. Nació en esa etapa de la vida en que la conciencia gravita en torno a paparruchas, bagatelas y sin sentidos: banalidades al calor de la crepitante hoguera de la sangre y de la juventud. Una juventud en la que no tengo conciencia de haber estado, pero que al parecer me castigó con su asquerosa, obligatoria  e irreflexiva volubilidad. Con la concupiscente etapa de la procreación. Así es que, qué derecho puedo tener a atribuirme el título de padre si no he sido preparado para ello, ni he puesto el más mínimo interés en serlo. Que comió de los alimentos que yo le procuré, cierto es, pero eso no me da derecho a considerarme padre; que lo llevé a la escuela para que otros le enseñaran a vivir, también lo reconozco; pero de nuevo…nada más. Le di ropa y habitación, pero jamás calor. Yo he nacido para otra cosa. Quien quiera apacentar rebaños que lo haga. Yo, no. Entiéndanme. Mi misión en el mundo está por encima de esas menudencias. Estoy seguro de que cuando él se dé cuenta, me lo agradecerá; y si no es así, qué se le va a hacer. Mi esposa murió joven (recuerdo que yo le ayudé en el tránsito con unas recetas de amanitas que encontré en unos libros de quiromancia) Era necesario.

Amigos no me quedan porque nadie alcanza a entender mi meta. Es doloroso ver que los demás se quedan en simples marionetas del destino, que son incapaces de fraguarse el suyo. Es doloroso para ellos, para mí, ya no. Reconozco que tuve mis dudas. Incluso cuando, no sin un poco de lástima, tuve que asfixiar a mi padre con la almohada porque amenazó con desheredarme. Tampoco él supo ver las altas miras de mi obra. Uno, no se puede parar en simplezas. Además, él estaba ya bastante enfermo. Hubiera sufrido más. Y yo.

He escudriñado en todas las bibliotecas del mundo y me he hecho de miles y miles de libros engomados y cosidos, códices antiguos, palimpsestos robados, cartapacios infames de escritura demoniaca e incluso libretos de carnaval en cientos de trastiendas de las muchas sociedades de autores que hueramente existen. He indagado en cantidad de ayuntamientos y casas culturales de grandes ciudades y de pequeños pueblos el nombre casi anónimo de autores noveles totalmente desconocidos, que jamás editaron ninguna obra y de las que se conservan algunos ejemplares mecanografiados en formatos invendibles, totalmente caseros, escritas por el menguadísimo premio de un concurso que jamás se editó por falta de participantes y de calidad. Me arriesgué a que me echaran a patadas de editorialuchas de tres al cuarto, que saciaban las aspiraciones de ilusos autores, publicándoles en tiradas cortas, que pagaban ellos mismos por un módico precio, sus escuerzos retóricos. Algunos he conseguido, pagándolos doblemente o soportando los dolorosos azotes de sus desvergonzadas lenguas.  En minuciosos rastreos, de oídas, me he hecho con volúmenes de aprendices de escritor que ensayaron una ópera prima de dudoso gusto literario, en auto-publicaciones vergonzantes; me he sumergido en las cloacas de la literatura sexual, de la literatura macabra y esotérica e incluso en las vilezas de la sensiblera literatura rosa de los seriales. 

He encontrado ejemplares que me han hecho dudar de su valía, pero que después de una detenida lectura he desechado porque me han dejado en la boca como un sabor a demasiada derrota o demasiada victoria. El ruido de los alfanjes y de los lamentos me aburre.

Traté de ser sistemático en la búsqueda, pertinaz en la lectura, exhaustivo en el descarte e intuitivo en la cacería de la genialidad. Como ya he dicho antes, divisé o creí divisar signos de originalidad en lo que a la postre era puro plagio; ternura, en lo que a veces resultó empalago y artificialidad; y reciedumbre literaria en lo que fue prosopopeya, afectación y vanidad. Verdad poca. Mentira, a espuertas. Oropel y mentecatez, por igual.

He visto novelas con menos ingenio que el anuncio de un detergente, y lo curioso es que algunas de ellas han resultado crematísticamente más beneficiosas que el propio detergente. Desde luego lavaban mucho más… sobre todo, las cortas conciencias de los estúpidos.

He descubierto a escritores famosos tratando de esconder o ningunear obras suyas del comienzo de sus carreras que tenían mucho más valor que las consagradas. Pero, ya se sabe, el valor se mide hoy en día, y con razón, por el precio que se quiera pagar por él. Una frase acertada entre quinientas páginas puede ser el premio gordo para el autor. Así de caprichoso es el mundo moderno.

En las apolilladas estanterías de una pretenciosa y vetusta librería del casino medio abandonado de un poblacho rural muy cercano a Finisterre, encontré un manuscrito celta con apenas veinte páginas, que di al fuego porque a pesar de su valor no colmaba mis aspiraciones dinerarias: apenas hubiera conseguido un par de millones en el mercado clandestino de antigüedades. Lo robé antes de quemarlo. Tampoco quería que nadie se sirviera del trabajo de otros haciéndome la competencia. En aquel mismo pueblo disfruté unos minutos de lo que prometía ser la obra seria de un autor de la capital de la comarca, que movido por la voracidad cultural   (o propagandística) de un antiguo alcalde, había participado en un certamen de prosa poética dotado con dos mil pesetas y que se quedó desierto por la repentina muerte del edil. Después de releerlo varias veces también lo quemé asqueado de olerle la intención.

Hace unos años me hablaron de que en un pueblecito de Cádiz había un lugar corriente, de tierra húmeda y farragosa, una cortijada donde ocurrían fenómenos extraños. Llegué allí en un taxi que me dejó junto a una alambrada defendida por cardos secos enredados entre sus alambres oxidados y rotos que remataban en lo que, en su tiempo debió ser el armazón de una puerta, también de alambre, ya inútil y desmembrada por el óxido y la carcoma

En realidad llegué allí para demostrarme a mí mismo que el olfato que dirigía mis pesquisas en la persecución del libro-sorpresa se mantenía intacto con los años, es más, si cabe, se acentuaba con el tiempo.

Había descubierto un fajo de cuartillas escritas por una cara en el cajón de la mesita de noche de una fonda de Madrid a donde fui a parar una tarde pegajosa de julio. No solía yo alojarme en semejantes establecimientos como no fuera por un motivo poderoso. Aquel, lo era: su cercanía a una editorial que cerraba por quiebra y hasta donde pensaba acercarme por la mañana a escudriñar, por si algo de valor quedaba  en sus archivos.

De cómo llegó el fajo manuscrito hasta aquel cajón, lo descubrí después de que lo robara o mejor dicho, que lo requisara discretamente (nadie de la pensión sabía que estuvieran allí las cuartillas). Con unas generosas propinas me informaron que un día antes de mí llegada, se había alojado en aquella misma habitación un hombre desaliñado y por lo tanto de dudosa solvencia. Este hombre, a pesar del cerco de vigilancia al que se le tenía sometido, se había largado al amanecer con sigilo, escabulléndose por una ventana y saltando al parecer con riesgo de su vida, sobre unos contenedores de basura. Yo me avine a saldar la trampa de mi antecesor en el cuartucho si se me proporcionaba su afiliación, nombre, apellidos y demás datos que el insolvente hubiera reseñada en el libro de entradas, y si al mismo tiempo se me permitía borrar las escasas huellas de mi identidad aun, cuando por precaución, las había dado falsas. Justifiqué mi interés (aunque poca falta hacía) aduciendo una “investigación privada en un lío de faldas”.

Solo pudieron mostrarme, en una libreta de visitas nada legal, garabateada con un bolígrafo de escritura defectuosa, una firma casi ilegible. De aquel signo solo se podía entender la primera letra: “D”, que seguramente correspondía al nombre, pero lo demás era una línea que se debilitaba y perdía a trompicones de la tinta a medio solidificar. En “habita” sí que podía leerse La Crujía. Las demás casillas estaban en blanco y el número del DNI era demasiado largo para ser verdadero. Se ve que aquella fonducha no era muy rigurosa en la identificación de sus clientes.

Leí aquellas cuartillas y me quedé un tanto impresionado por su estilo llano y sin aspavientos. Se había tratado de ilustrar el relato con algunos artificios pirotécnicos de dudoso gusto pero bien traídos o, por lo menos, ni excesivos en extensión, ni agobiantes en número. Sin embargo el vaivén de la historia y el marco en que se iba pintando parecían encajar con lo que yo buscaba. Aunque esto mismo me había pasado muchas veces y, al final, las crujientes hojas habían acabado alimentando una fogata voraz, rauda y redentora. Éstas, seguramente –pensé- acabarán casándose con el ardiente fósforo de una cerilla.

Pero lo salvo algo inesperado: no tenía final.

Aquello que podría haber sido un aliciente añadido para mi caja de mixtos, lo exoneró de la hoguera.

Decidí indagar acerca del autor con el único dato que poseía: la Crujía. Apoyé mi investigación también en el nombre de varias poblaciones que me aportaron aquellos folios escritos a pluma.  De la letra D poco o nada podía sacar de momento.

Como es natural aquel nuevo objetivo me hizo abandonar el rastreo de la editora en quiebra objeto de mi pernoctación anterior (esa veleidad se la debo a algún cromosoma paterno);  e hice los preparativos para partir en tren hacia el pueblo de Cántor, según las indicaciones y los enlaces que había recabado en el instituto geográfico y catastral y que corroboré en mi pequeño portátil.

Una mañana plomiza mi taxi cruzó el pueblo  y tras unos zarandeantes quince minutos desembocamos en la alambrada ruinosa de aquella finca manchada irregularmente por plantaciones de naranjos, defendidos de los nefastos por salinos vientos de levante, cada cien metros aproximadamente, con militarizadas y altas hileras de cipreses macrocarpas.

Aquí vivo, en esta cortijada. Llevo ya seis años. No pude encontrar al autor del relato pero ya poco me importa porque le he hecho tantos retoques y aportaciones a éste que no sé si la autoría le corresponde a él o lo debo firmar yo.

No estoy seguro de si este libro, que pacientemente he cosido a mano y he encuadernado con amor, verá la luz algún día o descansará eternamente en el osario que encontré por casualidad en un sótano disimulado bajo uno de los pesebres de la cuadra y que no he querido poner en conocimiento de las autoridades, por no desenterrar casos antiguos que no vienen al cuento. Los cráneos que allí hay con sus osamentas completas no deben ser mancillados por la curiosidad de los que no entienden los azares ni pueden cohabitar con la suerte.

Las gentes de Cántor huyen de mí y los que me atienden lo hacen con pocas palabras y las más de ellas recelosas.

Nadie confía de un hombre mayor que vive encerrado, sin saber por qué, en una casa medio derruida donde se sucedieron acontecimientos que nadie se ha podido explicar.

Pero yo sí. Yo los he desentrañado. Cuando terminéis de leer el manuscrito yo mismo os sacaré de las dudas que hayáis contraído.

MANUSCRITO

I

Una enorme caterva de endriagos bramaba entre las nebulosas… y encolerizados golpeaban sus colas de espinas afiladas contra el firmamento oscuro de cristal que abovedaba La Crujía aventando entre las nubes el polvo estelar que blandamente se posaban en el tejado de la casa en una selénica  cascada de luz difusa de plomo y plata. Un manto negro rodaba con el lóbrego viento desde los montes dibujando sombras y apagados gemidos en la oscuridad. La boca del pozo ciego de la noguera exhaló su fétido aliento de azufre y los latidos de la alameda retumbaron en la eternidad de la noche. Entonces se repitió el horrísono y profundo lamento de la hidra reclamando sangre.

Con el pavoroso dibujo de la muerte en los sanguinolentos y desorbitados ojos, la piel lívida y la boca abierta hasta casi el descoyuntamiento de las mandíbulas, Filomena trataba desesperadamente de absorber siquiera un poco del aire que se negaba a pasar a través de la garganta, obstruida por los músculos faríngeos.

La luz de la tarde se ahogaba  entre las paredes amarillentas del dormitorio. Las sábanas, desgarradas, habían sucumbido a la feroz lucha de tiranteces y restregones que se llevaba librando desde la mañana, y como animales despellejados, enrolladas de cualquier manera, bajo la pobre mujer descubrían su cuerpo tenso y arqueado.

Con cada convulsión crujían las patas metálicas de la cama en un chirriante y eléctrico traqueteo de convoy que se despeñara cuesta abajo por la tortuosa carretera de la muerte. 

-¡Haga algo padre, haga algo!-chillaba fuera de sí el chiquillo, al tiempo que lloraba tirándole de la manga de la chaqueta, intentando inútilmente que su padre socorriera a su madre.

Filomena, en un último y desesperado intento por sobrevivir se aferraba con las manos crispadas al cuello, a la boca, al pecho… en aquellos momentos, nada  la hubiera tranquilizado, ni una plegaria de abnegación ni una oración a las fuerzas del destino: ya no valían ni rogativas ni súplicas… El azar, había decidido. Además, allí nadie sabía rezar.

Las venas azuladas de su cuello, como tensas cuerdas que sobresalían de la piel como si fueran  una maraña de serpientes estaban a punto de estallar.

-¡Dios mío, no! ¡Dios mío, no! ¡Dios mío!-repetía el padre impotente sin poder desviar la mirada ni un milímetro de aquel espectáculo de extrema tensión. No reaccionaba. No salía del estado de estupor en que se quedó sumido al presentir el inevitable fin de su mujer. 

El otro niño cabizbajo y serio, apretando con todas sus fuerzas la sábana, sollozaba a los pies de la cama.

A Julián le dio miedo meter los dedos en aquella boca amenazante. Pero eso lo pensó después. Cuando,  como una carga pesada, la conciencia le martirizaba en las sucesivas noches de angustia y de desazonadas vigilias. En aquel momento, el espanto lo contuvo. Había visto como la última tarde de agonía, en una de las muchas crisis que sufrió su mujer, cortaba por la mitad el pañuelo que él mismo le había  introducido en la boca para evitar que le crujieran los dientes.

Por toda  la casa se extendía ese clímax lúgubre de lo inevitable, ese abismo vacío en el que las almas que se evaporan se diluyen dejando un rastro de lágrimas imposibles de retener. Ya olía a muerto.

La misma habitación, como un árbol moribundo, parecía jadear; como si el oxígeno del cuarto palpitara espeso y gelatinoso en cada intento de exhalación; como si tuviera vida propia o muerte propia. Los sollozos de los niños y el lamento del padre se clavaban en la viscosidad de la pegajosa atmósfera.

Premonitoriamente, a modo de pertinaz miserere, zumbó  una moscarda sobrevolando el aire caliente y opresivo que se encerraba entre aquellas cuatro paredes.

Los espíritus del pasado llegaban a cobrarse la cuota de futuro que cada tiempo les correspondía.

Cada animal (y los hombres también lo somos – tal vez el más indefenso -), tiene en su ser maleza que arde. ¡Ay, si el rayo te elige! Nada puede sofocar los incendios de la mala suerte.

Visto desde la distancia, a través de los contraluces del reverberante sol del levante, asemejaba un espectro, un zombi que se levantara de la tierra blanda, y medio enterrado en ella, a pasos dubitativos avanzara dificultosamente.

-¡¡Los muertos del barro!! – imprecaba de vez en cuando Macario.

Sus manos duras y callosas tenían la azada, fusta de madera y hierro, firmemente asida por el mango para evitar sobaduras y, como insidiosos latigazos, cortaba rítmicamente el aire diáfano y caliente de la añil y reluciente mañana otoñal. 

Cada golpe volteaba dos o tres gruesos y apelmazados terrones entre una vaharada de olores a limo revuelto con estiércol caliente de cagajón de burra y gallinaza húmeda. El  sesgado hoyo que se abría en el suelo con cada azadonazo era rápidamente tapado por las nuevas y humeantes glebas panza arriba preñadas de temblorosas lombrices danzando al descubierto o partidas por la mitad con el siguiente. Tres o cuatro moscas revoloteaban de uno a otro terrón. Inquietas y ansiosas. Siempre las mismas. O eso parecía. 

El ritmo de los golpes era lento pero constante.

Los pensamientos del hombre, superficiales, fluctuaban, al igual que la herramienta,  vagando de un lado a otro y se clavaban monótonos y abstraídos en un encenagado territorio de intelectualidad grisácea y banal, incapaz de profundizar más abajo de los instintos… No pensaba en nada. No pasaban de la corteza.

-¡No me va a dar tiempo a terminar!-cavilaba entre dientes, sudando.

Las gotas le resbalaban por la frente hasta los ojos, y de ahí bajaban a las comisuras de los labios y se perdían entre los cañones pilosos de las encrespadas cerdas negras de una barba de cinco o seis días.

De vez en cuando, aprovechando la pausa que hacía para lanzar un manotazo a una mosca cojonera y pegajosa de las que ya intuyen su extinción invernal, se secaba la cara con la manga de la camisa. Pero era este movimiento un empeño inútil dado el manar profuso de la frente y la insistente tabarra de los impertinentes dípteros. Se escupía entonces en las manos, se las frotaba, alzaba de nuevo la herramienta sobre su cabeza y al mismo tiempo que bufaba por el esfuerzo, la dejaba caer con violencia, volviendo de nuevo a la tarea.

A veces unos fogonazos de la memoria lo regresaban al pasado y se abstraía de la fatigosa y aburrida labor de cava.

-¿Te acuerdas la vez que te caíste al pozo del Ezequiel? ¿Cuándo lo de la lagartija? ¡Menuda paliza te dio madre! ¡Y eso que venías con la mano casi rota!

-¡Que si me acuerdo! ¡Gracias tengo que dar a la Providencia que caí de pie, que si llego a caer de cabeza…me clavo en el fango y a ver como hubiera salido!

-¿Qué tenias tú, seis o siete años?

-Ya no me acuerdo Macario. Pero sí que me acuerdo bien de la bofetada que te dio padre por robarle la cuerda nueva y llevarte la burra para sacarme de allí. Desde entonces,  te debo una. Todavía no sabe padre en dónde se perdió la soga, ni  por qué la burra venía medio coja.

-Ni lo sabrá nunca,  Ernesto. Allí estará todavía la soga, enrollada como una serpiente en el fango del pozo, si no se la han bebido ya  los animales del Ezequiel hebra a hebra.

Las promesas, escritas en el aire, con el paso de los años se diluyen y dejan una culebrina  de luz apenas visible que el tiempo y el olvido borran finalmente.

Una camisa de loneta amarillenta con las mangas largas y los botones abrochados lucía, alrededor de uno reciente, varios círculos concéntricos de sudor seco con el centro en cada axila. El cuello, de picos cortos y alzados por las puntas, presentaba un color siena tostado que decían mal del método y la frecuencia del lavado de la prenda. Estaba ésta ya muy raída por las sisas y los faldones, y tenía los puños manifiesta y negligentemente deshilachados. 

-¡Su puta madre!- se lamentaba de nuevo al limpiar con las manos el barro negro adherido a la pala del azadón.

Después se restregaba la mano sucia en los pantalones, dibujando un nuevo lamparón de mugre, que acompañaba a los muchos que ya tenían los costados y el culero de la prenda.

Era este pantalón también de tejido militar y tenía sendos bolsillos adicionales de parche en los laterales de las perneras con los hilos de los botones colgando, caídos hace tiempo en acto de servicio. Los toldillos de tela, que debían cerrar por fuera la boca de ambos bolsillos, estaban metidos dentro de los mismos, como si fueran sobres sin lacrar. Simulaban las dos branquias abiertas de un escualo. 

Lucían los calzones ese color verde caqui que amenazaba, por obra y desgracia de la suciedad, pasar a caqui maduro y por algunas partes como los bajos, los bordes de la cintura y la bragueta, directamente a caqui renegrido, ya totalmente pasado.

-¿Y la feria? ¿Te acuerdas de la feria, el día aquel,  que apedreamos al domador del circo cuando intentó pegarte porque querías darle de comer el gato muerto al oso de la arandela en la nariz, al que bailaba con el pandero?

-¿Te acuerdas como se acojonó y dejo de perseguirme cuando empezaste tú desde el ladero de las eras a pegarle pedradas?

–Mucho ¡hijos de puta! y mucho ¡cabrones, como os coja…! Pero se giñó por la pata abajo y no tuvo cojones a pasar de la Punta del Santo.

– Si, iba muy gallo pa abajo, pero pa arriba parecía que venía con prisa cuando escuchaba silbar las lascas y los riscos en las orejas.

-El oso me lo hubiera agradecido. Lo tenía en las mismas guías.

-¡Que si se vuelve arisco comiendo  carne con pelos…! ¡Los cojones! ¿Y con el hambre no se vuelven ariscos…?

Las dos abarcas de cuero con suela de neumático que Macario calzaba en unos pies grandes y sarmentosos avanzaban a la par que ellos, cadenciosa y alternativamente, semienterradas en la irregular blandura de la tierra movida. El color de las abarcas era de un tono parduzco adquirido a medias de la marga del propio suelo y los desechos de la cuadra. Estos residuos estaban tan encostrados que ya ni el agua los podía indultar y junto con la transpiración excesiva producida por la sofoquina, le conferían un olor entre amargo y acre con rejumbre a ijar de yegua y a queso rancio. Con razón le gustaban a la perra.  

No era una mujer guapa. Su madre no lo fue nunca. Ni cariñosa siquiera. Nunca aceptó el destino que el hombre le impuso casi a la fuerza. Pero al menos a ellos los quería y los cuidaba. A su manera, pero los cuidaba. Y todos allí obedecían sus órdenes. Hasta que murió. No estaría cavando el huerto ahora si siguiera viva. No se lo hubiera dejado hacer con el terreno tan húmedo. Pero ella ya no estaba. Llevaba ya casi ocho años bajo tierra.

-¿Por qué la dejaste que muriera padre?- se preguntaba a sí mismo con insistencia, en una requisitoria sin esperanzas de respuesta.

Los crenchones en que estaba arracimado el pelo aceitoso y polvoriento aparecían, apelmazados, sobresaliendo de una gorra de tela que antes fue gris claro y ahora lucia un color amarillo paja. Estaba orlada con varias líneas ribeteadas de sudor viejo por encima justo de la visera. Los pelos eran negros y las vedijas brillaban al sol acharoladas por la pringue. Ni la brisa temprana de aquel veranillo tardío del membrillo había sido capaz de desenmarañarlos. Los mechones de la frente además, entre el polvillo marrón del huerto y la constante transpiración, estaban como garrapiñados.

-¡Milagro será que no te revolee! ¡Japuta!- amenazaba Macario mirando con rabia la azada, cuando, de nuevo, atascada de barro, la alzaba cogiéndola por la abrazadera que el hierro hacía sobre la madera hinchada y con las uñas de la mano libre desembarazaba la pala metálica de la peguntosa materia.

La mala suerte, muchas veces se adhiere a la vida y no es posible desembrazarse de ella ni con las uñas.

Los sonidos del campo se reducían a un lejano, disonante y bullicioso trinar de los pajarillos en la alameda; el monótono chasquido metálico de la azada cada vez que hería la tierra; y un quejido brumoso y aflautado que exhalaban los pulmones de Macario a través de sus alquitranados bronquios de fumador de picadura acompañando rítmicamente cada golpe de riñón con el que hincaba el azadón en la tierra fértil y putrefacta. Parecía que estuviera ejecutando una sentencia, que fueran los latigazos obligatorios de un castigo que se mereciera el condenado terreno aquél, tan semejante a sus destinos y a sus pensamientos…

En aquella tierra de secretos y de misterios nadie podía estar tranquilo porque nada era normal. En apariencia sí, pero en el aire flotaba una aureola de fatalidad. Una savia maligna subía por los capilares de sus hierbas y enraizaba en los tejados de la casa, en los troncos de la parra, en las ramas de los álamos y en los líquenes del abrevadero. Los vientos de la mala suerte, del infortunio, estaban impresos en las paredes de la cuadra y de los dormitorios. Aparecían grabados los hados funestos de los dramas de la vida, como un estigma, en la puerta, en la angarilla, en las púas de los alambres de la cerca y en la misma y desgraciada distancia a todas partes.

El abuelo Miguel, antes de morir había regado la tierra con su sangre. Había llegado aquella noche de vino y de navajas arrastrándose hasta la casa. Pero nadie pudo luego encontrarlo. Dicen que llevaba cuatro puñaladas mortales, pero nunca apareció. Ni vivo ni muerto.

Subía ya borracho del pueblo cuando paró en la venta y aquella mujer de ojos profundos y melancólicos se le acercó como una gata.

Por aquella mujer se quedaron dos muertos en la Venta del Quinto. Dos o tres porque el abuelo iba ya muerto también. Allí se había dejado el alma. Por aquella mujer o por el capricho de aquella mala mujer que los tuvo encelados hasta acabar con ellos.

Acostarse con ella era barato, pero a la mujer lo que le gustaba era la competencia animal, el celo, la berrea, la excitación de la sangre derramada por su sexo, los ancestros de la hembra, la lucha del macho. Eso era lo que le gustaba… y al trapo entraron los tres como tres gallos de pelea en la batallola. Y  Miguel, “el Perraschicas”,  era un bravo, de los que no se tapaba. Dejó que el mayor de los primos le hincara el cuchillo en la barriga para poder cogerle la mano y con la hoja aún dentro de sus tripas,  con su mano libre, destrozarle el corazón de un navajazo.

-¡¡Tú no vas a ser el primero que entre con ella!! , ¡¡Por mis muertos que no!! –bramó como un jabalí mientras mataba.

Al menor, al de la cojera, no lo vio venir, empeñado como estaba matando al mayor; y por detrás, casi le parte el cuello de la cuchillada.  El chillido de la mujer lo alertó en el último segundo. Se enderezó y con cierta lástima en los ojos, se dejó acuchillar en el vientre. No una, sino dos veces. La segunda vez, sí que pudo cogerle la mano y por debajo del brazo, en el costado izquierdo, cuando el cojo lo levantó para protegerse la cara, descargó con todas sus fuerzas la navaja de muelles. Entre las costillas entró la hoja, le perforó el pulmón y le partió el corazón en dos. Cayó arrastrando, empuñadas, un manojo de tripas de Miguel.

El mismo, le abrió la mano al muerto cortándole los tendones del envés del puño para que las soltara; se las recogió  y se las puso en su sitio, se apretó la faja, se lió un pañuelo alrededor del cuello y salió andando al camino. Nadie lo siguió porque cuando salía lo dejó bien claro con una voz gutural, de ultratumba: “¡Que nadie se acerque a mí, velad mejor por los otros muertos!”

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