CAPITULO 1

Alberto miró de reojo al móvil que vibraba poseído en el asiento del copiloto, le había quitado el sonido porque le desconcentraba para conducir, desde su ingreso en la clínica  de reposo no llevaba bien los sonidos machacones y repetitivos, le provocaban una ligera ansiedad, nada grave en principio, pero según su psiquiatra “había que controlarlo” y máxime cuando se es un teniente de la guardia civil. Bueno eso no lo decía su psiquiatra, lo decía su amigo Carlos “Los mandos están nerviosos con la posibilidad de abrir los telediarios dando explicaciones por que un picolo se ha subido a una torre de alta tensión con la pipa en la mano” así era él, pura delicadeza. “Queda feo Alberto, majo, queda feo”.

El móvil dejó de vibrar y la pantalla parpadeó con una llamada perdida, paró el coche en el arcén y miró quien le había llamado. Era Carmen. Más le valdría devolverle la llamada o mandaría a los helicópteros a buscarle.

-Dime Carmen- Bajó el sonido de la radio- Si, ahora mismo estoy…. entrando en correos….si apunto- Miró distraídamente por la ventanilla-….cinta de embalar y un rotulador negro….que sí, que no se me olvida. Un beso, no tardaré te lo prometo.

Puso de nuevo el coche en marcha. Acababan de dar las cinco de la tarde y la luz ya comenzaba a fugarse entre los riscos de la sierra. Ese invierno había comenzado demasiado temprano,  apenas llevaban 10 días de diciembre  y las cumbres ya se escondían bajo varios centímetros de nieve. Una punzada de remordimiento le pellizcó el estomago, este año no podría llevar a Susana a Navacerrada tal y como le había prometido en su cumpleaños. Seguro que a su hija no le importaba, era dolorosamente consciente de que a Su, como le gustaba llamarla cariñosamente,  no le importaba nada, ni para bien ni para mal, pero él quería mantener todo el tiempo que le fuera posible la farsa de la familia feliz, el papá esquiando con su niña y la mamá mirando embelesada desde la terraza del restaurante mientras se toma un ponche y lee un libro con el perro dormitando a sus pies. Una estampa ideal que solo podía ser posible en su mente, pero que se resistía a dejar marchar. En ella,  se refugiaba cada noche antes de dormir, en su pequeña, prefecta y ficticia familia feliz, solo así le era posible despertarse cada mañana sin querer pegarse un tiro, solo así conseguía sobrevivirse.

Unas luces rojas en medio de la carretera le obligaron a aminorar la velocidad hasta parar el coche junto a unas vallas que cortaban el paso. Un guardia civil joven se acercó blandiendo una luz de señal. No le conocía, pensó que sería un recién salido de la escuela, antes de que pudiera siquiera saludarle, Alberto sacó su cartera y le mostró el carnet al guardia, este se cuadró con marcialidad y retiró la valla para que el coche pasase.

Aparcó junto a los patrol de la guardia civil y la furgoneta del forense, antes de salir del coche respiró hondo y ensayó una sonrisa en el espejo retrovisor, no quería dar demasiadas explicaciones, en realidad no quería dar ninguna explicación, había pedido el traslado y punto. Se frotó los ojos y salió del coche.

El camino hasta donde los de la científica habían montado el tenderete estaba embarrado, prácticamente inaccesible  a causa de las lluvias que habían caído en los días anteriores. Observó malhumorado sus brillantes zapatos italianos. Había tenido que ponérselos para que Carmen no sospechara que en realidad iba a pasarse por allí y no por correos para cambiar su dirección.  Maldijo entre dientes por haberse traído el utilitario de su mujer en vez de su todoterreno, las botas de goma y el pantalón de agua se habían tenido que quedar allí como parte de la coartada.

-Teniente Montes, ¿Quiere unas botas?.

La voz de Adela le hizo girarse, le seguía sorprendiendo la clase que tenia aquella mujer, vestida incluso con el enorme chubasquero y el gorro plastificado seguía pareciéndole una actriz de cine negro, con sus almendrados ojos siempre alerta y esas caderas sinuosas moviéndose bajo los pantalones de uniforme con total descaro. Le sacudió por segunda vez el par de botas ante sus ojos,  las cogió en silencio y  antes de que pudiese darle las gracias ella  ya había desaparecido entre el mar de monos blancos.

Se calzó las botas demasiado grades y caminó con dificultad hacia  los focos sin dejar de mirarlos, hipnotizado como una polilla observó a Carlos Salaberria inclinado sobre la mesa donde estaban disponiendo las pruebas, hablando distendidamente con dos de la científica. Le admiraba la afinidad que tenía con sus subordinados. Se acercó sorteando los monos blancos que inundaban la zona, sacando fotos y cogiendo muestras.

-Supongo que  Carmen no sabrá que has venido- Le espetó Salaberría, sin levantar la cabeza de una bolsa de pruebas.

-Supones bien, si se entera me mata.

Un guardia civil con un mono blanco se acercó a la mesa.

-Teniente Salaberría, debería acercarse a ver esto.

Un cadáver con media cara destrozada por dos disparos se apoyaba  artificiosamente en un árbol con las palmas de las manos juntas  en señal de perdón y arrodillado sobre unas piedras. Para conservar la postura penitente le habían atado al tronco con una soga. Tenía todos los dedos amputados a la altura de la primera falange, dándole el aspecto grotesco de unas manitas enanas.

-¿Cómo hostias se le sujetan las manos así?. Preguntó Alberto.

El guardia civil de mono blanco le señaló un cuerda de pita que rodeaba las muñecas juntando las palmas de las manos entre si y a su vez se enganchaba alrededor del cuello manteniéndolas suspendidas sobre el pecho.

-¿Sabemos quién es?- preguntó Alberto  inclinándose sobre el cadáver haciendo malabares para no meterse en un charco de barro.

-Sabemos qué es. Un varón caucásico de entre 20 y 25 años quizá menos. No llevaba documentación encima y  le han amputado las falanges de todos los dedos, nos llevará mas tiempo identificarle, pero si al final merece la pena, lo identificaremos. –Salaberria hizo un gesto de resignación- Hemos enviado las fotos de los tatuajes a los de bandas por si reconocen alguno, pero a mí no me suenan como de ninguna de las asentadas en España. Le han volado la cabeza de dos disparos en sendos ojos.– señaló la órbita  de los ojos con un boli- hay restos de pólvora alrededor , ósea que el disparo fue a cañón tocante. ¿Qué acojone no?.

-Y tanto. ¿Casquillos?.-

-De momento no hemos encontrado, solo hemos localizado el impacto de uno, aquí en el árbol – Señaló el agujero dejado en la corteza del roble- el que le ha pegado los dos tiros se ha llevado también el proyectil, esperemos tener suerte y encontrar el segundo,  desde luego si es un ajuste de cuentas, es un poco suigeneris, generalmente el tiro es en la nuca o en la sien, pero ¿En los ojos? y además en ambos, eso denota cierta animadversión personal.

-¿Quien ha encontrado el cadáver?.-Preguntó mirando en derredor.

-Un grupo de chavales que habían subido a la sierra a buscar setas con su monitor, han escuchado los dos disparos, al principio han pensado que serían cazadores, pero el perrillo que llevaban se les ha escapado y al ir en su busca, se han topado con el colega- señaló el cadáver- es una jodienda que sean menores, hemos tenido que mandarlos a Madrid a comisaría para que declaren en presencia de sus padres. Espero que a que a estas horas la foto de este pocholo no esté en una o varias redes sociales. -Se encogió de hombros- Que se le va a hacer, la mierda de la ley del menor-Se giró hacia el guarda civil del mono blanco- ¿Que querías enseñarme Robledo?.

El hombre se inclinó sobre el cadáver y encendió una pequeña linternita iluminando la boca ensangrentada.

-Tiene algo dentro de la boca, creo que es un papel o un trozo de tela. Ya hemos sacado fotos. Tenga unas pinzas, y unos guantes.

A Alberto le pareció que Robledo le entregaba las pinzas con una media reverencia, pero quizá fuese la orografía del terreno que te obligaba a hacer equilibrismos sobre las piedras, aunque tampoco le hubiese extrañado lo de la reverencia.

Carlos Salaberria era uno de los guardia civiles mas laureados del cuerpo. Durante los 90,  bregó en el grupo antiterrorista mas  eficiente de la guardia civil del País vasco, tenía todas las condecoraciones que puede acumular un servidor público en vida, habría podido ascender a coronel hacía varios años, pero se resistía a abandonar su unidad, “Me siento cómodo oliendo  la mierda de abajo,  la de arriba  me pone nervioso” solía repetir cada vez que salía el tema de su ascenso en los despachos. La negativa a cambiar el mal pagado y extenuante  trabajo de campo por el mejor remunerado y mas cómodo de los despachos y el haber luchado contra ETA infiltrado en la banda durante mas de 3 años le había granjeado el respeto de sus subordinados, que lo consideraban una leyenda viva,  sus superiores lo sabían y por eso solían pasar por alto los métodos no demasiado ortodoxos que empleaba demasiadas veces en sus investigaciones. A sus 50 años aún se consideraba valido para estar en la calle y se resistía a que lo trasladasen a alguna comandancia lejos de Madrid.

Sacó con pericia lo que el cadáver escondía entre los dientes, era un papel color rosa arrugado y húmedo por la saliva y la sangre, un postit. Lo abrió y lo colocó dentro de una bolsa de pruebas, acercó una lámpara, pero tuvo que ponerse las gafas.

-Puta mierda de presbicia.-farfulló- “Voy a estudiar con Elisa, no tardaré”- Miró al cadáver por encima de las gafas.- Vaya, vaya….

Alberto se inclinó sobre la bolsa de pruebas y la cogió alzándola sobra su cara.

– ¿Crees que pretendía tragárselo o que alguien le obligó?

Carlos sacó su sempiterno puro y se lo colocó en la comisura de los labios, aprisionándolo con fuerza entre los dientes. Tenerlo en la boca, aunque fuese apagado le permitía pensar con mas claridad, desde su infarto había dejado todas las drogas, solía bromear, “por lo menos las peor  vistas”  Se agachó en cuclillas sobre el cadáver.

-Ummm Ya empiezas a interesarme majo-Le dió un golpecito al cadaver en la cabeza con las pinzas.-Desde luego hay pocas probabilidades de que este estudiase, ni con Elisa ni con nadie.

-Teniente Montes, ¿Como usted por aquí?.

Una voz aflautada interrumpió la monótona cadencia de los sonidos de la investigación a sus espaldas.

Alberto reprimió el gesto de desagrado y esbozó una media sonrisa mientras sacudía con energía la mano flácida que un hombre con uniforme de coronel le tendía.

– Coronel Lucas, buenas tardes- Saludó Alberto cuadrándose teatralmente- que extraño verle tan lejos del despacho.

-Oh, no tan extraño, no tan extraño,- Rechazó sacudiendo una mano infantil de uñas arregladas- Suelo pasarme por las investigaciones cada vez que puedo. ¿Cierto Salaberria?.

Carlos levantó las cejas con resignación sin dejar de mirar la bolsa con la nota.

-Cierto mi coronel, tan cierto como que hay Dios.- Farfulló con el puro en la boca.

Un guardia civil joven se acercó al Coronel y le susurró algo al oído.

-Dígales que pasen y que se coloquen donde consideren, que ahora mismo voy a hablar con ellos.

El guardia civil se retiró saludando marcialmente al tiempo que el coronel se inclinaba sobre el hombro de Salaberria intentando ver que tenía entra las manos.

-Salaberria, deme alguna avanzadilla – Giñó un ojo a Alberto mientras se sacudía unas inexistentes motas de polvo en el uniforme.- para que pueda contarle algo a los chicos de la prensa.

Alberto se giró y observó a un equipo de televisión montando la cámara al lado de la furgoneta del forense.

-Mi coronel, aun es pronto para especular….- Dijo con cierta irritación.

-Ya, ya, pero no se…., ¿Asunto de drogas? Tiene pinta de drogarse.

-Aquí muchos tienen pinta de drogarse-  masculló Salaberria, provocando la risa de Alberto.

-¿Cómo dice Salaberria?, no le he oído, con ese puro astroso que lleva siempre en la boca, no crea que por no encenderlo se va a librar de un cáncer, no lo crea. ¿Drogas entonces?.

-No coronel creemos que es un ajuste de cuentas, no se si por drogas o porqué…no mencione las drogas por ahora.

-Nada de drogas entonces, ajuste de cuentas, ¿Qué es eso de la bolsa? ¿Una nota?.

-Si, una nota que hemos encontrado en el cadáver, pero mejor no la mencione por ahora.

-Oh, por supuesto, me ofende, -Intentó  dejar patente su jerarquía, engolando artificilamente su voz – ¿Qué cree que voy a comprometer una investigación dando demasiados datos?. Gracias Salaberria.- Se despidió desabrido.- salude a su mujer de mi parte Montes.

El coronel se alejó atusándose el cabello y estirándose la chaqueta del uniforme, Alberto lo observó con una mueca de asco.

-Me extrañaba a mi que este se acercase por aquí con el día tan horroroso que hace.

-Le gusta mas una cámara que a Belen Esteban.- Comentó en tono jocoso Salaberria- No me extrañaría nada que fueran familia- El semblante se le oscureció al advertir la mirada pérdida de su amigo.- ¿Estarás bien en Galicia?.

-No lo sé- Se arrebujó en el chaquetón al notar una corriente de aire gélido en el cuello- Lo que sé es que en Madrid no me podía seguir quedando, no soporto las aglomeraciones, ni los ruidos estridentes, y el estrés va acabar matándome, no quiero que me manden a la reserva, se que es pasajero, me recuperaré, solo necesito tiempo.

-Un mes poniendo multas por cazar fuera de veda, bajar gatitos de árboles y colocar controles de alcoholemia en las fiestas de los pueblos y veras como Madrid te parece el paraíso terrenal.

-No me jodas la ilusión de una vida retirada y cartuja-Sonrió con tristeza.- Me voy antes de que enciendan las cámaras y Carmen me vea en el telediario de las 9.

Salaberria le abrazó demorándose unos segundos mas de lo que la cortesía exigiría, realmente se apreciaban mas allá de sus diferencias, que eran muchas y algunas bastante acusadas, se respetaban y se querían. Desde que se conociesen cuatro años atrás, cuando a Salaberria lo trasladaron a su cuartel, no había pasado un solo día en el que no hablasen, comiesen o incluso se peleasen. Como un matrimonio, habían encajado a la perfección, se complementaban. Habían compartido momentos felices y otros no tanto. Le iba a echar de menos.  Salaberria se retiró escondiendo la cara tras de su puro.

-Te voy a echar de menos niñato malcriado.-Dijo con la voz algo quebrada al separarse de Alberto.

-Y yo a ti también, gordo gandul. Mándame las fotos de este-Señaló el cadáver- para tener con que entretenerme en el pueblo.

-Claro, claro, sin problema, también te puedo mandar el playboy, estoy suscrito y tengo números atrasados como para empapelar la puerta de Alcalá. ¿Dónde tienes aparcado el coche?.

-Allí- Señaló el pequeño utilitario amarillo que destacaba estrafalariamente entre los todoterrenos de la guardia civil, la furgoneta del forense  y  los vehículos de la científica.

-Veo que te has traído a Calimero, eres muy mariquita.

Alberto le sacó el dedo corazón por encima de la cabeza mientras aceleraba sorteando los charcos para salir del campo de visión de los de la prensa.

-Voy a llamar a Mónica para que os vengáis a pasar la Nochevieja a Galicia-Gritó camino del coche sin girarse- Susana echa de menos a los gemelos.

Se quitó las botas y entró en el coche, desde el borde del camino y parapetado tras los cristales húmedos de su utilitario, Alberto observó el trasiego sincopado del equipo de la científica, los monos blancos se desplazaban con pericia por entre el barro y los focos, proyectando estrambóticas sombras sobre los arboles, todos se movían con ensayada habilidad, como los bailarines de un ballet ruso que siempre bailasen la misma pieza. Sintió una punzada de nostalgia en el estomago, quizá no había calibrado bien a cuanto estaba renunciando. Sacudió al cabeza y encendió la radió, las señales horarias de las 8 le hicieron dar un respingo. No se había dado cuenta de que se ya era noche cerrada.

-Mierda Carmen me va a matar.

La casa estaba a oscuras y no quiso encender la luz del pasillo, en parte para que no despertar a Carmen y a la niña y en parte para no tener que enfrentarse a las decenas de fantasmagóricas cajas de mudanza que se apilaban en la entrada, recordándole que le quedaban horas para abandonar su cómoda certeza y embarcarse en un viaje que podía ser su salvación o su condena definitiva. La cola de Otto, el golden retriever tamborileó en la habitación de su hija al sentirle por el pasillo. Encendió el móvil para ayudarse a llegar hasta la cocina. Tampoco quiso dar la luz allí. Sobre la mesa encontró un plato tapado con papel de aluminio, lo levantó por una punta y lo volvió a cerrar. Abrió la nevera, una luz fría y desgastada le iluminó parcialmente la cara, sacó las únicas dos cervezas que sobrevivían al desmantelamiento de su existencia. Las abrió y vació su contenido en un tazón de desayuno, levantó la persiana, las luces de un Madrid preinvernal  se colaron de rondón mitigando un poco su miedo.

El camión de mudanzas giró abandonando la boscosa carretera general y entrando en el pueblo que parecía desierto a esa temprana hora de la tarde, los chavales estarían en el colegio, los adultos trabajando y los jubilados refugiados de la humedad y el frio  bien en sus casas o bien en el hogar del jubilado frente a una mesa de cartas y un descafeinado caliente.  Maniobró con maestría por las angostas callejuelas para no llevarse por delante ningún balcón. Alberto suspiró resignado mientras aceleraba su todo terreno para no perder al camión. Carmen miraba silenciosa por la ventanilla, no había querido traerse su coche. Alberto sospechaba que era una manera de negarle carta de perpetuidad al traslado. Si a él, abandonar Madrid le estaba costando, a Carmen no podía ni imaginárselo, había sustituido su doctorado en arte en la universidad por un puesto de ama de casa a jornada completa.  Sabía a cuanto estaba renunciando por él, y por lo más sagrado que no iba a decepcionarla más. No podría vivir sin ella, la amaba desde el mismo segundo que la vio. Aún recordaba como si fuera ayer la fiesta de la primavera en su universidad, cuando tropezó con ella en las escaleras intentando huir del ruido y del calor. Era el último curso de ambos, el estudiando derecho y ella bellas artes, estuvieron juntos hasta que  entró en la academia de la guardia civil y ella se marchó a Florencia a hacer prácticas en la Galeria de los Ufizzi. A punto estuvo de renunciar a todo y seguirla a Italia, pero ella le convenció de que todo iba a salir bien, de que solo serían tres años, tres largos y solitarios años, pero que volvería a por él. Cada noche pensaba que no volvería a verla.  ¿Por que una mujer sofisticada y vivida como Carmen querría pasar el resto de su vida con un mísero guardia civil?.

-Porque te quiero mas que a nada en el mundo- Le repetía noche tras noche cuando hablaban por teléfono- deja ya de torturarte y de torturarme a mí. Volveré, nos casaremos, tendremos muchos hijos y nos retiraremos a la manga del mar menor con tu pensioncita de funcionario, yo pintaré retratos a los veraneantes y tú cultivaras tomates y calabacines en la huerta.  

Volvió, claro que volvió, pero no todo fue tan ideal, Alberto fue consciente desde el primer momento, de que era incapaz, por mas que se empeñase, de satisfacer las exigencias intelectuales de Carmen, él era  un tipo pragmático, práctico hasta el hastío, rígido en cuanto a principios, prudente, poco amigo de la naturalidad y de las sorpresas, demasiado reflexivo y poco temerario. Una persona aburrida y predecible. Sin embargo Carmen era todo lo contrario, sensible, despreocupada, espontanea, desprendida, amante del riesgo y de la aventura, inquieta como todo artista. En su adolescencia soñaba con llevar una vida bohemia, viajando por el mundo sin mas compañía que unos pinceles y un perro, quizá si no se hubiesen enamorado lo habría hecho, pero ambos se cruzaron en la vida del otro y acabaron casados y viviendo en Madrid. Sus primeros años fueron un carrusel de sentimientos, se amaban con la misma pasión con la que se peleaban. Se amenazaban con dejarse cada vez que discutían, para acto seguido hacer el amor con desenfreno. Se amaban y aborrecían a partes iguales. Carmen le echaba en cara que le había cortado las alas y sepultado bajo toneladas de convencionalismo burgués y Alberto le reclamaba estabilidad y sensatez, normas básicas para poder ejercer su profesión con cordura. “¿Y porque te has casado conmigo si quieres cambiarme?”,se arrojaban a la cara cada bronca. Simplemente porque estaba locos el uno por el otro.

Un día todo cambió, su inestable existencia dio un vuelco, nació Susana y sus mundos se cerraron en torno a la niña, al principio actuaban con la prudencia exagerada de todos los padres primerizos que les hacía consultar todos y cada unos de los movimientos del bebe con un especialista.  Pronto se dieron cuenta de que sus reservas no eran infundadas,  la niña no era como los demás niños del parque, tardaba en andar y en hablar y no evolucionaba como le decían los pediatras y los libros que debían evolucionar. Ellos se engañaban, ahora lo sabía, mutuamente diciendo que simplemente era algo mas tímida que el resto y que no todos los niños progresan ni se desarrollan de igual manera. Un médico, cuando la niña cumplió los 4 años les expulsó de la nube donde habían vivido hasta ese momento.

-Susana es….digamos especial.

-¿Autista?-Preguntó Alberto en un alarde de pragmatismo suicida.

-Síndrome de Aspergen….

No escucharon nada mas. Fue como si en pleno verano alguien te arrojase un cubo de hielo por la espalda. Todo se paralizó en ese momento, en aquella consulta, con aquel médico abriendo y cerrando la boca, emitiendo sonidos que no eran capaces de escuchar. No habían oído jamás hablar de ese síndrome, no sabían que era ni porque su preciosa hija lo tenía. Aquel médico de aquel hospital, en aquella pequeña consulta aséptica y monótona les acababa de robar la vida. Apenas se atrevían a respirar, no hubo llantos incontrolados, ni quejidos, ni aspavientos, solo un vacio inmenso, descontrolado, una nada que los absorbió en ese momento para escupirlos horas más tarde frente a la cama de su hija que les miraba con aquellos ojos oscuros, misteriosos e  indiferentes a los que, 8 años después, aún no se había acostumbrado.

Ahí empezó y acabó todo, todas las discusiones, las agrias peleas y las reconciliaciones ardientes, desde ese momento solo vivieron por y para Susana, Carmen abandonó su vida bohemia de pintora y se buscó un trabajo en la universidad de nueve a tres, mientras se sacaba el doctorado y Alberto consiguió por fin, la estabilidad emocional que tanto anhelaba, aunque fuese a costa de su hija. Transcurrieron ocho años razonablemente apacibles, actuaban como una familia corriente, Carmen con sus clases y él con su trabajo que le apasionaba, Susana crecía sana y conforme escondida dentro de su indiferencia, pareciera que nada podría lastimarles una vez habían superado y asimilado las limitaciones a las que estarían sometidos, tanto ellos como su hija. Eso creían ellos, que la vida o el destino o Dios, quien se ocupase de ponerte palos en las ruedas, ya les había jodido lo suficiente, que habían tragado su correspondiente ración de mierda.  Que equivocados estaban. Aún quedaría por llegar la traca final. ¿Cómo era ese dicho? “La opera no termina hasta que no cante la gorda”. Y su gorda cantó, su gorda se llamaba Antonio Sanmartín y fue un error que pudo costar mas vidas que una.  ¿De quién había sido la culpa?, ¿A quién responsabilizar?, ¿Qué había fallado?.

El camión de mudanzas entró en la plaza del ayuntamiento con un estruendo de frenos, una pequeña concentración de media docena de personas cortaba la salida de la misma portando una escueta pancarta pintada a mano sobre una sábana. El conductor se bajó del camión y se acercó al todoterreno de Alberto.

-No podemos pasar.-Se adelantó antes de que Alberto le pudiese preguntar- Hay una manifestación en medio de la calle. Bueno una manifestación por llamarle algo, los cumpleaños en casa de mi suegra son mas multitudinarios que esto.

Alberto tiró del freno de mano y bajó del coche dejando la puerta abierta tras de si. Caía una suave y persistente llovizna que velaba el parabrisas con una fina película de agua desdibujando su interior.  Se acercó a la parte delantera del camión a tiempo de ver como se disolvía la concentración compuesta por apenas media docena de almas vestidas de negro. La mujer que recogía y doblaba con primor la pancarta, levantó la vista y clavó, durante una decima de segundo, los ojos de un grises casi transparentes en los de Alberto que  miraba hipnotizado sus suaves movimientos como a cámara lenta.  Antes de agarrar del brazo a un hombre que permanecía junto a ella con la cabeza gacha y desaparecer entre las columnas de la plaza, le miró de nuevo. Esta vez sintió como los ojos transparentes como dos pedazos de hielo se metían en su estomago arañándole las entrañas hasta hacerle encogerse dentro de su ya no tan confortable camisa de franela.

El rugido del motor del camión de mudanzas  sonó detrás de él,  en un pestañeo la plaza había quedado desierta, las almas negras habían desaparecido por las cuatro bocas como sombras que se desvanecen al encender la luz. Sintió el frio  entumecerle los brazos, ahora se percataba de que  había salido en mangas de camisa,  se los golpeó  para entrar en calor y subió a toda prisa  al todoterreno. El camión reanudó la marcha dejando tras de si una humareda negra y densa. Alberto la atravesó acelerando para no quedarse allí atrapado entre aquellas casas empapadas de lluvia y de algo mas que aún no había podido descifrar.

Una de las exigencias de Carmen para abandonar Madrid había sido vivir en una casita con un poco de terreno, no quería volver a entrar en una casa cuartel.  Esos bloques grises e informes que servían para mantener a salvo a las familias de los guardia civiles según las autoridades, eran para ella prisiones oscuras y tristes. Levantaban un férreo muro invisible pero insuperable entre ellos y el resto del mundo. A menudo, de noche, se asomaba al balcón para regar las plantas con las que disfrazaba  su casa y observaba melancólica las luces de los barrios titilando ajenas a su cautiverio. Rememoraba sus años en Italia, durmiendo en el jardín debajo de los granados, oliendo los olivos y el jazmín durante las calurosas noches de agosto, mientras a lo lejos escuchaba maullar los gatos del pueblo, y echaba de menos su vida. Pero entonces escuchaba rebullir a su hija en la habitación de al lado y se obligaba a expulsar esas nostalgias de su corazón.

Después de la salida de Alberto de la clínica de reposo, habían esperado hasta encontrar un destino que les brindase la posibilidad de vivir en una casita con un pequeño jardín y a mediados de agosto se quedó vacante el puesto de teniente en un pequeño puesto de un pueblo del interior de Orense, solicitaron el traslado y se lo concedieron por intercesión de Salaberria. Allí, rodeados de montes umbríos llenos pinos y eucaliptos, con una eterna sensación de humedad en el ambiente, esperaba que su marido encontrase por fin la paz y la tranquilidad que venía necesitando desde lo de Antonio Sanmartín. Carmen habría preferido un destino en la costa mediterránea, pero para él, aquel sitio encerrado entre bosques era sin duda la solución.

Llegaron por fin a la casita, que se encontraba a las afueras del pueblo,  era más grande de los que parecía en las fotos, con dos plantas y un mas que aceptable porche en la parte delantera. El jardín estaba algo descuidado, pero a Carmen le pareció una réplica en miniatura del jardín del Edén, allí esperaba pasarse las horas cuidando el huerto y pintando al aire libre cuando el tiempo se lo permitiese. Susana no pudo esperar a que el coche parase totalmente y saltó en marcha, haciendo caso omiso de la reprimenda de su padre, abrió el portón trasero y Otto salió disparado tras la chiquilla perdoendose en la trasera del jardín.

El camionero  ya había empezado a  sacar las pertenecías de la familia. Cuando el todoterreno aparcó junto a él.

-Venga daros prisa, a ver si conseguimos descargarlo para antes de las 8 y hacemos noche en León.- Arengó  a los dos chavales que cargaban los muebles mas pesados.

Alberto entró en casa siguiendo a la recargada cómoda de roble lacado regalo de su suegra.

-Tened cuidado con eso chicos, se que es realmente horrible, pero me la regaló mi suegra y no puedo deshacerme de ella aún.

Los chavales bufaron al ver las escaleras por las que tendrían que subir aquel mamotreto.

Levantó las persianas del salón y observó las motitas de polvo en suspensión bailar a contraluz. Era realmente una casa agradable, con una chimenea en el salón y una cocina antigua pero aseada. Las ventanas eran grandes, quizá demasiado,  y no tenían rejas. Frunció un poco el entrecejo al pensar en lo expuesta que estaba aquella casita, demasiado alejada del núcleo urbano y con un sinfín de puntos por los que asaltarla. 

-Ya estoy otra vez con la deformación profesional de los cojones, Carmen tiene razón, ¿Cuándo dejaré de analizar posibles fallos de seguridad en todos los sitios a los que entro y disfrutaré del encanto rústico del sitio?- Masculló mientras recorría el resto de la casa levantando persianas.

Susana entró corriendo seguida del perro, ambos estaban llenos de briznas de hierba, se habían estado revolcando por el jardín y estaban empapados.

Mira que he encontrado Alberto….-comentó Susana con voz neutra-….es un caracol, mira como babea.

Nunca le llamaba papa, el ya estaba acostumbrado, pero su mujer aún intentaba corregirla.

-Oh vaya, que bicho horrendo. ¿Crees que morderá?.

La niña le miró circunspecta.  

-No muerde, solo echa mocos. ¿Quieres verlo?.

Dejó al caracol sobre la encimera y se giró buscando a su madre,  el Golden retreiver que había entrado tras la niña se levantó sobre las dos patas y de un bocado se tragó el caracol.

-Nooooo, MALO, MALO…-Gritó alterada al tiempo que propinaba al pobre perro una lluvia de patadas y golpes.

El animal se encogió en un rincón aturdido y humillado, mientras la niña le golpeaba sin piedad. Alberto se abalanzó sobre ella y le cogió las manos con suavidad.

-Susana, tranquila, Susana, mírame, tranquila, No le pegues mas, ya está ya pasó.- Le acarició el cabello mientras la niña gemía desconsolada- shhhhsss ya pasó.

El perro se levantó de su rincón y apoyó el hocico en el regazo de la niña, esta le miró con los ojos arrasados de lágrimas y de un manotazo se deshizo de el.  Carmen que observaba todo desde la puerta, se giró exhausta y subió al piso de arriba.

Se tumbó sobre el colchón sin desembalar, seguía sin acostumbrarse  a esos ataques repentinos de ira de su hija. Escuchó como en la habitación de al lado, los de las mudanzas arrastraban algunas cajas. La puerta se entreabrió y Alberto asomó la cabeza.

-Voy a acercarme a la comisaría- Dijo con voz queda-…¿Si necesitas algo….?

-Si, claro que necesito algo. Necesito que no te escapes a la mínima, te necesito aquí conmigo. –Dijo sin volverse.

Alberto abrió la puerta del todo y entró en la habitación, se tumbó junto a su mujer sin tocarla, el silencio se hizo denso, como de museo de cera.

-Vete, estaremos bien- Susurró cansada.

-Lo siento, siento no estar a la altura- Murmuró mas para si que para ser oído. – No lo hago para herirte, de verdad que no.

Carmen se giró y miró a su marido a los ojos, era un ser transparente para ella y con solo escucharle hablar sabía como se sentía en cada momento, era consciente del tremendo esfuerzo que estaba llevando a cabo y del enorme peso que le aplastaba hasta casi no dejarle respirar, era consciente de que la única manera de no quebrarse como una ramita bajo el peso de un niño era refugiarse en una rutina, la que fuese y dejarse llevar por ella sin sobresaltos. Era un buen hombre, un buen marido, un excelente padre y sobretodo un grandísimo guardia civil, dijesen lo que dijesen los periódicos, y las televisiones siempre ávidos de carnaza y más cuando se trata de la policía o la guardia civil, el no había hecho más que su trabajo.

-Lo se, perdóname, estoy algo estresada con la mudanza- Le besó fugazmente en los labios- No vuelvas tarde y acuérdate de traer algo de pan para cenar.

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