Hubo un tiempo en un lugar donde los hombres permanecían en lucha durante toda su existencia. Mantenían un combate desigual contra la tierra, su tierra. Aquella que, como los dioses, tanto le daban y más le pedían.
Fueron aquellos, los tiempos en los que las gentes de este lugar aislado del mundo no conocían ni el alzhéimer ni el estrés, ni tampoco la rueda. Los caminos no permitían su uso.
Vivían como nacían y morían envueltos en una sábana blanca como la cal, cual crisálida, preparados para su último viaje.
En este tiempo vivieron Venancio, Gregoria, Emilio, Hilario y Pilar, «la nena chica»; entre pinares, encinas, romeros, ríos y montañas a las que les entregaron sus vidas como tantos otros que pasaron y pasarán. Sin embargo, ellos vivieron algo excepcional, les acompañó durante sus vidas un animal que no estaba catalogado por aquellos parajes.
Aquello no era un insecto normal. Negro total, de cuerpo metalizado y dos pares de alas de plástico traslúcido, surcadas por finísimos alambres. Ojos como lentes limpísimas opacas y patas de acero niqueladas. Entre las partes bucales, una larga lengua bífida. En el abdomen, un doble aguijón y todo su cuerpo velludo cubierto con filamentos duros como escarpias, acabadas en finísimas puntas de aguja.
Su zumbido no era como el resto de los himenópteros, era más grave, persistía en sus cabezas aún cuando parecía que ya no estaba. Siempre actuaba en solitario royendo las partes del cuerpo como si fueran hojas tiernas y sus larvas se iban comiendo las raíces que conformaban sus mentes. Le llamaron «el abejorro».
Esta circunstancia los hizo únicos, como el lugar donde vivieron, pero aunque la lucha contra la tierra estaba asegurada y las penurias aparecían en abundancia, la vida no fue siempre así.
Venancio Hungría.
Con su callao en la mano, la mirada perdida y Gregoria siempre a su vera, Venancio Hungría, observa tranquilo cómo pasan los días, unos con otros, a la espera de su turno.
—Ya estamos de más aquí. Susurra.
Ya muy mayor, sentado de cara al sol, que le consuela, con su mujer en la puerta del cortijo, ve pasar el tiempo. Apura parsimonioso su cigarro de tabaco verde, cosechado en su hortal junto a las habichuelas, pimientos y tomates. Nada, si se compara con las siembras de aquellos tiempos en los que le faltaba tierra para dibujar los tablares donde cultivar, además de trabajar por temporadas en las tierras de Daniel «el caliqueño», en la aldea de la Peguera del Madroño, cerca del río Segura, en el corazón de la sierra.
El ciclo se completó, todo lo que produjo la tierra: hortalizas, leña, pinocha, crillas, trigo,… fue a parar a la casa o a los animales. Lo que no sirvió para comer, lo utilizó su mujer para tejer, y lo que no valió ya para nada, todo lo absolutamente desechable, fue a parar a la lumbre. La leña que quemó el fuego, generó las cenizas que se utilizaron para hacer la colada o para limpiar, o se arrojaron a la cuadra, donde mezcladas con el estiércol de los animales, resultaron el abono para fertilizar la huerta, que produjo las hortalizas, y el campo, a su vez, le dio la leña, la pinocha, las crillas, el trigo… Lo que surgió de la tierra fue reclamado por ella. Un préstamo a corto plazo, como lo es la vida de las personas.
Venancio tuvo dos hijos, Emilio y Pilar, la nena chica. Podría haber tenido más, como era la costumbre por aquellas tierras y en aquel tiempo, pero después del último, una hembra, paró el carro y decidió que había bastante, porque la Sierra está siempre en constante lucha contra las criaturas que la habitan, y lo que se necesita es hombres que la domen y la sometan.
—Hembras, las justas, “pa” parir y poco más, que nos engolosinan, nos distraen y perturban el trabajo del hombre.
Estos pensamientos los mantendría hasta la muerte.
Venancio Hungría nació un 10 de diciembre de 1898, tiempos en los que España perdía las colonias de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y Guam. El médico del pueblo solía decir:
—España perdió Guam y la Sierra ganó a Venancio, ¡Válgame Dios!—Y la gente, ignorante de aquel territorio, le contestaba:
—¡Ea! que sea lo que Dios quiera.
El médico, Don Benito era un andurriero, hijo de militar. Remanecía de la isla de Guam, donde fue bautizado, en la iglesia del Dulce Nombre de María, y aunque la mayor parte de su vida la pasó en Linares, añoraba sus raíces y le apenaba aquella pérdida tan injusta.
Don Benito, que es un gran aficionado al dominó, relata a menudo en el casino, donde se reúne con sus amigos casi todas las tardes a tomar café, que la isla de Guam o Guaján, para quien no lo sepa, está situada al este de Filipinas y al sur de Japón. Corresponde a las Islas Marianas. Descubierta por Magallanes en 1521, quien la llamó Isla de los Ladrones, por las vicisitudes que pasaron allí con los nativos. …—Fueron los jesuitas quienes establecieron su capital en Agaña, aunque yo, Benitín, como me llamaba mi madre, con las prisas por nacer, vi la luz en el fuerte de Santa Águeda, frente al gran océano, donde estaba destinado mi padre.
Don Benito pasó su infancia en la capital, disfrutando con su familia de la maravillosa isla, sobre todo con la aventura que suponía subir toda la familia al monte Lamlam casi todos los domingos, a visitar a sus primos, siempre por la misma vereda y, por las tardes, deleitando los sentidos con el colorido y los sonidos de los bailes de paloteos que los nativos tan bien ejecutaban con sus trajes de laucheru los hombres y mestisa las mujeres, en la Plaza de España, junto a la casa de chocolate. ¡Cómo olvidar aquellos cantos con esa inconfundible jerga en el idioma chamorro!
Al morir de forma prematura su madre, la vida allí no fue igual, porque estaba llena de recuerdos, y con mucho pesar se trasladaron a la Península, a Linares, el pueblo de su padre. A ella la dejaron en el bonito cementerio de Umatac, pero su recuerdo siempre va con él, quien la evoca con una linda canción que susurra con tristeza, esta vez, entre pinos laricios y carrascas, en lenguaje chamorro:
Båsta nå na de tum ånges
‘un na’ sa lache karer å -ho;
yan maolek-ñ un yo ‘Langet gi
ke i Tano na sag å -ho.
Deja de llorar, madre,
porque va a hacer que me desvíe de mi camino;
porque yo estoy mejor en el cielo
que en mi lugar terrenal.
Don Benito lleva más de diez años en estas sierras, está muy bien considerado y como dice en ocasiones “aquí no me falta entretenimiento”, por lo que su larga estancia entre los serranos y las serranas está asegurada.
Ayudó en el parto a Gregoria, quien le estaba muy agradecida, y es que todos los aldeanos y paisanos del pueblo, sabían lo que penaron cuando vino al mundo Venancio. Nació asfixiado, por lo que, tras darle por muerto, hubo que llamar a la curandera, quien le metió la cabeza de una gallina viva por la boca, entonces, la curandera intento estrangularla. El rebullir del animal queriendo aletear, mandó respiración a la criatura y se reanimó.
La rebeldía del mozo no tuvo parangón en aquellas tierras por aquel tiempo, y nadie recuerda a ningún otro que hubiera sido castigado tan duramente y tan a menudo como lo hizo con él su padre, quien llegó a tenerlo atado con cadenas, mas éste no pudo doblegarlo y optó por echarlo al monte con un hatillo de ovejas segureñas.
Pasaba en el cerro muchos días comiendo hierbas, majoletas u otras bayas silvestres y bebiendo de los manantiales y arroyos que conocía bien.
Desde su aldea y algunas cortijadas, se oían las voces de Venancio al amanecer, cuando conducía al redil por aquellos pinares entre la maleza y los abundantes chaparros. Cuando bajaba al pueblo, nadie se atrevía a contradecirlo, temiendo que le mordiera o le causara algún daño, por lo que él tomaba cada día más copero. El cura, ya le advirtió a la familia, pero su madre, Quiteria, justificaba sus rarezas por el dolor agudísimo de cabeza que padecía desde pequeño y que debía de soportar hasta casi la locura. Él, mantenía que sentía dentro de su cabeza como si un abejorro negro, estuviera atrapado en el cristal de un bote donde se estrella en cada vuelo, en un intento desesperado e inútil por salir. Para atajar esta dolencia de forma definitiva, tuvo que aguantar el dolor hasta que cumplió los doce años, y fue entonces cuando se las apañaron su madre y la abuela Inés con un remedio que ya utilizaron los romanos. Cogieron un pichón vivo, lo abrieron por la pechuga y, con plumas y todo, se lo pusieron en la frente atado bien fuerte con un pañuelo, hasta que con sus movimientos y zerigüetadas arrastró el dolor hacia sí. El resto de la noche la pasó empapado en sudor junto a su madre, quien no paró de darle cocciones de poleo y eneldo mezclado con aceite de oliva y cuatro semillas de peonía. Así fue como curó para siempre esta dolencia.
Todos en la aldea y cortijadas próximas, conocían a personas muy respetadas con dones de videncia para anunciar la muerte, como el hermano Eustaquio, quien de pequeño, cuando iba a la iglesia de la aldea, cogido de la mano de su madre, se topó con el entierro de su abuelo Ciriaco.
—Mira mama, un entierro.
—¿Qué dices hijo?
— Sí, es el abuelo.
La madre, naturalmente, no veía nada, más al día siguiente estaban ambos en la comitiva del funeral del hermano Ciriaco. La noticia se cundió por la aldea y, Eustaquio, que siempre acertaba con eso de los muertos, ganó fama por toda la comarca, hasta que los vecinos le tomaron miedo, e intentaban no verle, pensando que podría ser alguno de ellos el próximo en morir.
—Eustaquio, no es que tengamos nada contra ti, es por respeto.Le decían sus paisanos.
—Ya—Les contestaba él, resignado.
De sobra es sabido que todos moriremos algún día, pero hace daño tener la certeza absoluta, a medio y más a corto plazo, de que la de la guadaña acudirá a la cita tal día, a tal hora, sin falta. Ciriaco sabía su fecha con precisión y certeza, esa fue la verdad que tuvo que llevar desde muy temprana edad, a los cinco años, que fue consciente de prever la fecha de la muerte de sus paisanos y allegados, por eso, nadie jugaba con él. Ya desde entonces y cada vez más, Eustaquio se sintió solo, y si algún atrevido le preguntaba en la taberna, tras tomar algunas copas de más: —Eustaquio, ¿A quién le toca? —Él escribía el nombre y la fecha con tiza sobre el mostrador y lo borraba de inmediato, pues algunas veces el nombre de la persona que iba a morir a los pocos días, estaba bebiendo o jugando a las cartas alegremente entre ellos.
Una noche, Eustaquio, le dijo a su mujer: —Anda, Virginia, coge la mejor gallina del corral y te la traes, que vamos a cenar como los señores—. En aquellos tiempos, las gallinas se reservaban para poner, y cuando eran viejas se vendían a los ricos. La mujer, a regañadientes, guisó la gallina y Eustaquio y ella disfrutaron de una buena cena. Al día siguiente lo enterraron.
También había por entonces personas como la hermana Inés, con virtud para curar enfermedades. Venancio, desde que lleva colgado el saquito contra el mal de ojo, parece gozar de una paz y tranquilidad que le ha ayudado, en gran medida, a incorporarse al mundo de los adultos.
—A mi no hay quien me moje la oreja—Les dice con cierta chulería a los vecinos, saltando las luminarias para San Antón, y al día siguiente, marchando el primero a las carreras de caballerías montadas a pelo, donde mostraba, año tras año su pericia, ganándolas.
No tuvo la suerte de su suegro Andrea Vicario, quien se libró de la guerra de Cuba porque en la capital de la provincia pensaron que con ese nombre se trataba de una mujer, mas Andrea, sufrió esta guerra al ver cómo muchos de sus amigos, primos y dos hermanos, se fueron y no volvieron.
Corría el año de 1921, cuando se libraba la guerra del Rif, y Venancio Hungría fue llamado a filas. El sistema de quitas, que eximía a los hijos de los ricos mediante pago de la obligación de ir a la guerra, mientras enviaba a los obreros y campesinos a lo que sería un matadero, no se alió con él. Salió de su aldea alegre y decidido hasta el cuartel, en la capital de la provincia, y tras pasar una mezquina revisión médica, desembarcó en Melilla, para, al día siguiente, incorporarse al frente. No pasaron ni tres días con sus noches y había cambiado la placidez de sus montes segureños por aquel secarral baldío al amparo de la deshidratación, el calor y los piojos.
—Venancio, lleva este parte al puesto que hay detrás de aquellas colinas— Le ordenaba el capitán. Y Venancio, sin pensárselo dos veces, corría como un ciervo por el árido campo con sus desgastadas alpargatas, entre los silbidos de las balas enemigas, a veces saltando sobre cadáveres degollados o en descomposición. El capitán llamaba a los suboficiales y les decía:
—Mirad a Venancio como corre, parece no temerle a la muerte— Y todos se mostraban expectantes hasta que Venancio desaparecía entre los montículos donde se apostaba el enemigo. Algún suboficial aprovechaba el momento para jugarse algunos cuartos con sus compañeros a costa de Venancio. ¿Volvería o no sano y salvo? Esa era la cuestión, mas Venancio Hungría siempre volvía.
Pasó el terrible verano de 1921 bajo las órdenes del comandante Benítez, en la posición de Igueriben, donde la sed durante un asedio de cuatro días, los torturó hasta el punto de tener que beber primero, el jugo de las latas de conserva, después, agua de colonia, luego la tinta de los escribientes, y finalmente sus orines, en los que disolvían azúcar y refrescaban al relente de la noche. De los 800 hombres que componían la posición de Igueriben, la mayoría fueron pasados a cuchillo, incluido su valiente comandante. Sólo 25 compañeros llegaron a Annual, él ayudo a muchos de estos, cargando a alguno en sus espaldas, pero 16 murieron posteriormente víctimas del agotamiento y el schock que les supuso beber de golpe gran cantidad de agua. Lo peor para Venancio tras haber pasado tantos suplicios, le vendría después, en Annual.
Fue cuando el “sálvese quien pueda” imperó entre la soldadesca sobre la disciplina militar, y una avalancha humana se derramó por el desfiladero de Azumar, entre los que estaba él, quien acabó enterrado en un montón de cadáveres y heridos, porque su situación era tal, que el enemigo sólo tenía que disparar como si de una caseta de feria se tratase.
Recompuesto ante la posterior ofensiva rifeña, Venancio logró huir a Melilla y milagrosamente desde allí, volvió a su sierra. Atrás dejó constancia de su valor en la lucha, de su entereza, de todo lo que aprendió de pequeño en sus duros días de brega contra el monte y los terribles dolores de cabeza, salvando la vida de muchos de sus compañeros en lo que se dio en llamar “El desastre de Annual”, una batalla en la que murieron masacrados once mil españoles, debido en gran parte a la incompetencia del alto mando, pero Venancio nunca habló de aquello, aunque todos en el pueblo y las aldeas colindantes sabían que tuvo delante al mismísimo Abdel Krim al-Khattabi.
Su juventud y madurez no fueron muy diferentes a su infancia, porque el trabajo siempre fue su religión.
Venancio Hungría, tenía por costumbre salir muy temprano hacia su trabajo llevando consigo el hocino, y en ocasiones, un escodijo. Cabizbajo con su sombrero calañés roído por el uso y unos zahores de piel de ovejo, sin peto, buscando la petaca del tabaco entre el chaleco para prenderle fuego al primer cigarro del día. Si veía que la mañana amenazaba lluvia, se colocaba unas angorinas de farfolla abrochadas con palos de enebro para resguardarse del agua. Refunfuñando ya de buena mañana, y con el vaso de aguardiente carrasqueño sobre la mesa, se ataba fuertemente las cintas negras de las alpargatas de cáñamo con caras de tela blanca, y con la talega de la merienda al hombro, se echaba al monte.
Conoció a Gregoria, la que sería su mujer, en un esfarfollo en el cortijo de al lado, por el calar de Cabeza La Mora. Como lo tenía claro, aprovechó ese mismo día, que acabaron el trabajo cayendo la tarde, y se la llevó al monte. En un cibanto, al lado del río, le subió las faldas y la hizo suya. Al día siguiente, lo primero que hizo fue mirar al cielo, exclamando:
— Está más raso qu’el culo un choto—. Y, sin pensarlo dos veces, se presentó casa de los suegros:
—Andrea, su hija y yo nos hemos juntao.
El suegro dio su consentimiento y sólo atinó a decirle:
—¿Dónde viviréis? ¿En El Maruco?
—No, en el cortijo que queda al lado del río. Tiene una habitación buena, la cuadra y la cámara las arreglaré antes de que para su hija.
—¡Ea!— asintió Andrea. Y sin más conversación salió del cortijo liando su cigarro de tabaco verde.
No pasarían más de seis días y ya tenía equipado el cortijo: en la cocina, una mesa, varias sillas altas y otras más pequeñas para recogerse al amor de la lumbre, un escaño y las cantareras que se apoyaban en el ángulo de la pared por un travesaño fijo encalado. En el dormitorio, un arca restaurada con lañas de alambre, de tamaño mediano para guardar la ropa, una cama de madera con travesaños y largueros unidos por cuerdas de distinto grosor con su colchón de bálago, que son las cañas de centeno a penas sin partir. Con el tiempo construirían catres para sus hijos. Al lado de la chimenea, siempre había una lata con teas, para iluminarse en la noche o encender la torcida del candil de aceite.
Desde que entró a la casa Gregoria, su mujer, siempre se halló limpia y aseada, blanqueándose con cal todos los años por la matanza del cerdo.
Ahora, recuerda con resignación, pero sin remordimientos, cómo volaron sus hijos del nido, aún sin estar voleros.
Es ahora, cuando añora aquel día saliendo de su casa, aquella fría mañana de octubre con su traje impecable de paño morado y los cenojiles verdes con faja negra y sombrero pequeño al estilo manchego. La mirada al frente, altiva. Con su hija Pilar cogida a su brazo, para entregársela a Miguel “el de la Graya”, y entre los dedos de su mano izquierda, el cigarro de tabaco verde.
Y es en estos momentos, cuando se plantea en su interior aquellas dudas que le alargaban las interminables noches durante las cuales, nada sabía de Emilio, quien, desde el monte lo llamaba con voz quebrada, mandando mensajes para ser amparado por su cariño. Pero su obligación de padre era hacerlo fuerte para, así, afrontar la lucha constante contra el monte. Así fue su vida y así debía de ser con los suyos mientras que estuvieran debajo de sus alas.
Emilio huyó a la costa a trabajar, en busca de un mundo mejor, y Pilar, la nena chica, después de casarse con Miguel «el de la Graya», ya no le perteneció. Ambos, al igual que sus padres y abuelos se sentían acosados por aquellos forasteros uniformados y tocados por el nacional-catolicismo, que pensaba y proclamaba sobre la fertilidad del suelo y el vigor de la raza, que “el roturador serrano destruye el monte, preparando con su trabajo la infertilidad del suelo, viéndose, al final de su vida, en la miseria”.
Su huida fue algo tan natural como cuando de la panocha, el grano de maíz va a la despensa, la hoja acaba trenzada en la cesta, el zuro hierve en el agua para sanar heridas o con mejor suerte tapona la calabaza seca. Cada cosa en su sitio natural, piensa Venancio Hungría, pero la tierra, la tierra nos puede. Los hombres la cavan, le hacen zanjas, la roturan con la ayuda de las bestias, las mujeres quitan los cardos y las malas yerbas, riegan los hortales con la ayuda de los niños y la abonan. Recogemos lo sembrado y, al final siempre nos puede. La tierra nos reclama. Es nuestra madre. Morimos y ella nos traga. Sólo la tierra permanece.
Emilio Hungría.
Emilio se crió en una familia muy pobre, en la más absoluta soledad, entre montañas y pastos en abundancia, con su rebaño de ovejas segureñas. Venancio, su padre, muy trabajador, no lo educó. Le dejó en manos de la libertad que dan esos montes de las sierras, donde el afán cotidiano cobra su sentido por la mera supervivencia, sin que esa soledad le hiciera plantearse más preguntas que las precisas, que resolvía al instante.
—¡Cuidiao con el ovejo modorro! ¿And’irá el ehgraciao?
Y ayudado por su honda y su perro lo conduce al redil.
En el zurrón lleva estrictamente lo necesario: una navaja, algún trozo de pan sentao, tocino, las sobras de la cena de la noche anterior, y almendras e higos casaos, a modo de golosinas, que guarda para comerlas de regreso al cortijo, donde, cada noche, se encuentra a su madre preparando la cena y, sin apenas hablar con nadie, cae rendido en su catre. Un poco más tarde llega su padre de la peguera de Daniel, en La Peguera del Madroño, cerca del río Segura, muy malhumorado, cuando la hermana pequeña ya está dormida.
Emilio duerme cerca de la cuadra, junto al viejo ubio de costillas de chaparro, utilizado para uncir al par de bestias de que disponen. En ese mismo cuarto, adorna, colgada de la pared, a modo de crucifijo, la sereta; necesaria para que los mulos coman cuando van uncidos al ubio. Como haciendo de falso cabecero del catre, se muestran preciosos frontiles adornados con pistojos o flecos, coloridos madroños y espejitos de varias irisaciones que desde pequeño lo han encandilado y que ahora le concilian el sueño. En los pies, los viejos serones y las aguaderas.
Antes de amanecer vuelve a su rutina, un día con otro, que se le hacen eternos, hasta que uno de ellos cambia su vida.
Suele tomar el almuerzo a media mañana, sobre las once, cuando el cuerpo se lo pide y, rozando algunas hierbas y marañas, se sienta de cara al sol, harto de brega, en cualquier sitio donde la vista pueda perderse más allá del horizonte, en lo más alto.
Este día aparta algunos cardos pinchosos y unas mielgas que hay sobre el terreno, y se deja caer al golpe, con tan mala suerte que se da con una piedra en la rabadilla. Resuena un fuerte grito de dolor por los prados extensos de los altos del monte y, cuando el dolor parece remitir, un terrible insecto negruzco, volando molesto y desorientado, se le introduce por el bajo del pantalón. Emilio, al notar el aleteo pierna arriba, grita asustado:
—¡Cagü’en dena!— Y, apretando la recia tela del pantalón contra su muslo, antes de que le llegara a los huevos, siente su zumbido grave, seguido de un picotazo que, de inmediato, le deja paralizada toda la pierna. El abejorro sale rápidamente del pantalón y, aún tumbado retorciéndose de dolor y privado de movilidad, trata de incorporarse maldiciendo al animal. No es posible, vencido y angustiado, se postra entre las mielgas, que muerde con rabia, hasta ver cómo la luna saliente llega poco a poco a alcanzar su cenit.
Ya se oye el canto de los grillos herreros y se van callando los inquietos pajarillos, el zumbido del abejorro negro, que tan inadvertido pasara en otras ocasiones, ahora le revuelve las tripas causándole un sudor frío que, desde la boca del estómago, se le mete en sus adentros hasta llegar al mismo tuétano.
Sus padres, pasado algún tiempo, ya entrada la noche, notan su ausencia y parten en su búsqueda.
—No, si ya s’habrá dormío otra vez—dice el padre, y se echan a la Sierra con los mulos, conocedores de sus rincones más recónditos.
No tardarán en dar con él y, sin mediar palabra, lo suben a la caballería bajo un cielo con nubes negruzcas amenazadoras de tormenta, hasta llegar al cortijo, donde le piden explicaciones.
—Estáh atontao— le increpa el padre —¿En qué estaríah pensando?—mientras, la madre, que se percata de la herida, elabora entre sus dedos una masa de barro con saliva y se la aplica en la picadura.
—¡Ahora mismo te vas al catre sin cenar! ¡A ver si ehpabilah! ¡Ehgraciao! …Y lah ovejah por ahí ehperdigáh y sin amo! ¡Con la que va a caer!— continúa el padre. La madre calla, mientras que los truenos estallan, haciendo crujir la Sierra por la cañada cercana al cortijo. La hermana chica escucha desde su habitación, arropada y asustada en el catre.
—¡Es que no ereh máh tonto porque no ereh máh grande! ¡En cuantico cumplas los dieciséis te vienes conmigo a pelar pinos, y luego a la peguera, a ver si así espabilas de una vez!
—¡Déjalo ya! — le grita Gregoria, la madre, harta de tantas voces.
Venancio, el padre, haciendo ademán de darle una hostia, le dice:
—¡Calla y calla! Qu’ereh igual qu’él, lo tiéh mu consentío y mía lo que pasa, ¡No va a llegar nunca a ser un hombre! ¡Tenía pero es que haberle dao al nacer con un palo entre las orejas, lo mismo que a los conejos!
Aprovechando la discusión, Emilio se quita de en medio, y se mete en el catre. La tormenta arrecia y el chaparrón de agua sobre el tejado oculta las voces de Venancio. Emilio, acurrucado entre las jarapas con sus manos roñosas, se tapa los oídos para protegerse de las injurias de su padre, que son absorbidas por el duro esparto de los serones y las aguaderas a los pies del catre.
El griterío de su padre dura hasta pasado un buen rato, tanto como la tormenta. Emilio, dormido, aún oye en su interior el tronar de las nubes junto a las maldiciones dirigidas a su madre. Para él esta situación no es nueva y sabe de sobra cómo acabará.
—Me voy a ir lejos de aquí, a trabajar a la costa— piensa, dispuesto a que no le vuelvan a ver nunca más el pelo.
No ha despuntado el día y, sobreponiéndose a sus dolores, coge el hatillo con lo puesto, sigiloso, se despide con la mirada de Pilar, la hermana chica que duerme profundamente. Abre la pesada puerta, salta el quicio y, sin mirar atrás, emprende un camino solo de ida hacia un mundo desconocido, —no pienso volver nunca— se promete, salvando los charcos y barrizales que la tormenta dejó en el camino; mas el destino es caprichoso, y no podemos saber qué nos depara, aun teniendo claro el propósito.
Emilio camina unos pocos kilómetros por veredas retorcidas y atajos que cruzan barrancos llenos de jaras, romeros y aulagas, que despiertan de la tormenta y lo acompañan hasta llegar al pueblo y ya en la desolada plazuela espera al correo, un “dos caballos” que Julio, el cartero, conduce cada día hasta la cabecera de la comarca.
—¿Dónde vas Emilio?
—Si me pudiera usted llevar.
—Claro,le responde Julio, mientras retira del asiento algunos papeles casi envueltos totalmente en cenizas de cigarrillos.
—Hoy voy solo, le dice, mientras sacude el asiento del polvo y la ceniza, —así me haces compaña.
No pasa demasiado tiempo, cuando Emilio se queda dormido por el traqueteo del auto y la mala noche que ha pasado, aferrado a su hatillo.
El “dos caballos” se retuerce por una carretera sinuosa, salvando las piedras y los baches del camino, con unos faros que parecen ojos con cataratas, por la poca luz que proyectan.
El suave crepúsculo del amanecer se dispersa entre las copas de los pinos salgareños, que abrigan entre la oscuridad todo el trayecto. Aun así, la experiencia y la pericia de Julio salvan los barrancos profundos que los acompañan durante todo el viaje, derrapando en cada curva, hasta llegar al pueblo.
—¡Ya hemos llegado, Emilio!— le grita Julio sobresaltándolo en su sueño.
Revolviéndose sobre el asiento remendado con alambres y plásticos, despierta del breve pero profundo sueño, magullado y dolorido. Todavía somnoliento, baja del auto en la plazoleta donde aún alumbran las farolas por las toscas calles empedradas. Algunas almas ya salen, al paso de sus caballerías, a faenar en sus hortales, llenando de vida el lugar, que, se impregna de un espeso olor a aguardiente y tabaco verde que emerge del bar, situado al lado de la oficina de correos.
Las campanadas del destartalado reloj que corona el campanario, avisan a los pocos comerciantes para que abran sus tiendas, quienes, puntuales y educados saludan a sus convecinos.
—Buenos días nos dé Dios.
—Adiós, vaya usted con Dios.
—¡Ea! quede usté con Él.
Emilio, con la mente embotada, entre los viandantes, se despide de Julio.
—Gracias, Julio, voy a ver a mi tía Marina.
A paso ligero, recorre la corta distancia que le separa de la oficina de correos hasta la ventanilla del despacho de billetes.
—Uno pa Valencia—, solicita sin mirarle al conductor a la cara.
—Son treinta y seis pesetas y media—, le demanda el conductor sin prestarle mayor atención.
Emilio, nervioso, rebusca en su bolsillo, a la vez que se rasca sin parar la pierna donde le picara el abejorro, y le entrega el importe exacto.
Si hubiera costado un céntimo más habría tenido que volver al cortijo, o irse andando, porque volver no estaba en su mente.
—¿A qué hora sale?
—Dentro de una hora, chico.
Había rebuscado en una lata, sobre la cornisa de la chimenea, donde su madre guardaba los dineros para comprar el pan, en el chinero, una alacena con dos puertas al lado del poyo de la chimenea, junto al arado grabán de dos estevas.
—Ya te los devolveré, mama—, se prometió al cogerlos.
Sentado en un banco a la espera de la salida del autobús, y ante la vista de un manido cartel anunciador de una corrida de toros de hace dos años, en el pueblo de al lado, fluyen en él los recuerdos de su corta vida, los toros y las ferias de La Puerta y Siles…, los toros en octubre, para las fiestas del pueblo… ¡Cómo los echaría de menos!
Ya desde pequeño, cada año, su padre lo despertaba muy temprano y, con la caballería preparada salían de su cortijo hacia el pueblo donde comprarían a los hojalateros magníficas sartenes, barreños y los utensilios de los que carecían para las labores de la matanza y el día a día en el cortijo; además, este año, se harían de algunos regalos especiales para su madre y la hermana chica, que decidieron por primera vez en veinte años no acompañarlos.
—Tu madre se está volviendo muy rara, no sé a cuento de qué el no venir a las Fiestas de la Patrona. Ya me ha hecho el feo, con lo que le gustaba rezar a la Virgen y llevarle un ramito de albahaca.
—Sí padre, el ramito de albahaca lo traigo yo. Me lo dio para que se lo pusiera a la Virgen del Rosario. Me dijo que cada vez le gustaban menos las aglomeraciones del gentío.
—Pues recuérdame que les llevemos turrón y peladillas, y a la nena chica turrón del blando que le gusta mucho.
Aquel año, el varal de las andas de la Virgen quedó huérfano, Gregoria, siempre era la primera en cogerlo para el desfile procesional, pero este año, la procesión iba por dentro y ellos nunca acertarían a saber el porqué de su inesperada ausencia a tan señalado día, ni su padre ni él. Lo cierto es que desde la visita de los grises municipales y el alguacil al cortijo, en agosto, Gregoria, nunca más salió, hasta la despedida de su hija cuando partió hacia Valencia, y eso que se ocupó, como buena matrona que era, de la seguridad de su hogar. Cuando estaba criando, no deja nada en las manos del destino, ni rastro alguno de su comida, echando al fuego el resto que su boca hubiera tocado, para evitar así el robo de su leche. La escoba, siempre en la entrada de la casa boca arriba, y una mata de ruda colgada en la ventana para ahuyentar a las brujas; y para el mal de ojo, un saquito de “maldeojo”, con tres granos de trigo, tres de sal, una cuenta de azabache y tres pelos de tejón, que llevaba colgado al cuello la pequeña, como era tradición, hasta que tuvo la primera menstruación. Pero la mano le vino contraria y de poco le valieron sus desvelos, oraciones y las creencias de sus ancestros.
¿Porqué a mi? es lo que se preguntó, al igual que hacemos el resto de los mortales cuando el aleteo del inmisericorde abejorro nos ronda.
Cada año, Venancio y Emilio llegaban al pueblo justo cuando subían los novillos por una pequeña cuesta llena de cipreses hacia la plaza de toros, guiados por los cabestros y los gañanes, a caballo, uniéndose a la gente que los corrían hasta la, a primera vista, destartalada plaza de toros, muy pequeña y de forma irregular, porque había servido anteriormente de caballerizas a los que habitaron durante siglos el pueblo, por lo que más que una plaza de toros, parecía lo que era, un corral. No obstante, la misma plaza vista desde el castillo que corona el entorno, parece seguir el modelo arquitectónico propuesto por Vitrubio, salvando las columnas porticadas al fondo del escenario, que son sustituidas por recios y espigados cipreses.
La gente sigue accediendo hacia la cávea por la vomitoria, y según el rango social, toman asiento en la presidencia o en el graderío, supliendo la roca viva y el prado a los angulares de la piedra trabajada del semicírculo del teatro romano.
La posición del semicírculo respecto al gentío, hace que el novillo se juzgue más grande a la vista del respetable de lo que es en realidad. Como el espectáculo es gratuito debido a que al monte no se le pueden poner puertas, todos gozan con un griterío incesante de la alegría de la fiesta.
Horas antes de la corrida, tal como delicadas gotas de rocío sobre la hierba, los serranos venidos de distintos lugares, se van acomodando en la ladera o cávea, depende desde donde se mire, formando un manto multicolor generoso, que aplaude y anima a los matadores, quienes, tras el breve paseíllo y sabedores de su fuerte conexión con el agradecido público, les regalarán magníficos pases, redondeando la faena con lucidas capeas a dos y espléndidos muletazos.
El grandioso espectáculo está servido, cada cual en su sitio, y el Asterión segureño, hijo del minotauro, en el centro del ruedo observa como el populacho, impresionado ante su estampa, pide su sacrificio
En la presidencia, siempre protegida por los grises municipales, que no dejan ni un instante de ojear al gentío, se sientan el presidente del festejo y sus invitados, el Jefe del Movimiento, viejos falangistas, el secretario, el médico, el cura, el veterinario y allegados con gafas oscuras, bigotes recortados muy finos y el pelo con brillantina, a la usanza. Todos se apiñan fumando sin parar y charlando de forma descarada, mientras sus esposas hablan de sus cosas, sabedoras de ser observadas por la muchedumbre que vocea desde la falda de la colina o summa cávea el ¡Olé!, ¡Oooolé! de manera ordenada, al unísono y con pasión.
La suerte de matar ya es otra cosa y como no solo depende de la pericia del matador, cualquier fallo se le perdona y se le aplaude a rabiar. No ha terminado de morir el Asterión segureño y la plaza se llena de boinas, ramitos de flores y alguna bota rebosante de pardo vino manchego que, en honor a Dioniso, el diestro y su cuadrilla agradecen remojándose el galillo, mientras la banda de músicos venidos del pueblo de al lado, no para de interpretar los pasodobles «En er mundo» y «Amparito Roca», alternándolos.
En tanto que se lidian los animales, en este tiempo y a la misma hora, el 7 de octubre de 1950, China está invadiendo el Tibet provocando un millón de muertos tibetanos y las tropas estadounidenses cruzan el paralelo 38 e invaden Corea del Norte. Dos mundos lejanos en un mismo tiempo.
Con la caída de la tarde, ya fresquita en estos lares, advertidos por la fría brisa de los álamos columnados que circundan la plazuela, termina la corrida y, como un rosario de penitentes, desfilan uno a uno, hombres, niños y mujeres, calle abajo, en busca de los puestos de los feriantes para templar el cuerpo con algún vaso de vino con su tapita de bacalao o aceitunas con los amigos y conocidos, rematando el final del día con la compra de algunos encargos y utensilios para el cortijo. La verbena,
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