En un lugar de la Mancha, y de cuyo nombre, ya antes, otro viajero ilustre no quiso recordar, se adorna el pueblo con sus caridades, su mayo y su romería de invierno.

Este pueblo, ni pequeño ni grande como lo imaginó el viajero, comienza a existir cuando hay un relato que lo hace posible a la memoria y a la fantasía, a la curiosidad y al asombro, al regreso y al destierro, porque un pueblo no puede ser entendido sin abrir los candados donde se guarda el ajuar de las pretendientes.

Hoy, el marco de la ventana por donde, apretados como vencejos, nos miran, se abre al azul de la mañana en los tejados. Las persianas están caídas cerrando el sol primerizo del verano.

Solo ellos esperan, y nos cuentan, al mismo tiempo, con los dedos de la mano quienes son.

  • ¡Somos tres hermanos¡, dice mientras sujeta con el otro brazo a la chica que, sorprendida, quiere sonreír.

Uno piensa que esta escena es parte de un cuento incompleto, que Blancanieves con su sonrisa entornada y su brazo protegiendo a Mudito, tiene al resto de los enanitos a la sombra, bañándose en el pilón de la terraza.

Solo un tiempo, ahora no cercano, los desperdigará lejos de su pueblo entre el coro infantil de una biblioteca, las cartas de una oficina de correos o los desasosiegos en la espera de una solicitud bancaria. Únicamente cuando el futuro es incierto comienza el verdadero viaje, y su regreso.

La primera vez que vine a este pueblo, apresado por un dolor de zapatos nuevos subiendo la cuesta de la ermita no sabia que tendría que regresar, veintiséis años después, con el nudo de los zapatos desatado y el corazón en cenizas.

Cada vez que me acerco, de nuevo, a las lomas de la ermita veo subir por mi cabeza, en desbandada, un tropel de ejercito y suena, todavía, una descarga del tiempo que arrasa el campo. Entonces me invaden cien años de soledad. Es tiempo de silencio.

¿Por qué vuelves a Fuente el Fresno? Y ¿cómo?: enfermo, viudo, agrio, hundido en la propia vejez para observar las laderas infinitas desde donde se divisan las tapias del cementerio, donde comeremos tierra, y donde el viento de la recogida de aceituna llegará, repetitivo, al pueblo, siempre sobre el frio y la lluvia de enero. Y de nuevo, ese viento mojara nuestra historia y la del resto de sus habitantes abocados como estamos hacia los días de soledad.

Pero entonces, ya no quedará tiempo para la infancia.

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