El Tumba
Nada salía de esa persona, ni gestos ni sentimientos.
Todo ingresaba en esa humanidad, pero todo lo que debía salir era interceptado y desintegrado. Llegaban al exterior solo diminutas partículas de sensibilidad.
Cada palabra sensible se reprimía,se absorbía, se distribuía por todo su cuerpo. Iban formando parte de su sangre. El silencio se fusionaba con su carne.
Los abrazos que no llegaba a dar se deglutían y trituraban y finalizaban anudándose entre sí.
El sistema intensivo desintegrador de emociones consumía mucha energía, era una gran maquinaria machacando.
Lo llamaban el Tumba.
Su padre le había enseñado que la demostración de sentimientos era una señal de debilidad. Antes le había enseñado su abuelo a su padre y así de generación en generación. Los hombres rudos no lloraban. Las niñas debían llorar.
El receptor del afecto también sufría una flojera que lo debilitaba. En definitiva, los afectaba al que brindaba cariño y al que lo recibía.
Se aconsejaban el silencio y la reserva en cuestiones afectivas. Si algún familiar sufría alguna enfermedad, se debía esconder la situación, no era bueno que la gente ajena a la familia sepa de ello, estaba mal visto que un familiar se enfermase. Dejaría en evidencia, quizás, alguna deficiencia congénita que avergonzara a los integrantes.
Se reservaba toda emoción, toda alegría o felicidad, también toda amargura o tristeza. Nada se compartía fuera de la familia, menos con los amigos.
En ese contexto de carencias, todos los que rodeaban al Tumba tenían muy afinada una habilidad, casi sobrenatural, para interpretarlo. Sacaban de sus gestos, de sus movimientos, de alguna conversación una señal de afecto. De ese análisis meticuloso casi artesanal, de esa observación, se extraía alguna evidencia de sentimiento. Interpretaban silencios y gracias a esa desarrollada habilidad, se los podía hacer hablar. Pobre de aquéllos que no la tenían. Vaya uno a saber donde mendigaban ese cariño.
Todo era deglutido en el Tumba, como si fuesen pequeños sorbos de una bebida espirituosa. Fueron muchos años de ingesta y muchos años que fueron adosándose en el cuerpo. Ya eran parte de él y lo estaban por rebalsar.
Un día comenzó a sentirse desganado. Al tiempo su estómago creció y se fue debilitando. Empezó a costarle mantener la cabeza erguida. Caminar comenzó a ser una meta difícil de lograr. El contorno de su cuerpo se le dibujaba en el colchón.
Nadie sabía la causa de esta desgracia. Los médicos se desconcertaban.
Seguía sin expresar su malestar. Perdió peso, comenzaron a sobresalir huesos por todas partes.
Fue así que una noche levantó su torso, miró a ambos lados y alcanzó a decir:
-Yo no me quedo con toda esta mierda adentro-.
De su boca comenzó a salir una sustancia color bordó, que no tenía olor, de consistencia gelatinosa, que se derramó en las sabanas y cayó al piso. Después se derrumbó, con una sonrisa serena en la boca.
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