A la tía Porota le encantaba jugar a la lotería. No me refiero, por supuesto, a la del billete, sino a esa otra de mi infancia, a la familiar, a esa que se jugaba con cartones y cilindritos de madera donde estaban impresos los números con un puntito en el seis y en el nueve justamente para saber si era un seis o un nueve; a esa en la que, en lugar de decir ¡Bingo!, se decía ¡basta para mí! cuando uno completaba un cartón, o palabras mágicas como «terno» o «cuaterno» que a mí me sonaban como ¡Abracadabra !
Recuerdo la alegría de la tía Porota cada vez que decía ¡basta para mí! Para ella eso era la culminación de una ceremonia que se iniciaba el domingo al mediodía cuando llegábamos todos a la casa de mis abuelos; todos éramos mis tías mis tíos, mis primos y nosotros; ella no llegaba porque ya estaba allí. Mi tía Porota, a pesar de ser la mayor, vivía con mis abuelos porque era soltera, o viceversa.
Después de los ravioles – caseros – y del flan -casero – o del budín de pan -casero, por supuesto – venía el café y una larga sobremesa hasta que la tía Porota se levantaba, salía del comedor, iba hasta su habitación y enseguida regresaba con una gran sonrisa diciendo ¡bueno, vamos a jugar a la lotería!
Además de la sonrisa, la tía Porota traía una bolsita de tela, que ella misma había hecho, donde guardaba las «bolillas» y los cartones; los porotos- yo creía que se llamaban así por mi tía -para «marcar» los números que iban saliendo, estaban en una bolsita aparte.
La tía Porota sacaba los cartones y ahí se iniciaba la ceremonia de elección que terminaba cuando cada uno quedaba totalmente convencido de haber elegido el cartón que le estaba predestinado.
Entonces se decidía el orden en que iban a «cantar», es decir, sacar las «bolillas», comenzando por la tía Porota, por supuesto, que era la dueña de la pelota. Y entonces se levantaba el telón y empezaba el – ¿oratorio, cantata, tragedia griega, sainete? – gran espectáculo. Quince, la niña bonita; dieciocho – el culo te abrocho, decía un tío -; cuarenta, te espero en la lechería (dediqué muchos años de mi vida a tratar de descubrir que extraña vinculación había entre ese número y esa cita); cuarenta y ocho – comé mierda con bizcocho, decía otro tío con alma de poeta -; diecisiete, la desgracia…
A veces alguien entendía mal un número y eso generaba equívocos y discusiones; otras veces, alguno de mis primos al pasar corriendo movía la mesa y eso hacía que los porotos cambiaran de lugar en los cartones, obligando a revisar los números que habían salido.
A pesar del aparente enojo que estas situaciones le producían, la tía Porota siempre conservaba la sonrisa y aceptaba estos enredos con naturalidad, disfrutándolos como si los mismos formaran parte del juego, como si lo hicieran más divertido.
Un domingo – recuerdo que llovía porque tuve que ponerme la capita y las galochas – se incorporó a la mesa familiar un señor al que la tía Porota presentó como «estesjorge». A partir de ese domingo, «estesjorge» participó de la rutina de los domingos, es decir, ravioles, flan o budín de pan – todo casero, por supuesto – café con larga sobremesa y, finalmente – e inevitablemente – la lotería de la tía Porota, pero ahora enriquecida por la presencia de «estesjorge», lo que daba lugar a comentarios risueños de mis «ingeniosos» tíos, tales como, «cayó la bolilla que faltaba», o bien, «Porota se sacó la lotería» (de dónde?, me preguntaba yo), y otras cosas por el estilo, algunas de las cuales yo entendía y otras no; las que entendía producían en la tía Porota un efecto como si la iluminara una luz; con las otras, pasaba lo mismo pero, en ese caso, la luz era roja.
Recuerdo esos domingos como muy alegres y a la tía Porota radiante de felicidad.
Un día, me dijeron que ese domingo nos íbamos a despedir de la tía Porota; que «estesjorge» se tenía que ir a trabajar a un lugar que quedaba muy lejos y que la tía Porota se iba a ir con él.
Ese domingo fue distinto a los demás; parecido, pero diferente. Los ravioles eran iguales, pero parecían diferentes y lo mismo pasaba con el flan – hasta mis tíos, que eran los mismos, parecían diferentes – y no hubo lotería, quizás fue por eso que me pareció un domingo triste.
Cuando la tía Porota me abrazó muy fuerte y me besó, una lagrimita se me metió en el ojo y cuando me dijo «tomá, esto es para vos», y me dio la bolsita con la lotería, en ese momento supe que yo era su sobrino preferido.
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