Tras la muerte de mi tía Ana tuve que hacerme cargo de su legado y entre sus recuerdos encontré un viejo álbum de fotos en blanco y negro. La antigua colección de imágenes, ordenadas secuencialmente y con subtítulos a pie de foto, como corresponde al carácter metódico que distinguía a mi querida tía, conforman un cuadro bello, familiar, sensible, añorante … El álbum contiene numerosas instantáneas mostrando las vivencias de mi tía Ana a lo largo de su vida.
Entre todas esas imágenes hay una que quiebra el recuerdo que tengo de su madre, mi abuela. Jacinta se llamaba, como reza su Cédula Personal, expedida en 1941 por la Diputación Provincial de Madrid. Nacida en Olivares del Júcar el 17 de agosto del año 1900, mi abuela era una persona amable, bondadosa y entregada a su familia, especialmente a sus nietos. Pero a pesar de ese buen carácter su tristeza era palmaria. Había en ella un trasfondo taciturno, melancólico, como si escondiera en lo más hondo de su alma un abyecto pasado.
La fotografía muestra a mi abuela, invariablemente de negro, con su hija Ana, de apenas dos meses de edad. Siempre que despliego el álbum mi mirada busca esa foto por el contraste que siento al observar el rostro sonriente de mi abuela y el recuerdo de su melancolía. Después de 45 años desde su muerte, no la reconozco. Ocurre que esa media sonrisa revela una felicidad que, hasta ahora, había sido desconocida para mí.
Nunca la vi erguida como en la fotografía. Siempre encorvada. Apoyada en su bastón, cojeando a causa de un doloroso reuma que le había deformado la pierna y que limitaba penosamente su movilidad, la recuerdo con nitidez enfilando lentamente el estrecho pasillo que terminaba en el patio. El gallinero, la higuera, los gatos, el águila, la moto … todas imágenes goyescas de visión optimista que corretean por mi imaginación y yo entre medias: recogiendo la puesta diaria de las gallinas, persiguiendo a los gatos forasteros que se colaban por la tapia del vecino buscando a nuestra gata encelada, recolectando cada septiembre la producción de higos o creyéndome Agostini subido en la Vespa de mi abuelo … No estuvo mal mi niñez, no señor.
En el gallinero del cobertizo mandaba el gallo “Federico” … hasta que decidió picotearme. Su cuello fue seccionado por mi abuela de un fuerte golpe de cuchillo. De los gatitos es mejor no acordarse. Aún puedo oír sus insistentes maullidos, moverse desesperadamente en el agua unos contra otros hasta extenuarse y, finalmente, ahogarse en el estrecho cubo que utilizaba mi abuela con cada nueva camada. “No tenemos sitio para tanto gato”, me decía. Yo asentía, convencido de su razón, pero nunca pude evitar la pena que me afligía siendo cómplice pasivo de la muerte de esos cachorros nacidos unas horas antes.
Su muerte coincidió con mi mayoría de edad. En aquel año de 1975 tuve plena conciencia del vacío que me dejó. Me siento afortunado de haber convivido con ella tantos días, tantos años, tanta vida. Aún hoy la sigo añorando y más aun conociendo las razones que provocaron su larga melancolía y su permanente tristeza.
En las conversaciones que mantuve con mi tía Ana en la residencia donde vivió sus últimos doce años antes de morir, me convertí en su confidente acerca de las numerosas veces que ella, como primogénita de sus seis hermanos, había tenido que intervenir durante los peores años de penuria de la guerra y posguerra civil, para aplacar la ira y el desprecio de su padre hacia su madre.
A él no llegué a conocerlo. Murió de un cáncer de pulmón cuando yo contaba poco más de un año. Trabajó toda su vida como policía municipal del Ayuntamiento de Madrid. Fue un hombre recio, de fuerte carácter, que aplaudió el golpe de estado franquista. Mi tía me contó que los guardias de asalto republicanos fueron hasta tres veces a su casa para “darle el paseo” y las tres logró escabullirse.
El maltrato a su esposa llegó a ser enfermizo, denigrante, indigno, doliente … Bastaban unos pocos vasos de vino peleón para convertirse en un animal. Y lo tenía fácil porque la familia regentaba una taberna, pegada a la casa, en el barrio de Hortaleza. El mus y las partidas de dominó con sus amigos del barrio, todos desquiciados como él, regadas cada tarde con vino de su tierra extremeña, se hacían interminables. Era mi tía Ana, con apenas 20 años, quien asumía la autoridad y, cada noche, sin miramientos, los echaba de la taberna. En ese momento, ebrio del todo, mi abuelo pagaba regularmente su frustración con su esposa. Amenazas, gritos, golpes y más golpes eran la rutina.
La confidencia más impactante que me contó mi tía Ana fue la relativa a la pierna de escasa movilidad que padeció Jacinta durante más de 30 años. Resulta que el reuma no era la causa de su padecimiento sino un atropello voluntario con la Vespa que conducía su marido. Ocurrió una tarde de verano, con el maldito calor. Jacinta salió a por agua a la fuente y su marido, que la vio salir, decidió darle un escarmiento. Horas antes habían discutido cuando mi abuela le contó que fue atracada viniendo del mercado. El ladrón, que daba más grima que miedo, le robó la compra y las pocas pesetas que llevaba. Pero su marido consideró que había sido un descuido imperdonable e incluso, que se había dejado atracar. Salió hecho una furia de la taberna, arrancó la moto y la atropelló, sin más.
Mirando de nuevo la fotografía puedo entender el ensueño que encierra la media sonrisa de mi abuela en 1924. Sus sueños se fueron apagando poco a poco hasta quedar como una tentativa fallida de vida. Sus hijos y nietos llenaron parte del vacío de su alma rota, pero siempre quedó el sabor amargo de su angustia, desconsuelo, tristeza y desesperación.
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