Yo sé que mamá no tuvo la culpa, pobre. Así era ella, y no lo podía evitar.
Pero, mirándolo desde la distancia sé que fue determinante.
Papá llegó un día con una caja negra extraña.
Se parecía a lo que algunos años después conocí como el dibujo que El Principito pidió que el aviador le hiciera.
Papá la abrió y, mientras ante mis extasiados ojos aparecía el flamante instrumento, anunció: vamos a ir a estudiar acordeón a piano, qué te parece?
Qué me parece? Yo tenía 7 años, 8, no me acuerdo bien. Pero papá dijo: vamos a ir…
Vamos a ir, te das cuenta?
Qué me importaba que fuera un Piemonte de 3 y medio octavas y 24 bajos, o un xylofón o una matraca, si lo que resonaba en mí era que yo iba a ir a estudiar música con mi viejo!
No sé de dónde lo habría sacado, pero papá se había conseguido un profesor italiano que parecía haber nacido en la Riviera Amalfitana con el acordeón pegado al pecho.
Papá ya las sabía, seguro, pero con santa paciencia paterna, dejaba que el viejo me hiciera repetir las notas de adelante para atrás y de atrás para adelante, do, re mí, fasol, la, si, si, la solfa, sol, fa, re… Nooo, gritaba, cuando me equivocaba. Y lo miraba a papá buscando aprobación.
No me acuerdo muy bien si íbamos, una, o dos veces por semana. Pero sí, que era después de las seis, cuando papá volvía del negocio.
A mamá, la idea de que recién saliéramos a la tardecita, creo que no le hacía mucha gracia.
Pero cuando yo empecé a tocar con cierta maestría y acompañamiento de los bajos y todo, «Bajo el Cielo de París», supongo que se quedó algo más conforme.
Mamá era extremadamente sobreprotectora. Muy miedosa. Y, sobre todo, fatalista.
Tenía una inoportuna tendencia a pensar mal, y nunca encontraba buenas razones para que algo que ella pensaba que tenía que ser de una manera, fuera de otra.
Papá era divertido, conversador, confianzudo, extrovertido.
Pero era el esposo de mamá, y cumplía a rajatabla con lo que mamá, imagino, le hizo prometer cuando empezamos a tomar las clases: «Está bien. Vas con el nene. Pero a las 8 están en casa». Y a esa hora, mamá abría la puerta, y ahí estábamos nosotros con la satisfacción del deber cumplido.
Vivíamos en la Planta Baja de una casa de departamentos de dos pisos por escalera, frente a la placita Bulnes, y papá dejaba el auto en un garage que estaba a un par de cuadras.
Tenía todo calculado, como para dejar el auto en el garage y, aún así, llegar a tiempo de cumplir el compromiso.
Si por alguna casualidad veía que no iba a alcanzar, estacionaba en la puerta, bajábamos, me dejaba con mamá y le decía: «voy a acomodar el auto y vuelvo».
No sé por qué, si tenía la rutina tan bien estructurada, y estaba lo suficientemente bien organizado como para que pudiéramos disfrutar la clase y cumplir con mamá, una noche se olvidó de todo eso y se puso a conversar con el profe con tanto entusiasmo que se le pasó la hora. Salimos a todo lo que da, porque papá ya sabía lo que se avecinaba.
Cuando llegamos -supongo que nos habremos retrasado no más de media hora- mamá estaba en la puerta de calle, desencajada, pálida y temblorosa, como si hubiera sido rescatada en ese mismo instante, de un incendio o vaya uno a saber de que cataclismo, acompañada por dos buenas vecinas que trataban de ofrecerle argumentos que la convencieran de que no nos había pasado nada. «Nunca llegan después de las ocho… Oscar sabe que esa es la hora, y es muy responsable. Él no me haría una cosa así…» Estoy seguro de que, entre sollozos, era la contundente explicación de mamá para convencer a las vecinas de lo contrario.
Pero, ahí estábamos nosotros, sanos y salvos, tarde pero seguros.
Y mamá, nos estaba viendo.
Eso, tenía que ser suficiente y buen motivo para que se tranquilizara. Después, si quería, podía venir el reproche para papá y, hasta incluso, la amenaza de que si se volvía a repetir, ya no le dejaría llevar más al nene.
Pero, no. En lugar de calmarse, sin darnos tiempo a que termináramos de bajar del auto y, mientras le reclamaba a papá a los gritos y con palabras indescifrables su temeraria acción, mamá me agarró de un brazo con la fuerza requerida para evitar que me tragaran las arenas movedizas o un león hambriento, y me arrastró hacia el interior del edificio, sin dejar de vociferar en lo más mínimo, por lo que la acústica del vestíbulo, estoy convencido, debe haber transferido sus aullidos a lejanas latitudes.
El escándalo duró unos pocos minutos. Pero la consecuencia me ha acompañado de por vida.
Papá debe haber ido a estacionar el auto, tal como era su costumbre.
Pero, a lo mejor, rompiendo un poco la rutina y, como obviamente ya nada podía ser peor, no volvió enseguida. Nunca le pregunté, así que no sé qué hizo, Tal vez se dio algunas vueltas manzanas por la plaza, o fue y se comió una porción de pizza en Pim Pum que estaba a tres cuadras pero, cuando volvió, yo ya estaba terminando de cenar.
Traía la caja negra en la mano y se fue directamente para el dormitorio.
Escuché que abría la puerta del ropero; eso sí lo escuché.
Lo otro no, pero imagino que sacó y acomodó algunas cosas del estante más alto y, luego, puso ahí la caja del acordeón y la empujó bien, bien, bien al fondo.
Total… ya no la iba a sacar nunca más.
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