Secretos hay, y secretos oscuros hay aún más cuando se esconden entre sombras y mentiras que gobiernan aquellas relaciones poderosas de moralidad y ética soberana que en cualquier familia tradicional, al menos por conveniencia, suelen sostener.
Mis primos favoritos, unos gemelos y un pequeño Ángel, me confiaron y confirmaron aquella duda que solo me detenía la prudencia cándida e incrédula de la legitimidad.
Ellos son hijos del hermano menor de mi madre. En resumen, él suele ser un tipo que vive en el alcohol, en la deuda y sobre todo, aniquiladamente, en la farsa de los logros y amistados del pasado…
Otro tío, hermano mayor de mi tío anterior y de mi madre también, suele vivir en las aguas frías de las cerveza, de la diabetes diurética pero sobre todo, además, más hundido que nadie, de los logros del fútbol profesional y amateur que ya a nadie le importa, francamente… Solamente a él y a aquellas personas, incluyendo a su hija, que suelen aprovecharse de dicha condición para que pague las botellas de alcohol que nublan la vista y cesan el sufrimiento del corazón…
Ambos, cualquiera lo diría, permanecen sobrios de la verdad y ebrios de la pena por quedar años atrás, en el recuerdo innecesario, vaya, en el siglo anterior: en sus años mosos.
El segundo tío tiene un esposa de reputación dudosa. No me gusta juzgar pero, inevitablemente, hay rumores, secretos a voces que la involucran sexualmente con múltiples familiares, bastantes; mi padre no es la excepción. E insisto, no me interesa en demasía pero las cosas necesitan tomar cierto rumbo.
Un día, luego del fútbol noble y callejero, la pandilla de niños y un adulto, o sea yo, que ya estaba disolviéndose por la edad y la mutación de intereses adolescentes, se dispuso a beber sodas y a comer fritangas a la orilla de la banqueta gustosamente, sin ninguna preocupación, sin deberes, y con solo la intención de perder el tiempo perdiéndolo en compañía de la camaradería.
El ambiente permanecía cauto y bastante fraternal, cuando la charla, comenzó:
– Primo, te has dado cuenta que Elmer, nuestro primo, se parece a mi papá…
– No lo habías notado, ¿verdad?
– No, bueno, no sé, para nada, pero…
– Todos pensamos que él es nuestro medio hermano…
– Y lo peor es que alguna vez nos tocó verlos teniendo relaciones muy borrachos…
– ¡¿A quiénes?!
– A mi papá y a tía…
– Fue, lejos de ser bastante grosero, sumamente grotesco, ¿te acuerdas?
– Sí, también mamá los vio. Recuerdo que nos despertamos, prendimos la luz y ahí estaban…
Yo solo escuché a esos pobres infantes, arduos de tantas vivencias, a tan temprana edad, y de las manías por cómo recreaban una escena que no perduraba en el olvido, con una actitud sumamente defensiva, sin alternativa al reproche y dispuesto a recibir la descarga traumática y traumante.
Después, cuando la sorpresa de ese acto fue digerido, comencé a deleitarme con el descubrimiento: es cierto, tanto mi tío como mi primo tienen muchas similitudes en muchos aspectos físicos.
Y lo gracioso, más bien, lo sátiro de todo esto es que este tío detesta a los homosexuales: es caudillo de ese sector que vomita contra la diversidad humana, individual y colectiva; y mi primo, sumamente inteligente y responsable, es homosexual. Que resulta ser, de todo esto, lo de menos, y al mismo tiempo, fundamental en la historia.
Y quien sabe, no puedo asegurar del todo este hecho pero las probabilidades y la reputación de la familia construye las bases para tantas anécdotas, que no dudaría en su veracidad. O al menos, solamente dudaría…
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