“En toda familia hay mierda, miel y cera”, esto lo había escuchado yo siendo muy pequeña, entonces empecé a preguntarme quién sería la mierda, quién la miel y quién la cera.
Crecí en una casa humilde, tenía zaguán, un cuarto, una pequeña cocina, corral de tierra, con una higuera, tiestos con geranios y un hermoso gallo negro, de plumas irisadas, paseando arrogante entre las gallinas, como sultán rodeado de concubinas. Los huevos eran para venderlos, aunque se guardaban algunos para nosotras. La higuera estaba llena de pájaros: ruiseñores desgranando melodías y otros piando, cada uno en su idioma. Me gustaba escalar a la copa, oteaba el horizonte, mientras pensaba en el padre que no conocí y en esa parte de la familia de él. Siempre subía en el ocaso, para ver como el sol despedía a la tarde con un crepúsculo rojo, rico en matices cromáticos. Luego aparecía la luna, con su luz de plata vistiendo de noche el sueño de plantas y aves.
Vivíamos juntas mi madre, mi abuela y yo. Cuando preguntaba por mi padre, me decían que murió en la guerra, por ser bueno al defender la igualdad y la justicia.
—Si hay cielo ahí estará él —decía mi madre.
Entonces, mi padre sería un ángel de miel. Seguramente yo sería la mierda, porque cuando me reñían me decían:
—¡Vas a ir al infierno por ser mala! te has puesto a jugar en la calle cuando tenías que ir a repartir los huevos y los has roto.
La abuela debía ser la cera, porque decía cosas muy feas, pero no rompía nada.
A la familia de mi padre apenas la conocía; eran la imagen de un rompecabezas a la que faltaban muchas piezas. No conocía a esa parte de la colmena. Cuando iba sola para hacer algún recado, a menudo, encontraba a una mujer que me decía:
—Dame un beso, soy tu abuela y te quiero mucho—. Luego lloraba y me abrazaba.
—¡Déjeme! mi madre dice que usted no me quiere—. Podía haberle dicho mucho más, pero me daba pena.
—¿Cómo no te voy a querer? Si eres el vivo retrato de mi hijo, que era tu padre.
Muchas veces iba con su hija, que era mi tía, ella me cogía en brazos y me besuqueaba. Siempre me daban caramelos, monedas; también, a menudo, una cesta con frutas, patatas, algún chorizo… Cuando llegaba arrastrando la cesta mi madre y mi abuela se enfadaban mucho.
—¿Te has dado cuenta madre? ahora se quieren lavar la conciencia con estas cosas, que a ellas les sobran.
—Limosnas, eso es lo que le dan a su nieta, pero cuando vivía el hijo no quisieron que se casara, que ni los apellidos tiene mi niña— decía mi abuela muy enfadada.
—Abuela yo sí que tengo dos apellidos, los mismos que mi madre.
—¡Y muy buenos que son!, pero deberías llevar los de tu padre— contestaba.
—Bueno, ¿le devuelvo esto a la otra abuela?
—¡No hija, no! —decía gritando—. Nos hace mucha falta, esto también es tuyo.
Pasado algún tiempo, siendo una adolescente, llegó mi tía llorando con una carta y dijo a mi madre:
—Es de mi hermano para ti. No está muerto, léela …
La carta decía que estaba en Francia, huyó al ser derrotado en la batalla del Ebro. Cuando pasó la frontera, primero le llevaron a un campo de refugiados en Argelè-sur-Mer, donde vivió un autentico calvario, pasó hambre y frío. Estuvo recluido como un preso, con otros muchos, rodeado de alambres de espinos; había guardias vigilando con armas impidiendo que escaparan. Para salir de allí tuvo que unirse al ejército francés, luchando en la resistencia, llegó a formar parte de “la Nueve” cuando liberaron París. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, había conseguido un buen trabajo en la Metalúrgica de Fumel, podía mantenernos con desahogo y vivir bien. Quería que nos fuésemos con él.
—Mi madre quiere pedirte perdón y darte el dinero para el viaje y para que os caséis allí. Acabarán dando una amnistía para los republicanos y podréis volver— dijo mi tía de forma muy convincente.
Mi madre nunca accedió a irse, no quería dejar a mi abuela que estaba enferma, era muy mayor; había sido cera en una vela a punto de apagarse, un corto pabilo que se esforzaba por seguir alumbrando. Su hija había pasado un largo duelo sumida en la melancolía, la ayudó y la hizo depender tanto de ella, que le colocó una pesada cadena, de la que nunca iba a poder desprenderse. Prefirió sacrificar su felicidad y la de su hija.
Mi padre estuvo rogándonos durante mucho tiempo que nos fuésemos.
Un día llegó una carta diciendo que había conocido a una buena mujer. No iba a esperar más, tampoco iban a concederle la amnistía. Necesitaba una familia, estaba muy solo, se iba a casar.
Mi madre no quiso volver a saber más de él. No volvió a nombrarlo, ahora si había muerto definitivamente.
Él dejó de escribir, luego supe que mi madre devolvía todas sus cartas, intentando borrarlo de nuestras vidas.
Mi abuela y mi tía me servían de correo, siempre a escondidas.
Cuando cumplí veinte años decidí irme una temporada con mi padre, necesitaba conocerlo, completar un espacio de mi vida, que existía, pero estaba vacío.
Cuando se lo dije a mi madre se disgustó mucho, estaba muy enfadada, no entendía que deseara conocerle, pensaba que la iba a abandonar. Dejé claro que volvería, pero me marché sin su aprobación.
En Francia me acogieron con mucho cariño, encontré una familia encantadora con dos hermanos pequeños; todos reflejaban felicidad, sonreían, disfrutaban… Eran parte de mi vida, pero allí no estaba mi hogar; en el mío solo hubo penas y lamentos. Necesitaba volver para liberar a mi madre o llegaría a ser lo peor que dejan las abejas.
Agregué algunas piezas al rompecabezas, aunque nunca estaría completo, pues ya era imposible encajar todas las celdas de la colmena.
Allí encontré la certeza que buscaba: mi padre era la miel.
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