DISTANTES HERMANASTROS

DISTANTES HERMANASTROS

Fran Nore

03/02/2020

Cierta mañana inesperada cubierta por un velo de niebla subhumana, regresó a Casa Peña, Antonio, el hijo de Ivana y de su padre, el valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales, su extraviado hermanastro, tras una larga y penosa travesía por las cumbres.

Lo acompañaban dos monjes del pueblo de Cielo Roto, pues otros tantos acompañantes habían perecido de delirio y de peste a mitad del camino.

Las mulas de la caravana estaban cargadas con grandes equipajes y con costales de viandas.

Cuando Ivana reconoció a su vástago, fue a su feliz encuentro y se abrazó fuertemente a él, derramando un llanto próvido de cuantiosa felicidad.

Aunque Antonio estaba fatigado y tambaleaba encima de su caballo, bajó de él para refugiarse entre los brazos de su madre. Pero cuando estuvo frente a Leonardo, preguntó a su madre de quién se trataba.

– Él es Leonardo. El hijo de Segismunda, la primera esposa de tu padre.

Y en nada le agradó conocer a su hermano medio. Se quedaron ambos mirándose con recelo. Luego movido por una fuerza levadiza, con la rapidez de un rayo de gotícula luz, extendió su mano a Leonardo.

– Yo soy Antonio.

Ambos se apretaron las manos. Pero aún así no dejaban de escrutarse, sopesándose.

Antonio quiso entrar con ellos a Casa Peña.

Ivana estaba enternecida, su semblante estaba radiante, inundado de ardientes y copiosas lágrimas de felicidad.

Antonio era un joven enjuto y extremadamente pálido, con unos grandes ojazos negros que hacían su mirada fría y penetrante. Pero era un errante de su vida demiurga. Reconocía a su madre entrañable lleno de sopor viajero y se abrazaba constantemente a ella, ya no quería desprenderse de su lado.

Y luego presentó a sus dos acompañantes: uno de los monjes se llamaba Loan y el otro se llamaba Vernet.

Eran dos hombres de caras alargadas y amarillentas, vestidos con los atuendos de la orden de los franciscanos a la que pertenecían desde su juventud.

Ivana les brindó el maná dominical.

Los viajeros estaban sedientos y bebieron de los jarrones con viche y vinete. Luego desempacaron de su equipaje, baratijas para Ivana y Leonardo, que no esperaban regalos de ellos.

Antonio tan flojo fácilmente se embriagó y ya lanzaba improperios y burlas parlanchinas a sus dos acompañantes, sus risas borrachinas hacían más alegre la velada.

Los tres visitantes pronto se entregaron a la bebida y al escándalo fiestero del regreso.

Ivana no quería recriminar a Antonio, no por ahora..

Leonardo relucía una mirada desconfiada y agresiva contra ellos mientras los escuchaba borboritar extraños vocablos en latín.

Finalmente a la noche, quedaron los tres como desahuciados, y se retiraron a las alcobas que Ivana les había preparado.

Ivana condujo a Antonio, su hijo ebrio de felicidad y licor, hasta la habitación de huéspedes.

Leonardo estaba desconcertado, sorprendido con el repentino regreso de Antonio.

La anciana Ivana trataba de reanimarlo hablándole de otras cosas, pero Leonardo distraído sólo alcanzaba a sonreír sin demostrar mucho su afectación.

En esa velada fue poco lo que se habló de ciertos asuntos importantes de la familia. Empezando por Leonardo que no tenía ningún interés de decir nada.

Y cada uno de los monjes presentes también prefirió retirarse a descansar.

Pero Leonardo se quedó entre los pasillos, vagabundeando hasta el alba, sumido en catastróficas cavilaciones que le impedían el sueño.

Afuera, el cielo tormentoso de la aurora crujió.

Esa mañana de embriagante sol, nadie se despertó temprano.

Y Leonardo apenas estaba empezando a dormir.

El viento sacudía con sus flotantes arrullos las guindas del valle.

Luego Ivana se despertó y fue a limpiar la cocina. El poco humo del fogón extinguido se esparcía por el interior de la casa. Después se le unió Leonardo que quería ayudarle a asear.

– Está hecho todo un hombre tu hijo Antonio.

– Sí. Tiene un aire en la mirada a tu padre, se parece tanto al difunto… ¿No lo crees? ¡Son tan parecidos! Cuando lo vi llegar creí que era tu padre que había vuelto a estar con nosotros…

– ¡No seas tonta, Ivana! ¿Piensas contarle?

– Pues… no sé… -estaba dudando en expresar aquella dolorosa perturbación que siempre le daba vueltas por la cabeza y la atormentaba. La inquietud que siempre atosigaba sus palabras ante Leonardo, que mortificaba sus recuerdos-. Pero debería contarle que mataste a tu padre… ¡A su padre…!

– ¡No seas tonta, Ivana! Esos secretos nunca se confiesan… Además, todos creen que mi padre el capitán Cristóbal Ruiz de Morales murió en campaña…

– Pero tú y yo sabemos que no fue así… Antonio necesita saber la verdad…

– ¿Para qué ya? Es mejor el silencio de una mentira que la tempestad de una verdad… ¡ni tú ni yo se lo diremos! ¿Entienes? ¡Y cállate esos ojos de muerta! No quiero seguir escuchándote…

Dentro de la cocina ahumada, se formaban figuras cabalísticas y chamánicas con el humo del fogón de reverbero.

Hubo entre ambos un silencio cómplice.

Antonio nunca sabría que su hermanastro Leonardo había asesinado al valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales, el padre de ambos.

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