Corría 1922. En China transitaban el año del perro, animal del cual se exaltan ciertas características. Por ejemplo, aseguran, que los nacidos bajo su influencia son confiables, tiernos, protectores, colaboradores y útiles a su entorno.
El mundo asistía, absorto, a las maravillas del creciente y sorprendente Séptimo Arte. El cine, aunque mudo y sin colores, ganaba su espacio entre las personas. «La Traviata», aquella célebre adaptación de “La Dama de las Camelias”, se estrenaba con éxito. Me parece que veo, como en cascadas, las lágrimas que inundan las salas cuando Violeta muere en los brazos del arrepentido Alfredo y siento la angustia que acompaña al público por días enteros.
De pronto, desde la bella tierra italiana, llegan noticias: el pueblo se rinde ante la histriónica personalidad de Benito Mussolini. Tal como si una misteriosa puerta se hubiera abierto, un escenario de irrealidades, de luchas, de guerra, de miseria, de puja por el poder y de muerte, se cuela por entre las grietas del pasado. Un pasado que puede marcar a fuego las vidas por varias generaciones.
A contrapelo de este controversial entorno mundial, en un precioso lugar de la promisoria América, un joven matrimonio español tuvo su primera hija. Dolores. Así, a secas, y como presagio de desventuras futuras. Nació en el Jardín de la República, en Argentina. Desde el regazo de su dulce madre respiró el aroma campestre: flores silvestres, tierra húmeda, cultivos con brotes nuevos, azahares y mil árboles majestuosos que custodiaron una infancia plena de cariño.
Los eucaliptus, mecidos por el viento, fueron melodía para su arrullo y las ramas del sauce llorón sus compañeras de juego; mientras crecía entre sueños, preguntas, antojos, trabajos y deseos, casi locos, de una vida diferente.
Las letras se acomodaron dentro suyo como si las hadas traviesas se las hubieran enseñando. ¡Lolita lee solita! Aprendió a los 4 años. Insistentemente le pidió a su padre un libro. El buen hombre no encontraba sentido al pedido, pues, “en el campo, trabajando la tierra, para qué quiere esta niña un libro”.
Lolita se comía el mundo con los ojos. Esos ojos inquietos envueltos en el dorado color de la miel más pura. Entendía más rápido que cualquier chiquillo de su misma edad, tanto que, en la humilde escuela a la cual asistía, sus maestros la hicieron pasar dos cursos en un solo año escolar. Lolita era una dulce avecilla que nació en un nido equivocado, tal vez. Por eso su vuelo era diferente e incomprendido. Por eso sus alas quedaron profundamente heridas cuando sus padres le negaron la posibilidad de viajar a la ciudad y proseguir sus estudios.
“¡Los cultivos y el trabajo en la casa no se hacen con un libro en la mano!”
Dolores creció y la impronta de su nombre lo hizo junto con ella. “Los dolores de Dolores”, podría llamarse la novela. Pero esta sería otra historia…
Nunca estudiaste dentro de un sistema educativo formal. Fuiste autodidacta. Nunca formaste tu hogar. Fuiste la mano derecha de tu madre. Nunca partiste del lado de tus padres y hermanos. Fuiste su apoyo.
Siempre volaste aferrada a las ondas de tu larga cabellera juvenil y a los puentes de ficción que abrías cada vez que relatabas un cuento, inventado por ti, para tu sobrina del alma.
Esos puentes se hicieron tangibles cuando tu melena se cortó y se vistió de grises. Estuviste lista para tomar el vuelo que la vida te debía. Partiste a España, al Sur, a la tierra de nuestros ancestros. Sola. Viviste allí y, entre sevillanas, flamenco, acento andaluz, castañuelas y brisas de mar, veías al sol levantarse y ocultarse cada día.
Nostalgias, brincos del corazón, llamados de la memoria, la prontitud de los 80, una reflexión sobre el sentido de la vida, la inquietante soledad de la sangre, todo esto junto… Algo despertó en ti la necesidad del regreso.
Volviste. Tus historias estaban aún más llenas de personajes, más nutridas de argumentos, más abiertas a finales diferentes y novedosos. Tu voz resonaba, alegre y cantarina, por todas las habitaciones de la casa. Tu cante flamenco y las palmas que lo acompañaban, llenaban de calor malagueño cada rincón cercano a dónde estabas. ¡Olé! ¡Espérame, voy por mi abanico!
Me parece verte sentada en la antigua mesa familiar. Ese increíble mesón de madera gruesa y dura que guardaba la energía de toda la familia pero también lade los grandes amigos. Todos inmigrantes que dejaron a principios de 1900 sus raíces del viejo continente para probar suerte en estos lares.
Tus pies, cansados, apenas si dan pasitos cortos y dubitativos. Tus ojillos brillan, igual que siempre, bailando al compás de esa ópera que tanto te gusta, “La Donna e Movile”. El timbre de tu voz, las palabras en italiano y el tarareo en las partes que no recuerdas dibujan una sonrisa complaciente en mi rostro. Te escucho…
Tu melena, ya desde hace un tiempo, prefirió un atuendo blanco, como el color que acompaña a tu signo en el zodíaco oriental. Debo decirte que te sienta estupendo. Resplandeces, como una joya de plata. Pieza rara y única que en ocasiones los orfebres elaboran y dejan reservadas, debido a su enorme valor, para algunos seres privilegiados.
Tu último vuelo lo abordaste en el mismo mes en que abriste los ojos al mundo, Septiembre. Es primavera, época de renacer, de volver a crecer. Por eso llevaste en tu maleta una cobija bordada con hilos de amor, una almohada rellena con cuentos maravillosos, un collar de perlas que te susurra la voz del ancho mar y el farolito que me dice a mí que siempre vas a estar allí.
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