Y ahora… que sigue…?

Y ahora… que sigue…?

No estoy seguro en que momento me enamore de ti. Te conocí en el trabajo, en ese entonces, era tu supervisor, y también el de otras 24 chicas. Recuerdo que te reprendí por un error en el pedido de un cliente, esperaba que te reacción fuera idéntica a la de las otras 24 chicas, complaciente, abnegada y avergonzada por aquel error, pero fue todo lo contrario, me enfrentaste, te defendiste, no estabas dispuesta a asumir los errores de otros, y sobre todo, no estabas dispuesta a bajar la cabeza. Creo que fue en ese momento en el que me enamoré de ti. Y empezó la aventura. Te invité a salir, y me rechazaste alegando que no estaba bien salir con el jefe. Insistí, y tú seguías negándote, hasta que un día sin que dijera nada, te acercaste y me dijiste: – ¿En serio? ¿Ya te vas a dar por vencido? – Me miraste, algo decepcionada. No supe que decirte.

No se me daba mal hablar con las mujeres. No diré que soy un Don Juan, pero definitivamente, contaba con los encantos necesarios para enamorar a una chica; pero contigo todo era diferente. Intentaba aparentar que no estaba nervioso, cuando en realidad hacía un esfuerzo sobrehumano solo para dirigirte un modesto: «Buenos días». Por lo que, me sorprendió mucho esa pregunta.

– ¿Y bien? ¿Te das por vencido? – Preguntaste una vez más; mientras te mordías los labios, y me mirabas con un gesto coqueto. No supe que decir. – Sabes por tu actitud, pensé que no eras del tipo de hombre que se rendía fácilmente. – Agregaste, antes de darte la vuelta y retirarte, pero me sonreíste. Esa única sonrisa fue todo lo que necesitaba. Fue en ese momento en el que decidí que dedicaría el resto de mi vida a hacerte feliz.

Seguí tu consejo. No me dí por vencido. Seguí intentado y seguiste rechazándome, pero ahora, cada vez que me rechazabas sonreías. Hasta que un día me aceptaste. Nos hicimos novios esa misma semana. Nos casamos dos años después. Tuvimos nuestro primer hijo al siguiente año. Lo llamamos Hernando, en honor a tu abuelo paterno. Dos años después tuvimos a nuestra hija, y la llamamos María, en honor a mi abuela. La vida se había transformado en una montaña rusa, y tú eras la compañera que reía, lloraba y gritaba emocionada a mi lado. Transformaste mi vida en una aventura sin fin.

Y entonces, perdimos a Hernando. La leucemia se lo llevó, a pesar de todos nuestros esfuerzos. Los médicos le dieron un año pero nosotros luchamos por cuatro, hasta que finalmente nos derrotaron. Sentí como si me arrancaran una parte de mi alma. Una parte de mi, murió ese día junto con nuestro pequeño príncipe. El dolor no me dejó continuar, ya no sabía como luchar; pero tú me levantaste, me sacaste de aquel lugar oscuro, y me devolviste nuevamente a la luz. Estabas sufriendo tanto como yo, pero tu eras más fuerte, y lo sabías; estabas consciente de mi fragilidad, por eso hiciste a un lado tu dolor y me ayudaste a reponerme.

– Y ahora… que sigue…? – Me preguntaste. Estabas sentada al borde de la cama. Yo me ocultaba bajo las sabanas, intentado no enfrentar mi vida. La ausencia de nuestro príncipe, nos dolía a ambos, pero yo era demasiado egoísta y no podía ver tu sufrimiento. – Necesito que te levantes…– susurraste, casi implorando. – Por favor, no puedo hacerlo, – conteste. Estabas llorando, no podía verte. Las sabanas eran ahora mi fortaleza; pero llevaba tantos años contigo, que solo tu respiración me bastaba, para entender como te sentías.

Esperaste pacientemente a que dejara mi fortaleza. La casa se sentía como una tumba sin las risas de Hernando. Sé que llorabas escondida. Me odié por hacerte pasar por eso. Pensaste que llorar en otra habitación, evitaría que me deprimiera más. Ambos nos equivocamos. Esto era algo que debíamos enfrentar juntos, y eventualmente lo hicimos. Nos abrazamos y lloramos hasta que se secaron nuestras lágrimas. Juntos tratamos de sanar nuestras heridas, y luego de mucho esfuerzo lo conseguimos.

Los años pasaron uno tras otro. Me llevaste de la mano, nuevamente hacia la montaña rusa. Volvimos a reír, a llorar y a gritar de la emoción. Me enamoré una vez más de ti. Eras una mujer diferente, pero igual al mismo tiempo. – Quiero envejecer a tu lado. – Te dije un día en el parque. Solo dos viejos caminando, tomados de la mano. Tú te reíste. – ¿Envejecer? Mi amor, ya estamos viejos. – Te burlaste, haciendo aquel hermoso gesto coqueto, que usabas cada vez que me rechazabas. – Quiero que esta aventura continué. – Me miraste, antes de darme un largo beso en la mejilla. No dijiste nada, pero sonreíste.

Tres años después, nuestra hija María se casó; y cuatro años más tarde, nació nuestra nieta. La llamaron Sofia. Nuestro mundo se llenó de colores, de risas y juguetes. La herida que dejó nuestro príncipe, nunca sanó, pero aprendimos a vivir con eso. Aprendimos a recordarlo en sus mejores momentos. Lo veíamos en los ojos de Sofia. Nuestra nieta se hizo más hermosa cada día, y nosotros nos arrugábamos más y más. La vimos graduarse, la vimos bailar ballet, y la vimos enamorarse.


– Y ahora… que sigue…? – Preguntaste nuevamente. Ahora era yo el que guardaba silencio y sonreía. Bailamos durante horas en la discoteca del crucero. No era nuestro primer crucero, y estaba seguro que tampoco seria el último.

Volvimos a reír, a llorar y a gritar todo pulmón emocionados. La montaña rusa de la vida, ahora iba más rápido, y tú apretabas mi mano con mucha más fuerza. Mi compañera, mi amiga, mi amante. No lo habría logrado sin ti a mi lado. Te amo Elena. Gracias por no dejar que me diera por vencido. Quiero llegar al final de esta montaña rusa, junto a ti.





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