A mi pueblo no venía el circo

A mi pueblo no venía el circo

LUIS VILAR-SANCHO

18/01/2020

A mi pueblo no venía el circo.

Tampoco llegaba el mar.

Pero mi padre nos había prometido llevarnos a ver el mar y el circo.

Era muy temprano. Caminábamos ligeros hacia la estación bajo la neblina del amanecer. Veíamos los vecinos desperezarse y el revoloteo de rezagados murciélagos.

Mi hermana era pequeña y le daban miedo los murciélagos. Yo la engañaba diciendo que eran gorriones, pero mi padre me corrigió, le dijo la verdad y que sólo cazaban insectos.

Subimos con prisa al vagón, la locomotora arrancó con fuerza, la tracción patinó por dos veces y el tren empezó a moverse lentamente.

Se despertaba la huerta con su ruido y sus silbidos.Veíamos barracas y masías abriendo sus gruesas puertas con chirridos, la Albufera, los arrozales y los patos.

Mi padre cumplía con ilusión su promesa: íbamos a Valencia a ver el mar y el circo. Él siempre mantenía sus promesas. Yo, si hubiera tenido que elegir padre, hubiera escogido el mío.

A papá le encantaba contar historias, chistes con poca gracia que repetía, enseñarnos, darnos explicaciones. Durante todo el viaje nos habló de los diversos tipos de trenes: de cercanías; de media y larga distancia; los de mercancías y de pasajeros; el Sevillano, el Expreso y el Rápido que llegaba a Madrid en 8 horas; los de vía ancha o estrecha, como el trenet; el tren Correo; el Borreguero, que transportaba ganado y personas con el mismo hacinamiento y lentitud; el tren Pagador, que una vez al mes paraba en cada estación, por escuálida que fuera, abonando en metálico las nóminas de los ferroviarios y que hacía poco había sido objeto de un asalto en un pueblo de Teruel.

Yo era un niño avispado con un parar distante y grave como si fuera más mayor o estuviera acostumbrado a lidiar con la adversidad; todo lo contrario: era sencillo, próximo y feliz jugando a las chapas u oyendo a mi padre. Quería ver el mar, menos me atraía el circo.

Mi hermana parecía aburrirse; le importaba un comino todo aquello de los trenes. Recostada en el hombro de papá miraba ausente el paisaje por la ventanilla. Le sobraban las palabras. Yo la quería y la cuidaba, pero mucho caso no me hacía; ninguno cuando estaba papá, lo adoraba. No se quería apartar y no lo hacía. Deseaba ver el circo, menos le importaba el mar.

Dos mujeres abrieron sus grandes cestas de mimbre, extendieron un pequeño mantel de cuadros rojos y blancos sobre las rodillas y ofrecieron su contenido a los de alrededor.

  • ¿Ustedes gustan?
  • No, moltes gracies. S’agraix. –respondieron todos.

Yo miraba con avidez la hogaza de pan y las lonchas de chorizo que con navaja tajaban las mujeres, hasta que un disimulado codazo de padre me hizo reaccionar:

Bon profit! gracies.

En la última parada se había incorporado una chica joven pero de carne blancuzca y flácida, sin duda minada por la anemia, si no algo peor. La gana pudo a su vergüenza y aceptó con rubor una rodaja de pan con las correspondientes cortadas de chorizo.

Sí dona, tinc, que falta te fa. –le respondió la buena mujer.

El tren disminuyó aún más su ya cansina velocidad; sonaron unos fuertes chirridos metálicos y se detuvo bruscamente. Objetos y pasajeros cabecearon mientras la voz del revisor se hacía oír por todos los vagones: Valencia-Término.

Pregunté qué quería decir Valencia-Término…

Me impresionó la estación. Hasta entonces solamente conocía la del pueblo, que con una sola vía y una cochambrosa cantina, no pasaba de ser un apeadero. Nos tomamos una horchata con fartons del heladero que en la puerta arrastraba un carrito y preguntamos dónde podíamos coger el tranvía a la Malva-rosa.

Y llegamos al mar. Vimos los bueyes varando los bous de pesca sobre la arena de la playa, los veleros navegando, el puerto repleto de barcos, marineros, estibadores con el garfio al hombro, tinglados repletos de mercancías… Montamos en un bote que nos llevó hasta un lugar llamado la Xitá, una escollera sólo accesible por mar, como si fuera una isla en la bocana del puerto y vimos las bateas cultivando clóxinas

Comimos una paella mirando al mar y por la tarde fuimos al circo Americano, en la plaza de toros, junto a la estación. Mi hermanita dejó de aburrirse y quedó fascinada con los animales, los equilibristas, las fieras, los payasos, los saltimbanquis… Salió diciendo que quería ser trapecista como Pinito del Oro. Desde entonces no paró de andar sobre las barandillas, columpiarse, saltar a la comba, dar brincos y volteretas.

Ya de regreso le confesé a padre que yo de mayor quería ser marino.

– ¿Cómo quién? –me preguntó.

No supe contestar. Y entonces él me habló de piratas y corsarios; de grandes navegantes: Magallanes, El Cano, Colón, Malaspina; almirantes, como Nelson…

Mi hermana se había dormido, recostada en su hombro, seguro que soñando que era trapecista. Los grandes marinos le importaban lo mismo que los trenes.

Fin de trayecto. Hemos llegado -dijo papá.

Se me hizo muy corto el viaje.

A mi pueblo no venía el circo ni llegaba el mar, pero yo tenía el mejor padre del mundo.

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