EL AGUA DE LLUVIA HACE CRECER EL CABELLO: LA FAMILIA PADILLA.

EL AGUA DE LLUVIA HACE CRECER EL CABELLO: LA FAMILIA PADILLA.

M. Josefine, esposa del señor César, como anfitriona no tiene parangón. Estrena vestido, la ocasión lo merece. Así de atildada parece aun más pequeñita. Se mueve con rapidez y nerviosismo, como si la visita le produjera una especial inquietud. Fue educada en una familia conservadora de una pequeña ciudad cispaniense, Villar de las Peras, a donde se trasladaron sus padres después de su casamiento.

Aquella sociedad provinciana asfixiaba a las niñas con prohibiciones y buenas dosis de hipocresía. Las mujeres debían comportarse con discreción, no levantar nunca la voz, pasar desapercibidas, no reír a carcajadas…

Ella ha procurado no hacer lo mismo con su hija, que está creciendo más libre también por la influencia de la sociedad sabadiense impregnada de tropicalidad.

Sus padres, burguesitos educados, tenían más prejuicios que los señores de rancio abolengo del lugar. No siendo adinerados de cuna, habían llegado a formar parte de la élite local a partir de su debut en el mercado de las conservas.

Consorcia Padilla nació en la escuela de Quintanilla de la Colina. Ya es sabido que los maestros no solían ser precisamente ricos pero, a cambio, gozaban de la posibilidad de enseñar a leer y escribir a los suyos. Así, la niña pronto fue capaz de hacer cuentas, sabía dónde estaba su pueblo y su país en el mapa y recitaba las tablas de multiplicar en voz alta por los pasillos de la modesta casa.

Su madre había tenido once partos de los cuales sólo le vivieron ocho niños. Consorcia era la mayor. Eso marcó su infancia porque los cuidados de sus hermanos quedaron siempre a su cargo cuando la mamá enfermaba.

Cuando Luis Padilla la conoció era una joven de tez muy blanca, ojos negros y boca bien dibujada. Su cabello era oscuro. Tenía una belleza fina, como se decía en el pueblo. Había quién la llamaba la Virgen María por su rostro angelical.

Muchos fueron los que la pretendieron pero a todos les dio largas. Sin embargo, la primera vez que vio a Luis se enamoró de él.

El padre, don Amancio Padilla, era un agricultor modesto. Cultivaba para comer. Lo poco que le sobraba lo vendía a las familias de Quintanilla. En una visita de aquellas su hijo conoció a Consorcia y quedó prendado de ella al instante.

El joven Padilla también había ido a la escuela. Era un chico despejado, capaz de llevar adelante cualquier proyecto que se propusiera con trabajo y tesón.

Tres meses después la boda estaba en marcha. Fue sencilla, porque los posibles de las familias no eran muchos. Consorcia llevaba un lindo vestido de tul con un precioso velo que tapaba su rostro. En la mano, un ramillete de azahar de un blanco inmaculado. ¡Verdaderamente parecía Nuestra Señora en las pinturas de Murillo!

Después de casados, don Luis Padilla tenía el firme propósito de mejorar su condición y darle a su esposa todo aquello que merecía. Más aún cuando recibió la maravillosa noticia de que iba a ser padre.

Nueve meses más tarde, ni más ni menos, nació María Josefine que vino al mundo fácilmente para alegría de sus progenitores.

Ese fue el acicate definitivo para arrancar con un negocio, hasta entonces no conocido, de verduras enlatadas. Por novedoso, fue un rotundo éxito desde el primer día.

Se hizo con un pequeño almacén en una callejuela de poco tránsito, en Villar de las Peras. Instaló una cadena de limpieza, envasado, enlatado y etiquetado de productos de la huerta. Contrató paisanos por poco dinero y aquello empezó a subir como la espuma.

Un local de la plaza Mayor del pueblo fue su primera tienda. La atendieron la madre y María Josefine en cuanto tuvo uso de razón.

Cada mañana acudían a su puesto las dos féminas, vestidas con sus hábitos recosidos y limpios. Las amas de otras casas, deseosas de verlas en su salsa, no se perdían la ocasión de visitarlas.

Los domingos, cuando se formaba la fila para comprar churros, todos comentaban que Consorcia y María Josefine despachaban los productos envasados. Aquel encuentro de medio pueblo en la plaza era lo más parecido a una tertulia de casino. Se repasaban las vidas de los que no estaban presentes y, sin saberlo, el cotilleo ayudaba a que los Padilla prosperaran.

Poco a poco los clientes fueron aumentando, los ingresos engordando. El señor Padilla abrió una sucursal en Valdeamor, a pocos kilómetros del primer establecimiento. Allí colocó a su primo Severino, de confianza.

Una vez funcionaron esos locales, se inauguró un tercero. Así hasta tener un número tan elevado que ya no podía controlarlos sólo. Fue necesario contratar un secretario para llevar las cuentas.

Cuando las arcas se llenaron, los Padilla pasaron a formar parte de otra clase social. Las mujeres dejaron su puesto de cara al público. Sus vestimentas cambiaron. María Josefine empezó a estudiar en un colegio de señoritas bien en la capital del país. Como se encontraba lejos de casa fue necesario que se instalara en una residencia de jovencitas.

Al principio le costó un poco adaptarse a la vida del internado , pero pronto su carácter de pizpireta le granjeó la aceptación de las chicas. Las jornadas de estudio eran largas, sin embargo siempre había tiempo para las confidencias y, al paso de los meses, se había hecho con un grupo de amigas que prometieron serlo hasta el fin de sus días. Una especie de asociación para el mantenimiento y la salvaguarda de la amistad.

Poco a poco se fueron abriendo puertas. El acceso al casino, que estaba reservado a los personajes influyentes de la zona, también se permitió a don Luis Padilla. Muchas tardes tomaba café y participaba en tertulias de hombres con un puro en la boca, importado de Guarana.

La familia Padilla: D. Luis y Dña. Consorcia Padilla, sentados, arropados por su hija M. Josefine y su sobrina Cándida.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS