La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

¿Con qué cuerpo resucitará su madre al final de los tiempos?

¿Volverá con este cuerpo senil derrumbado en su silla de ruedas, los ojos aguachentos, la piel reseca? ¿O con aquel de la muchacha audaz que trepaba molinos y montaba caballos bravos en la casa de su infancia?

Los largos años de enseñanza religiosa dejaron huellas y dudas. No fueron suficientes para entender. Mientras conduce lento, obligada por el demorado fluir del tránsito, le asaltan las preguntas. Cuarenta minutos para llegar hasta la residencia le dan tiempo a pensar.

¿Será su cabello la ondulada fogata ardiente eternizada por el fotógrafo que la retrató cuando ella cumplía los veinte años? ¿O el manojo raído de hebras blanco ceniza que apenas cubre su rosado cráneo casi calvo?

¿Y su espíritu?

¿Ostentará ante sus amistades viajes por los siete mares y los éxitos filiales que la llenaban de orgullo? ¿O simplemente mostrará su obstinación negándose a abrir la boca cuando la enfermera le acerque la cuchara con la sopa de sémola ya fría de tanta espera?

¿Cómo será la resurrección de su madre si la muerte le ha regalado ya demasiados años para vivir a penas? ¿Acaso puede ser justa la muerte, demorarse con unos y apurarse con otros?

Se lo pregunta cada tarde que va a visitarla, durante el viaje y mientras espera que la traigan de su habitación, recién bañada. Y cuando la ve venir, con la mirada ausente, las manos flácidas derramadas sobre su falda, quiere saber cómo resucitará si alguna vez, de verdad, muere.

La mujer que fue su madre y que por doce años cuidó como se cuida a una hija, la ha dejado huérfana.

Porque hace poco más de doce años, cuando se hizo evidente que ya no podía vivir sola, la trajo a vivir con ella y la casa se apretó para hacerle lugar al despliegue de sus valijas delirantes. La muerte del padre había desencadenado una viudez alegre y despreocupada que, sin cargas familiares por la falta de marido y la emancipación de su única hija, la había invitado a consumir, insaciable, vestidos nuevos, costosos trajes y zapatos, excursiones excéntricas y cultivar una vida social intensa, con saldos materiales que aún se amontonan en su casa.

Se hizo cargo de ella, que se volvía otra vez niña, mientras ambas lloraban ausencias. ¿Llenó acaso el vacío de su propia hija ausente?

Peinó sus cabellos grises en el tiempo que, creyéndose muchacha, coqueteaba fantasías de citas clandestinas.

Cortó sus uñas crecidas, las que en otro tiempo dilapidaron audaces rojos al estampar firmas en contratos donde hipotecaba su destino.

Se ocupó de deudas impagas, impuestos, contratos y otros trámites en los escasos tiempos libres que le permitía su trabajo.

No fue fácil asistir a la decadencia de su pensamiento, la muerte de la palabra y la progresiva pérdida de sus movimientos. Ni tolerar la invasión del espacio doméstico por sus cuidadoras con el respectivo cronograma de turnos, centro obligado de todo horario. Tampoco decidir su internación cuando la mirada se replegó del mundo y se refugió en la nada.

Lleva siete meses visitándola todas las tardes para presenciar su ausencia y preguntarse una y otra vez: ¿Cómo resucitará su madre al final de los tiempos?

Siente que el deterioro físico de su madre es el espejo donde adivina su propio declinar. Anticipa la mirada para ver cómo será, estará, lucirá, dentro de veinte o treinta años. Le nace entonces la idea de poder elegir el no llegar hasta ahí. Retirarse antes, cuando todavía puede ejercer el gobierno de su vida y planificar ella misma el final, sin trágicas sorpresas como la que apagó su sonrisa hace tiempo ya.

No cree en la resurrección de la carne. No cree que los cuerpos puedan volver, glorificados. No lo cree, aunque lo desearía. Piensa que todo lo que le enseñaron de niña es mito y consuelo. Que sus preguntas no tienen respuesta.

Regresa a su casa con la firme determinación de escribir una carta de despedida, ahora que puede, para que logren entender, los que quedan, el motivo de su decisión cuando llegue el momento. Solo le falta definir el cómo y el cuándo.

Como las luces de los vehículos que viajan en sentido contrario, se le cruza la inolvidable imagen de su pequeña y bella Marilín. Recuerda entonces que nunca cumplió con el pedido de su madre de tener una copia de aquella fotografía donde las tres lucían bellas y felices, imagen de tres generaciones y de una estirpe que demasiado pronto quedó trunca. En su próxima visita se la llevará enmarcada en un portarretrato. Sueña, imagina, que las manos de su madre sostienen la fotografía enmarcada y la mirada se ilumina por un instante.

La ruta finalmente se va despejando. Enciende la radio. Adiós Nonino de Piazzola suena mientras ella conduce. Esa noche Astor toca solo para ella. La carta puede esperar.

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