La miro. Estoy ahí, detrás de la cámara, invadida por el calor húmedo que va perdiendo la ropa recién planchada, recién ceñida al cuerpo con las últimas pinceladas de la modista. Están listas para posar. Silenciosamente orgullosas de su nueva piel, efímera, ansiada, con la que saldrán a la calle a embriagarse del corso, la serpentina, la espuma y el papel diminutamente picado para llover y renovar, para caer y limpiar el cansancio del trabajo diario, para que sólo quede el puro juego de los niños y la tarde.
Les pido acomodarse. Ella se sienta, es la mayor y esa es la ley. Al cruzar la puerta y entrar al corso la ley habrá muerto y las dos serán una en la fiesta. Todavía no. Instintiva, delicada cruza las piernas, una sobre otra para que se vean las tiras azules entrelazadas casi hasta la rodilla y los zapatitos de cuero calados haciendo juego, a su vez, con el vestido, todavía vivo de pespuntes y agujas. Reposa la mano derecha en la de arriba, sobre el delantal y cuelga la izquierda, disimulando el sostén del asiento. Me mira casi de perfil, apenas una sonrisa cómplice, intercambio de códigos eternos, simulando en silencio la espontaneidad del gesto y la postura.
Al lado su hermana menor, hermosa, reprime prudentemente la ansiedad de terminar la sesión y cruzar la puerta y salir a la calle y jugar y ser libre. Me mira y tampoco dice nada, sus ojos muy abiertos me apuran, quisieran que les explicara qué hago ahí y por qué tenemos que hacer eso, por qué tenemos que montar una escena, afectar espontaneidad.
Me miran las dos y saben que sólo puedo devolverles una mirada de cíclope estrábico. Ella no se mueve incluso tiempo después de que he dicho “listo, son libres”. Sabe que he entrado en alguna de sus profundidades, que seré su heredera de aire, que dormiré en su casa muchas noches, que llenará espacios vacíos y hasta a veces de más, sabe que pondrá límites y yo la desafiaré. Sabe que me ha abierto sus pupilas y con ellas sus intensidades, sus resignaciones, sus pasiones, su sed de libertad, de amar al hombre puro y claro. Sabe que a través de sus ojos he conocido la ciudad, los lugares que le gustan, los colores de las flores, el olor del patio recién regado en verano, el parque, las gaviotas planeando sobre el mar y la arena. Sabe que me ha dejado entrar y que ya no puedo salir.
***
Libres, han salido al corso. Me lleva a a fiesta, al juego y al amor. Me lleva con ella a anunciarle a todos que cambiará la escuela por el piano y más tarde. Me cuenta los días que quedaron atrás, la hija de Laponia que las invitaba a merendar bombón helado y las clases de geografía fascinada ante el planisferio que la incitaba a conocer el mundo.
Las bandas suenan eufóricas. Me muestra al hombre mayor que la ha cautivado una tarde de frío en su carpintería, mientras su padre consultaba muebles y ella jugaba seducida por la ternura de un gatito. Me mira, asiento. Las dos lo sabemos, es él. Lo será por toda la vida. Hará la casa con sus manos mochas de mucha madera y de mucho amor. Irán juntos a todas partes, compartirán a dios, el pan, los amigos, las montañas, el eterno lecho tibio. Sufrirán y gustarán de las tradiciones, llorarán por sus hijos y los amarán. Jugarán a las cartas con sus nietos, sedientos de su mesa gigante, y llevarán en brazos al bisnieto. De la mano, aceptarán la lucha cotidiana, resignarán sus sueños individuales por el compartido y pisarán fuerte, con remaches y voluntades, ese destino.
La música suena como un telón de fondo y vemos los días juntas. Vemos los cuentos de la hora de la siesta en la galería, los paseos de sábado a la mañana por mercados de arcos mediterráneos, los rescates de la escuela cuando mentía que me dolía la panza, sólo para irme con vos, mi abuela querida. Vemos los meses del juanete enloquecido de sopas de verdura, los juegos de cartas, de mutuos apoyos, de límites transgredidos, de rebeldías aceptadas, de grandes esfuerzos y de muchísimo amor.
De pronto, un silencio. La banda se detiene para dar lugar a la otra y empiezan a sonar melodías suaves, de pianos constantes, como si vinieran de lejos. Toma distancia, tal vez he sido yo, que me fui cerca del mar, donde reinan el viento y las olas, donde sale el sol, donde ella quería vivir y guarda un lugar. Me ve caminar por la rambla y entra en mis zapatos y ve con mis ojos y hay algo que no entiende, porque no hay un proyecto, porque no hay un hombre claro y puro. De a poco empieza a sentir, me mira y comprende que algo de mí aquí le pertenece. Y con esos ojos me abraza, me acepta y me ama porque soy también ella y he atravesado el tiempo para encontrarnos en los ríos de la sangre y en las profundidades de la esencia.
Y la música sigue sonando cada vez más suave. Me mira, me lleva todavía de la mano siguiendo la melodía, también sus párpados suben y bajan más dulces, más lentos. Me lleva por una calle que conocemos, una calle corta y ancha que va en subida. A mitad de la cuadra se detiene, el piano sigue sonando.
Llegamos, se saca el pañuelo azul que le cubría la cabeza, su hermana ha hecho lo mismo con la vincha dorada. Ya no queda serpentina ni espuma. Están a salvo de papel picado, han jugado mucho y es necesaria la calma. Ahora hay dos sillas. Se sientan a la par, se abrazan, sonríen. Las miro, no hablamos. Lo sabemos. Hago dos pasos hacia atrás, vuelvo uno adelante, me acerco, poco más, bien cerca es mejor, hago foco y vuelvo a mirarlas en eterno click.
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